lunes, 21 de febrero de 2011

SECRETOS Y ATRACCIÓN

Hace algunos años, un muy querido y leal amigo me regaló un disco compacto titulado El Secreto, hoy en día es raro que alguien no lo haya visto y por tanto casi todos sabrán de qué se trata lo de la Ley de la Atracción.

Cuando vi el material lo asumí y asimilé. Eran una serie de ideas que yo ya había percibido pero que nunca antes había visto sistematizadas de una manera tan clara. Todo tuvo más sentido a partir de entonces.

Cuando estaba en la secundaria mentalizaba cosas, desde libros que quería tener y que de alguna manera siempre conseguía hasta notas en los exámenes o conocer a alguna chica. Pero ahora recuerdo algunos momentos que podrían inscribirse en entre los clásicos de la Ley de la Atracción de Miguel Vásquez.

Cuando estaba en la universidad soñaba permanentemente con trabajar en un banco, me imaginaba no en una ventanilla, si no en una oficina enorme, alfombrada, de terno impecable, resolviendo problemas complicados que nadie más podría resolver. Cuando yo imaginaba y visualizaba esto con todas mis fuerzas, cualquiera hubiese dicho (y de hecho algunos me lo dijeron) que era un triste sueño de un muchacho estudiante de universidad nacional, con un jean usado y dos camisas por todo patrimonio, con mi chompa ploma de lana con figuras de llamitas y morral del ejército cruzado en el pecho fungiendo de maletín. Barbado y cabelludo más parecía un seguidor del Che Guevara que un funcionario de banco. Adicionalmente, para trabajar en un Banco, salvo que sea de asesor legal, tendría que estudiar economía, administración o contabilidad.

Al paso de los años, el sueño se materializó, una cosa llevó a la otra y fui gerente regional de recuperaciones por seis años de un prestigioso banco nacional y el único en mi tiempo proveniente de una universidad nacional. No será necesario decir que efectivamente mi oficina era enorme, alfombrada y con todas las gollerías correspondientes al cargo.

Hasta allí podría tratarse de una casualidad. Bueno, como muchos de los que me conocen saben, siempre me han gustado las mascotas. Cuando me divorcié dejé con mucha pena mis perros grandes a algunos amigos y la más pequeña junto con mis gatas a mi ex esposa. Sin embargo, ya antes de ello había escrito en mi plan de sueños: “Quiero un perro peruano sin pelo.” Ese plan de sueños anda en mi billetera bien doblado desde al año dos mil cinco si mal no recuerdo. Dejé el banco, litigué un año, trabaje en una mina el dos mil siete, el dos mil ocho concursé para mi actual empleo y vine a la selva. En todo ese tiempo no se me ocurrió comprar un perro, porque en tantos viajes no podría hacerme responsable de su cuidado. Una vez que me establecí en Iñapari, se me ocurrió que ahora si podría, pero ¿de dónde sacar un perro peruano sin pelo en plena amazonia? Sin renunciar al sueño deje que las fuerzas del universo lo decidan.

Aproximadamente en setiembre del dos mil nueve, saliendo de mi oficina veo pasar por la plaza de Iñapari un perro peruano sin pelo de muy buena estampa. Me reí y me acordé de mi plan de sueños. Averigüé de quién era y me informaron que un cocinero pollero de Cusco, había venido a Iñapari a poner un restaurant pollería y que el perro era suyo (lo había traído desde Cusco). Para no hacer larga la historia, el perro tomó la costumbre (sin que nadie lo obligue ni sugiera) de descansar en el día cerca a la puerta de mi oficina, que en ese entonces daba a un pasillo exterior. Nos hicimos amigos y yo le limpiaba las lagañas que su dueño no se daba tiempo de asear, me daba pena verlo abandonado en la calle, todo sucio, mal oliente y con heridas de peleas con perros callejeros. En diciembre el pollero decidió irse y me contó que no sabía qué hacer con el perro. Le dije que me lo deje y así es como Dubi vive en mi casa hace más de un año, le curé sus heridas y las lagañas crónicas, corté las uñas y ahora me mira desde su cama acolchada ubicada justamente frente al escritorio desde donde escribo esta nota. Es un acompañante leal. Si decido escribir hasta las tres de la mañana, él se queda aquí conmigo sin protestar. Cuando termino, sale de la casa sin que le diga nada, se mete en su casita que encargué especialmente a un carpintero de la ciudad. Tiene allí otro colchón, mosquitero y cortina de red en la puerta de acceso para que no se metan los mosquitos, yo creo que es feliz.

Hace poco colgué en facebook la misma foto que acompaña esta nota. Cuando la colgué se me vino a la mente otra cosa: Cuando vivía en Iquitos el año noventa y siete o noventa y ocho, una noche paseando por la ciudad, me fijé en una ventana que daba a la calle, desde donde se podía ver a un tipo, con una camisa blanca, una lámpara sobre el escritorio y una máquina de escribir. Más tarde averiguando, supe que era un escritor que se había autoexiliado a la selva para escribir en paz en ese ambiente paradisiaco. Yo me dije: Algún día tengo que estar así, escribiendo en un lugar igualito en algún punto de la selva.

Cuando vi la foto, me reí de nuevo. No había tomado real conciencia de la ropa que vestía ni de cómo se veía la habitación hasta que vi la foto. Sueño cumplido trece años después.

También soñaba con conocer el Brasil y vivir un tiempo allí. Igual, y sin querer sueño cumplido. Así como esos tengo varios ejemplos similares, de cosas grandes, de cosas pequeñas. Creo firmemente que si uno se concentra y confía en la existencia de la Ley de la Atracción o el nombre que quieran ponerle, la cosa funciona. La casa que tengo ahora se parece también a una de las de mis sueños (todavía tengo varios proyectos más en el papelito doblado en mi billetera)

De todas maneras, como consejo, hay que saber cómo pedir o qué pedir. Cuando mi primer matrimonio empezó a ir mal, pedí de todo corazón poder hacer feliz a la que en ese momento era mi esposa para salvar la relación. Terminé separándome al poco tiempo y divorciándome un par de años después. Alguien podría pensar que falló la Ley de la Atracción. Yo creo que funcionó, a pesar de todo el enorme cariño que le tuve y que todavía le tengo y siendo la persona más maravillosa, inteligente y buena que he conocido en mi vida, yo no hubiese podido hacerla feliz. Ahora ambos estamos mucho mejor, separados, rehaciendo cada uno su vida y siendo todavía amigos. Sé que ella es feliz y por tanto es otro sueño cumplido.

El dos mil siete era fanático acérrimo del doctor Gregory House y quería ser como él, compré todas la temporadas de la serie en CD. Entre febrero y marzo del dos mil ocho sufrí una lesión en la pierna izquierda que me hizo usar bastón durante dos meses. Hay que ser más preciso con los pedidos al universo. Ahora sólo quiero el carácter e inteligencia del Dr. House. Nada más.

Otro sueño cumplido es mi actual trabajo, el lugar donde vivo, el paisaje que tengo frente a mí mientras escribo y un montón de cosas más que me hacen razonablemente feliz. Y sucede algo interesante, a medida que pasan los años, las cosas que visualizo se materializan cada vez más rápido. Pareciera como que uno aprende a canalizar la energía o aprende a tener paciencia. No lo sé. No niego que ahora tengo más recursos como para materializar más rápido esos sueños, pero lo uno es consecuencia de lo otro creo. Lo cierto es que no se deben abandonar los sueños, pero tampoco se puede ir uno a recostar a una cama a esperar que los sueños se cumplan solos. Los sueños que se cumplen son aquellos por los que se lucha. Pero hay que tener cuidado con lo que se sueña.

sábado, 19 de febrero de 2011

UN ANGEL EN EL CAMINO (Cuento)

Cuando Brenda abrió el correo no pudo evitar que sus rodillas se pongan a temblar: “Te espero en El Cáctus a las nueve de la noche. Sé que vendrás. Ángel.” Cerró rápidamente la ventana como si alguien pudiera ver su monitor. Trató de calmarse y volvió a abrir el mensaje. Estaba allí: blasfemo, pecaminoso, indecente; sin embargo un suave calor recorrió su bajo vientre, se puso de pie sonrojada y avergonzada de ella misma, se santiguó. No podía ser, pensó: ¿quién se creía este tipo para enviarle un correo así, sabiendo perfectamente que era una mujer bien casada? Todo esto era un error, por supuesto que no iría. Se dirigió a la ventana de su oficina y a través del vidrio miró la ciudad.

Se había conocido con Ángel dos semanas antes en un festival de blues, desde el primer momento se sintió identificada con él, hablaron de diversos libros que ambos habían leído, de música que ambos apreciaban, de compositores que ambos conocían y admiraban. Le sorprendió que también supiera de cocina, pintura y teatro. Discutieron un buen rato acerca de los clásicos del blues de Louisiana y de Mississippi, luego sin saber cómo terminaron conversando divertidamente de Mendelssohn, Mahler y Wagner. Luego del encuentro fueron con algunos amigos comunes a un bar cercano y continuaron la charla, hasta que se dieron cuenta que los dos se habían apartado del grupo enfrascados en contarse sus vidas y gustos. Brenda consciente siempre del sentido de la decencia, sugirió integrarse a la conversación de los demás y luego de unos minutos todos se levantaron para retirarse, Brenda se despidió con un firme apretón de manos sin dar espacio a más contacto físico y agradeció la conversación y por educación sugirió algún día volver a conversar, sabiendo de antemano que eso no sería posible de ninguna manera.

