viernes, 4 de febrero de 2011

LOS AMIGOS DE MI INFANCIA Y QUE NO PERDI

Probablemente una de las pocas cosas notables y útiles que hizo mi padre en mi favor –indirectamente – fue comprar unas láminas del método Coquito para leer. Mi madre las guardaba cuidadosamente en casa y hasta donde sé, mis seis hermanos y yo – además de algunos primos – aprendimos a leer con ellas. Tenía cinco años y recuerdo como si fuese ayer la tarde que mi madre desempolvó la cubierta de plástico de las láminas y me envió a la casa de mi abuelo paterno, que quedaba a la vuelta de la esquina, para que mi tía Ruth me enseñe a leer.

Mi tía Ruth – que nos dejó hace ya varios años – era todo un personaje. Para empezar nadie le decía Ruth, todos le decíamos Gringa, mis tíos le decían Gringa a secas y nosotros más respetuosamente le decíamos tía Gringa. El apelativo venía del su blanquísimo color de piel y sus cabellos castaños, que en realidad no eran herencia de nadie de la familia, sino que se debían a que el sol jamás tocaba su piel y su metabolismo no procesaba bien sus alimentos, así que el color de cabello no era otra cosa que el resultado de la desnutrición. Mi tía Gringa había sufrido el terrible polio de niña y la secuela la había dejada incapacitada físicamente, pasaba la vida entre una silla de ruedas y su cama. Sólo podía mover muy limitadamente su mano y muy poco su cuello. Dependía de los demás para casi todo. En las mañanas mi abuelo la levantaba de su cama y la colocaba en la silla de ruedas, sus articulaciones estaban totalmente soldadas así que la posición de su cuerpo era la misma ya sea recostada o en la silla. Luego en la silla tomaba desayuno con la ayuda de mi abuelo o alguno de mis tíos y pasaba toda la mañana leyendo cosas. Ella fue quien nos enseñó a leer, pero además sabía casi todo lo que había que saber, nunca fue a la escuela, pero nos enseñaba matemáticas y otras cosas, cuando habían dudas acerca de cualquier tema ella sabía las respuestas de casi todo e incluso cuando mi abuelo puso una tienda de abarrotes con su jubilación, ella era la que llevaba las cuentas e inventarios, la mayor parte mentalmente.

Así fue que mi tía – que fue el primer adulto a quien profesé verdadera admiración – se convirtió en mi maestra de las primeras letras. Con sus dedos anquilosados y su escaso movimiento de muñeca fue quien escribió en mi primer cuaderno las palabras a repetir, el eme-a, “ma”, eme-e, “me”, “mi mamá me mima” y todas las preciosas frases que, quienes como yo aprendieron a leer con Coquito, recordarán con cálida nostalgia.

Otra cosa que aprendí de mi tía Gringa es que cuando se lee no hay límites para la imaginación, ella era mi Obi Wan Kenobi y yo su Anakin Skywalker, tal vez para hoy ya me haya convertido en Darth Vader, porque ella era muy creyente, pero ese es otro cuento. Lo cierto es que según sus propias palabras fui su alumno más aplicado y el que más rápido aprendió. Eso derivó en continuas competencias de lectura organizadas por mis tíos, donde se comparaba entre los primos coetáneos a quien leía mejor y más fluido. Yo percibía claramente que mis primos tenían serias trabas con la lectura, leían silabeando, cosa que yo había superado en las primeras clases.

Luego de la tediosa época de competencias, mis primeras lecturas fueron los letreros de la ciudad. Caminaba por el centro acompañando a mi madre a las iglesias y no me fijaba en otra cosa que no fuesen los letreros: Carsa, Abugatás y hermanos, La Uruguaya, Monterrey (no el supermercado, sino la tienda de telas), leía los carteles de ofertas, las direcciones, incluso en las iglesias los letreros de acrílico que acompañaban a las imágenes y los más antiguos y delicadamente tallados en piedra o mármol. Mi ánimo no era practicar, sencillamente era una innata curiosidad. Ahora que sabía leer me moría de curiosidad de saber qué cosa decía cada letrero en el mundo.

