lunes, 31 de diciembre de 2012

LO QUE NOS DEJARON LOS QUE NOS DEJARON


Este año falleció mi padre, el diecisiete de diciembre. La causa fue por cáncer. A pesar de saber hace tiempo de su enfermedad, tomé la decisión personal – y quienes me conocen lo entienden – de no hacer apología al cáncer lamentado el hecho, pidiendo oraciones o compartiendo posts que se supone despiertan conciencia. Comprendo perfectamente a quienes han sido tocados por esta enfermedad directa o indirectamente y reaccionan de esa manera, pero en mi caso no quise hacerlo en ese momento y no pienso hacerlo ahora. Creo firmemente que el cáncer como muchas otras enfermedades de nuestros tiempos es consecuencia tan solo de nuestros – cada día peores – hábitos alimenticios y malas costumbres cotidianas, a lo que debe sumarse la contaminación, polución y un pequeño porcentaje de predisposición genética. 

Sin embargo este post no es sobre el cáncer, es sobre mi padre, quien por cierto llevó una vida más o menos saludable, fumó mucho pero lo dejó hace buena cantidad de años también. También bebió bastante como todo militar y también dejó de hacerlo hace mucho tiempo. Sobrepasó los setenta años y me parece que es un buen número. No sé si al final estuvo contento o satisfecho con su vida. No se puede juzgar eso, ese es un asunto que cada uno resuelve en el momento apropiado con su propia conciencia y que inevitablemente nos tocará a todos tarde o temprano.

Esta nota me ha sido difícil de escribir y por ello he dejado que pasen tantos días desde su partida. He buscado en mis recuerdos para encontrar lo que me queda de él. Una de las cosas más evidentes es el parecido físico. Cuando era niño todo el mundo lo decía, ahora es más claro, me veo al espejo y lo veo a él como yo lo veía cuando tenía ocho o diez años.

No recuerdo haber jugado de niño con mi papá. He hecho el esfuerzo y no viene a mi memoria imagen alguna. Ni armar una cometa, ni remoler un trompo, ni siquiera una partida de ajedrez. No recuerdo muchas conversaciones con él. Recuerdo algunos episodios en que me pedía que lo acompañe a su casa y me hablaba, no recuerdo que hayan sido conversaciones propiamente. Recuerdo haberlo escuchado y recuerdo mucho de lo que me decía, pero eso es normal en mí, a edad temprana tendía siempre a escuchar más que a hablar.

Si tengo que ponerme a encontrar huellas, puedo señalar algunas – casuales o no – que fueron gravitantes en mi vida. A mi padre le gustaba leer, yo lo vi leyendo pocas veces, pero sí dejó varios libros en la casa de mi mamá, que fueron mis primeros libros como les conté en otra nota. Eso fue determinante, hizo que germinara en mí la semilla de la lectura y solo por eso mi padre debe ser uno de los mejores padres del mundo. Alguien podría decir que eso fue circunstancial, yo mismo pensé eso mucho tiempo, pero ahora sé que cada cosa pasa por alguna razón.

Mi padre tenía una pequeña biblioteca en su casa. También influyó en mí aunque recién en estos días me haya dado cuenta.

Otra huella fue su integridad profesional. Uno de mis recuerdos persistentes en mi infancia es haberme encontrado con personas que conocían a mi papá, yo en compañía de alguno de mis hermanos mayores, tíos o mi mamá y me decían desde: “Tu padre es un hombre recto” hasta “tu viejo es bien verde” expresión que soltó uno de sus ex alumnos del Colegio Militar Francisco Bolognesi. Nunca recibí otra referencia de él de los terceros, incluso hasta bien avanzada mi adolescencia. Siempre tuve esa imagen de él y quiéralo o no, sea consciente o no de ello, todo hijo toma como paradigma a su padre (sea este paradigma errado o no) Y yo no fui la excepción y esa es la segunda razón por la que sin proponérselo conscientemente mi padre fue mi mejor ejemplo para la persona que creo ser hoy o cuando menos me propongo ser.

Como padre o cabeza de familia no puedo decir mucho, tuvo sus razones y cada uno se enfrenta a ellas como puede. Por mi parte lo que me afectó fue ver sufrir a mi madre en aquellos años y me propuse no  cometer en mi vida – cuando menos familiar – el mismo error que él, romper la línea, la tendencia, hacer el quiebre. He tratado tanto de hacerlo y con tanta intensidad que a veces me asusto. Por eso me afectó tanto mi divorcio en mi primer matrimonio a pesar de que no lo dejé notar. Sentí que había fracasado en ese propósito. Ahora no lo tengo tan claro. Insisto, a veces las cosas pasan porque hay una razón más allá que solo descubrimos después.

Recuerdo que mis hermanos le temían y se quejaban de que no cubriera los gastos escolares. Yo crecí con esa idea, pero hace algunos años ya, me di cuenta que por alguna razón a mí nunca me negó nada, a lo mucho se demoró un poco, pero no recuerdo que haya negado algo, incluso esa vez que rompí un vidrio en el colegio y aterrado le pedí el dinero para reponerlo, él se sonrió y sacó el dinero de su billetera. Claro, no siempre era tan fácil, a menudo salía con la famosa frase “¿Crees que soy un banco?” que inconscientemente he usado yo también muchas veces, pero igual siempre me apoyó en los estudios por lo menos hasta el cuarto de secundaria.

En el ochenta y seis nos alejamos mucho por tonterías – ahora lo sé – y a pesar de eso pagó cuando menos mi inscripción para postular a la universidad, y cuando más adelante abandoné arquitectura e ingresé a derecho, a regañadientes le entregó a mi hermano el dinero para la matrícula del primer año.

Pasaron muchos años sin que yo le pidiera nada, nunca sabré que hubiese pasado si me hubiese acercado a pedirle, nuevamente de manera inconsciente me ayudó a hacerme independiente y valerme por mi mismo, cosa que ahora me resulta de mucha utilidad. La siguiente vez que me ayudó económicamente fue para mi colegiatura en el colegio de abogados luego de que me gradué. Noté que lo hizo sin nada de molestia, pude notar que estaba orgulloso, como lo estaba este ocho de agosto cuando juramenté en Arequipa en mi nuevo cargo junto con mi hermano mayor.

También es cierto que a veces tuvo reacciones raras, como la que me marcó respecto a mi relación con las navidades y que conté en una de las primeras notas de este blog. Supongo, como lo señalé esa vez, que era porque quería endurecernos, su formación castrense así se lo trazaba. A pesar de esa formación, debo señalar y me conmueve al escribirlo, que mi padre jamás, pero jamás, me puso un dedo encima.

De todos los recuerdos, de los cuales he resumido la mayoría aquí, me llevo la vocación por la lectura y su ejemplo de rectitud. No fue un padre cariñoso, de decir te quiero o de abrazar, sobre todo en su juventud. En los últimos años lo vi y sentí menos recio. De hecho yo cambié mi trato con él, cuando era chico le decía papá, en la adolescencia le decía “pá” y recién desde el noventa y ocho empecé a decirle “papacho” o “papito”, en febrero de este año me dio una alegría enorme que pudiera conocer a mi hija al fin y que la haya tratado con tanto cariño. Me alegra mucho haberla llevado al fin a Mollendo y que haya podido conocer a su abuelito.

Las cosas pasan por algo, yo le digo todos los días a mi hija que la amo. Cada día la abrazo fuerte y juego con ella cada vez que puedo. A veces me pide jugar con ella, acompañarla y arroparla antes de dormir y muchas veces le he dicho “ahora no, estoy haciendo” o “ahora no, estoy viendo la tv”, y luego me arrepiento. Me levanto y me voy con ella. No sé si hago lo correcto, tal vez crezca muy blanda y sin la dureza necesaria para esta vida, sé que no estaré eternamente para protegerla, pero mientras esté lo haré. Creo que eso me enseñó mi padre, aunque sea indirectamente.

Siento que mi padre fue un buen hombre. Pienso en él ahora y sé que hizo su mejor esfuerzo, se equivocó en muchas cosas probablemente, pero nadie empieza a ser padre con un manual al lado. Le tocaron cosas difíciles, eran otros tiempos, existían otros paradigmas, otras formas de criar y educar. Creo que la mejor muestra de su invisible presencia es que ninguno de sus hijos haya hecho una vida orientada al desorden o al mal vivir. Esto sin restarle el enorme mérito a mi madre que se dio entera por nosotros durante cada día de su vida y hasta ahora; y que el día del sepelio, pese a estar separada de él por casi cuarenta años, lloró profundamente al único hombre de su vida.  

REFLEXIONES 2012


Después de un tiempo de no escribir, cada día se hace más difícil. Es ese el motivo por el cual el dos mil once me impuse la meta de una nota por semana y eso me mantuvo alerta, este año cometí el error de no ponerme ninguna regla y la consecuencia fue la notable sequía de notas y cuentos. Esto deja una lección: Plantear metas claras y consistentes.

Este año pasaron muchas cosas, la mayoría buenas y algunas no tanto. Nunca pasan cosas malas, las cosas pasan por algo y hay que saber extraer el mensaje y lección de cada una de ellas. La vida es cíclica, me di cuenta que la prensa (sobre todo la amarillista) tiene una frase que le encanta usar: “Empezó la cuenta regresiva para…”; es una tautología. En términos prácticos todo tiene su cuenta regresiva iniciada desde el día que comienza. Nuestra vida empieza su cuenta regresiva para su fin desde el día que nacemos, depende de la óptica que le demos, si es un día más o un día menos. 

La estancia en la ciudad donde estamos, en la casa donde vivimos, el trabajo en el que estamos, todos estos eventos han iniciado su cuenta regresiva para terminar el mismo día que se iniciaron. Nuevamente, es una cuestión de óptica.

Solo hay algo totalmente cierto: al despertar vivos cada día, recibimos una nueva oportunidad. Cada día es una nueva oportunidad para cambiar. La decisión está en nosotros. Desde dejar de fumar, ver televisión, empezar ese libro que siempre quisimos leer, escribir, amar, dejar de hacer tal o cual actividad y reemplazarla por esta o aquella.  Es un ejercicio al principio complejo dejar atrás toda la carga emocional, pero con práctica se puede. Ir al gimnasio, comer mejor, dejar de engañarnos a nosotros mismos en el trabajo creyendo que trabajamos y no dando lo mejor de nosotros aunque no nos paguen lo que ese esfuerzo vale.

Las malas decisiones traen malas consecuencias, desde ejemplos simples. Veo diariamente a gente en el gimnasio entrenando entre bostezos, o enfocados en el smartphone o en el ipad… ¡Y luego se quejan de porqué no tienen resultados! Veo gente dando vueltas en sus oficinas, llegando tarde, enfocados en otros temas que no son los de su trabajo y luego se quejan de que les falta tiempo, que tienen trabajo atrasado y resulta que al final la culpa siempre es del jefe o del compañero al costado.

¡A veces las cosas son tan evidentes que cuesta tanto comprender como hemos sido engañados durante tantos años! Si vamos al campo y tenemos sed, buscamos un arroyo o un riachuelo. El instinto nos dice que el agua cristalina es mejor que la turbia, siglos de evolución nos dicen que el agua cristalina no nos causará daño. Sin embargo bebemos bebidas negras para procurar felicidad. ¡Es inconcebible! Si alguien se mancha la mano con grasa se lava de inmediato. Sin embargo ingerimos eso mismo a diario a volúmenes más que agresivos. El sentido común nos dice que entre una manzana y un paquete con papas fritas o cheetos de dudosa composición química, lo lógico es escoger la manzana y sin embargo escogemos lo industrial, lo químicamente procesado… ¡Y luego nos quejamos del cáncer!

Somos dueños de nuestras decisiones y también de las consecuencias de esas decisiones. El tiempo de cambiar es ahora. No es necesario esperar al primero de enero, donde miles de personas abarrotarán gimnasios, academias de idiomas, comprarán libros y que lamentablemente – la experiencia empírica lo demuestra año tras año – durarán muy poco en el intento la mayoría de ellos.