Brenda había sido educada en una escuela católica escogida especialmente por sus padres, de filosofía escolástica, exigente con la enseñanza de valores y principios cristianos; fue una estudiante modelo y sus calificaciones la hicieron acreedora de los primeros puestos, sin embargo en la adolescencia se sintió tristemente rechazada cuando empezaron los primeros cumpleaños e invitaciones sociales, notó que en los bailes era la última en ser invitada a bailar o a veces terminaba sentada en una esquina durante toda la fiesta, los muchachos no se fijaban en ella o peor aún se burlaban cruelmente. Empezó a compararse con sus compañeras de aula y tomó consciencia por primera vez de su cuerpo largo, delgado y poco desarrollado. Su delgadez sumada a su carácter introvertido la hacían poco atractiva. Desconsolada se propuso cultivar su mente a despecho del cuerpo poco agraciado que Dios le había dado. Dedicó casi todas las horas de su adolescencia a la lectura y a la música, mientras que la escuela le inculcaba valores y su madre la preparaba para ser una perfecta ama de casa, enseñándole cocina, a ordenar el hogar y como ser una esposa complaciente, útil y sacrificada.

Cuando terminó la secundaria decidió inscribirse en un gimnasio, se sabía sumamente disciplinada y así como cultivó su mente se propuso trabajar su cuerpo. Ahora quince años después de terminar la escuela, con un título de maestría y un buen empleo, era además una mujer que sin ser bonita era sumamente atractiva, de finas formas bien trabajadas a fuerza de sesiones diarias de máquinas y spinning, con un exquisito gusto para vestirse y desde hacía cuatro años felizmente casada con un hombre trabajador, bueno y fiel. Por su parte, su esposo Daniel era perfecto para ella, ordenado igual que ella, tranquilo, un hombre de casa, comprensivo y cariñoso. Nunca se enojaba o exasperaba, siempre buscaba una solución para cada problema. Se casaron justo al año de conocerse, en una boda soñada. En la cama Daniel fue siempre un caballero romántico, respetuoso, suave y atento. Aún no tenían hijos pero seguramente pronto conversarían y se harían un espacio para tenerlos. Era muy feliz así y tenía la firme convicción de que jamás defraudaría la confianza de su esposo ni deshonraría la santidad del matrimonio.

Dos días después del festival, Brenda, que se había hecho la promesa cuando se casó de no ocultarle nunca nada a su esposo, le comentó que había conocido a Ángel, Daniel que confiaba totalmente en su mujer le preguntó por cumplir:
– ¿Y a qué se dedica?
– No sé – contestó Brenda tratando de mostrar desinterés – sé que es abogado pero no sé exactamente en qué trabaja.
– Y me dices que es soltero, le gustan los gatos, escucha música clásica y no le gusta el fútbol – afirmó Daniel.
– Sí amor.
– Debe ser homosexual Brenda – dijo Daniel sonriente y con sinceridad – no me parece mal si quieres ser su amiga, yo tengo nada en contra de ellos.

Brenda iba a replicar algo, pero se quedó callada, iba a decirle que le pareció muy varonil como para ser gay, pero prefirió guardarse eso. Su marido era buen sujeto pero a veces soltaba algunas frases que delataban su educación machista. Había escuchado a su suegro decir en alguna reunión – mitad en broma, mitad en serio – que un tipo que no escucha salsa y no juega fútbol, no era un verdadero hombre.

Ahora tenía claro que no debía ir a la cita, pero no sabía si contarle a su marido de la invitación, nunca había visto a Daniel enojado y no sabía cómo reaccionaría. Tal vez trataría de buscar a Ángel para golpearlo o encararlo. Tal vez sólo para encararlo, Daniel no era violento a pesar de haber practicado durante años artes marciales, no se lo imaginaba yendo a golpear a otro hombre por celos, aunque la idea no le desagradaba por completo; le gustaría conocer al Daniel cavernícola aunque sea una sola vez.

Pasó la mañana tratando de trabajar, pero no podía quitar de su mente la invitación de Ángel. Había algo en él que le llamaba la atención además de su aspecto o su conversación inteligente. Siempre había admirado a los hombres que leen, pero ahora además había algo que no era su impecable forma de vestir ni sus modales finos. No era guapo, pero había algo en su personalidad que la seducía y que, por lo que pudo percibir, seducía a los demás también. Notó cómo lo miraban las otras chicas el día del festival y cómo lo miraron sus compañeras el día que se le ocurrió aparecerse en su oficina. Se presentó como un cliente y preguntó directamente por ella. Brenda se sonrojó notoriamente, pero mantuvo la compostura dignamente durante el tiempo que Ángel estuvo en su oficina. No pudo evitar sentir algo de celos cuando su mejor amiga y compañera de trabajo entró a su oficina, luego de que se fuera, interrogando atropelladamente:
– ¡Amiga! ¿Quién era ese galán? ¡Me lo tienes que presentar! ¿Es soltero verdad? ¿De dónde lo conoces? ¿Es de aquí? ¿Cómo se llama? ¡Qué rico perfume!
– Es un cliente Sandra – contestó Brenda apenas le dejó un espacio para contestar y fingiendo apatía.
- Cuando vuelva… me lo tienes qué presentar – dijo Sandra guiñando un ojo al mismo tiempo que se iba.

Tres días después se lo encontró en el patio de comidas del centro comercial que estaba cerca de su trabajo. El apareció con su bandeja buscando asiento y le preguntó si podía acompañarla, Brenda estaba totalmente segura que no fue una casualidad, pero le pareció un lindo gesto que él haya planeado ese encuentro casual y le siguió la corriente. Conversaron largo rato y se les pasó el tiempo, Brenda llegó tarde a la oficina pero estaba radiante. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto conversar así con una persona del sexo opuesto.

Cerca de la hora de almuerzo, miró su mano izquierda y contempló su alianza, la acarició con los dedos de su otra mano, recordó que Ángel nunca le preguntó sobre su estado civil. Tal vez no le importaba o tal vez había decidido ignorarlo o peor aún pensaba que ella estaba acostumbrada a hacer estas cosas. ¿Pero qué cosas Brenda? – se dijo a sí misma. ¿En qué estaba pensando? Ella no había hecho nada malo. Tenía que dejar este asunto ya. Llamó por el anexo a Sandra y la invitó a almorzar.

Una vez en el patio de comidas, Brenda buscó el momento entre la cháchara permanente de Sandra y le soltó el comentario:
– Sandrita, ¿te acuerdas del cliente de la semana pasada?
- ¿El galán? – preguntó Sandra.
- Sí, ese mismo. Me ha invitado a salir hoy.
Sandra se quedó muda por unos segundos con la boca abierta. A pesar de su aparente frivolidad y su manía de hablar hasta por los codos, tenía la habilidad de encontrar el lado práctico y objetivo de las cosas.
– Ten cuidado con lo que haces hermanita – dijo Sandra con solemnidad cuando se repuso, al mismo tiempo que se ponía un pedazo de pan en la boca.
– ¿Me estás sugiriendo que vaya? – replicó sorprendida Brenda.
– Dependiendo a qué vas a ir. Yo si fuese tú no sé si iría, pero tú eres tú.
– ¡Ay amiga! No me dices nada…
– No voy a decidir por ti – sentenció Sandra – sólo puedo decirte lo que haría yo. Pero yo no estoy casada ni tengo un esposo maravilloso en casa esperándome.
Brenda entristeció, esperaba sinceramente que su amiga le grite, que le diga que estaba loca, que cómo podía hacer una estupidez semejante.
– Entonces iré – dijo Brenda – tratando de sacarle algo más a Sandra.
– ¿El tipo te atrae? – preguntó maliciosamente la amiga.
– Un poco
– ¿Cuéntame qué te atrae de él? ¡además de lo obvio claro!

Brenda le contó sus pocas conversaciones, los temas en común, su admiración por alguien que sabía tantas cosas. Hasta coincidían en haber empezado a ir al gimnasio más o menos a la misma edad y habían mantenido la costumbre hasta ahora. Sandra soltó una risa estrepitosa:
– No te gusta él amiga. Te gustas tú reflejada en él. ¿No me digas que no te das cuenta?
– No – contestó algo molesta.
– ¡Vamos Brenda! Si está claro, el tipo es todo lo que tú eres. Lo admiras porque en él admiras tus propios logros. Te sientes identificada por eso. No confundas las cosas y sobre todo no le hagas daño a Daniel. Mira, si yo tuviera una sola sospecha de que Daniel hubiese sacado los pies del plato aunque sea una vez, te diría que te aproveches para vengarte, pero ese hombre te ama, te es fiel y te respeta. De esos hay muy pocos mujer. Ten cuidado. ¿O es que no eres feliz con él?
– ¡Claro que soy feliz! – afirmó Brenda enfáticamente e inmediatamente se dio cuenta que estaba tratando de convencerse ella misma más que responder a su amiga.
– ¿Entonces qué buscas, una aventura?
– ¡No! No sé Sandrita, hay algo en él o en el hecho de conocerlo que se siente peligroso. Es una tontería mía lo sé. Pero a veces pienso que mi vida es tan segura, necesito algo de peligro, de emoción.
– Peligro y emoción vas a encontrar si arriesgas tu matrimonio y no creo que sea divertido – advirtió severamente Sandra – ¿Qué va a decir tu familia? ¿Qué va a decir toda la gente?
– ¡No tengo planeado hacer nada malo! – exclamó Brenda, luego agregó tristemente – tienes razón no puedo arriesgar lo que tengo.
– Así es, pero te advierto, si a pesar de todo vas, limítate a ponerle en claro las cosas y termina ese asunto hermanita.
– ¿Y si no voy? – cuestionó Brenda.
– Mejor, pero es tu decisión al final.