En casa, otra cosa que sucedió a mi favor, es que mi padre dejó una minúscula biblioteca, calculo que serían unos cuarenta libros, veinte de los cuales eran una muy bien cuidada edición del Tesoro de la Juventud. Recuerdo claramente sus hojas de papel satinado, los lomos de cuero verde con letras doradas. Era un verdadero placer leer en esa enciclopedia. Yo no sabía en ese entonces la diferencia entre una enciclopedia y un libro, así que asumí que eran libros y como eran los más bonitos los empecé a leer. El tomo veinte tenía el índice. En realidad era un índice complejo pero yo nunca lo usé.

El Tesoro de la Juventud como ya dije era una enciclopedia pero didáctica o temática, tenía resúmenes de novelas en una sección maravillosa que si mal no recuerdo se llamaba el Libro de las Narraciones Interesantes o algo así. Allí fueron mis primeros encuentros con los clásicos, en esa sección leí los resúmenes de “La divina comedia”, “El vellocino de oro”, “El tesoro de los nibelungos”, “La iliada”, “La odisea”, “Fuenteovejuna”, “Corazón”, “Hamlet”, “El moro de Venecia”, “Otelo”, “Los Miserables” y tantos otros más que más adelante y con mayor madurez y recursos económicos, me sentí en la obligación placentera de leer en sus versiones completas.

Una vez que se acabaron los resúmenes, aún quedaba mucho por leer, y para el lector ávido no hay nada mejor que letras por descubrir, leí enteras las secciones de historia, ciencias naturales, geografía y misceláneas. Me encontré con las maravillosas fábulas de Esopo, pero también con un muy didáctico y comprensible resumen de la teoría de la relatividad. A mis cortos siete años aprendí cómo se reproducen las células, las plantas, los animales y los humanos. Tenía una idea clara de las ciudades de Europa, Asia, África, Oceanía y América, así como de su historia y evolución. Aprendí de mitología griega, de volcanes, de experimentos caseros, de cómo funciona la electricidad, los planetas, la – en ese momento incipiente – teoría del Big Bang, de la velocidad de la luz y el sonido. En realidad ahora que lo pienso, creo que el ochenta por ciento de las cosas que sé las aprendí en esos años. El Tesoro de la Juventud, abandonado en ese pedacito de la sala de la casa de mi madre fue una de las mejores cosas que me sucedieron en la vida, si no la mejor.

Al costado del librero hecho de ángulos ranurados Dexion que albergaba estas joyas había un sillón antiguo que fue mío durante los años de mi niñez y temprana adolescencia. Allí leí todo lo que pude leer en casa, y allí escuché durante varios años la frase ¡Miguel a comer! Lanzada por mi madre desde el comedor. Ni durante la universidad cené fría la comida tantas veces.

Cuando se acabó el Tesoro de la Juventud, hice algo muy simple, lo volví a leer, pero esta vez selectivamente, releía más lo que más me gustaba, pero recuerdo que habían días que regresaba de la escuela y tomaba un tomo al azar y leía lo que apareciese también al azar y de allí hacia adelante. Llegó un punto en el que ya no había nada que no conociera de esos veinte tomos y decidí leer el índice. Apenas le di un vistazo y lo dejé. Me di cuenta que yo sabía exactamente en qué tomo estaba cada una de las cosas que había leído y en algunos casos sabía en qué página. Un poco asustado de dejar a mi primer amigo, apunté mi vista a la segunda fila de libros del estante, eran pequeños, visualmente insignificantes ante la majestuosa edición del Tesoro de la Juventud, pero era momento de investigar, la curiosidad siempre puede más.

Empecé por los que tenían mejor apariencia, allí fue que leí “El Padrino” de Mario Puzzo, quedé impresionado sobre todo ante la escena del caballo decapitado, muchos años después cuando vi la película no me pareció tan buena la recreación, pero cumplía su cometido. La novela tenía varios pasajes de alto contenido sexual y erótico – que nunca aparecieron en las películas – y que yo curiosamente leía con naturalidad. Luego leí “La Divina Comedia” en su versión completa, “Drácula” de Bram Stocker, “El exorcista”, “Papillón”, que merece comentario aparte, precisando que eran libros de mi padre, probablemente “best sellers” de la época, a pesar de ello “Papillón” en esa época me impresionó por su crudeza, más adelante, en mi juventud, me di cuenta que estaba pésimamente escrita, pero en ese entonces disfruté mucho de la historia, hasta la parte de los caníbales y las hormigas asesinas. Me enfermé, mi tío Lucho que era médico no pudo acertar que tenía y finalmente me trataron por infección estomacal, pero yo sabía que era por la novela. Allí me di cuenta que tenía una capacidad aterradora de vivir lo que leía tal como si estuviese literalmente en los lugares y escenas descritos por los autores.

