lunes, 20 de abril de 2020

ÁFRICA (Cuento)

Harry Manzur me había pedido que lo acompañe a la selva unos meses antes, yo a mis veinticinco aún andaba buscando vocación y no me costó trabajo aceptar la oferta. Eran los noventas e íbamos a apoyar a un viejo amigo suyo que había creado algunas empresas allá y necesitaba personas de confianza para iniciar o continuar actividades. Ya nos habíamos acostumbrado al calor y a la comida de la zona. Iquitos ya era entonces una ciudad grande y se podían ver los rastros del oscuro progreso que habían dejado el caucho y el tráfico de drogas. En esos años la ciudad tenía no solo dos universidades, una pública y otra privada, si no también un Centro Cultural Peruano Norteamericano y una sede de la Alianza Francesa, así como importantes museos y casas culturales.

Sin embargo lo fuerte de la ciudad era el entretenimiento, enormes discotecas, salones de baile de música local con fuerte influencia de melodías colombianas y brasileñas. Los fines de semana eran un eterno y bullanguero verano tropical a la rivera del Amazonas o uno de su afluentes, el Nanay principalmente, donde íbamos en deslizadores cortesía de Carlos - el amigo de Harry y ahora jefe de ambos - y que abordábamos en las instalaciones del Club de Caza y Pesca.

Era sábado y durante la mañana habíamos conocido a dos muchachas en uno de esos paseos a la playa ribereña. Lo habíamos pasado bien y habíamos quedado en volver a salir en la noche, esta vez a bailar. Habiamos descansado un poco en la casa que Carlos había puesto a nuestra disposición y donde vivíamos a punta de comida traída por delivery y que gracias a la amabilidad de una señora que venía a limpiar los domingos y se llevaba la ropa para lavarla, se mantenía en cierto orden. No recuerdo haber usado la cocina nunca, salvo para hervir agua y preparar café. Lo que no olvido de aquella época es el balcón de la casa, pues desde allí se podía ver en toda su plenitud el río Amazonas cuyo malecón quedaba a tan solo una cuadra de distancia. Eran atardeceres de acuarelas de diferentes tonalidades de rojos, rosas, naranjas y amarillos con ese marco verde propio de la selva, con reverberaciones doradas producto del sol languideciente, que solían dejarme embriagado de nostalgia. Esa vez, luego de ducharme, salí al balcón; estaba despejado y vi el ocaso una vez más. Me quedé pensando por algunos minutos en lo incierto de mi destino, llevaba varios meses en una ciudad acogedora pero extraña y aun no decidía qué hacer con mi vida, luego me despabilé y toqué la puerta de la habitación de Harry para irnos a comer, me contestó que no tenía hambre y aún estaba de sueño, así que decidí adelantarme a pie por mi cuenta.

Fue esa noche que ocurrió la epifanía. Resulta que Harry conducía un Jeep Wrangler descapotado y casi siempre me llevaba a donde quisiera ir pues tenía mucho tiempo libre y le gustaba manejar. Yo conocía la ciudad desde esa perspectiva vehicular y la ruta de peatón era un poco diferente, pues en Iquitos la mayor parte de vías del centro de la ciudad eran de un solo sentido. Así que en esta oportunidad me desplacé caminando despreocupado por calles desconocidas adornadas por árboles de copa frondosa e iluminadas por tenues luces neón mientras reflexionaba en el futuro, mi futuro.

Mientras andaba desprevenido, se me apareció ante los ojos un casa antigua con una ventana muy alta aunque no tan ancha que daba a la calle. En el exterior tenía algunos barrotes de metal y sus hojas estaban abiertas de par en par. Del ella salía una luz amarilla apacible y cuando me acerqué pude ver en el interior de la habitación, en el centro, un escritorio de madera, sobre él una lámpara - de la que emanaba la luz - y un hombre sentado  que tecleaba una maquina de escribir. Tenia puesta una camisa blanca de lino abierta del cuello y con las mangas por los codos, usaba lentes y fumaba. Alrededor de él estantes repletos de libros y otros apilados también sobre el escritorio. Me quedé estupefacto por algunos segundos. Eso era exactamente lo que yo quería ser. Quería ser escritor, pero no en una cómoda oficina de ciudad; quería ser un escritor como este señor al que estaba viendo desde la calle como si se tratara de una aparición.

Después en el restaurante frente a la plaza de armas medité sobre el asunto. Debía pensar si volvería a la sierra para seguir con el trabajo de oficina que había dejado allá. Ya había escrito algunas cosas pero básicamente como distracción. Tenía que decidir si mi vocación recién descubierta era más viable en la selva recóndita o en una ciudad metropolitana. Me llamaba la atención la selva, sus olores, su gente, el paisaje y sus colores exuberantes. Desde el primer día que pisé su suelo pensé que era un lugar mágico y solo desde que la conocí pude comprender a plenitud las novelas de García Márquez que había leído años atrás.

Estaba ensimismado pero feliz pensando en ello cuando llegó Harry, yo ya había cenado y tomamos una cerveza ligera para conversar, le conté de lo que me había pasado y se alegró. Él también le tenía cariño a la selva y de hecho había estudiado la primaria allí, así que podía comprender mi fascinación. Luego subimos al Jeep y empezamos a pasear por la ciudad en tanto hacíamos hora para recoger a las chicas.

Mientras paseábamos, Harry, sin dejar de conducir, sacó de la guantera una cinta de casette y la puso en el auto radio. Ceremonioso me preguntó si conocía a la banda Toto, "¡claro!" le contesté. Era música con la que había pasado mi adolescencia. Entonces, cual pacto secreto, me dijo seriamente: "Esta canción tiene mucha energía, por eso, no importa donde te encuentres ni cuánto haya pasado, cuando escuches esta canción, siempre, siempre te vas a acordar de Iquitos." Luego presionó el botón de play y empezaron a sonar las notas de África, una de las canciones mas conocida de la agrupación.  Miré el horizonte a través del parabrisas y pensé que efectivamente aquella era la banda sonora de ese momento de mi vida. Como en una película, al ritmo de la canción, recorría la ciudad por las calles de barro, a bordo de un Jeep amarillo sin techo, con el viento moviendo mis cabellos, expuesto a la noche tropical, en medio de la selva, decidido a escribir historias, todas las historias, en un escritorio de madera con una vieja lámpara amarilla, en el pegajoso calor de una habitación abarrotada de libros, rescatando todos mis demonios, jugando con ellos, anotando sus susurros para convertirlos en personajes, en amores y traiciones, mientras que en mis oídos retumban pletóricos los tambores de África desde el Serengueti y espero que el amor de mi vida cruce el océano, el mar o una cordillera y llegue en el vuelo de la media noche mientras yo aguardo bajo una lluvia bendita para decirle que las historias de amor que escribí, que escribo y que escribiré, con otros nombres, con otros rostros, con otra piel, son, fueron y serán siempre y para la eternidad, para ella.