Cambie usted hoy, cambiemos cosas pequeñas. Separe su basura, separe lo orgánico de lo que no lo es. Vea menos horas de televisión. Deje a un lado por un rato su tablet, su pc, su celular, enfóquese en quienes lo rodean, en lo que está haciendo. No fume ese cigarro. Hoy respete la ley y no reviente ese cohete que ya compró. Hoy no le de cinco soles al policía. No soborne a ese funcionario o no se deje sobornar. Acaricie a su perro. Riegue sus plantas y si no las tiene compre una. Compre una manzana, disfrútela. Mire a las personas con confianza. Camine, haga ejercicio, saque su vieja bicicleta, sonría, sea feliz. 

viernes, 31 de agosto de 2012

PERDIDO EN LA HABANA (Cuento)

Cuando salimos del aeropuerto de La Habana hacía un sol radiante, luego del trámite en migraciones y el cambio de euros por moneda cubana, estábamos listos para una gloriosa semana de vacaciones. Una vez en el taxi rumbo al hotel, aprovechamos para preguntarle al chofer algunas dudas básicas acerca de la ciudad, este nos recomendó amablemente recorridos clásicos y nos hizo advertencias útiles para cualquier turista. Nos confirmó que nuestros celulares no funcionarían durante toda la estadía, pues en Cuba la red es local y no existe roaming, el internet era un privilegio y a lo mucho podríamos encontrarlo con limitaciones en algún computador del lobby del hotel.  Durante el trayecto, ante nuestros ojos apareció ciudad de La Habana y pudimos ver a lo lejos la Plaza de la Revolución y las enormes siluetas del Che Guevara y Camilo Cienfuegos.

Más tarde ya nos habíamos instalado en el hotel,  luego bajamos a la recepción y le preguntamos al botones dónde ir a almorzar, el tipo nos miró de arriba a abajo pero con buena intención y nos dijo:
– ¿Mexicanos?
– No, peruanos. – respondimos al unísono.
Sonrió y nos explicó rápidamente cómo esquivar a los jineteros que siempre pretenden aprovecharse de los turistas, nos recomendó dos lugares apropiados para almorzar, uno de ellos de comida local típica y otro de cocina internacional, nos dio algunas pistas para no perdernos y al final mirando por encima de nuestros hombros y a los costados, nos dijo que estaba prohibido traer mujeres al hotel. Nosotros sonreímos como quien no había pensado en esa posibilidad y le agradecimos al tiempo que salíamos felices a caminar las calles de La Habana.

Luego de almorzar fuimos a pasear por La Habana Vieja, fue una tarde inolvidable, las construcciones coloniales congeladas en el tiempo adquirían un brillo dorado provocado por el sol escondiéndose en ese atardecer tropical.  Al anochecer estábamos de vuelta en el hotel, decidimos descansar  un rato. A las dos horas Patricio me llamó por el teléfono  y me preguntó si ya estaba listo; le pedí que me diera diez minutos y salté de la cama rumbo a la ducha luego de colgar.

Aprovechamos para tomar un par de mojitos en un lugar recomendado por el hotel, a pocas cuadras, luego caminamos un poco y como nos habían advertido nos encontramos con cubanos vestidos de elegantes truhanes, los jineteros, que querían ofrecernos mil servicios, desde los más truculentos hasta los más formales, y siempre un bar donde habían, increíblemente, bebido juntos y fumado habanos, Fidel, el Che y Hemingway; sin embargo lo afirmaban con tanta vehemencia que estuve a punto de dejar de creer en mis profesores de historia y en los libros que había leído y lanzarme a creer a ojos cerrados en estos simpáticos isleños.

Cansados por el día, regresamos al hotel, eran casi las once de la noche, rumbo al ascensor nos encontramos con un letrero en la marquesina, “Noche de salsa” decía en letras doradas, nos miramos con Patricio y decidimos subir al piso treinta del hotel donde estaba el salón de baile y pub; pagamos los diez euros de la entrada y nos sentamos en una mesa. El lugar es espectacular, está lleno de turistas de distintos países, la mayoría hombres. Disfrutamos de la orquesta y nos tomamos un par de vasos de ron y fumamos habanos que hemos comprando más temprano. De pronto una muchacha muy guapa se acerca a la mesa y nos pide fuego, Patricio caballeroso le enciende el cigarro, ella le da una pitada y nos pregunta si se puede sentar con nosotros, sorprendidos le decimos que sí. Se sienta y nos sonríe, nos dice que se llama Lucero y rápidamente nos damos cuenta que es una profesional. Nos pregunta nuestros nombres y también nos confunde con mexicanos, luego llama a una amiga suya que está en la otra mesa, se sienta y ambas ríen con nosotros.  Algunos minutos después, Lucero, se me acerca y me dice sin mayor preámbulo que por cien euros puedo irme con ella a mi habitación, además hay que pagar veinte euros más para el portero del pub para que no la delate y me repite algo que ya sabía, está prohibido llevar chicas cubanas a las habitaciones.

Lucero es preciosa y yo no resisto la tentación, le explico rápidamente a Patricio y él levanta el pulgar y me desea suerte, me levanto de la mesa y la escultural morena me sigue y no puedo dejar de pensar en esas largas piernas que fluyen infinitas de la microscópica falda blanca, el portero que seguramente ya conoce del trato con antelación estira la mano y le doy los veinte euros, nos pone un sello en las muñecas y salimos rumbo a mi habitación.

Una vez en el cuarto ella toma la iniciativa, se conduce como una experta y yo me dejo llevar, se desnuda y no puedo dejar de ver esa figura fina y perfecta, me mira con sus enormes ojos negros rodeados de pestañas postizas, me habla largo rato, me pregunta mil cosas, hablamos y le cuento historias, le hablo de mi país, de las historias que se, de las que he leído, ella curiosa me pregunta más y más, sonríe con cada cosa que le digo, le digo que es linda, que me gusta su voz, su cabello, sus ojos, ella coquetea y se estira sobre la cama como una gata, luego me quita la ropa y me trata con una ternura propia de quien se vende por placer. Me pregunta si alguna vez hice el amor con una cubana, le digo que no, me besa y se entrega con pasión y noto su esfuerzo en hacer quedar bien a todas las mujeres cubanas, yo disfruto cada instante y me someto a sus caprichos y deseos. Nos amamos intensamente sin amor, a la luz de la luna que entra por la ventana, caemos rendidos y sudando sobre la cama, nos acariciamos con los ojos cerrados. Decido que nunca olvidaré esa noche.

* * *

Abro los ojos y sigue oscuro, no tengo idea de la hora, busco en la mesa de noche mi celular y no lo puedo ubicar, me siento en la cama y enciendo la luz de la lámpara, Lucero no está, me quedo paralizado, voy al baño, no hay nadie, en el balcón tampoco, aprieto los dientes y busco mis cosas, ¡mierda! No está mi billetera ni mi celular, me lanzo al closet y busco mi maleta, está abierta, tampoco está la cartera con el dinero de reserva ni mi pasaporte.  Me siento en el borde de la cama y me siento el tipo más estúpido del mundo.

* * *

Dos horas después sigo sentado en el borde de la cama, fumando y Patricio camina de un lado al otro de la habitación. Hemos evaluado las posibilidades, ir a la policía era imposible, en Cuba la prostitución es un delito, tanto por parte de quien la ejerce como quien la requiere. La única alternativa es ir a la Embajada de Perú en Cuba a primera hora y explicar lo sucedido.  Hemos tratado de llamar a los bancos para cancelar las tarjetas de crédito, Patricio me explica que es un esfuerzo inútil, en Cuba casi no se aceptan tarjetas y menos de bancos privados, todos los bancos son estatales, yo igual no me confío y sigo intentando con el teléfono del hotel.

No puedo dormir, estoy lleno de preocupaciones, trato de informarme en recepción apenas llegan los primeros empleados y me confirman que sin pasaporte no podré salir de Cuba, probablemente pierda el vuelo de regreso. Me da tristeza por Patricio, le estoy malogrando las vacaciones por mi estupidez, él trata de mostrarse de buen ánimo y me recuerda que el viaje ya está pagado, estaremos hoy en La Habana, trataremos de resolver el asunto del pasaporte en la embajada y luego iremos a Varadero como estaba previsto. Le agradezco con cariño y le pido que se vaya a descansar hasta que abra la embajada.

Camino a las mesas que están frente a la barra de recepción y pido un café. Mientras estoy sentado en la mesa, veo a una muchacha de traje corto azul eléctrico satinado que entra con tacos altos al hotel y se acerca a la ventanilla de cambio de moneda, me llama la atención su atuendo de fiesta a esas horas de la mañana, son las ocho y diez. Cuando voltea para dirigirse a la puerta de salida la reconozco, es la amiga de Lucero que se quedó con Patricio en la mesa anoche. Me levanto como impulsado por un resorte y le pregunto a la empleada acerca de ella, me dice que vino a cambiar euros, salgo del hotel y la veo perderse por una calle, no lo pienso y la sigo rápidamente. Ella camina cimbreando las caderas pero sin pausa, yo camino rápido detrás de ella, indocumentado y sin un peso en el bolsillo.

Mi primera idea era seguirla hasta su casa, pero se me ocurre que no necesariamente ese es su destino, que en cualquier momento podría entrar a cualquier sitio o subir a un taxi y yo así como estaba no podría seguirla. A ese punto no sé dónde estoy, me adelanto y la tomo de un brazo, ella se asusta, trato de calmarla, le digo que me llamo Ángel y que estuve anoche con su amiga Lucero. La muchacha niega conocerla, le pido que me ayude por favor, luego me dice que no sabe dónde ubicarla, insisto otra vez, le prometo que no tomaré ninguna acción contra ella, que solo quiero saber dónde  puedo encontrar a Lucero, solo quiero mi pasaporte, puede quedarse con el resto, se lo regalo. La mujer me sonríe y me dice que la siga, camino con ella varias cuadras, las calles se van haciendo cada vez más estrechas y las casas más pobres. Nos detenemos en un viejo portón de madera, ella lo golpea con la palma de la mano y se escuchan voces y pasos. Un tipo flaco y de cabello cortado al rape abre, la muchacha le dice rápidamente que estoy buscando a Lucero, el sujeto me invita a pasar. Se me ocurre que si me asaltan lo único que tengo es la ropa que llevo puesta, no tengo nada que perder y entro.

En el interior el lugar parece un fumadero de opio, solo que en lugar de opio el hedor de la marihuana se hace presente, sé que la droga está prohibida en Cuba, y la cocaína es demasiado cara para los cubanos, así que recurren a la marihuana normalmente, veo prostitutas jóvenes y viejas en los zaguanes de la vieja casa colonial, me imagino que sus maridos o chulos son los pocos hombres que se pueden ver, no parecen parroquianos, descarto la idea de que sea un burdel. Algunos juegan dominó, cartas y casi todos fuman cigarros, algunos pocos habanos. Camino entre ellos y algunos me miran de manera extraña, al fondo veo a Lucero, está sentada casi sobre las piernas de un moreno alto que tiene un jaguar tatuado en el brazo derecho. Me acerco con cortesía pero mi ocasional compañera de viaje se me adelanta:
– ¡Oye chica, acá el peruano te anda buscando!
Yo la saludo con un gesto nervioso y se me ocurre que escapará, sin embargo se queda sentada y me sonríe descaradamente, yo trato de no ponerme nervioso ni dejar que la cólera me gane. Me invitan a sentarme y el moreno me sirve un poco de ron en un vaso. Lucero sin dejar de sonreír me interroga:
– ¿En qué le puedo servir al señol?
– Lucero – le explico con calma – ayer te llevaste mi pasaporte, lo único que quiero es que me lo devuelvas, te puedes quedar con todo lo demás.
– ¿Anoche? Se ha equivocado de Lucero, yo anoche estaba con Fidel –  me dice a carcajadas y me mira desafiante.
– Por favor – le ruego, sintiéndome un idiota, pensando en qué más podía ofrecerle para que me devuelva el pasaporte.
– Espéreme aquí mi Ángel – me dice y me sorprende que recuerde mi nombre. Se pone de pie y otra vez mi corazón late a cien al ver esa figura tallada en ébano.