Luego me encontré con algunos clásicos, nuevamente Homero, en sus versiones completas, había una novela de García Márquez, “La mala hora”, me pareció muy buena sin llegar a ser genial, para ese entonces García Márquez aún no había ganado nada y para mí era un amigo más, lo cierto es que disfruté mucho la historia de los pasquines. Muchos años después García Márquez confesó que no se sentía orgulloso de esa novela, la había escrito a solicitud de algunos amigos a fin de no que no se declarara desierto un concurso literario donde las obras presentadas no daban la talla requerida.

En ese entonces, mi padre envió a casa otro de sus aciertos, compró de algún lado la colección completa de El Escolar, que era un suplemento semanal del diario Extra, los hizo empastar en seis tomos y se agregaron a la pequeña biblioteca familiar. Como es obvio los leí de principio a fin, pero no sólo eso, estos suplementos traían unos pequeños y simples crucigramas que me apasionaron por completo y los hice todos, me di cuenta que los resolvía sin recurrir a nada más. Sólo los resolvía. Algunas cosas las sabía, pero una muy buena parte las deducía. También traía cosas para armar y construir, dibujaba los moldes en papel de cuaderno, y los armaba, de esa época son mis Quijote y Sancho Panza de triplay que debe andar aún en algún lugar de la casa de mi mamá. Con esos suplementos aprendí a hacer origami y también aprendí mucho del Perú. No se debe olvidar que era la época del gobierno militar, para ese entonces Morales Bermúdez continuaba la política del gobierno revolucionario de Velasco Alvarado y los medios de prensa estaban obligados a respaldar estas políticas. En estos suplementos aprendí historia del Perú, acerca de los Incas, del Virreinato; por primera vez leí acerca de la alineación y el anti imperialismo y me divertí mucho con las historietas de la página central que tenían como protagonistas a Coco, Vicuñín y Tacachito, que eran tres niños que representaban a cada región del país y su perro Sulky. Tampoco olvidemos que en esa época en el Perú estaban prohibidos Supermán, Batman y todos sus super amigos.

Cuando terminé de leer los seis tomos de los cinco años de suplementos de El Escolar, continué con los otros libros del estante, descubrí al fantástico Vallejo, “Los Heraldos Negros”, curiosamente era el libro con la apariencia más triste y descuidada del estante, pero era tan intenso, me marcó profundamente y me llevó a escribir poesía y publicar un poemario en mis años universitarios, luego “Los ríos profundos”, “Agua”, “La serpiente de oro”, “Los perros hambrientos” con su belleza andina y la tierna historia de sus perros, mi primer encuentro con Vargas Llosa con “Los cachorros y los jefes”, en esa época mis hermanos traían libros de la casa de mi papá para sus trabajos del colegio y yo me encargaba de que ya no vuelvan a salir de la mia, así que también y sin querer logré que la pequeña biblioteca se incremente. También conocí las fantástica novelas de aventura “El Corsario Negro” y “Los náufragos del Liguria” de Emilio Salgari.

Entre lo que leía se colaron también Lenin con su texto sobre la moral comunista, Haya de la Torre con “El anti imperialismo y el Apra” y Mariátegui con sus “Siete ensayos de la interpretación de la realidad peruana”, para ese entonces yo seguramente tenía entre diez y once años. Los leí como quien lee una novela más. Eran algo pesado para mi gusto pero se entendía su punto de vista. Fue en aquel entonces que sin querer fui ocupando el lugar de mi tía Gringa. A veces venían mis primos y hermanos y empezaban a buscar en el Tesoro de la Juventud o en El Escolar los temas de los trabajos del colegio, entonces como me interrumpían la lectura les preguntaba qué estaban buscando, luego yo con la más absoluta y simple intención de ayudarlos y para que se fueran pronto, les decía en qué tomo y en que página estaba lo que estaban buscando y se iban. Más adelante recién tome conciencia de esa capacidad cuando empezó a ser el tema de conversación en las reuniones familiares, mis hermanas y mi madre se enorgullecían de ello y yo era feliz, haciéndolas felices.