Volvieron a la oficina y Brenda seguía confundida, tal vez lo mejor era ir y poner las cosas en claro. Explicarle a Ángel que no era una cualquiera, que era una mujer felizmente casada y que dejara de una vez por todas las insinuaciones e invitaciones de mal gusto. Pensó que igual podía ponerle eso en un correo. No, se lo diría personalmente. Era mejor.

Durante la tarde estuvo tentada varias veces a contestar el correo e inventar una excusa para no ir. Desistió, lo peligroso de la situación era un imán para ella. A las seis de la tarde salió de la oficina y se fue a casa. Estaba a punto de tomar un baño cuando Daniel llegó. Se dieron un beso convencional en los labios y Brenda optó por una última alternativa para verse forzada a no ir: Si Daniel le pedía o le ordenaba (eso estaría mejor) no ir, olvidaría todo este asunto definitivamente:
– Daniel, amor. ¿Te acuerdas de Ángel? ¿El sujeto del festival de blues?
– Sí.
– Me ha invitado a cenar hoy – mintió – ¿Qué te parece?
– ¿Ah sí? Y por qué – preguntó con verdadero interés Daniel frunciendo el ceño.
– Negocios – mintió nuevamente Brenda – es cliente de la oficina también. Aproveché para incluirlo en la cartera de clientes.
– Ok. Pero trata de no regresar tarde – dijo Daniel acostumbrado a no meterse en el trabajo de su mujer.
Brenda fue a tomar un baño, abrió la llave de la ducha y se tomó la cabeza con las dos manos cerrando con fuerza los ojos mientras pensaba: ¡Dios, qué estoy haciendo!

* * *

Una vez en El Cáctus, que era un pub temático en el centro de la ciudad, vio a Ángel sentado en una mesa sólo, bebiendo una cerveza. Se acercó y lo saludó dispuesta a explicarle brevemente sus motivos e irse, tomó asiento e iba a empezar a hablar cuando Ángel le hizo una seña para detenerse y preguntó:
- ¿Tequila?
- No sé – dudó Brenda.
- Tequila entonces – resolvió Ángel – hoy tienen el “especial zapatista.”

Hizo una seña hacia la barra y una atractiva jovencita con sombrero de charro mexicano trajo una bandeja con diez shots de tequila, un pequeño plato con rodajas de limón y otro con sal.

Ángel, con absoluta seguridad, tomó el primer diminuto vaso en sus dedos índice y pulgar, en el hueco formado en la unión de ambos colocó un poco de sal y tomó una rodaja de limón. Con los ojos motivó a Brenda a hacer lo mismo, ella lo hizo, nerviosa.
– Ok. A la cuenta de tres – dijo Ángel
Hizo el conteo y bebió de un tirón, Brenda también. Lamieron la sal, exprimieron el limón en sus bocas y rieron. Brenda sacudió la cabeza tratando de liberarse del aturdimiento y cuando miró a Ángel este ya tenía otro vaso en la mano. Le siguió el ritmo y bebió de nuevo. Al tercer shot tenía la lengua adormecida, no estaba acostumbrada a beber y menos tequila. Cuando terminaron la ronda reía sin parar y de cualquier cosa, pero ya no sentía nervios. Trató de componerse un poco y dijo:

- Ángel, gracias por invitarme y por el tequila, pero tengo que irme. Mi esposo me espera en casa, prometí regresar temprano y sólo he venido para decirte que agradezco tu invitación y tus detalles, pero yo no puedo hacer esto.
- ¿Hacer qué? – preguntó astutamente Ángel
- ¡Esto! – exclamó Brenda.
- ¿Beber tequila?
- Tú sabes a qué me refiero.
- No, no lo sé – negó Ángel.
Brenda quiso explicar, pero no podía, en realidad no habían hecho nada. Trató de concentrarse, con el tequila encima era más difícil.
- Mira, esta salida, tu invitación, tu correo de hoy.
- Yo pensé que éramos amigos – replicó Ángel.
- Sí, lo somos, y quiero que se quede así. Como una amistad.
- Está bien Brenda – contestó el hombre con calma.

Desconcertada, Brenda se quedó en silencio. No pensó que sería tan fácil. ¿O sería que había malinterpretado todo? Tal vez Ángel sólo deseaba una limpia amistad y su imaginación había volado más allá. Sintió un terrible remordimiento. Avergonzada pidió perdón.
- No, no hay nada que perdonar – dijo amablemente Ángel.
- Sí, sí lo hay – contestó consternada Brenda – yo te malinterpreté.
- Ok, tranquila, no quiero verte triste, si te hace feliz te perdono, pero con una condición
- ¿Cuál?
- Un “especial zapatista” más.

* * *

Frente a la puerta del cuarto, se quedó mirando a Ángel mientras abría la puerta con la llave que le habían dado en recepción. Todavía no creía que eso estuviese pasando, nunca creyó que aceptaría la proposición de Ángel, pero le dijo tantas cosas bonitas, la hizo sentirse tan bien, la llenó de tanta confianza que no pudo decir no. La puerta se abrió y le temblaron las piernas. Dudó, Ángel entró, esperó unos segundos y lo siguió. Estaba oscuro, sintió la puerta cerrarse detrás de sí. Estiró la mano para hallar el interruptor de la luz a ciegas y de pronto sintió un fuerte empujón que la presionó contra la pared y el aliento de Ángel sobre su rostro, no pudo resistirse más y lo besó ávidamente, con la fuerza de toda la pasión contenida por años, sintió sus manos escurriéndose debajo de su blusa, quemando su piel... trató de detenerlo sin convicción, él la tomó de las muñecas y le levantó las manos por encima de la cabeza dejándola indefensa mientras con su rodilla separaba sus muslos, su lengua recorría abrasadora su cuello y su pelvis arremetía contra la suya dejándola sentir el volumen de su miembro en plenitud. Brenda dejó de oponer la poca resistencia que hacía y sus brazos cayeron, sintió una de las manos de Ángel presionar con una fuerza excesiva su baja espalda, causándole más excitación, la otra mano a la altura de su rodilla, subiendo por su muslo y levantando la falda, sentía su dedos recorrer su piel y toda ella se erizaba inconteniblemente, al fin la mano se detuvo en el elástico de su ropa interior y hábilmente logró bajarla hasta casi sus rodillas, luego la sintió poderosa frotando con fuerza su entrepierna y sintió una descarga húmeda descender por sus muslos desde su sexo dejándola sin fuerzas para mantenerse en pie, ahora sus piernas casi no le respondían, trataba de incorporarse débilmente y buscó el cuerpo de Ángel para sostenerse, de pronto éste la tomó de la cintura y la lanzó sobre la cama, cayó boca abajo sobre ella con los pies todavía sobre el piso, trató de incorporarse pero el peso de su agresor se lo impidió, sintió como desplazaba su falda hacia arriba y su sexo candente penetrándola, lo disfrutó intensamente, esa sensación nueva, violenta, gimió y trató de acomodarse, pero Ángel pensó que quería escapar y nuevamente la sujetó de las muñecas, eso la excitó mucho más, en medio de los jadeos sintió la voz agitada y seductoramente ronca de su amante preguntándole si le gustaba, ella gimió que sí, entonces él empezó a decirle al oído cosas que nunca había imaginado que la podrían excitar. Palabras que en otras circunstancias la hubiesen escandalizado, ahora la volvían loca; se sentía volátil, etérea, él la llamaba puta y se sentía así, tal cual; ramera, meretriz eran palabras suaves ahora, adoraba sentirse pérfida en ese momento, su excitación subía desmedidamente por el vaivén de ambos cuerpos, pero sobre todo por las palabras sucias en su oído, se sentía deliciosamente lasciva, lujuriosa, sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y gracias a la tenue luz que entraba por la ventana descubrió en un enorme espejo pegado en la pared el reflejo de ambas siluetas moviéndose en la penumbra, todavía con ropa, sintió su tanga todavía atrapada a la altura de sus rodillas, la imagen mental la conmovió, fue demasiado, su cuerpo explotó en una onda telúrica que destrozó los últimos muros de su decencia.