Yo me quedo sentado y termino el trago que tengo frente a mí, el cubano del tatuaje me sirve otro. Luego me pregunta a qué me dedico, le digo que soy escritor. El tipo me mira a los ojos y me suelta un poema de Martí, luego se recuesta sobre la pared y me pregunta si tengo cigarros. Le digo que no. Se levanta y se acerca a otro tipo, luego vuelve y me ofrece un cigarro, yo acepto, él enciende un trozo de habano, y sin que le pregunte me cuenta que las chicas recogen los trozos de habanos que los turistas dejan en las discotecas, eso es lo que él está fumando ahora.

Una hora más tarde y luego de varios vasos de ron Lucero no vuelve, empiezo a preocuparme, el cubano que bebe conmigo y que dice llamarse Fidel –ahora entiendo la broma que me hizo Lucero más temprano – me ha hablado con admiración de Reinaldo Arenas, de Lezama Lima, y empiezo a sospechar que Fidel no es precisamente un macho latino, pero también se ha emocionado hablándome de Martí, de Emilio Ballagas y del Che. Me dice que ha oído mucho de Vargas Llosa pero que no lo ha leído, los libros de él están prohibidos en Cuba. Empiezo a sentirme mareado, el tabaco fuerte y el ron empiezan a hacer estragos en mi conciencia. En ese momento y con el sol de las diez de la mañana escucho un griterío y el traqueteo de mesas que se caen, una mujer vieja pasa corriendo y grita “la policía”, Fidel me hace una seña urgente para que lo siga y yo no me hago esperar.

Corremos a los saltos por los patios del fondo de la casona, Fidel se monta sobre un muro de adobe y lo salta, yo hago lo mismo con mucho mayor esfuerzo, al aterrizar estoy en medio de una calle antigua y estrecha, cruzando la acera una mujer se abanica en una mecedora en su balcón del segundo piso, me grita y me dice que la policía viene por la derecha, yo corro a la izquierda y he perdido de vista a Fidel, corro a mas no poder hasta alcanzar una esquina, el corazón está a punto de salirse de mi pecho. Quisiera encontrar una tienda donde refugiarme y solo veo casas, dejo de correr y camino con prisa, en la esquina dos policías dirigen el tránsito, trato de calmarme y disminuyo el paso. Al llegar a su lado, ni siquiera me miran, atravieso la calle y recién me doy cuenta que se ha roto irremediablemente el contacto con Lucero, agotado me siento en la vereda, con sueño, mal oliente a tabaco y alcohol, sin un centavo y perdido en La Habana.

Tomo un poco de aire, me incorporo sin ganas y camino unas cuadras a la deriva tratando de ordenar mis ideas, me doy cuenta de que he perdido tiempo valioso para adelantar el trámite del pasaporte en la embajada, Patricio debe estar preocupado sin saber dónde estoy, me acerco a un peatón y le pregunto por el hotel, me da una serie de datos imprecisos; camino instintivamente por la ruta que me señaló tratando de no pensar en nada.

Después de media hora de caminar bajo el ardiente sol, al fin puedo divisar los pisos superiores del hotel, camino un poco más animado. Cuando llego a la entrada, veo a Fidel cruzando el Lobby, me quedo consternado, ¿será todo parte de una trampa? ¿Acaso de una mafia? Decido no perderle el rastro otra vez, lo sigo sigilosamente, él camina sin preocupación alguna por las calles de La Habana, camiseta sin mangas, lentes oscuros grandes y jugueteando con un palillo entre los dientes, pienso que estoy loco mientras lo sigo, es probable que me vuelva a meter en problemas, a la vuelta de la esquina veo a Lucero con unos jeans apretados y una camiseta negra, lo está esperando, me escondo para observar, él se acerca, hablan algo y ella le da un beso en la mejilla, se me ocurre que se irán juntos, pero para mi sorpresa ella le hace una señal de despedida y se aleja, espero unos segundos y me olvido de Fidel, estoy otra vez sobre la pista de Lucero, ella camina rápido y en el horizonte veo aparecer el mar. Ella camina rumbo a la playa, yo me acerco cada vez más, la veo detenerse y encender un cigarrillo, se queda mirando el océano, el viento mueve sus cabellos y yo no sé si enfrentarla o abrazarla. Me acerco lentamente y digo su nombre, ella voltea y me mira como si no me reconociera, yo no sé qué decirle. La abrazo. Ella me deja hacerlo, no sé por qué lo hace pero siento que llora sobre mi hombro. Quiero preguntarle sobre mi pasaporte pero no me atrevo aún, trato de consolarla primero. Siento su aliento húmedo, su espalda fina y el calor de su cuerpo, más caliente aún en este clima tropical. La miro y veo esos ojos negros ya sin pestañas postizas, ella me besa con ternura, y yo le correspondo. Luego se detiene y me dice que el pasaporte está en el hotel, sin dejarme responder o preguntar me toma la mano y mira el horizonte, me dice que sueña con salir de Cuba, me pide perdón por haberme robado. No sabía que el pasaporte estaba en la cartera, solo vio el dinero y huyó, me dice que el dinero que me quitó es lo que necesitaba para completar lo que le hace falta para irse de la Isla. Yo me siento conmovido, ya no sé qué pensar, pero algo me dice que es un cuento que ella misma se cuenta y que realmente cree a pesar de no ser verdad, solo para justificar su proceder. Sin embargo sé que si de mí dependiera me la llevaría conmigo. Voltea otra vez y me da un beso en los labios, otro en la frente y me dice “Adios mi Ángel”, y se va caminando por el largo malecón. Yo me quedo mudo observando su silueta con el fondo del mar caribe.

Camino con paso cansado rumbo al hotel otra vez, ya debe ser la una de la tarde, al llegar veo a dos policías cubanos sentados en una mesa de la cafetería con Patricio. Me detengo y no me decido a avanzar, no sé lo que ha pasado. ¿Patricio los llamó? ¿Me están buscando por la redada en la casa de las putas? Con paso lento me acerco a la mesa, Patricio se pone de pie y me abraza, me dice que había llamado a la policía porque no aparecía, me pregunta donde estuve y le digo que le explicaré luego, inteligentemente me guiña un ojo y despide amablemente a los policías. Ellos preguntan si pueden quedarse a terminar su café, los acompañamos un rato sin hablar y luego se van. Le cuento a Patricio mi aventura, se ríe y me recomienda ir a la recepción, efectivamente una persona ha dejado un sobre para mí. Lo abro y dentro de él está mi pasaporte con una pequeña nota y una dirección, sonrío y la mujer me dice que un caballero lo entregó al medio día. Me imagino que fue Fidel por encargo de Lucero, le agradezco a la recepcionista y le pido que lo guarde hasta mi retorno, necesito ir a comer algo y decidimos ir a almorzar con Patricio.

* * *

Tres meses después, en el aeropuerto de Lima, espero ansioso en la zona de desembarque de vuelos internacionales, veo venir a Lucero con su enorme maleta y sus ojos negros brillantes de alegría.  La abrazo y la beso, ella me sonríe y me entrega un libro de poesía cubana, lo abro y en la contra tapa leo escrito a mano:  “Cuídela mucho, lo primero que ella me dijo el día que lo conocí a usted fue: `le robé al hombre del que me enamoré.´ Suerte a los dos. Fidel.”

sábado, 30 de junio de 2012

LO QUE TENIA QUE PASAR (Cuento)


“Nada de lo que pasa, pasa porque sí, decía Tasurinchi, el seripigari del Kompiroshiato. Todo tiene su explicación, todo es causa o consecuencia de algo. Tal vez. Hay más diosecillos y diablillos que gotas de agua en la cocha y el río más grandes, decía. Andan mezclados con las cosas. Los hijos de Kientibakori para desordenar el mundo y los de Tasurinchi para conservarle su orden.”
El Hablador. Capítulo VII. (Mario Vargas Llosa) 

Como lo habían hecho durante siglos sus ancestros yaminawas y machiguengas, lanzó al río el pedazo de carne, esta vez una ubre de vaca sujeta de un gancho de metal atado a una cuerda. Minutos después varios peces mordían la carne grasosa, Pablo se sentó bien en la canoa y sacó la carnada, separó los peces grandes de los chicos, los chicos los devolvió al agua, los grandes abrían y cerraban sus bocas en la canasta, desesperados en busca del aire, primero rápido, luego más lento, hasta que su alma dejaba el cuerpo vacío para irse al Inkite.

Pablo repitió la operación un par de veces más, siempre salían más peces chicos que grandes, los chicos había que soltarlos al río, que sigan viviendo, si no Kashiri, la luna y Tasurinchi el soplador se habrían de enojar.  Pablo pescaba para comer, para vender y nada más. Su abuelo le había enseñado así, en cambio el blanco viracocha mata por matar, caza para colgar los pellejos en sus paredes, para reír después, para nada. Por eso el blanco no es feliz, tiene rabia en su corazón, por eso los blancos siempre andan con las miradas tristes, pensó.

Horas más tarde, poco después del amanecer,  volvía a su hogar,  en una comunidad con no más de cincuenta casas, separadas entre sí por largos campos de yuca y arroz, delimitados por fecundos bananos, altos árboles de castaña y frondosos copazús.  En el cuarto estaba todavía durmiendo Marina, desnuda sobre la cama. Pablo la llamó, ella se desperezó sobre el colchón pero no abrió los ojos.  Pablo no se molestó, no dejaba que la rabia inunde su corazón, Marina no tenía sangre machiguenga ni yaminawa, ella era descendiente de viracochas, sus abuelos habían sido caucheros, caídos después en desgracia, no les quedó otra alternativa que hacerse agricultores. Ella pensaba diferente, comía distinto, no le gustaban las costumbres de su gente.

Cuando Marina se despertó Pablo ya había cocinado el pescado, algo de yuca y plátano maduro.  Se sentó en la mesa de madera y empezó a comer,  ella se acercó y se sirvió. No hablaron durante varios minutos. Él se sentía incómodo, tres o cuatro días antes había empezado a sentir algo raro en su mujer. La notaba lejana, distraída y con rabia. Él sabía que la rabia es mala consejera.  Esperaba que le dijera que estaba pasando.
– ¿Esta noche también vas a ir a pescar? – le preguntó ella.
–  Sí – contestó él con algo de comida todavía en la boca – anoche no he pescado mucho, solo para comer. Estos días hay solo peces chicos en el rio.
Ella no contestó. Se quitó la ropa, se envolvió con una toalla a altura del pecho y salió a darse un baño.

Pablo se quedó pensando, no hablaba mucho. Se había acostumbrado a eso. El no era de los que hablan, a él le gustaba escuchar, pensar. Le gustaba creer que entendía a los loros, a los monitos enanos del monte, a los simios grandes de nalgas coloradas, a las cigarras y las ranitas verdes de dedos largos que terminaban en graciosos redonditos. Se quedó pensando en Marina. Ya habían tenido problemas antes, con el compadre José. Doña Camila, su vecina, una mujer mayor a la que le gustaba trabajar la chacra de sol a sol, le había contado que había visto una noche al compadre entrando a su casa, a la anciana le dio curiosidad porque sabía que Pablo había salido a pescar, así que despacito se acercó, y vio por una rendija de las tablas del cuarto que el compadre se montaba a la mujer.  Al día siguiente, apenas tuvo oportunidad le contó. Él se controló, siempre supo que la rabia traía desgracias. Se puso las sandalias y caminó a la casa del compadre, lo encontró tendido en la hamaca. No levantó la voz, no hizo escándalo.  Con la voz baja y con calma le dijo a José:
– Compadre, la próxima vez que usted se meta en mi casa cuando yo no esté, voy a venir a buscarlo, pero con el machete en la mano.
José quiso explicar, pero Pablo no lo dejó, se dio media vuelta y se fue con la misma calma con la que había venido.  A la noche siguiente José tomó sus pocas pertenencias y se fue a vivir a la ciudad.

Nunca le reclamó a Marina, no habría sabido como reclamarle, su madre decía que hay mujeres que no se pueden controlar. El cumplía como debe ser, mejor cuando había tomado un poco de masato. Marina lo buscaba en las noches y a veces en las mañanas o por las tardes y él nunca la había dejado rogar. En ocasiones ella le pedía más, Pablo discretamente se hacía el desentendido. No quería discutir.