A esa edad hice dos grandes descubrimientos, uno de ellos fue Antoine de Saint-Exupery, “El principito”, una prima que fue mi madrina de primera comunión me lo regaló. Fue mi primer libro, es decir el primero que era mío de verdad, durante esos años fue una fuente de constante sabiduría. El otro descubrimiento fue la Biblia, la leí como un libro de la página uno y hasta el final y me dejó desconcertado. Todo lo que contaba no tenía nada que ver con Darwin, la “Teoría de la evolución de las especies” (libro que también estaba afortunadamente en el estante de la casa) y tampoco coincidía con nada de lo descrito en el Tesoro de la Juventud, las fechas no cuadraban, las épocas y eras de la tierra tampoco y el mito de Adán y Eva así como el diluvio no tenían ningún asidero válido, me pregunté por qué la gente reverenciaba a un libro que tenía tantas inconsistencias históricas y prácticas. En mi mente de once años, el Tesoro de la Juventud y El Escolar eran documentos mucho más válidos que la Biblia. Hoy en día, sigo pensando lo mismo, con el único ingrediente adicional que entiendo y comprendo la lectura religiosa y dogmática del texto bíblico y la respeto, pero mantengo mi posición desde el punto de vista científico. Incluso en esa época un pequeño libro de historia para niños de Disney cuyos protagonistas eran el ratón Mickey y el pato Donald, que un tío me regaló, rebatía profundamente al pobre Noé cuando aclaraba en una nota a pie que sólo los cientos de miles de especies de insectos conocidos no hubiesen entrado en el arca, eso sin contar con el trabajo de recogerlos.

Cuando se acabaron los libros de casa, empecé a buscar nuevas cosas, me prestaba libros – que siempre devolví – asistí como lector a la vieja Biblioteca Municipal de Arequipa, donde habían muy pocos buenos libros y esos pocos estaban mutilados, por eso dejé de ir, incluso concursaba en cada evento en que se ofreciera un libro como premio, así fue que a los trece años aproximadamente conocí a Cortázar, el libro se titulaba “Una flor amarilla” y lo gané en un concurso de radio, yo no sabía que se pudiera escribir así y Cortázar se convirtió en mi nuevo ídolo y paradigma. A la siguiente semana volví a concursar en el programa radial y gané un ejemplar titulado “Cuentistas peruanos”, allí encontré a Vallejo en otra faceta con “Paco Yunque”, y por primera vez leí a Oswaldo Reynoso y a Ribeiro. Fueron descubrimientos increíbles, por esa misma época tomé uno de los pocos libros que no había tenido el ánimo de leer de la biblioteca de casa. Era un libro de tapas de cartón color verde petróleo y páginas con letras menudas y apretadas. El título en la tapa estaba casi borrado, se llamaba “La Casa Verde”, de Vargas Llosa, lo leí sin ganas y me pareció más pesado que Mao Tse-Tung. Luego lo volví a leer cuando tenía unos treinta años, pero nunca me dejó esa sensación que deja una buena lectura.

Leí muchos buenos libros en la secundaria, pero nunca con la frecuencia que leía en primaria. De esa época son las lecturas profundas de Shakespeare, Góngora, Cervantes y Quevedo. También Víctor Hugo, Sartre “Las palabras” y el impresionante Kafka. Fue en la secundaria que empecé con mi biblioteca personal, con el dinero que juntaba de las pocas propinas y lo que ganaba ayudando al papá de un amigo que tenía un restaurant me compraba libros, obviamente piratas en la plaza San Francisco. También en esa época leía a Asimov y sus novelas de ciencia ficción que siguen siendo una guía de tecnología aplicada, y me preocupé con “Yo visité Ganimedes” de un oscuro autor cuyo nombre ya no recuerdo. En esos tiempos también leí con mucho respeto los dos tomos de “El capital” de Marx y Engels, que estaban en lo más alto del estante e intimidaban con su tamaño y sus solemnes tapas azules.