Todavía con los últimos estertores de los espasmos del orgasmo en el cuerpo tomó fuerza y se zafó, Ángel la dejó hacer algo sorprendido, tomó al hombre por el cabello y prácticamente lo obligó a quedarse boca arriba sobre la cama, buscó la abertura de la camisa y la abrió con todas sus fuerzas haciendo saltar por el aire varios botones, él estaba visiblemente excitado, Brenda vio en la pared un interruptor y rápidamente lo encendió, la habitación se iluminó tenuemente, lo suficiente para verse en el espejo, que era lo que ella quería. De un solo movimiento se deshizo de su blusa y el brasier, movió sus piernas ágilmente y se despojó de la tanga. Se montó sobre su hombre y empezó a cabalgarlo lentamente, acariciándose ella misma mientras lo hacía, mirando en el espejo su cuerpo torneado, sus senos proporcionados, erguidos, su piernas fuertes, su trasero levantado, empezó a moverse cada vez más rápido, en círculo, de atrás hacia adelante, él trató de acariciarle los senos turgentes, ella lo rechazó. Al igual que él hizo en un principio, ella también lo sujetó de las muñecas, se acercó a su oído sin dejar de moverse y le pidió que la insulte, que le diga puta otra vez, él atónito se quedó sin palabras, ella lo miró con una mezcla de ira y excitación y lo bofeteó con fuerza, lo miró y lo golpeó de nuevo mientras le pedía a gritos que le diga quién era una puta. Él lo hizo tímidamente y recibió otra bofetada, a fuerza del dolor ya no se contuvo, la insultó, le dijo las cosas más terribles que se podían decir a una mujer, usó las palabras más soeces para referirse a su partes íntimas y ella disfrutaba mirando al techo, concentrada en el placer, en sus nuevas sensaciones, mirando ocasionalmente al espejo para regodearse de su perfecto cuerpo desnudo. Se detuvo. Arqueó su espalda y mientras gemía y gritaba a toda voz empezó un vaivén con las caderas a toda velocidad que llegó a causarle dolor a Ángel, volvió a detenerse y exhaló un gemido prolongado e intenso que llenó la habitación, luego se desplomó haciendo todavía pequeñísimos movimientos con su cadera. Recién se dio cuenta por la expresión de su pareja que ambos habían terminado al mismo tiempo. Se quedó unos minutos sobre el pecho de Ángel, sin hablar, luego se levantó silenciosamente, recogió su ropa del piso y fue al baño. Un rato después salió arreglada como pudo, y sin mirar nada, con la vista puesta en el piso dijo adiós y salió rápidamente del hotel. Ángel que estaba aún desnudo no pudo hacer nada por detenerla.

* * *

Al llegar a su casa, Brenda se detuvo en la puerta de entrada. Respiró, trató de serenarse. Introdujo la llave y abrió, se quitó los zapatos y con mucho cuidado fue hasta el dormitorio. La puerta estaba entreabierta, la empujó y allí estaba Daniel durmiendo con la lámpara prendida y un libro a medio leer al costado. Se le salieron las lágrimas. Se quedó largo rato apoyada en el marco de la puerta de la habitación llorando en silencio. Luego tomó una ducha caliente, cuidadosamente se revisó el cuerpo por si había marcas. Terminó el baño y se secó lentamente. Sabía que no podía meterse en la misma cama con su marido, por lo menos esa noche no. Tenía el sedimento del placer en la piel, pero al mismo tiempo la invadía una culpa insoportable. Se sentó en el sillón del dormitorio y vio a Daniel dormir. Miró su reloj, eran las dos de la mañana. Mientras recordaba lo sucedido y pensaba en cómo había podido hacerlo, se fue adormitando, en algún momento el cansancio la rindió, cuando despertó ya eran las cuatro y media. Se incorporó y tomó otro baño. Se puso su ropa deportiva y se preparó para ir al gimnasio. Daniel despertó y le preguntó si le había ido bien, ella contestó que sí. Le mandó un gran beso y se dirigió a la cocina, dejó preparado el desayuno y salió. Pensó ir a la casa de Sandra, pero la atormentaría con preguntas que no tenía ganas de contestar, fue al gimnasio pero no entrenó, se acomodó en las colchonetas fingiendo hacer abdominales y aprovechó para descansar un poco. Luego tomó otro baño y regresó a casa. Daniel no estaba, a diferencia de ella, él trabajaba los sábados.

En la soledad de la casa, Brenda analizó la situación. Sabía que lo sucedido podría destrozar su matrimonio. Había prometido decir la verdad, se lo había prometido a ella misma. Pero también necesitaba proteger a Daniel, protegerse ella. Se sentía triste, había traicionado todos sus valores. Sabía que no podría vivir así. Tendría que hablar con Daniel. Se lo contaría todo, era lo menos que podía hacer. Se puso de rodillas y rezó entre lágrimas para que Daniel la perdone.

Por la tarde, Brenda tomó valor y esperó a que Daniel como todos los sábados por la tarde se sentara a leer en la sala. Se sentó cerca y le dijo:
– Daniel ¿tendrás un minuto?
– Claro – contestó Daniel dejando su libro sobre el sofá.
– Tengo que decirte algo – balbuceó Brenda.
– Dime.
– Anoche… en la cena, pasó algo – se hizo una pausa incómoda, Daniel la miraba atentamente y con evidente curiosidad – este hombre, Ángel…
– Sí…
Brenda miró al piso, apretó los dedos de sus manos, ansiosa.
– Estoy avergonzada – agregó pausadamente y Daniel enderezó su postura en el sofá para prestarle más atención – es que tenías razón amor – continuó.
– ¿Acerca de qué? – preguntó Daniel.
– Es gay. ..
– ¡Ah! Eso. Ya ves, nunca falla.
– Sí, nunca falla – repitió Brenda, hizo una mueca parecida a una sonrisa y salió rumbo a su habitación.

* * *

El día lunes en el trabajo Sandra se acercó al escritorio de Brenda y la interrogó con la mirada:
– Te estuve llamando todo el fin de semana – le dijo.
– Sí, lo siento, tuvimos cosas que hacer con Daniel y ayer nos fuimos a la playa.
– ¿Y bueno, qué pasó con el galán?
– No fui. Tenias razón amiga, mejor no arriesgarse.
– Me alegro por ti, Danielito no se merece que le hagas algo así, ya te dije que ese hombre te adora.
– Lo sé amiga – sonrió amargamente Brenda

Hablaron de otras cosas y Sandra se fue. Brenda se quedó pensando en lo sucedido, sentada frente al escritorio recordó cada momento del viernes en la noche y sintió miedo de ella misma. Nunca había experimentado algo así y nunca se había imaginado que tenía ese atemorizante lado oscuro. Es más, siempre sintió alguna clase de rechazo por cualquier cosa parecida remotamente al sadomasoquismo, le parecía de gente enferma. Era cierto lo que decía Sandra, Daniel no se merecía sufrir por su culpa. Era tan bueno. Aprendería a vivir con este error en su conciencia.

La campanilla de la bandeja de entrada de su computador la sacó de sus reflexiones, leyó el nuevo correo: “Lamento que hayas tenido que irte así. Espero verte de nuevo la próxima semana, si lo deseas. Si no lo entenderé. Ángel.” Brenda mantuvo fija la mirada en el correo. Sonrió. No sería mala idea ir de tiendas más tarde. Aprovecharía para distraerse y relajarse de la tensión, tal vez ¿por qué no? comprar algo de cuero negro para la próxima ocasión…

viernes, 18 de febrero de 2011

GRACIAS POR AVISAR (Cuento)

Mauricio se sentó frente al escritorio y colocó la taza de café caliente sobre un trozo de papel doblado en dos para no estropear la superficie de madera. Encendió el computador y abrió el procesador de textos. Al igual que toda la semana anterior se quedó mirando la pantalla mientras bebía lentamente el café. Hacían ya siete días que entre sueños le vino a la mente la historia que necesitaba para su nueva novela, pero al despertarse no podía recordarla. Había estado tratando de concentrarse durante toda la semana y hasta ahora no había logrado recordar absolutamente nada. Se apoyó en el respaldo de la silla y miró por la ventana; en el horizonte, sobre el mar, una gaviota volaba apacible. Pensó en escribir la historia de una gaviota… no, eso ya lo había escrito alguien, sobre los delfines también. ¿Es que acaso había algo sobre lo que no se hubiese escrito? Se levantó del asiento y siempre con la taza de café en mano caminó hasta la terraza, bebió otro sorbo y pensó que podría escribir acerca de un escritor que no encuentra sobre qué escribir, sonrió.

De nuevo en el escritorio empezó a jugar con el puntero del ratón, se sintió abrumado por el tedio, con ambas manos se tomó el mentón, luego las sienes y finalmente su cráneo y alisó su cabello hacia atrás, se sentó derecho sobre la silla, colocó sus dedos sobre el teclado y se dispuso a escribir. Tal vez si empezaba con un título las ideas podrían surgir, trató de idear algo, pero no lo consiguió, la página en blanco seguía allí. Abrió el navegador de internet, pero lo cerró de inmediato, no quería distraerse. Se puso de pie y caminó hasta su biblioteca, tal vez si leía algo podrían surgir ideas nuevas. Pasó su vista por los lomos de los libros y no se animó a tomar ninguno. ¡Diablos! Dijo para sí mismo, se lanzó pesadamente sobre el sofá y tomó el control remoto de la televisión y la encendió. Luego de cuarenta minutos se aburrió, cada programa era peor que el anterior, podría haber sido fotógrafo de National Geographic, si no fuera alérgico a las picaduras de los mosquitos ese hubiese sido su trabajo perfecto, horas y horas sentado, leyendo un libro esperando que aparezca un león en la sabana africana o atento al fantástico topo ciego de nariz con dedos. Se le ocurrió que podría escribir la historia de unos animales que pensaran como humanos. Desistió, había leído como diez novelas con ese mismo tema. Lo importante no son los sujetos, pensó, lo importante es la historia, la trama. ¿Qué trama podría ser efectiva? No importa si los protagonistas son patos, campesinos, príncipes o extraterrestres, lo que necesitaba era una buena trama. Apagó el televisor. Salió y se sentó en la hamaca de la terraza y pensó con toda la capacidad de concentración que le era posible. Quería, tenía que escribir algo bueno, no historias obvias con fines previsibles. Sustancia, romance, nudo, intriga, suspenso. Sonó el celular, se levantó rápido y corrió hacia el escritorio. Atendió:

- ¿Aló?
- ¿Mauricio? – dijo una voz sollozante al otro lado de la línea.
- Sí.
- Es tu tía Sara, te llamo para decirte que tu papá falleció en la madrugada. Lo siento hijo.
- Gracias por avisar – dijo Mauricio tristemente y colgó.