Se quedó pensando si el compadre no habría vuelto a las andadas. Mientras Marina se bañaba se levantó y fue al cuarto, revisó la cama, el colchón, la almohada, había un olor raro, ajeno. En los pies de la cama halló sobre la sábana unos pelos cortos negros y duros. Sabía que no eran suyos ni tampoco de su mujer. Tenía que ser el compadre otra vez. No le pareció bueno lo que estaba pasando. Alguna desgracia tendría que suceder después. Pensó y reflexionó qué hacer, no se atrevía a preguntarle a Marina, ella lo negaría.

Estuvo todo el día intranquilo pero callado, ella más bien parecía estar enojada otra vez, todo le molestaba. Él limpió la tierra alrededor de las yucas, cortó la maleza alrededor de los bananos para que no vengan a esconderse las serpientes. En el atardecer preparó sus aparejos de pesca. Los peces carnívoros pican fácil con la ubre de vaca, pero no son tan cotizados como los otros, los que comen gusanos e insectos. Estos últimos se venden mejor, pero su pesca daba más trabajo también. Acomodó la red, un poco de yuca seca y plátano, también su machete y esperó que la noche estuviese por caer para partir.

Calculó la hora y partió. Caminó como siempre por el sendero que lleva al meandro del río, cerca del cual se forma una pequeña laguna, una cocha como le dicen en la zona. Cuando se apartó lo suficiente del pueblo, se sentó a la sombra de un árbol. Sacó un pedazo de plátano y esperó. Miró la luz del sol perderse en el horizonte, el cielo se fue tornando celeste, amarillo, rosado, luego azul brillante y finalmente se manchó de negro, las estrellas aparecieron una tras otra y el monte quedó bañado con la luz plateada de Kashiri. El barullo de los bichos de la selva se hizo omnipresente. Trataba de no pensar. No servía de nada llenarse de rabia, lo que tendría que pasar pasaría. Se puso de pie, recogió su bolso y se dio cuenta recién que, distraído como estaba,  se había sentado al pie de un árbol de mango, era una mala señal, alguna desgracia habría de pasar.

Caminó hacia su casa de nuevo, a varios metros antes de llegar se escondió a la sombra de los árboles. Marina estaba afuera, recostada en la hamaca, tomando el fresco de las primeras horas de la noche, luego la vio ir a la cocina, preparar algo de comer, nuevamente salió , sentada en un tronco que hacía de banca bebió algo, tal vez mate o café, comía de un plato, tal vez el pescado que quedó de la mañana. La vio entrar a la casa para volver a salir otra vez envuelta en una toalla, seguramente a tomar un baño en la parte de atrás, regresó. De allí nada, pasaron minutos interminables, él estaba acostumbrado a estar horas así, de cuclillas, paciente, solo mordiendo una ramita o una hoja, a veces de limón, a veces de jergónsacha, acompañado de sus pensamientos. No supo cuanto tiempo pasó, tampoco vio como llegó, pero había una sombra en la puerta de la casa. Por la estatura y el perfil estaba casi seguro de que era el compadre José, sin embargo se confundió un poco cuando lo vio cojear, no recordaba que el compadre cojeara. ¿Y si era otra persona? Esperó para asegurarse. Lo vio entrar a la casa y algunos minutos después la lámpara se apagó, Kashiri en el cielo daba su luz, era suficiente. Caminó despacio sin hacer ruido, se acercó a la casa y husmeó por las tablas, abriendo bien los ojos, allí sobre la cama, iluminados tenuemente por las migajas de luz lunar que entraban por las rendijas estaban los dos, ella rodeando con las piernas el cuerpo del compadre, ambos cubiertos tan solo por una ligera sábana, Pablo agachó la cabeza y meditó, no debía actuar con rabia, solo desgracias podían pasar, ahora había confirmado lo que quería saber, era mejor ir al río a pescar, dejar enfriar la cabeza, volvió a mirar en el interior y apareciendo por debajo de la sábana vio algo que lo dejó estupefacto. Miró otra vez y los amantes habían cambiado de posición, ya no pudo confirmar lo que creyó haber visto, se pasó un nudillo por los ojos, respiró y se levantó despacio. Tenía que ser un error.

* * *

Minutos antes, en el interior de la casa de Pablo, en su propia cama, Marina esperaba la llegada del compadre José, como lo había hecho durante toda la semana y todas las noches en que su marido se había ido a pescar;   había dejado la puerta sin tranca, y cada noche lo esperaba desnuda cubierta tan solo por una sábana.

Sintió el crujido de las bisagras y la luz de la luna entrar al cuarto por la abertura de la puerta, el compadre rápidamente se quitó la ropa y se deslizó bajo la sábana, Marina sintió su cuerpo desnudo, la textura de su piel endurecida por el sol y el trabajo en el campo, su olor acre, el pecho firme, las piernas velludas, lo rodeó con las piernas y se dejó poseer.  Mientras lo sentía en su interior le hablaba al oído, le reclamaba por haberse dejado extrañar tanto, de porqué se había ido la otra vez sin decir nada, ni avisar, la falta que le había hecho su fuego, su calor, su pasión. Él no contestaba, la poseía con una fuerza animal y emitía algún que otro gruñido, para ella eso era suficiente, era feliz siendo suya, reclamándole su ausencia pero amándolo, mordiéndole los hombros cada vez que la hacía llegar el éxtasis de esa manera sobrenatural. Se montó sobre él, lo disfrutó con lujuria, sabía que al terminar solo se pondría de pie y se iría, como siempre, sin dar mayores explicaciones ni muestras de cariño. Era mejor, quedarse así, sin discusiones, sin palabras, pasar el día completo con solo con las ganas de volverlo a ver...

* * *

Pablo se había alejado unos metros, recogió su machete y la bolsa con las redes, la yuca y el plátano. No tenía ánimos para ir a pescar. Había hecho una promesa y tenía que cumplirla. Le había dicho a su compadre que lo iría a buscar machete en mano si volvía a meterse a su casa. Decidió aprovechar la noche. La ciudad quedaba a solo treinta kilómetros. Llegaría en la madrugada, lo esperaría al bandido en su propia casa. Empezó a caminar, sin prisa, respirando a cada paso, manteniendo el control, sentía el sudor brotando por la parte baja de su nuca, donde nace el cabello, formaba gotas que se deslizaban por su cuello y se detenían donde su piel se unía con la ropa, empapando la camisa. Cada cierto tiempo tomaba un pedazo de yuca o de plátano, se lo metía en la boca, masticaba lento, al ritmo de la respiración, de sus pasos. No quería dejar que la rabia entre en su cuerpo. Lo que tenía que pasar, pasaría.

Por algunos segundos su mente reconstruyó borrosamente la visión que había tenido cuando miró en el cuarto de su casa, no podía ser, sacudió la cabeza y se puso a pensar en otra cosa. Tenía que estar atento, en la noche la trocha es cruzada por lagartos, capibaras, sachavacas, otorongos y muy a menudo por tarántulas y víboras. Caminaba firme.

Cuando todavía faltaba una hora para clarear, llegó a la ciudad. No sabía dónde vivía su compadre, pero no era una ciudad grande, trescientas familias a lo mucho, la municipalidad, un puesto de vigilancia, un juzgado de paz, un mercadito pequeño; se dirigió allí, las vendedoras de fruta y verdura ya estaban armando sus puestos, hizo algunas preguntas discretas respecto a la casa de su compadre, no fue difícil que lo ubicaran, recibió algunas indicaciones y se puso en marcha. Veinte minutos después llegó a una casa de madera modesta, sin pintar, de techo de planchas de zinc, empuñó su machete con fuerza y respiró lentamente, sin embargo se dio cuenta que era inútil, él no habría podido llegar antes que él, con seguridad tocó la puerta y salió una mujer joven preguntado quién era.

Pablo quedó devastado con la noticia, en su cabeza las cosas se revolvieron, aparecieron imágenes confusas, como si hubiese tomado ayahuasca y la mareada hubiese resultado mala, sintió nauseas, sin despedirse de la muchacha, salió caminando rápido hacia las afueras de la ciudad, caminó rápido, muy rápido, respirando, sentía en sus sientes la sangre palpitando dentro de las venas, apretó los dientes, una camioneta pasó por su lado, hizo señas con los brazos y se detuvo, conocía al conductor, varias veces le había vendido pescado, le pidió por favor que lo lleve, el tipo le hizo una seña para que se suba atrás. En la tolva, sacudido por los baches de la trocha, Pablo trataba de pensar. Sabía que alguna desgracia habría de pasar. Cuando las cosas pasan, pasan por algo. Debió darse cuenta anoche, ¿pero de qué habría servido? Tal vez todavía estaba a tiempo para evitar la desgracia.

Una vez en la comunidad se bajó de la camioneta y dio las gracias. Caminó rápido, asentando con fuerza los pies en el barro endurecido por el sol, apretando los dedos de la mano alrededor del mango del machete. Sentía que la rabia se apoderaba de él, pero ¿qué más daba ahora?  Se dejó ir, lanzó su bolsa al camino polvoriento y corrió machete en mano por los sembríos de yuca, entre los bananos, jadeando, sudando, sin parar. Llegó hasta su casa, se detuvo, el corazón retumbaba en su pecho, su cuello, manos y antebrazos dibujaban venas en relieve, respiró hondo y entró.

Sobre la cama una enorme mancha de sangre fue todo lo que halló. Revisó con cuidado, encontró otra vez los pelos negros duros y cortos. Sobre los tablones del piso, dibujadas con sangre las marcas de pisadas que no eran de humano, eran de cabra: el Chullachaqui.  Pablo, al tiempo que caía de rodillas y hundía la cabeza entre sus hombros recordó con pesar y ya sin rabia las palabras de la muchacha: “lo siento mucho, el señor José, su compadre, murió hace dos semanas.”

* * *

La tradición machiguenga cuenta que la forma de reconocer a un diablillo es porque cojea, se dice también que en la selva amazónica uno de ellos, el Chullachaqui, puede tomar la forma del ser que se añora, a fin de engañar a la víctima y luego llevársela a sus dominios. Lo único que no puede transformar a voluntad son sus patas de cabra. Una vez que tiene a su víctima, nadie sabe que hace luego con ella.


sábado, 23 de junio de 2012

GALIMATÍAS (Cuento)

Cuando el agente Morgan entró a la oficina sujetando los vasos de café y vio a su compañero  con la cabeza entre las manos presintió que algo andaba mal. Vásquez estaba tan concentrado en el trozo de papel que tenía enfrente que no se percató de su presencia, Morgan carraspeó y dejó los vasos sobre la mesa.
– ¿Qué pasa primo? – preguntó.
– Acabo de recibir este papel, dentro de ese sobre –dijo Vásquez señalando un sobre blanco, común y corriente, abierto sin mayor cuidado que descansaba al lado del papel. – No lo toques – continuó – aunque sospecho que no tiene huellas igual hay que llevarlo al forense, lee el papel, desde donde estás.
Morgan se acercó y por sobre el hombro de Vásquez leyó:
Señor agente Vásquez:
No se moleste en indagaciones inútiles, pronto lo liberaré de la incertidumbre de no saber quién soy. En tanto espere instrucciones. ¿Sabía  usted que la venganza es un plato que sirve frio? A las diez llegará mayor información. Ya arreglé que así sea, disfrute la aventura, le aseguro que yo lo disfrutaré. Saludos.
Morgan se encogió de hombros confundido e instintivamente miró su reloj: Las nueve con cincuenta.
– ¿Qué significa eso, alguna broma?
– No lo creo, pero en diez minutos lo sabremos – replicó su compañero.

Esperaron en silencio durante los siguientes minutos, bebiendo a sorbos el café y mirando el teléfono, mirándose entre sí, intercambiando algunos gestos de incomodidad, gruñidos leves, mirando los relojes, Morgan el suyo de pulsera, Vásquez el de pared. Los segundos parecían no avanzar, llegaron las diez, las diez y uno, los agentes empezaban a sentirse aliviados, parecía ser una sencilla broma de mal gusto, como las que siempre ocurrían en la estación, a veces creadas por ciudadanos sin nada mejor que hacer y otras por los propios colegas. A las diez y treinta y siete Vásquez había puesto la nota y el sobre dentro de una bolsa de polietileno para evidencias y estaban haciéndose bromas al respecto cuando de pronto entró por la puerta  Willy avisándoles que Álvarez los llamaba con urgencia a su oficina.