En la universidad pasé por Platón y Descartes, pero sobre todo conocí a Nietszche, un genio valiente y mordaz. El filósofo que me dijo “no estás solo en tu forma de ver las cosas”, al fin alguien que ponía las cosas sobre la mesa como ninguno antes.

En esta época de universidad, en primer año para ser preciso, una de las cosas más útiles que hice fue la recolección de revistas pornográficas. Como yo era muy independiente mi madre nunca revisaba mis cosas, así que me dedique a ofrecerme como receptor de revistas Playboy, Penthouse, Hustler y otras de más grueso calibre que mis amigos ya no podían esconder en sus casas y que les habían causado diversos problemas y querían deshacerse de ellas. Entonces cuando ya tenía como quince revistas en muy buen estado y de notable calidad, me armé de valor y fui a la plaza de San Francisco y se las ofrecí a un revendedor de libros usados y piratas. El las vio y me preguntó cuánto quería, yo le contesté que quería libros a cambio. El me miró como si estuviese loco y me dejó escoger, yo empecé a colocar libros sobre su banca preguntándole cada vez si ya era suficiente. Ese día me fui a casa con ocho novelas, entre ellas una edición preciosa de “La Madre” de Máximo Gorki, “Rayuela” de Cortázar, “Crimen y castigo” de Dostoievski y el maravilloso trabajo – para mí el mejor – de Mario Vargas Llosa: “La Guerra del fin del mundo”.

Los vendedores de libros no saben lo que tienen la mayoría de las veces, sobre todo los que venden libros usados, los que venden pirata son otro rubro. Pero ambos se guían de los libros más pedidos por su propio público, entonces un ejemplar antiguo y poco buscado es valioso sólo por su apariencia, si uno sabe negociar como yo aprendí en esos años, se pueden obtener buenos resultados.

Un evento que cambió mi vida sucedió el verano de mil novecientos ochenta y siete: Acababa de terminar el colegio y el papá de un amigo generosamente me pagó la academia preuniversitaria, ya que mi familia no tenía recursos para ello. Una mañana un compañero cuyo nombre no recuerdo ahora pero que respondía al apodo de Marciano, llevó un libro de buena factura, lomo cosido y de tapa dura color café, estuvo con él toda la mañana y en algún momento él y otros se escaparon a alcoholizarse, cuando salía me dejó el libro y me pidió que se lo cuide.

Ese día el Marciano no regresó y me llevé el libro a casa, lo empecé a leer en el almuerzo, nunca en mi vida olvidaré “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el Coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” Lo tengo grabado en la memoria como el padre nuestro, sólo el inicio me conmovió, no pude parar, leí como no había leído nunca, leía mientras comía, en clases, en el bus, en banca de sillar de la placita de las galerías La Colonial. Terminé de leerlo y no podía creer que alguien escribiera así, era mucho mejor que Cortázar y Kafka; entre los años ochenta y siete y noventa leí ese libro unas cuarenta veces, pero para la segunda lectura tuve que hacer un árbol genealógico para saber perfectamente quién era quién; esa hojita me acompañó las primeras cinco lecturas, luego ya no fue necesaria. Tiempo después, ya en la universidad, a la salida de clases, encontré a un tipo que vendía libros a un sol en la vereda de la avenida Independencia. Allí estaban “Los funerales de la mamá grande”, “La hojarasca”, “Historia de un náufrago” y “Crónica de una muerte anunciada”, los compré y me quedé sin pasajes para la semana, pero no importaba. Años después cuando tuve un trabajo bien remunerado, gasté mucho de mis ingresos en comprar todo lo que García Márquez había escrito y creo que lo logré, incluso tengo cuatro voluminosos tomos de casi todos los artículos periodísticos escritos por él y una biografía muy detallada: “El viaje a la semilla” de Dasso Saldivar. Aún tengo en un lugar especial ese ejemplar de “Cien años de soledad” que me dejó el Marciano, a pesar de sus hojas ajadas y que algunas secciones se descosieron de tanto leerlo, creo que he cumplido bien el encargo de cuidarlo.