Mauricio encendió un cigarrillo y lo fumó lentamente mirando al horizonte, recordó con cariño a su padre a pesar de que su relación no fue nunca cercana y tampoco afectuosa. Aprendió algunas cosas de él y deseó haber aprendido más, pero su padre siempre tenía proyectos, planes e ideas que no lo incluían. Se dio cuenta que el viejo casi nunca habló con él de sí mismo, lo conocía por referencia, por personas que al identificarlo como su hijo le recordaban lo honesto, disciplinado, fuerte, inteligente y emprendedor que era su padre. Apagó el cigarrillo y volvió al escritorio, se sentó frente al computador y empezó a escribir: “El día que murió su padre, Mauricio se sentó frente al escritorio y colocó la taza de café caliente sobre un trozo de papel doblado en dos para no estropear la superficie de madera…”

miércoles, 16 de febrero de 2011

LA RANITA DE LA CASA DE GREENWICH

Cuando recién llegué a Iñapari, pasé mi primera noche en un hotel. Al día siguiente me mudé a un cuarto de madera con baño común para cinco cuartos más, sólo estuve allí quince días porque no era muy cómodo y a raíz del episodio de la rata que ya les contaré más adelante. Luego conseguí una bonita casa de madera de dos habitaciones, baño, cocina y sala comedor.

La casa era un poco vieja, pero bastante bien conservada para la zona y el clima. Sus únicos problemas eran el baño que siendo de material noble estaba en mal estado en comparación del resto de la casa y además la presión del agua no permitía tomar una ducha, así que allí volví a tomar baños de jarra como lo había hecho diez años antes en Iquitos. El dueño de la casa, que me trató muy bien, respondía al curioso apelativo de Grenchi. Así me lo presentaron y cuál sería mi sorpresa cuando al hacer el contrato de alquiler verifiqué en su documento de identidad que su apellido era Greenwich Panduro. La gente de la localidad no podía pronunciar Greenwich y se conformaban con decirle simplemente Grenchi y él no se molestaba.

Lo cierto es que me acomodé en mi nueva casa, felizmente venía con cama y el inquilino anterior me vendió su colchón. Compré un juego de sabanas y algunos elementos básicos para vivir. Al cabo del primer mes, un día me sorprendió luego de entrar un movimiento extraño en el baño. Entré y descubrí una rana de regular tamaño. Al verme ni se movió. Se quedó mirándome desde el lavabo del baño y yo fui por la cámara. Me pareció divertido y le tomé unas fotos, una de ellas es la que se puede ver al inicio de esta nota, la ranita no se inmutó. Me fui a cambiar de ropa y cuando regresé ya no estaba, supuse que se había metido debajo del enorme cilindro plástico donde almacenaba el agua o se había subido a una de las salientes de las ventanas altas del baño.

Durante la semana siguiente no pasó nada extraordinario hasta que un día mientras trataba de conciliar el sueño la vi caminando por la pared del dormitorio, al parecer buscando los mosquitos que suelen dar vueltas cerca de la luz. Me dio la fea impresión de que en cualquier momento podría aparecer en mi almohada y no me gustó la idea. A los dos días llegué del trabajo y nuevamente estaba en una de las paredes del baño, traté de buscar algo con qué espantarla y la muy bendita al verme amenazante no se le ocurrió mejor cosa que lanzarse al cilindro lleno de agua. ¡El agua con la que yo me bañaba! Traté de buscarla y no la veía, la muy astuta se había metido al fondo mismo del barril y yo recién me puse a pensar que probablemente mi cilindro había sido la piscina particular de mi inquilina no deseada y yo me había estado aseando con esa agua. Empecé a vaciar el cilindro con ira en busca de la ranita experta y mientras más agua yo sacaba, más al fondo se escondía la rana. Al final me deshice de casi toda el agua, cargué el cilindro con lo que faltaba y salí a la calle, allí lancé el recipiente boca abajo y me aseguré que la ranita ya no estuviese. Retorné con mi cilindro vacío a casa y está más decir que esa noche no pude darme un baño, al día siguiente lo lavé con lejía y volví a juntar agua, que dicho sea de paso, en Iñapari solo cae de seis treinta a ocho de la mañana.

Cuatro días después al entrar al baño encontré nuevamente a una rana, lo primero que pensé fue que era otra, pero recordé que le había sacado una foto. La busqué en la cámara y confirmé que era la misma. Cuando traté de acercarme, ella rápidamente subió por la pared y se escondió en una saliente de las altas paredes. Le hice guardia durante unos tres días por las tardes hasta que apareció de nuevo, yo ya me había provisto de una vieja canasta de bicicleta de niño y un cartón. Mi propósito no era matarla, sólo alejarla de mi cilindro de agua. Con la escoba la hice caer al piso, le coloqué con cuidado la canasta encima y luego deslicé el cartón por debajo a fin de que se monte sobre él. Una vez que lo hizo volteé mi siniestro artefacto y manteniendo la canastilla tapada salí de la casa, caminé unas cuatro cuadras, y ya cerca al centro de salud, sobre un jardín con bastante vegetación que me pareció apropiado la liberé y me regresé satisfecho a casa.

He oído historias de perros y gatos abandonados o extraviados que luego de caminar varias horas regresan a su hogar, pero nunca de ranas, así que imagínense mi impresión el día que volví a casa (unos diez días después de haber liberado a mi rana cerca del centro de salud) y encontré a la rana de la historia otra vez en el baño. Ya éramos viejos conocidos así que no tuve que confirmar esta vez con la foto que le tomé, noté que apenas me acerqué la ranita trepó raudamente hacia su escondite, es decir ella también me reconocía.

Opté por conseguir una tapa para mi cilindro de agua, pero le seguía haciendo guardia. Un día ya casi al cuarto mes la volví a capturar con el mismo procedimiento y esta vez la liberé en el rio Acre, a más o menos un kilómetro de la casa de Greenwich. No había manera de que pudiese volver y yo estaba contento porque finalmente la ranita estaba en su ambiente. Pasados unos cinco días, la volví a ver en el baño, esta vez no sentí ni sorpresa ni nada, era una especie de broma de mal gusto, solo faltaba la música de la dimensión desconocida de fondo, apenas me acerqué ella se alejó rápidamente. Estaba lejos, pero era ella. Me quedé largo rato pensando en porqué esta rana en particular había escogido mi baño. Lo cierto es que el baño de la casa, con el cilindro de agua en medio y al ser de material noble y recubierto por cerámicos era un espacio bastante fresco en comparación de toda la casa y mucho más que el ambiente en exterior en general, eso explicaba por qué a la rana le gustaba el sitio, pero lo que no me quedaba claro era cómo hacía para volver exactamente al mismo lugar. Recordé las especies que migran miles de kilómetros para regresar a su lugar de origen para desovar o reproducirse y al final me expliqué y convencí racionalmente que después de todo no era tan extraño.

El contrato de alquiler de la casa era por seis meses, a su vencimiento conseguí una casa en mucho mejor estado y con tanque alto de agua y otras comodidades, así que me mudé. El día de la mudanza pude ver a la ranita observándonos desde lo alto de la saliente del baño, incluso en el momento en que saqué toda el agua del cilindro para llevármelo a la otra casa. Tuve especial cuidado de no dejar notas ni nada que pudiera delatar nuestra nueva dirección, y al desempacar las cosas me percaté de que no estuviese escondida en ninguna caja. Por si las dudas no volví a pasar nunca más por la calle donde queda la casa de Greenwich, uno nunca sabe.

martes, 15 de febrero de 2011

LA INTEROCEANICA, ESTRADA DO PACIFICO Y BOSSANOVA

Pienso que cada persona vive su propia película. Esa no es una idea mía, la leí en alguna otra parte. Pero además pienso que una vida requiere una pista sonora o soundtrack. Sin pista sonora la vida se vuelve sosa, ese es por lo menos mi cordial punto de vista. Cada evento o situación requiere de un tema musical, tal vez recurriendo al estereotipo o asignándole un nuevo significado a cada episodio. Así un café parisino o con apariencia de tal en mi mente suena a Edith Piaf; un café clandestino tiene que sonar a Ubiergo o Chabuca Granda; un gimnasio donde se entrena de verdad y no sólo se acude a hacer desfile de modas tiene que sonar a metal pesado, trash o death metal; un restaurant de comida criollas a Pepe Vásquez o Lucila de la Cruz; un mañana de domingo con adobo a los Dávalos; un día de trabajo pesado en la oficina suena a Wagner y la playa (aunque a muchos les suene a salsa o reggaetón) a mi me suena a Mendelssohn.