En su oficina Álvarez estaba de pie, cuando los agentes ingresaron, fiel a su estilo, les comunicó la noticia a ambos de un solo golpe: Habían secuestrado a su hija.

Ambos agentes quedaron unos segundos sin habla, Álvarez se desplomó sobre su sillón, Morgan iba a decir algo pero el comandante levantó la mano derecha en señal de que se detenga y agregó mirando al otro agente:
– El secuestrador, o por lo menos el sujeto que habló por teléfono conmigo no pidió rescate ni estableció condiciones, dijo textualmente que la vida de mi hija estaba en tus manos Vásquez. ¿Me quieres explicar qué demonios tienes que ver tú con esto?
– No tengo idea jefe, pero ¿podría decirnos a qué hora lo llamaron?
– A las diez – contestó el comandante, ya se rastreó la llamada, un celular desechable, la voz no está distorsionada pero el tipo usó un acento extraño.
– ¿Confirmó el paradero de su hija comandante? – preguntó Morgan
– Así es, discretamente, pero seguí el protocolo: Ella tenía que ir a la universidad hoy, nunca llegó, tampoco en casa y sus amigas no saben nada de ella. No quiero escándalos mediáticos por favor, tratemos este tema con discreción.
– Jefe – dijo el agente Vásquez – tiene que venir a ver una nota que recibí más temprano.

* * *

En el laboratorio forense el técnico Vizcarra confirmó rápidamente lo que todos sospechaban, el sobre tenía algunas huellas, la mayor parte de ellas de Vásquez. Había sido entregado por la mañana en mesa de partes, estaba impreso en alguna impresora común y corriente al igual que el mensaje, el papel era una marca que se podía encontrar en cualquier tienda, estaba limpio, quien lo había manipulado había usado guantes de goma. El sobre no estaba engomado, si no engrapado, quien lo había enviado sabía lo que hacía. Vizcarra explicó que a veces cometen el error de usar la saliva para el engomado y quedan rastros de ADN, en este caso no había nada. Los agentes habían caído en el error de interpretar que “ellos” recibirían información directamente, sin embargo el texto decía “llegará” mayor información. Escucharon el audio de la llamada, en realidad de los dos últimos minutos que fue cuando Álvarez se dio cuenta de se trataba de un secuestro. Vásquez escuchó con atención y aunque halló algo familiar en la voz, no pudo identificarla, era obvio que el acento que trataba de ser del centro de Chile, era fingido.

Eran las once treinta de la mañana y ya se habían instalado micrófonos y rastreadores de llamada tanto en la oficina de Álvarez como en su casa. Se elaboró un perfil de la muchacha: veinte años, universitaria, deportista, sin enemigos conocidos. Revisaron su facebook y correo. No había amenazas ni discusiones. Descartaron que fuera alguien de su entorno.
– A mí no me han mencionado Jefe – dijo Morgan en algún momento.
– ¿Perdón?  – contestó el comandante confundido.
– Digo que el secuestrador no tiene nada contra mí, pero sí contra usted y contra Vásquez. No creo que sea casual, tiene que ser alguien que conocen ustedes dos. Ese es el punto en común. Mi hipótesis es que es alguien que ustedes enviaron a la cárcel.
– Tiene sentido.
– Lo tiene – completó Vásquez, tendríamos que buscar en la base de datos casos en los que hayamos intervenido ambos.
– Voy a hablar con Vizcarra – dijo Morgan, cuando en ese preciso momento timbró el celular personal de Álvarez, este lo sacó con cuidado y lo mostró a todos, la pantalla decía “numero privado”, hizo un gesto a un técnico, este le acopló un micrófono externo y contestó – ¿Diga?
Se hizo un breve silencio y la voz dijo con suavidad:
– El Señor es mi pastor: nada me falta; en verdes pastos él me hace reposar. – y colgó.
– ¿Qué fue eso? – preguntó Álvarez ya bastante alterado.
– Está jugando con nosotros dijo Vásquez – es el inicio del Salmo 23. Tenemos que averiguar qué quiere decirnos.
– ¡Averígüenlo! – gritó exasperado Álvarez, y agregó: ¡A ti te hago responsable si algo le pasa a mi hija Vásquez!
– Cálmese jefe – dijo Morgan. Tratemos todos de hacer nuestro trabajo. Usted conoce el procedimiento mejor que nosotros. La presión que hay sobre la víctima nunca ayuda en estos casos.
– Tiene razón – dijo un poco más calmado el comandante – usen la oficina que está al costado. Ayúdenme a resolver este asunto.

* * *

Minutos después instalados en la oficina lateral, con la ayuda de Vizcarra montaron una pequeña pizarra y un muro de evidencias, Morgan pegó con chinches la nota inicial, el sobre, y un papel con el Salmo 23.
– ¿La muchacha está en un parque? Verdes pastos...
– No creo, demasiado obvio – replicó Vásquez – el Salmo 23 es uno de los salmos más famosos de la historia, se le repite a menudo en ceremonias tanto cristianas como judías, probablemente sea uno de los más citados.
– ¿Y si lo metemos al google?
– Dile a Vizcarra que pruebe. Pero dudo mucho que funcione, este tipo debe haber pensado también en ello. Nos está retando. Nos va a provocar con datos que no encuentras en Wikipedia, y lo interesante es que creo saber quién.
– ¿Quién?
– Mira la nota inicial: “pronto lo liberaré de la incertidumbre de no saber quién soy”.
– ¿Y?

* * *

Vásquez recordó la lejana tarde en que se entrevistó con Daniel Sarfrad. El tipo estaba acusado de cinco homicidios. Hasta ahora la policía no había podido obtener evidencia contundente para incriminarlo. Era un sociópata completo. Abusado en la infancia por su hermano mayor que a su vez fue abusado por el padre, se había apartado de casi todo contacto social, a pesar de ello se hizo profesor universitario, sin embargo pudo haber sido ingeniero de la Nasa; tenía un coeficiente intelectual muy por encima del promedio. Desde muchacho reveló su tendencia anti sistema. Se creía que había asesinado a sangre fría a un reportero amarillista que se hizo famoso por sus incursiones en la intimidad de los entrevistados, a un futbolista local que  se burló públicamente del equipo más representativo de la ciudad, un candidato político que iba primero en las encuestas sin otro merito que su procacidad, una modelo que tenía un programa de entrevistas cuyo único mérito era intimidar a los entrevistados luciendo mínimas prendas y un estudiante universitario sumamente inteligente pero de muy pobre rendimiento académico. Gracias a este último homicidio habían podido vincularlo finalmente, pero Sarfrad era cuidadoso, la mayor parte de la evidencia era meramente circunstancial.

Durante las siete horas que duró el interrogatorio conversaron prácticamente de todo. A pesar de su sociopatía era carismático, bastante leído y bastante inteligente como para no dejar cabos sueltos en la conversación. Vásquez concluyó en que un interrogatorio en juicio oral jamás lograría incriminarlo. Necesitaban otras pruebas, pero antes intentaría un juego final:
– Dígame Sarfrad, entiendo porqué mató a los otros cuatro, pero ¿al muchacho? ¿porqué? Además era su propio alumno.
– Ya le dije agente, con esta, siete veces; que yo no he matado a nadie. Pero solo para seguir conversando hasta que se acaben las veinticuatro horas en las que pueden mantenerme detenido, dígame, ¿no cree que sería muy tonto matar a un alumno mío, con el que además ya tenía problemas de disciplina y rendimiento? ¿Acaso cree que soy tan poco inteligente?
– A mí me parece más bien un recurso inteligente. Lo extremadamente evidente se convierte en coartada, nadie pensaría que usted sería tan tonto y lo descartarían.
– Siga usted imaginando agente. Me causa gracia.
– A mí no me causa ninguna gracia. Hay cinco personas muertas y parece que tiene usted que ver con ello. Hay un común denominador. Todos eran de alguna u otra forma, unos patanes. Y no sé si lo eran tanto como para que usted quisiera disfrazarse de justiciero y defensor de la sociedad, acabando con ellos.
– Agente, solo como ejercicio mental: ¿No le parece que hay un grupo reducido, muy reducido, de personas que están más allá de la moral? Yo creo que usted pertenece a ese grupo. ¿No le da asco la gente? Me refiero al concepto grupal. ¿Ha ido al estadio? ¿A un concierto? ¿No le parece desagradable ver a un tumulto de personas sudorosas, malolientes, sin educación, movidas por primitivos impulsos viscerales instintivos?  No hay nada más desagradable. Pero mucho más triste y nauseabundo es ver personas que llegan a determinadas posiciones haciendo uso de su insolencia y poca educación.
– ¿Se refiere a la modelo, al futbolista o al periodista?
– No me refiero a nadie en particular. Pero dígame Vásquez, ¿acaso no le dan ganas a usted de suprimir de un plumazo a esa gente? Usted es más parecido a mí de lo que cree.
– No lo creo Sarfrad, yo no soy igual que usted. Yo no voy matando gente por ahí.
– Yo tampoco, pero dígame. ¿Acaso no disfruta más estar en casa antes que rodeado de personas? Reconózcalo. Al igual que yo, usted no soporta al género.
– Digamos que eso es así, ¿pero no me ha contestado, porqué mató al chico? Puedo entender los motivos respecto a los otros 4. ¿Pero ese muchacho?
– Olvídelo agente, yo no tengo nada que ver con eso.
– Vamos Sarfrad, libéreme de esta incertidumbre. ¿Tenía un romance con él?
– No soy homosexual
– Normalmente los muchachos que han sido abusados de niños se vuelven homosexuales.
– No es mi caso.
– O no lo reconoce, lo racionaliza y lo niega porque piensa que no es correcto… tal vez se enamoró del muchacho y no pudo soportar el rechazo.
– No diga tonterías agente – replicó con calma Sarfrad, pero los labios le temblaban y movía los dedos de la mano derecha con impaciencia, Vásquez lo notó.
– No se sienta mal, el móvil pasional podría reducir incluso su condena.
– ¡Le digo que no soy homosexual!  ¡No confunda las cosas! ¡El muchacho tenía todo, dinero, inteligencia!  ¿y qué hacía con eso? ¡Nada! ¿Sabe cuántos muchachos se esfuerzan diariamente en la universidad yendo más allá de sus capacidades?  ¡El podía haber sido un estudiante de primera, un profesional con excelencia y sin embargo no hacía nada…!
– Y usted se vio identificado en él –  interrumpió el agente..
– Usted no entiende.
– Sí entiendo, Budha decía que cuestionamos en los demás lo que no hemos resuelto en nosotros mismos.
– Ya le dije que yo no le hice nada al muchacho.
– ¿Entonces por qué le escribió esa cita bíblica en su espalda con la punta de un cuchillo?
– Cualquiera se hubiese dado cuenta que estaba desperdiciando sus talentos.
– ¿Marcos?
– No Mateo. Mateo 25…
– Mateo 25, versículos del 14 al 30.
– Sí – dijo apesadumbrado el hombre
– Señor Daniel Sarfrad, esto ha sido todo, le agradezco su colaboración – acotó Vásquez levantándose de la silla.
– ¿Ya me puedo ir agente?
– No lo creo – replicó en agente al tiempo que ingresaban dos policías uniformados con el, en ese entonces, Mayor Álvarez – en la investigación nunca se hizo público que la cita bíblica en el cuerpo del estudiante fue Mateo 25: 14-30.
Daniel Sarfrad sonrió mientras le colocaban las esposas. Al salir solo atinó a decir:
– Brillante agente Vásquez, un policía joven, con un truco viejo. Brillante.

* * *
Morgan escuchó atentamente la historia, sin embargo seguía sin entender. ¿Qué tenía que ver el Salmo 23?
– S-23 primo, no es el Salmo 23, es el código del expediente en el proceso que se le siguió a Daniel Sarfrad.  Ese mensaje fue solo para liberarme de la incertidumbre de no saber quién es. Usó mis propias palabras. Lo recuerdo como su fuese hoy.
– Pero lo condenaron. ¿No debería estar en la cárcel?
– Me imagino que salió. En el juicio solo se pudo probar el homicidio del muchacho, la evidencia no alcanzó para los otros cuatro.
– Por lo menos ya sabemos su nombre.
– Y que es un tipo sumamente inteligente, avísale a Álvarez, yo voy con Vizcarra, confirmemos que salió de la cárcel y trataré de averiguar dónde puede estar.