Luego de García Marquez ya no fue difícil saltar a Borges y Sábato, pasando incluso por un irreverente Jaime Bayly que hace un notable trabajo en “Los últimos días de La Prensa” y “La mujer de mi hermano”, luego Bryce y de él pasar a Hemingway es inevitable y de allí a Faulkner y Emily Bronte resulta natural, me preocupé por leer todo lo que aun no había leído de Vargas Llosa y me maravillé con “Los cuadernos de Don Rigoberto”, “El Elogio de la Madrastra” y “La Fiesta del chivo” entre otras, pero debo confesar que nunca, pero nunca reí ni disfruté tanto una lectura como con “Pantaleón y las visitadoras” al extremo que alguna vez mis ocasionales compañeros de algún vuelo en el aeropuerto de Lima me miraban como si hubiese perdido la razón cuando yo en la sala de embarque no cesaba de reír a carcajadas leyendo en solitario esa novela. Descubrí también a un finísimo Umberto Eco primero con “Como se hace una tesis” y luego con “El nombre de la rosa”; leí también algunos japoneses y cuando pensaba que ya había leído todo lo bueno que se podía leer, un día una persona muy querida y conocedora de mi afición, me regaló un ejemplar de “El perfume” del alemán Patrick Süskind, mucho antes de que hicieran la película que la verdad no le hace ningún favor a la novela, como casi siempre. Hace poco en un vuelo retrasado de Arequipa a Lima, en la librería de la sala de embarque encontré de casualidad, buscando algo para matar el tiempo, una interesante novela titulada “Wicked, memorias de una bruja mala” de Maguire que recomiendo a los que alguna vez leyeron el mago de Oz – o vieron la película en el peor de los casos – y Dorothy les cayó tan mal como a mí. Debo comentar, que durante todo el tiempo que trabajé para el sistema financiero gasté casi la mitad de mi sueldo cada mes en todos los libros que leí alguna vez en resúmenes y ahora quería leer completos, sin embargo nunca abandoné mis viejos libros piratas. Allí están fieles compañeros testigos de los viejos tiempos. Seguramente no he mencionado a muchos de todos los amigos que me han acompañado en estos cuarenta años en esta nota que inicialmente iba a ser una carilla y ya va por la séptima página, pero sé que ellos sabrán comprenderme.

En compensación de lo leído, nunca aprendí a remoler un trompo, se cómo hacer un cometa pero nunca logré hacer volar una, fui pésimo con las canicas y caretas y el fútbol siempre fue una cosa ajena para mí, más propia de panaderos, carretilleros y estibadores, con el perdón de los panaderos, carretilleros y estibadores. A pesar de los esfuerzos de mi hermano mayor para enseñarme lo básico del deporte, nunca le hallé sentido a darle de patadas a una pelota con el riesgo (que en mi caso se concretó en muchas ocasiones) de recibir un pelotazo en la cara. Lo cierto es que no me arrepiento, cuando me encuentro en días como hoy con este agobio de soledad, me basta recordar a mis amigos y dejo de sentirme solo. Creo que fui y sigo siendo privilegiado al haberme encontrado con tantos amigos en la niñez, adolescencia y juventud, amigos incondicionales que nunca decepcionan.

2 comentarios:

  1. Excelente colección la que mencionas.
    A mi hijo le encanta leer relatos de aventuras, puede leer poco a poco hasta 250 hojas de un libro sin dibujos y sin cansarse.
    Cuando tenía 9 le compraba libros para su edad y los leía muy rápido, así que optaba por libros para niños de hasta 13 años y le gustaba. Lo malo es que me es difícil atinar con las lecturas.
    "El corsario negro" ¿crees que le guste?... Claudio tiene casi 11 años.

    ResponderEliminar
  2. Me imagino que sí. No lo sé. Depende de qué haya leído y qué le guste leer. Eso lo sabes tú mucho mejor que yo. Finalmente un buen lector no le hace muecas a ningún libro, revista, periódico u hoja vieja. Saludos.

    ResponderEliminar