Sin embargo desde que empecé a manejar y viajar manejando, hay cierto paisaje en particular que siempre me sonó a bossanova: Clima soleado, carretera y verde vegetación. En la panamericana sur que he recorrido en toda su extensión, hay pocos tramos que pueden verse así. Uno de ellos es la llamada “ruta del pisco”, entre Moquegua y Tacna, más cerca de Moquegua que de Tacna. Otro es en la altura de Chincha y Cañete rumbo a Lima. Pero hay dos más cotidianos y cercanos a Arequipa. El camino de Mollendo a la Punta de Bombón, pasando por Mejía y el muy breve tramo de Camaná pueblo a la Punta. En todos ellos se siente un ambiente distinto, el verdor de las plantaciones, el riguroso sol de verano (tiene que ser en verano, con neblina no es lo mismo) y el negro del asfalto, y ese es el momento de abrir todas la ventanas del auto y colocar en el equipo de sonido un buen tema de bossanova o de ser el caso, chillout pero con un fuerte matiz de bossanova siempre.

Lo triste de estos tramos descritos, es que son tan cortos que uno se queda con nostalgia al ver aparecer otra vez el desierto arenoso de nuestra costa. Pero qué descubrimiento fue para mí la carretera interoceánica, sobre todo desde Puerto Maldonado hasta Iñapari. Tres horas y media (ahora con la carretera recientemente inaugurada) de verdor, pista y calor. Tres horas preciosas de bossanova. Lo único malo es que siendo nuestro querido país tan desordenado, nunca falta una vaca (o varias) en el camino, además de otros animales como la mayoría de los que manejan los colectivos de transporte interprovincial, por lo que hay que conducir con cuidado y cierto grado de estrés, además de los feos pueblitos de margen de carretera abandonados por el Estado, con locales de venta de cerveza adornados por foquitos de luces rojas y violetas que por la noche se convierten en night clubs de muy dudosa categoría.

Saliendo de Iñapari y rumbo a Rio Branco (capital del estado de Acre), cruzando el imponente complejo de la Policía Federal, Migraciones y Aduanas de Brasil, aparece una carretera con las mismas características, pero ordenada, los ganaderos que dejan que sus vacas o cebús pasen por la carretera sufren de costosas multas (que siempre se hacen efectivas) y decomiso del ganado. Se pueden ver grandes haciendas muy bien cuidadas con lindas casas de campo y todas, pero todas tienen fluido eléctrico. También hay plantas de procesamiento de leche, productores avícolas y productores de alimentos para aves y ganado. Es un paisaje espectacular, sin contar con los simpáticos puntos de carretera (lanchonetes), cada cincuenta kilómetros más o menos donde uno puede detenerse a tomar un refresco de fruta local, una gaseosa, un café, algún bocadillo (hay uno típico que es muy parecido a una empanada que recibe el nombre de pastel) y sobre todo hacer uso libremente de los servicios higiénicos.

Este último fin de semana viajé por esta carretera, feliz como sólo se puede ser feliz cuando se viaja en día soleado, caluroso, asfalto negro, con verde vegetación a los costados, escuchando bossanova y de pronto pensé: ¡Escuchando bossanova en Brasil! Y continué mi viaje con una sonrisa de oreja a oreja que hasta ahora no se me borra.

sábado, 5 de febrero de 2011

UN TIPO CUALQUIERA (Cuento)

A pesar de tener la extraña sensación de que no debía salir esa noche, se paró frente a su closet y seleccionó tres conjuntos, los colocó sobre la cama y se dedicó a la difícil tarea de escoger el más apropiado. No quería parecer muy atrevida pero tampoco dejar de ser sexy, así que finalmente se decidió por el top de seda plateada que dejaba la espalda descubierta pero sin escote delantero, unos finos pantalones negros alicrados de bota ancha que se acomodaban bien a su figura y se duchó. Minutos después y luego de secar su cuerpo, alisó con cuidado su cabello nigérrimo que recientemente había cortado la altura del mentón y lo peinó. Mientras se maquillaba, notó que a la fuerte luz del tocador, sus ojos negros parecían tener un brillo extraño, hizo un gesto en el aire de fastidio con su mano derecha y continuó. Cuando estaba por terminar el sonido del teléfono la sobresaltó, dejó a un lado el maquillaje y contestó, habló por algunos minutos con Paula, su buena amiga de siempre y confirmó que saldría a bailar, se encontrarían a las diez en la puerta del estacionamiento de la discoteca.

A las nueve de la noche ya maquillada se vistió, pasó lentamente loción por toda su piel y abrió la gaveta de la ropa interior, se puso una muy breve tanga de color negro y un sujetador del mismo color, luego vistió el conjunto que había escogido pero cuando se miró al espejo se dio cuenta que las tiras del sujetador cruzando por su espalda se veían mal, buscó en los cajones las tiras de silicona transparente que solía usar con ese top y no las encontró, miró el reloj de la mesa de noche y se iba haciendo tarde, tenía que decidir entre usar otra prenda o deshacerse del brasier, dudó unos segundos y optó por lo segundo. Se quitó el sujetador negro, apagó las luces del departamento y salió.

Caminó algunos metros hasta la cochera, allí además de su auto estaban el deportivo de papá y la camioneta de su madrastra, ambos estaban de viaje en España y como siempre la habían dejado a cargo de la enorme casa, ella por su parte y desde que su papá se volvió a casar decidió hacer suyo el departamento de huéspedes, era totalmente independiente de la casa y le permitía mantener una necesaria privacidad además de evitar el contacto con la mujer de su padre. Encendió el auto y antes de salir por el portón descendió y se aseguró de que la puerta de la casa principal estuviese bien cerrada y las luces exteriores encendidas.

Llegó atrasada, Paula ya la estaba esperando en el estacionamiento, rápidamente cuadró el auto y dejó la llave con el encargado del parqueo. Una vez que intercambiaron los saludos de siempre caminaron juntas hacia la discoteca, en la entrada un hombre sumamente atractivo se quedó mirándolas y Paula le sonrió, nerviosa por el coqueteo, no atinó a encontrar su tarjeta de crédito y él ofreció amablemente pagarles la entrada pero Cecilia se negó y pagó de prisa ambos tickets en efectivo. Una vez en el interior, Paula le increpó:
– ¿Por qué no dejaste que nos pague la entrada? ¡Estaba lindo el tipo!
– No empieces Paula – respondió Cecilia indignada – ya sabes que no me gusta que te pongas a coquetear con el primero que pasa y además me metas en tus cosas.
– ¡Cecilia! No era un tipo cualquiera, estaba buenísimo… ¡Ay, pareces una monja! ¿qué podría pasar? – replicó Paula.
– Nada, pero mejor no tentar al diablo…

Paula, acostumbrada a las excentricidades de su amiga, negó con la cabeza mientras reía alegremente y la tomó de la mano conduciéndola a la pista de baile donde empezaron a bailar mirando al espejo y mezclándose con la gente.

Luego de una hora de continuo baile, ambas fueron a la barra a refrescarse, Paula pidió una cerveza y Cecilia sólo agua. Se encontraron con algunos amigos de la universidad, conversaron animadamente y a los gritos con ellos durante un buen rato, luego Paula se disculpó y se dirigió al baño. Cuando Cecilia giró la cabeza para ver si se encontraba con alguien más, se topó cara a cara con el desconocido del ingreso. Sonrió nerviosa y agachó la cabeza, el hombre sonrió amablemente con una impecable y blanquísima dentadura que se hacía más evidente en el marco de su piel bronceada.

– Hola – le dijo, Cecilia no contestó, el hombre insistió – no te había visto antes por aquí.
– Qué raro, porque siempre vengo – contestó algo incómoda – más bien yo nunca te he visto a ti por aquí.
– Será que no he tenido la suerte de coincidir contigo – apuntó con seguridad el hombre.
– Lo siento – replicó Cecilia – he venido con una amiga y debe estar buscándome.

Se levantó de la barra, tomó su botella de agua y caminó rumbo al baño, en el trayecto se encontró con Paula y estalló en una risa nerviosa, Paula se quedó mirándola y Cecilia le explicó que se había encontrado con el hombre del ingreso, ambas rieron y lo miraron a escondidas desde su ubicación. El sujeto estaba todavía sentado en la barra, bebía Whisky con hielo y a pesar de su buen estado físico se notaba algo mayor, debía pasar los treinta y cinco.

– Es un tío – dijo Cecilia.
– Pero está regio – replicó pícaramente Paula.

Cecilia la miró con falso rencor, Paula contestó con un guiño y se fueron a la pista de baile. Bailaron nuevamente hasta que Cecilia se percató de que el hombre caminaba entre la gente y muy cerca de ellas, golpeó con el codo a Paula y lo señaló con un movimiento poco discreto de cabeza. Paula sonrió con maldad y se acercó al hombre, empezaron a bailar. Cecilia se molestó, estuvo a punto de irse, pero no podía dejar sola a su amiga a merced de ese desconocido. Luego de unos minutos Paula se acercó prácticamente arrastrando al hombre de la mano y emocionada le gritó en medio del bullicio de la música:

– ¡Ceci, te presento a Mario! ¡Mario, ella es Ceci!
– ¡Hola Ceci! – gritó Mario.