A las 12.45 ingresó una nueva llamada al celular de Álvarez, antes había llegado un negociador a colaborar con el caso y este le había aconsejado al comandante que llame al secuestrador por su nombre completo, habló firme:
– Daniel Sarfrad, dígame ¿qué pretende? Si deja usted libre a mi hija le garantizo su seguridad y beneficios penitenciarios.
– No quiero nada de usted comandante. De mi no sabrán más, ya tengo planes al respecto. La muchacha, está bien. Pero cada hora que pasa sus posibilidades se reducen sin aire puro. Calculo que tienen hasta las siete de la noche, minutos más, minutos menos. Siete horas, ¿no les parece coherente? Las mismas siete horas que le tomó a Vásquez descubrirme. Busquen la correspondencia de Morgan. Suerte.

Colgó.

Los agentes corrieron hacia la oficina y en el escritorio de Morgan entre varios recibos y cuentas por pagar, encontraron un sobre similar al que Vásquez había recibido en la mañana. Lo abrieron con cuidado. En su interior una hoja en blanco.
– ¿Y ahora? – dijo Álvarez.
– Está usando trucos viejos, como dijo, policía joven, trucos viejos, solo que ahora ya no soy tan joven como entonces. Este es un clásico de las novelas de misterio. Escritura con tinta invisible. Jugo de limón básicamente. Si el papel se calienta la escritura aparece. Al parecer quería asegurarse de que si Morgan hubiese abierto el sobre antes no se percatara del contenido.

Efectivamente, con una plancha para ropa calentaron la hoja y apareció un texto:
AQUÍ NO HAY NADA
MEJOR BUSCA EN LA CASA, EN LA CASA DE CARTÓN
45
Vásquez se sentó en la silla de su escritorio tratando de descifrar el nuevo enigma.
– ¿Qué quiere decir ahora? – preguntó Vizcarra
– Tal vez la pista está en tu casa primo – dijo Morgan.
– ¿Pero lo obvio? ¿Sería así de obvio?

La Casa de Cartón era la primera novela del poeta peruano Martín Adán. Él tenía ese libro en su casa, el cuarenta y cinco podría ser el número de página. ¿Sarfrad se había metido a su casa y había dejado una nota en la página 45 del libro? Era una posibilidad, no podían descartarlo. Salieron de la oficina rumbo a su casa, al llegar se dirigió a un estante. Se quedó helado, el lomo del  ejemplar de la Casa de Cartón sobresalía un par de centímetros de los demás libros. Lo tomó con cuidado, buscó la página 45 y en ella halló una flor. Ningún papel.

Leyó con cuidado el texto de la página 45 y el de la 46 buscando alguna pista, tratando de no mover la flor, ninguna de las líneas estaba resaltada ni daba algún indicio. Trató de descubrir si alguno de los pétalos o las hojas apuntaban a algún párrafo en particular. Ningún texto significaba algo que pudiera sugerir una clave, la flor parecía haber sido colocada arbitrariamente en esa posición.

Vásquez se sentó en su sillón Voltaire con el libro sobre las piernas tratando de pensar. Morgan estaba a unos metros con Vizcarra, en la puerta de pié Álvarez fumando y en el exterior varios policías de civil y de uniforme. Trataba de pensar, concentrarse. ¿Qué podía significar la flor en la página 45? Martín Adán, flor, casa, cartón, poeta, Volvió a ubicar la flor en el libro, era una margarita sencilla, hojas blancas. Margarita. La hija del comandante se llama Fernanda. No tenía nada que ver. Álvarez miró el reloj, salió unos minutos y luego volvió:
– Tres de la tarde Vásquez. He enviado a uno de los muchachos para que traigan algo para comer. ¿Tienes alguna idea?
– No Jefe. Estoy nublado. No sé qué quiso decir Sarfrad. Tal vez el camino termina aquí, tal vez no hay más pistas. Tal vez es solo un acto final de crueldad. Lo siento.
– Vizcarra – dijo Álvarez – dile al los muchachos que entrevisten a los vecinos, tal  vez alguien lo vio entrar al departamento. Si no hay más pistas tenemos que ver la manera de rastrearlo.
Vizcarra regresó luego de unos minutos trayendo unas cajitas de cartón con hamburguesas y vasos con café. Los repartió. Comieron en silencio, de pronto Morgan dijo como distraído:
– Te ha puesto una flor como si fuese una broma de inocentes.
– Inocentes… – repitió Vásquez. Eso es primo, esta no es la pista verdadera. El sabía que sería lo primero que haríamos. Demasiado obvio, él siempre detestó lo obvio. Estamos en la pista errada.
– ¿Entonces? – preguntó Álvarez
– Tenemos que volver a la pista anterior.
– ¡Primo! – dijo Morgan – ¿y la calle Martín Adán en el centro? ¿Allí hay casas verdad? Quien sabe y la 45 es una de cartón

Salieron de la casa y se montaron en los autos. A las cuatro de la tarde legaban a la primera cuadra de la calle Martín Adán, en el número 45 una tienda abandonada, forzaron la puerta de ingreso, en el interior, debajo de una enorme caja de cartón, a guisa de casa, encontraron un nuevo sobre.

* * *

La nueva pista era más compleja que la anterior.  Era una secuencia de números:

01001000010001100100101101001010001001010100100101001010001001010101000 10100011000100101010001100101101101001010010100110100111001001001010001 10001001010101100001000110010100110010010101010010010001100101011101011 00101001110010100110010010100111000001101110011011000100101010101010101 01110100101001001100010110100101001101011001010001100101011100100101010 101010101010001010111001001010101010101001010010010010101011101010100
Vizcarra intervino de inmediato, sugirió que la clave estaba en binario, tendrían que trasladarse a la oficina para ingresar los datos en el computador:
– ¿Y no lo puedes hacer con un lápiz y papel? – preguntó Álvarez.
– También puedo, pero demoraría veinte veces más – contestó el técnico.

Una vez en la oficina Vizcarra empezó a trabajar, todos estaban detrás de él esperando los resultados, Álvarez no dejaba de fumar un cigarrillo tras otro y para ese punto Morgan ya había fumado varios. Vizcarra logró convertir los datos a formato decimal, agrupando los unos y ceros en tramos de ocho dígitos, la impresora arrojó un número igual de extraño:
72707574377374378170377091748378737037887083378270878 97883375655543785877476908389708737858487378574738784
– ¡Igual allí no dice nada Vizcarra! – reclamó el comandante.
– No se preocupen – replicó – esos son números conocidos, si se fijan, agrupándolos de dos en dos, corresponden a la sección de letras mayúsculas en la tabla de los código ASCII.
– ¿Tabla qué? – preguntó burlonamente Morgan
– Tabla ASCII – repitió Vásquez. Cuando los fabricantes empezaron a construir computadores para el público en los años setenta y ochenta, acordaron una especie de tabla única de caracteres a fin de que los textos escritos en una máquina puedan ser leídos en otra, sin importar el fabricante.
– ¿Entonces a cada código le corresponde una letra?
– Sí, por ejemplo la “A” es 65, la “B” es 66 y así sucesivamente.
– Bueno entonces ya sabemos qué es – apresuró Álvarez – a ver que dicen esos números.
Vizcarra aplicó algunas formulas y el computador arrojó un texto ininteligible:
HFKJ%IJ%QF%F[JSNIF%XFS%RFWYNS%876%UWJLZSYFW%UTW%UJIWT
– ¿Qué significa eso? – preguntó ansioso e impaciente Álvarez
– Ahora nada – se adelantó Vásquez – pero si hemos hecho los pasos correctos estamos en buen camino, el texto está encriptado, pero parece un sistema de clave simple.
– Sí – señaló Vizcarra – ahora la computadora no puede ayudarnos mucho si no tenemos la clave de encriptamiento, yo no tengo esos programas aquí, aunque hay algunos que puedo bajar de internet. Demorará un poco. También podemos pedir ayuda del Servicio de Inteligencia. Claro que también se puede hacer manualmente.
– Hagamos todo lo que esté a nuestro alcance – dijo Álvarez – empiece a bajar esos programas, yo me comunico con el Servicio de Inteligencia.

Los agentes se sentaron en el escritorio con la impresión de las letras, como quien resuelve un crucigrama. Vásquez sabía que Sarfrad no habría dejado una pista demasiado compleja, su interés era que hacerlos jugar su juego, divertirse con sus yerros, imprecisiones y pasos en falso. Luego de varios minutos Morgan se dio cuenta de la frecuencia de los signos de porcentaje (%).  Parecían ser separadores. Reescribió el texto:
HFKJ % IJ % QF % F[JSNIF % XFS % RFWYNS % 876 % UWJLZSYFW % UTW % UJIWT
– ¿Qué dices primo? – preguntó socarronamente – grupos de dos o tres letras, artículos, pronombres, ¿podría ser no? Yo creo que los porcentajes son espacios en blanco.

Vásquez llamó a Vizcarra por teléfono y le pidió el código ASCII del símbolo del porcentaje y del espacio en blanco, Vizcarra los sabía de memoria, el porcentaje era 37 y el espacio en blanco era 32.
Morgan empezó a escribir: “H”, cinco letras menos es “C”, luego “F”, cinco letras menos es “A”, “K”, cinco letras menos es “F”, “J” es “E”, entonces la primera palabra es “CAFE”, ¡lo habían conseguido! Morgan llamó nuevamente a Vizcarra y le pidió que aplique la clave -5 en el computador, Vizcarra ya lo había hecho luego de que recibió la llamada de Vásquez, el texto completo era:
CAFE DE LA AVENIDA SAN MARTIN 321 PREGUNTAR POR PEDRO
Ya eran pasadas la seis de la tarde cuando llegaron al café de la Avenida San Martín, estaba abierto y con poca gente. En la barra un hombre de camiseta blanca y bigotes secaba algunos vasos, Vásquez se acercó y le preguntó si se llamaba Pedro.
– No – dijo el hombre, aquí no hay ningún Pedro. Los agentes se miraron decepcionados – sin embargo – continuó el sujeto – en la mañana un muchacho me dejó este sobre y me pidió por favor que se lo entregue a quien viniera preguntado por Pedro.
– ¿Un muchacho dijo?
– Sí – contestó el hombre – de unos doce o trece años, de los que limpian parabrisas en la esquina del semáforo.
– Gracias – dijo Vásquez y salió de prisa con el sobre en la mano.

Una vez en el auto abrieron el sobre, nuevamente una inscripción:
FELICITACIONES AGENTE, ESPERO QUE SE ESTE DIVIRTIENDO CON EL JUEGO.
ESTA ES LA ULTIMA PISTA Y NO ES UN TRUCO SACADO DE LAS NOVELAS DE MISTERIO.
LA MUÑECA ESTA EN UN CASA EN EL VALLE DE SANTA ROSA, EN LA HACIENDA LA PASTORA, SOLIA SER LA CASA DE CAMPO DE MI ABUELO. EN EL SOTANO HALLARA UNA CAJA FUERTE METALICA. TIENE CERRADURA EXTERNA. SUERTE.
Todos enmudecieron. El valle Santa Rosa estaba a noventa minutos en auto, tal vez una hora y cuarto si se aceleraba por encima del límite, no llegarían a tiempo. Álvarez salió del auto e hizo un par de llamadas, regresó y anunció:
– Un helicóptero nos estará esperando en quince minutos en las afueras de la ciudad. Andando. No vamos a llevar especialistas.

Los autos arrancaron y avanzaron por la avenida a toda velocidad.

Pasadas las siete de la noche, llegaron a la hacienda, bajaron del helicóptero junto con el personal de apoyo, portaban escudos y armamento pesado. Ingresaron a la casa de madera, no estaba en mal estado. Pasaron por la sala y llegaron al sótano, en el interior, a la mitad del ambiente, efectivamente había una caja fuerte antigua, de cerca de un metro y medio de alto. Álvarez se acercó con cautela pero con prisa y haló la palanca exterior, la puerta se abrió y los agentes de apoyo iluminaron el interior con sus linternas. En el piso de la caja yacía una muñeca de trapo de cabellera rubia. De la hija del comandante no había rastro. Álvarez se quebró, Vásquez y Morgan se miraban confundidos y les tomó algunos minutos reaccionar y tratar de consolar al comandante. Nadie sabía qué hacer.  Revisaron el interior de la caja fuerte y no habían notas, inscripciones ni nada. Todo había terminado allí. La última instrucción era clara, no había error. Vásquez ordenó que revisen toda la casa mientras regresaban al helicóptero. Tenían que regresar a las oficinas a reorganizar ideas y estrategias.

Una vez en el aire y ya cerca de la ciudad, una vez que hubo señal, el celular de Álvarez timbró, contestó de mala gana, de pronto notaron que su rostro se iluminaba, hizo preguntas, pidió precisiones, luego colgó. Habían encontrado a su hija, ya estaba en casa, Nunca había sido secuestrada, se fue a un paseo campestre con el novio sin avisar por miedo de que su padre se enoje.

Respiraron aliviados, quizás Sarfrad  había jugado con sus mentes, los había hecho pensar y correr por toda la ciudad solo para hacer valer su pequeña venganza personal. Solo para demostrar que muchos años después, seguía siendo el más inteligente... y lo había logrado.

sábado, 26 de mayo de 2012

ALAS DE CELOFAN (Cuento)


Cuando Don Germán sostuvo al cerdo entre sus manos antes de que saliera de su alcance, todavía no podía creer que algo así pudiera pasar. Con cuidado lo colocó otra vez en el suelo terroso y el animal con naturalidad empezó a volar con sus dos pequeñas alitas de celofán. Don Germán lo tomó nuevamente y corrió hacia la casa, llevándolo con cuidado, presionándolo con ambas manos en los costados para que no se le escape. Al llegar al portón del desván donde guardaba las herramientas, buscó con la mirada, vio un viejo collar de perro con la hebilla oxidada, con el cuero deformado por el paso del tiempo, el sol y la humedad; lo tomó rápidamente y rodeó el pescuezo del marrano. Luego cogió una soga y ató un extremo al collar y otro a un horcón de la casa. El animalito intentó volar de nuevo hasta que la soga quedó tirante y no tuvo otra alternativa que descender suavemente y se recostó sobre el gastado piso de madera.

Don Germán seguía de pie, sorprendido, sin dejar de mirar al animal, estiró la mano hasta tocar el espaldar de una silla en la que solía tomar el sol por las tardes, la arrastró hasta tenerla cerca y se sentó. Se quitó el sombrero de paja, estaba sudando, se limpió las gotas del rostro con la manga de la camisa. Apoyó los codos sobre sus rodillas y se tomó con calma los cabellos de las sienes, luego de la nuca, se pasó con fruición las manos por la cara sin afeitar. Volvió a mirar al cerdo, este resoplaba con calma, con los ojos cerrados. “¿Qué hago ahora?” pensó Don Germán, “¡un cerdo que vuela carajo! ¡Voy a ser el hazme reír del pueblo!” Se levantó y trajo un cuchillo de destazar, lo sacrificaría en el acto y lo enterraría detrás del corral. ¿Cómo haría con las alas? Sería mejor cortar las alas y enterrarlas en otro lugar por si acaso, dejar que se sequen al sol o se las lleven las alimañas. ¿O sería mejor quemarlas? Pero, si las quemaba, nadie le iba a creer después que alguna vez tuvo un cerdo que volaba. Si se lo contaba a sus hijos lo iban a tomar por loco. ¿Qué hacer? ¿Y si lo escondía en el desván? Podría alimentarlo allí y mantenerlo amarrado hasta que ellos vengan y lo vean con sus propios ojos. Luego podría al fin matarlo. ¿Se podría comer la carne? Le daba miedo, se imaginó por un segundo comiendo la carne del animal y luego una sensación extraña en sus espaldas, como si le crecieran un par de protuberancias. Sacudió la cabeza y trató de despejarse un poco. Se volvió a sentar en la silla y dejó el cuchillo a un lado. Pensó. Después de todo no era tan malo, podía buscar a alguien que compre el cerdo. Pagarían bien por él, pero tendría que ver la forma de que nadie más se entere. Si el padre Santiago se enteraba de que en su chacra había nacido un cerdo con alas, le prohibiría el ingreso a la iglesia. ¿Cómo encontrar un comprador? ¿Para qué alguien querría comprar un cerdo con alas? Tal vez un circo. No era tiempo de circos, faltaban meses para julio. Se puso de pie y fue a buscar un cigarro dentro de la casa.

Una vez que encendió el cigarro caminó a la puerta de entrada, se apoyó en el quicio y fumó con los brazos cruzados. ¿Qué hacer? Fumaba y se mordía la uña del dedo meñique, escupió un pedazo milimétrico de uña. ¿Y si le cortaba las alas con cuidado? Tal vez las heridas cicatrizarían pronto y podría guardar las alas como recuerdo, o quemarlas como había pensado al principio. Después de todo el pobre animal no tenía la culpa de haber nacido así. Tendría que evitar que se aparee, si tenía crías existía la posibilidad de que nacieran con alas también. Bueno, ¿y si más bien se dedicaba a reproducirlo? ¡Podría dedicarse al negocio de reproducir cerditos con alas! Serían un regalo perfecto para la navidad. Los vendería con su correa y su soguilla, para que no se escapen. Los niños andarían por la calle llevando su cerdito volando a veces, caminando cuando se cansen de volar, pero siempre con sus alitas de celofán sobre la espalda. Se podría hacer rico, tal vez podría comprar un órgano para la iglesia para que el padre Santiago no le prohíba la entrada.

Se acercó con cuidado y miró las alas, efectivamente parecían nacer por debajo de la piel, cerca al espinazo. En sus sesenta y ocho años había visto corderos de dos cabezas, terneros de cinco patas o de dos colas, pero jamás un cerdo con alas, y menos aún que se viera tan saludable y pudiera volar con facilidad. Trató de hacer memoria, ayer ninguno de los cerditos había tenido alas, a este le habían salido durante la noche. Se estremeció. ¿Y si en los próximos días les empezaban a salir alas también a los otros cerdos de la camada? Perdería toda una camada, tendría que matarlos a todos. ¿Cómo explicar una camada de cerdos voladores? ¿Sería una maldición? Tal vez alguno de los vecinos la había hecho algún conjuro con la bruja del pueblo, algún daño. Encendió otro cigarro y se sentó en la silla. ¿Cómo saber? Mejor matar a toda la camada de una vez. ¿Y la idea de venderlos? Le costaba trabajo procesar la idea, ¿Dónde los vendería? ¿Cómo? ¿A cuánto? ¿Y si la gente en lugar de comprarlos se asustaba? ¿Qué haría con el Ministerio de Agricultura? Seguramente lo iban a multar los de sanidad. ¿Por qué había tenido tan mala suerte? ¡Un cerdo que vuela justo en su chacra!

Don Germán se rindió, entró a la casa y tomó unas monedas, se cambió los viejos zapatos por unos un poco más decentes y se fue a la carretera a llamar por teléfono. Mientras caminaba por la trocha polvorienta seguía pensando en qué hacer con el pobre animal. Seguramente sus hijos tendrían alguna mejor idea, por lo menos tendría algo nuevo que contarles.  Llegó al teléfono público, no estaba lejos, a unos setecientos metros de su casa. Insertó las monedas y llamó. No mencionó al cerdo, pero le pidió a Mario, su hijo mayor, que viniera con urgencia. Le dijo que no se preocupe, no era nada urgente ni grave, solo quería conversar algunos asuntos de la chacra. Como siempre Mario le recriminó con ternura el hecho de que insista en seguir viviendo solo tan lejos; Don Germán bromeó un poco y se despidió, no quería vender la chacra ni que nadie más la cuide. No quería pasar sus últimos años en la ciudad.

Cuando estaba a escasos veinte metros de la casa, vio al cerdito caminando cerca de una higuera al lado de los gallineros, “¡carajo, se ha soltado!” exclamó, y empezó a correr al mismo tiempo que se arrepentía de no haberlo encerrado en el desván como pensó en un principio, pudo ver que todavía tenía el collar de cuero al cuello, pero no veía la soga, el pequeño animal al verlo venir se asustó y emprendió el vuelo, Don Germán corría tropezándose con las piedras, enredándose con sus propios pies y con su desesperación. Cuando llegó a la higuera el puerco se había elevado a varios metros de altura alejándose al tiempo que agitaba sus alitas de celofán.

Don Germán corrió a la casa, al pie del horcón estaba atada la soga, al otro extremo la argolla de metal se había quebrado de tan oxidada que estaba. Se sentó en la silla, se tomó la cabeza con las manos y se preguntó ¿Qué pasaría con el pobre cerdito? ¿Quién lo encontraría? ¿Cómo podría probar que era suyo si algún conocido lo encontraba? Pidió a Dios que lo encuentre alguien que lo cuide y lo trate bien, alguien que le dé de comer y no deje que se enferme, mientras se amasaba los cabellos de las sienes con ambas manos y enormes lágrimas rodaban por sus arrugadas mejillas.

sábado, 5 de mayo de 2012

OCHO SEGUNDOS (Cuento)


“Ocho segundos” piensa Zé, mientras, sentado sobre el madero que separa la caja uno del área de vaqueros, se coloca el pesado chaleco de protección.  Ajusta las correas y mira hacia el público, en unos minutos más serán solo siluetas en movimiento, colores difusos. Revisa y asegura las hebillas de las correas de las chaparreras, se pone los guantes de cuero. En ese momento el toro, un cebú de novecientos kilos ingresa a la caja, los ayudantes pasan las cuerdas por el pecho del animal, por la grupa, hacen los nudos, los ajustan, “solo ocho segundos” se repite Zé, cierra los ojos y visualiza el toro sobre la arena, meneándose con furia y él sosteniéndose con una sola mano aferrada a la soga sobre el lomo de la bestia, el otro brazo sobre la cabeza hasta el final, hasta contar ocho segundos.

Varios minutos antes han ingresado todos los vaqueros a la pista, se han quitado el sombrero y se han encomendado a la Virgen de la Aparecida, han saludado al público pateando la tierra con la bota derecha, como es la costumbre. Zé ha recibido con cariño y respeto los aplausos, pero ahora está a punto de montar, ya está casi listo, el Juez hace una señal y el anunciador grita su nombre al micrófono: “Y ahora José María Reis, de la hacienda San Sebastián, montando a Destructor de los establos  de don Sebastián Da Silva”. El fino animal, un guzerá imponente, efectivamente es de propiedad del patrón don Sebastián, dueño también de la hacienda donde ha trabajado desde niño, sin embargo eso no importa ahora, se calza bien el sombrero y se monta sobre el toro, a pelo, como dicen las reglas.  Los ayudantes estaquean al cebú para permitir que Zé se acomode y se prepare, el animal inmovilizado en la caja apenas un poco más grande que él se incomoda y bufa, Zé sabe que mientras más se demore en ubicarse más bravo se pondrá  el toro y se apura, levanta la mano izquierda sobre la cabeza y asiente con firmeza, el Juez da la orden y el mozo que está en el ruedo abre la puerta del  cajón. Destructor sale a toda velocidad de su encierro y Zé aprieta los dientes “ocho segundos.”

Uno, se siente volar por lo aires, se ve de siete años montando los bueyes junto a don José, su papá, que era también peón de don Sebastián, el olor de bosta, el aroma de la cálida leche recién ordeñada.

Dos, su espina dorsal parece partirse en dos por la sacudida, tiene diez años, va a la escuela del pueblo, demasiado grande para su edad, sus compañeros juegan con muñecos y carritos en las tardes mientras el laza becerros y alimenta a las vacas.

Tres, el tirón en su brazo parece desgarrarle el músculo, abandona la escuela a los quince, no hay nada útil en ella, ya sabe sumar, restar, leer y escribir, para él eso es suficiente, ya es un hombre y la muerte de su padre lo obliga a tener que trabajar para mantener a mamá.

Cuatro, hunde las espuelas en las carnes del animal, más para sostenerse que para castigarlo, recuerda el día que la hija del patrón regresó de la ciudad para el rodeo, cuatro años atrás, él tenía dieciocho,  ella dieciséis, fue la primera vez que montó un toro y solo le importaba si ella lo había visto hacerlo.