Cecilia hizo un movimiento con la cabeza, esbozó una sonrisa forzada y siguió bailando, pero Paula le hizo una seña para que los acompañe y los tres se dirigieron a la barra. Una vez allí Mario pidió una botella de whisky y hielo. Las dos muchachas se miraron y rieron, Paula atrevida tomó un vaso, colocó tres hielos y cuando iba a tomar la botella Mario se anticipó y le sirvió, rieron nuevamente. Conversaron y entraron rápidamente en confianza, dijo ser un alto ejecutivo dedicado a la minería, se encontraba de paso por la ciudad, Paula en medio de la conversación y saliéndose del tema le preguntó sin tapujos acerca de la marca en su dedo anular y él contestó sereno que se acababa de divorciar. Extrajo su cartera y mostró la foto de una niña de rulos castaños, les dijo que era su hija, luego hábilmente cambió de tema y ellas le contaron acerca de sus experiencias en la universidad, sus sueños y metas. Cecilia no estaba muy acostumbrada al whisky dado que en las reuniones familiares se solía beber el vino producido en las viñas de su padre, sin embargo no era ajena a su consumo. Luego de la mitad de la primera botella se percató que Paula estaba bebiendo más de lo debido, con la euforia producto del alcohol se encontraba enfrascada en una intensa conversación con su interlocutor mientras ella los escuchaba aparentando atención. Mientras fingía oírlos, evocó la imagen de la foto en la billetera de Mario, le pareció irreal, le recordó las fotos que vienen puestas en los porta retratos baratos. Definitivamente el tipo tenía algo raro, era demasiado perfecto y excesivamente educado y amable. Paula volteó y brindó con ella obligándola a un trago más, Cecilia bebió un sorbo largo y sintió un ligero vacío. Miró con dificultad su reloj y vio que ya eran las tres de la madrugada. Tocó el hombro de Paula y le dijo que era hora de irse. No se había dado cuenta cuán ebria estaba Paula hasta que esta le contestó con voz pastosa:

– Yo me voy con Mario.
– De ninguna manera – dijo rotundamente Cecilia – ¿Cómo se te ocurre? Lo acabas de conocer, no sabes nada de él.
– Es que me gusta – dijo Paula con dificultad, acercando su rostro al cuello de Cecilia con la clara intención de decirlo en secreto pero sin conseguirlo.
– ¡Carajo, te está escuchando! – le increpó Cecilia, mientras la jalaba del brazo y se despedía con una mano de Mario de la forma más amable posible.

Mario se puso de pie, pero la camarera de la barra le reclamó la cuenta, se detuvo a pagar y Cecilia aprovechó para llevarse a Paula que caminaba con dificultad y profería incoherencias. Al llegar a las escaleras Cecilia se dio cuenta que ella también se había sobrepasado, las bajaron a tropezones y riendo a carcajadas mientras se acomodaban la ropa que una a otra se jaloneaban en el intento de ayudarse mutuamente a mantenerse en pie. Una vez en la calle miraron hacia la cochera que estaba a unos cinco metros de la puerta de la discoteca y se encontraron con una veintena de motos de la policía que obstruían el paso, conos de seguridad y un enorme operativo de pruebas de alcoholemia. Cecilia miró a la puerta de la discoteca y rápidamente levantó la mano llamando un taxi, pero antes de que pudiese darse cuenta Mario ya estaba detrás de ella. Sintió miedo, Paula estaba totalmente alcoholizada y no respondía. Mario se ofreció cortésmente a llevarlas.

– No, gracias – dijo Cecilia amablemente – nos vamos en taxi, además tú también has bebido y la policía está haciendo un operativo.
– No es molestia – replicó Mario – mi auto está a la vuelta, yo las llevo.
– ¡No! – insistió Cecilia.
– ¡Vamos ahora! – sentenció Mario con una firmeza que asustó incluso a Paula que hace rato había perdido la noción del ridículo y se desarticulaba en medio de una borrachera de la cual su único punto de apoyo era el brazo de su amiga. Cecilia sintió la mano del hombre tomándola del brazo y sin saber porqué se dejó arrastrar por la calle, hasta que recordó a los policías y pensó en gritar, pero sin saber porqué, tal vez por miedo a la reacción de Mario o por vergüenza, no lo hizo.
– Por aquí – señaló Mario, cuando llegaron al portón de la cochera de un conocido y caro hotel de la ciudad. Entraron al ascensor del estacionamiento, Cecilia se sentía indefensa, Paula estaba prácticamente dormida en pie y la presión de la mano de Mario sobre su brazo aún persistía, intimidándola. Se arrepintió de no haber pedido auxilio a la policía.

Una vez que el ascensor se detuvo, Mario condujo a las muchachas hasta su auto, un moderno Audi plateado, Cecilia se preguntó si no sería robado. Una vez que estuvo frente a la puerta del copiloto abierta entró en pánico.
– Yo me voy en taxi – reiteró.
– Sube, es tarde – respondió Mario del otro lado, apoyando sus manos en el techo del auto.
– Voy a subir a tomar un taxi – insistió Cecilia, pero para cuando terminó de decirlo, Paula en medio de su borrachera ya se había subido al asiento trasero y apoyaba su cabeza sin control sobre el respaldo.
– Sube – dijo Mario con lentitud, su voz calma y casi amenazante.

Cecilia al ver a su amiga, subió en silencio. Mario encendió el auto y salieron, una vez en la calle notó que evitó pasar por la vía donde estaba la discoteca y también los policías. Miró a su costado y notó que las seguros se habían activado automáticamente, pero incluso no siendo así no podría escapar y dejar a Paula a merced de ese hombre.

– Te llevo a ti primero – informó Mario – dime donde vives y luego llevo a tu amiga.
– Llevemos a Paula primero – rebatió rápidamente Cecilia, calculó que ella todavía estaba algo ecuánime y tenía mayores posibilidades de defenderse que su amiga.

Efectivamente llevaron a Paula y la dejaron en su departamento, cerca a la playa. Cecilia abrió la ventana y empezaba a sentirse mejor con la brisa del mar golpeando su rostro. Sin pensarlo mucho le había indicado su dirección a Mario y ahora iban rumbo a su casa. Mario trataba de conversar, pero ella contestaba con monosílabos, distante.

Cuando llegaron a la casa de Cecilia, Mario bajó rápidamente y le abrió la puerta, Cecilia bajó y sonrió aliviada, él miró la enorme casa y exclamó:

– ¡Vaya mansión!
– No es lo que te imaginas, yo vivo en el departamento que está quinientos metros atrás de la casa – apenas terminó la frase se arrepintió de haberla dicho.
– Entonces no te puedo dejar aquí – señaló Mario – no puedes caminar hasta allá en el estado que estás. Te prometo que te dejo en tu departamento, regreso hasta aquí y cierro el portón antes de irme.
– Está bien – dijo Cecilia dudando – pero tiene que ser rápido, el portón tiene clave electrónica y solo se quedará cinco minutos abierto antes de cerrarse solo.

Subieron ambos al auto y una vez frente al portón, Cecilia se estiró sobre Mario para digitar la clave en el panel de seguridad, percibió el aroma masculino de su perfume caro y regresó a su sitio mientras el portón se abría. Una vez adentro, manejó lentamente rumbo al departamento y Cecilia perdió la calma:
– ¡Te dije que el portón cierra en cinco minutos!
– No te preocupes – contestó Mario secamente, tenemos tiempo.

Cecilia, apoyó su cabeza en el respaldo y se preparó para correr una vez que el auto se detuviera. Cuando Mario frenó Cecilia trató de abrir la puerta, pero el seguro estaba activado. Volteó y vio a Mario acercándose a ella con una mirada maligna, lujuriosa. Mario miró ligeramente su reloj y dijo:

– Creo que el portón ya se ha cerrado pequeña Ceci.

Cecilia trató de abrir la puerta nerviosamente, buscando el seguro pero no lo logró. Mario le pidió que se calme, no había nada que temer. Cecilia respiró y le suplicó:

– Déjame bajar por favor.

Mario presionó un botón del panel en el timón y el seguro se desactivó, Cecilia abrió la puerta pero no se bajó, se mantuvo en un extraño silencio por unos segundos, volteó y dijo con mucha calma:

– El portón está cerrado, ¿Quieres subir a tomar un café?

Mario sorprendido dijo que sí, pensando que finalmente su noche se había arreglado, sería una buena compensación, ya que había perdido la oportunidad con Paula, a pesar de haberla tenido casi en sus manos.

Subieron lentamente, Cecilia abrió la puerta y antes de prender la luz, volteó y pasó rápidamente sus manos por la cintura de Mario, al mismo tiempo que le estampaba un beso en la boca, Mario demoró algunos segundos en reaccionar y devolvió el beso. Se besaron largamente y Cecilia empujó su lengua dentro de la boca de Mario, restregando el cuerpo con fruición sobre el de él. De prisa y en medio de jadeos Cecilia le quitó la chaqueta sin dejar de besarlo, en medio de la penumbra y a tropezones llegaron a la sala, Cecilia se dejó caer sobre un pequeño sofá y levantando los brazos por detrás de su cuello soltó el nudo que sostenía el top, dejándolo caer y mostrando sus senos perfectos, Mario se desabotonaba apresurado la camisa y Cecilia sin inhibiciones le desabrochó la correa y la retiró lanzándola a un lado, él se abalanzó sobre su cuerpo semidesnudo y besó sus pezones oscuros mientras lamía sus senos turgentes y torpemente trataba de despojarla de su pantalón. Cecilia dueña de sí, lo empujó con ambas manos y se puso de pie mientras él quedaba ridículo con medio cuerpo sobre el sofá y el resto sobre la alfombra. Rápidamente se recompuso mientras Cecilia sensualmente se daba la vuelta y sin doblar las rodillas, se bajaba el pantalón y la minúscula tanga negra que tenia debajo, dejando expuesta toda su intimidad. Mario se volvía loco de deseo y cuando quiso incorporarse Cecilia se lo impidió y, abriendo las piernas, rápidamente se sentó sobre él, frente a frente. Pudo sentir su sexo duro y palpitante debajo del pantalón, con destreza abrió el cierre para liberarlo y lo sintió caliente y lubricado, lo recorrió con ambas manos antes de dirigirlo a su interior y se dejó caer sobre él. Mario extasiado del placer y por el efecto del alcohol jadeaba incesantemente, ella movía sus caderas en círculos cada vez más rápido. Mario no pudo resistir más y se dejó llevar en interminables espasmos que lo dejaron exhausto, abrazó a la muchacha y quiso besarla. Cecilia lo rechazó con un gesto poco amable y le preguntó si deseaba tomar un vaso de agua. El asintió y ella se levantó, sin limpiarse caminó desnuda hacia la cocina y encendió la luz. En el contraste Mario vio la silueta perfecta de Cecilia y se sintió ganador una noche más, a pesar de ser de madrugada todavía tenía fuerzas para un nuevo round, luego de refrescarse un poco le devolvería el favor a la muchacha. Cecilia regresó y le dio el vaso de agua mientras se sentaba de nuevo sobre él. Mario bebió un largo trago y luego tomándola del cuello le preguntó al oído:

– ¿Te gustó pequeña Ceci?
– Claro – contestó ella sin mirarlo.
– Qué bueno – dijo él.
– Me recuerdas a mi padre – susurró Cecilia mientras clavaba profundamente el cuchillo que había traído de la cocina en el vientre de Mario.