Cinco, suspendido en el aire por un micro segundo, cae pesadamente sobre la espina dorsal de la bestia, la adrenalina no le permite sentir el dolor ahora, pero sabe que mañana caminará con dificultad, visualiza un nombre grabado en la corteza de un árbol: Leticia.

Seis, el sombrero sale despedido, recuerda el primer beso, tierno, limpio, pueril, allá… detrás de los abrevaderos.

Siete, aprieta con fuerza la soga y la presión le quema la piel de la palma de la mano, recuerda a don Sebastián advirtiéndole que no se acerque a su hija y el dolor que sintió de ser tan solo un peón.

Ocho,  el toro lanza las patas hacia atrás y él sale despedido, cae sobre la arena, de pie, firme, los mozos ahuyentan al animal, mira alrededor buscando al Juez y lo halla, con el cronómetro en una mano y la otra levantada, en puño, con el dedo pulgar hacia arriba. Zé salta de alegría y sus compañeros a tropel ingresan al ruedo, lo alzan en peso, lo vitorean y llevan en hombros, ha ganado los quinientos soles de premio, mira a la tribuna, don Sebastián lo mira complacido, a su lado radiante, sonríe bellísima Leticia.

* * *

Al día siguiente, a las cuatro de la madrugada, mientras todos duermen la resaca, Zé sobre un galopante caballo cruza los linderos de la hacienda de San Sebastián, en las alforjas lleva comida, agua y los quinientos soles ganados; en la grupa a la bella Leticia, vestida de amazona, enamorada, quien lo abraza desde atrás con todas sus fuerzas y apoya la cabeza sobre sus macizas espaldas, cierra los ojos y comprende que este viaje con él, rumbo a lo desconocido, ya no tiene vuelta atrás. 

jueves, 19 de abril de 2012

GRIS (Cuento)

Son las cuatro de la tarde, camino por el viejo barrio de casas coloniales donde habíamos jugado de niños, los geranios colgando de los maceteros sujetos a la pared mediante soportes de hierro forjado despiertan en mí una nostalgia lánguida y antigua. Reconozco la casa de Jano, la puerta de madera se ve astillada y los goznes lucen oxidados. Me detengo y respiro profundamente, toco el viejo timbre de botón y espero. Pasan cerca de tres minutos y nadie atiende, intento de nuevo y espero otra vez, nada, luego tomo una moneda y golpeo la puerta con fuerza, contengo la respiración y escucho pasos, se abre la puerta y aparece Nina. Me invita a pasar, camino por el zaguán sucio lleno de botellas y basura que conduce a un breve patio central que comunica a la sala de la vieja casa.

Nina abre la puerta de la sala y mientras tanto yo la espero a la sombra de una palmera que de milagro sobrevive sin agua en el centro del patio. El sol amarillo de la tarde serrana me hace entrecerrar los ojos y Nina me hace una seña para que pase. Entro con cuidado, está oscuro, mis ojos no se acostumbran a la falta de luz, Nina me señala un sillón que a duras penas logro distinguir gracias a la tenue luminiscencia que todavía pasa por la puerta. Me siento. El silencio se torna incómodo. Sin saber todavía de donde viene escucho una voz áspera y cansada.
– Nina me dijo que venias.
– Jano – contesté tratando de adivinar su silueta - ¿Cómo estás?
– Gris, Rolando, gris. ¿Tú sabes qué es estar gris? Ayer estaba azul, pero hoy amanecí gris. El gris no me gusta, el gris no es un color Rolando…, Roland…, Rolo…, es una mezcla de colores, cuando te equivocas en la paleta y todo sale mal, la mezcla es gris. ¿Te das cuenta? Nadie prepara gris con intención en la paleta, el gris es el resultado de la equivocación, es un error. Soy un error Rolo, todos somos un error de Dios.

Se detiene y para ese momento ya he logrado ver su figura, está arropado con una vieja frazada que le cubre las piernas y parte del torso de donde emerge una vieja sudadera con capucha. Tiene la capucha puesta, se ha puesto un cigarrillo en la boca y mira a Nina, ella se acerca y enciende un fósforo. La chispa me permite ver su inconfundible nariz alargada y huesuda. Aspira el humo con placer y me mira:
– Nunca fumes Rolo, es una mierda, el cigarro no sabe a nada. ¿Te dije que me siento gris? No importa Rolo, ayer le contaba a Nina que una vez me sentí verde, pero luego se hizo una baba, ¿has cortado una sábila Rolando? Se ve el corte limpio, brillante, luego se escurre una baba que te embarra las manos. Eso me pasó Rolito. Me hice una baba verde, pegajosa, luego todo se volvió rojo, luego azul… y ahora gris. Y Nina no me deja pintar Rolo, pintar es lo único que sé hacer, y ella no me deja. ¿Dónde están mis pinceles Nina? Dile a Rolando que no me dejas pintar. Eres una mierda Nina. Mira Rolando, no te dejes embaucar por esta pecosa, desde chiquita era un pedacito de mierda, me seguía a todas partes Rolo, nunca me dejaba en paz. ¿Pero para qué te cuento? Si tú estabas allí. ¿Te acuerdas Rolo como nos seguía a todas partes y no nos dejaba en paz? Ahora no me deja pintar Rolito, no me deja y yo me siento aquí gris, pero azulado Rolo, has venido y me has traído un pedacito de azul, ¿ves? ¿Has traído algo para tomar?
– No – le contesto confundido y le miento – no tuve tiempo, pero en un rato salgo a comprar algo.
– Qué bueno Rolo. Tengo ganas de tomar un rosé, el whisky es una mierda, tampoco sabe a nada. No traigas whisky Rolando, es trago de blancos de mierda como esta – me dice mirando a Nina. Nina me mira algo avergonzada.
– No digas eso Jano, Nina es tu hermana, y tú eres tan blanco como ella.
– ¡Ja ja! – ríe sin energía – tú sabes a qué me refiero. Yo vengo de una familia de blancos, pero no soy blanco. Yo tengo el alma negra Rolo, ¿Por qué has venido Rolan? ¿Has traído el vino?

Jano aspira el humo del cigarro y mira al cielo. Casi todo el tiempo se dirige a mi pero sin mirarme. Me preocupa que esté quedándose ciego. Miro alrededor, la sala está llena de sus pinturas, algunas están rasgadas, hay pinceles dispersos en el piso, paletas con pintura seca, los libros amontonados en los libreros y las mesas. Noto que hay ceniceros con colillas prácticamente en cada rincón. Nina no vive aquí, solo viene a traerle comida y cigarros.

– Rolo, escúchame hermano – me dice aun mirando al techo abovedado – ¿dónde están los chicos del barrio? Ya nadie me viene a visitar. Hace unos días vino el flaco Camilo, estuvo conversando horas conmigo y se sentó en el mismo sillón en el que estás ahora Rolo. Dice el flaco que no te ve hace tiempo, hablamos de los grises ¿sabes? El también estaba gris ese día, yo no. Me dijo que no venía antes porque no sabía donde vivo ¿te das cuenta Rolo? ¡Qué pendejo! ¡Si he vivido en esta casa toda la vida! Desde que éramos chicos Rolando, tú vivías a dos casas. Tu viniste al velorio de los viejos, ¿te acuerdas? Ese día no estuve gris. No me jodió que los viejos se mueran, me jodió que se murieran de una manera tan estúpida. La vida es una cojudez Rolito, los viejos me dejaron esta casa. Yo la quería vender, pero esta mierdita de acá no me deja, cree que me voy a tirar la plata. No Rolito, no, es por los recuerdos hermano, los recuerdos me comen en esta casa. Yo creo que hay fantasmas Rolo, a veces veo a los viejos caminando por el patio, por eso ya no salgo de esta sala hermanito. Invítame un cigarro Nina.
Nina le entrega otro cigarro y lo enciende, yo hasta ahora no he dicho nada. En realidad no sé qué decir.
– Los chicos me dijeron que te envían saludos – dije tratando de cambiar de tema – a ver cuándo nos reunimos.
– Los chicos Rolando, los chicos… ¿ya no somos chicos no? ¿Cuántos años han pasado desde que terminamos la escuela?
– Veinticinco – contesto.
– Veinticinco años Rolo. Tú te ves como si tuvieras dicisiete.
– No me mientas – le digo – ya tengo cuarenta y dos.
– No parece Rolo, te ves bien, te veo naranja, con destellos amarillos. Yo me siento gris, no sé si te dije. Todo está gris estos días. ¿Te dije que vino el flaco Camilo? El flaco está igualito, pero no estaba gris, yo creo que si tuviera que decirte un color te diría que el flaco es morado, el flaco iba a la procesión del señor de los milagros en octubre, ¿sabías? Estuvimos hablando de eso el día que vino.
– El flaco murió hace dos años – le dije mirando al suelo al mismo tiempo que se me partía el corazón. Jano se quedó mudo sosteniendo el cigarro en el aire, como si se hubiese paralizado, luego continuó.
– Esos son detalles Rolo, la semana pasada vino el flaco ¡y no jodas! – aspiró el humo del cigarro y me miró a los ojos por primera vez, susurrando – ¿sabías que veo a los viejos caminando por el patio Rolo? Estoy pensando que me estoy volviendo loco hermano.

Miro sus ojos verdes profundos, cristalinos, húmedos, me entristece su mirada perdida. A pesar de que el sol está a punto de ocultarse puedo verlo con claridad. Noto sus manos temblorosas sosteniendo el cigarrillo, los dientes amarillentos y la barba manchada de nicotina.
– No estás loco, a todos nos pasa eso alguna vez. Tus viejos te querían, los tienes presentes, por eso imaginas cosas.
– No Rolo, los veo – me contesta mirando a los lados con una notoria paranoia.
– Jano, escúchame. Quiero pedirte un favor. He hablado con los chicos, queremos organizar una exposición tuya en la universidad, nosotros vamos a organizar todo, pero necesito que me hagas un favor.
– Claro – me contesta con algo de sorna, sin emoción.
– Tienes que ir a un centro de rehabilitación, solo dos meses, en tres haremos la exposición, te necesitamos sobrio.
Jano me mira y me hace una seña para que me acerque, me acerco un poco y él repite la seña para que me acerque más, yo me apoyo en el brazo del sillón donde descansa y me toma de la solapa del traje y me susurra al oído.
– ¿Es idea de esa mierdita no? Desde que murieron los viejos quiere quedarse con la casa Rolo, se quiere deshacer de mí, pero los viejos me dejaron la casa a mí, a mí. No te dejes engañar Rolo, tú eres buena gente, no te dejes engañar, pero escucha, escucha, le vamos a seguir la corriente – se separa de mí casi empujándome y dice con voz exageradamente alta: – ¡Vamos hermano! ¡Hagamos la exposición que tanto quieres, pero si quieres que esta pecosa de mierda me meta el dedo en el culo…!
– ¡Jano! – le grito impaciente.
Jano se ríe estrepitosamente y fuma, yo me siento desolado.
– Tengo que irme Jano – le digo.
– Vete Rolito, vete, mas tarde viene el flaco Camilo a tomarse un vino rosé conmigo. No te preocupes. Dile a los chicos que mi propia hermana no me deja pintar, me esconde los pinceles Rolan, paso todos los días buscando los pinceles, la vida es una mierda ¿sabes? Los chicos no quieren venir a la casa, creo que no saben donde vivo, diles Rolo, diles que vivo aquí, en la misma casa…

Me pongo de pie y le doy una palmada en el hombro mientras sigue hablando, no se da cuenta que me voy de la habitación. Nina me acompaña hasta la puerta.
– ¿Sigue consumiendo? – le pregunto.
– Se las ingenia de alguna manera – me dice Nina desesperada – cada día está peor Rolando, ya no sé qué hacer. Hace meses que no pinta.
– Déjame pensar en algo – le digo sabiendo que no hay remedio para Jano y me despido dándole un beso rápido en la mejilla.

Una vez en la calle, cierro la chaqueta hasta el cuello, hace frio, camino rápido, quiero alejarme, me doy cuenta que empiezo a sentirme gris también.