Mario abrió los ojos sin entender todavía lo que pasaba y Cecilia se levantó rápidamente cubriéndose el pecho con ambas manos, vio cómo el hombre trataba de incorporarse sin éxito y procuraba sacar el cuchillo en su vientre. Cecilia retrocedió unos pasos y Mario cayó al piso, estaba agonizando. Cecilia caminó a su cuarto, se puso una blusa y un jean, fue a la cocina y se lavó las manos, tomó un vaso limpio y lo llenó con agua, bebió lentamente pensando en lo estúpidos que son los hombres. Regresó a la sala y buscó en los bolsillos de la ropa de Mario, en uno de ellos, en el pantalón, encontró la alianza de oro, leyó el nombre de mujer grabado en su interior y le dio lástima, se incorporó y fue a su cuarto a guardarla junto con las otras que tenía en la pequeña caja de música que su madre le regaló el día que, a causa de las constantes infidelidades de su padre, se fue de la casa para siempre, para suicidarse en la soledad de un sucio cuarto de hotel.

viernes, 4 de febrero de 2011

LOS AMIGOS QUE FALTABAN

Hoy releía la nota que colgué en la madrugada y me di cuenta que había incurrido en imperdonables omisiones que voy a procurar subsanar.

No puedo dejar de mencionar de ninguna manera a “Dorian Grey” del inglés Oscar Wilde, quien a costa de su propia vida nos dio un notable ejemplo de cómo la intolerancia puede a veces ser más fuerte que la creatividad y el arte. De la misma manera Jonathan Swift talentosamente logró representar la decadente clase política de su época mediante “Los viajes de Gulliver”, una novela cuyo mayor logro es su aparente inocuidad. Nota aparte la breve pero brillante obra de Stevenson “El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde” que caló profundamente en mí por la cruda representación de ese lado oscuro que todo ser humano tiene.

De Edgar Allan Poe no se puede mencionar una sola obra, pero “El gato negro” y “El barril de amontillado” sin duda se encuentran en un especial lugar en mi memoria. De la misma manera vienen a mi mente poetas como Gustavo Adolfo Bécquer y sus imperdibles “Rimas”, Neruda y sus “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”, Manrique y sus dolidas “Coplas por la muerte de su padre”, los poemas dispersos de Santos Chocano, las décimas de Melgar, la muy poco conocida obra poética de un poeta arequipeño de delicados versos: Edgar Guillén. No puedo dejar de mencionar a otro ejemplo de genialidad destruida en manos de la intolerancia: Federico García Lorca, a quien tengo especial cariño primero por sus intensos poemas andaluces, llenos de simbolismo desangrado y por ser el autor una obra de teatro – entre muchas otras que escribió – que me tocó protagonizar sobre las tablas en mi juventud: “El público”.

Interesante Dan Brown que sin ser un escritor de jerarquía ha aportado mucho a quitar la venda de los ojos de las personas, y como dije, sin ser joyas de la narrativa, “El código Da Vinci”, “Ángeles y demonios” y “Fortaleza digital” entretienen y aportan con lo suyo. Sigo pensando que me olvido de muchos libros que me han acompañado en las buenas y las malas, pero a estas horas y a mil kilómetros de distancia de mi biblioteca personal es difícil recordarlos a todos.

Para terminar sólo quiero referirme a tres cosas: El libro de la biografía de García Márquez “El viaje a la semilla” fue un regalo, un regalo invaluable de la persona que más admiro, quiero y respeto en el mundo, a quien a pesar de su aprecio por mí, yo nunca supe corresponderle de la mejor manera. Sé que debo cargar con eso, pero es el precio de ser como soy. Otra cosa es recomendar una novela, que si bien no está en las grandes marquesinas de la literatura, es la única que me arrancó lágrimas en la última página y me dejó con esa sensación terrible de un ser querido que muere: “Del amor y otros demonios” de García Márquez. Y tres, no dejen de leer. Una persona que no lee es un ser anodino, inocuo, casi una ameba. No sean amebas por favor.

LOS AMIGOS DE MI INFANCIA Y QUE NO PERDI

Probablemente una de las pocas cosas notables y útiles que hizo mi padre en mi favor –indirectamente – fue comprar unas láminas del método Coquito para leer. Mi madre las guardaba cuidadosamente en casa y hasta donde sé, mis seis hermanos y yo – además de algunos primos – aprendimos a leer con ellas. Tenía cinco años y recuerdo como si fuese ayer la tarde que mi madre desempolvó la cubierta de plástico de las láminas y me envió a la casa de mi abuelo paterno, que quedaba a la vuelta de la esquina, para que mi tía Ruth me enseñe a leer.

Mi tía Ruth – que nos dejó hace ya varios años – era todo un personaje. Para empezar nadie le decía Ruth, todos le decíamos Gringa, mis tíos le decían Gringa a secas y nosotros más respetuosamente le decíamos tía Gringa. El apelativo venía del su blanquísimo color de piel y sus cabellos castaños, que en realidad no eran herencia de nadie de la familia, sino que se debían a que el sol jamás tocaba su piel y su metabolismo no procesaba bien sus alimentos, así que el color de cabello no era otra cosa que el resultado de la desnutrición. Mi tía Gringa había sufrido el terrible polio de niña y la secuela la había dejada incapacitada físicamente, pasaba la vida entre una silla de ruedas y su cama. Sólo podía mover muy limitadamente su mano y muy poco su cuello. Dependía de los demás para casi todo. En las mañanas mi abuelo la levantaba de su cama y la colocaba en la silla de ruedas, sus articulaciones estaban totalmente soldadas así que la posición de su cuerpo era la misma ya sea recostada o en la silla. Luego en la silla tomaba desayuno con la ayuda de mi abuelo o alguno de mis tíos y pasaba toda la mañana leyendo cosas. Ella fue quien nos enseñó a leer, pero además sabía casi todo lo que había que saber, nunca fue a la escuela, pero nos enseñaba matemáticas y otras cosas, cuando habían dudas acerca de cualquier tema ella sabía las respuestas de casi todo e incluso cuando mi abuelo puso una tienda de abarrotes con su jubilación, ella era la que llevaba las cuentas e inventarios, la mayor parte mentalmente.

Así fue que mi tía – que fue el primer adulto a quien profesé verdadera admiración – se convirtió en mi maestra de las primeras letras. Con sus dedos anquilosados y su escaso movimiento de muñeca fue quien escribió en mi primer cuaderno las palabras a repetir, el eme-a, “ma”, eme-e, “me”, “mi mamá me mima” y todas las preciosas frases que, quienes como yo aprendieron a leer con Coquito, recordarán con cálida nostalgia.

Otra cosa que aprendí de mi tía Gringa es que cuando se lee no hay límites para la imaginación, ella era mi Obi Wan Kenobi y yo su Anakin Skywalker, tal vez para hoy ya me haya convertido en Darth Vader, porque ella era muy creyente, pero ese es otro cuento. Lo cierto es que según sus propias palabras fui su alumno más aplicado y el que más rápido aprendió. Eso derivó en continuas competencias de lectura organizadas por mis tíos, donde se comparaba entre los primos coetáneos a quien leía mejor y más fluido. Yo percibía claramente que mis primos tenían serias trabas con la lectura, leían silabeando, cosa que yo había superado en las primeras clases.

Luego de la tediosa época de competencias, mis primeras lecturas fueron los letreros de la ciudad. Caminaba por el centro acompañando a mi madre a las iglesias y no me fijaba en otra cosa que no fuesen los letreros: Carsa, Abugatás y hermanos, La Uruguaya, Monterrey (no el supermercado, sino la tienda de telas), leía los carteles de ofertas, las direcciones, incluso en las iglesias los letreros de acrílico que acompañaban a las imágenes y los más antiguos y delicadamente tallados en piedra o mármol. Mi ánimo no era practicar, sencillamente era una innata curiosidad. Ahora que sabía leer me moría de curiosidad de saber qué cosa decía cada letrero en el mundo.

En casa, otra cosa que sucedió a mi favor, es que mi padre dejó una minúscula biblioteca, calculo que serían unos cuarenta libros, veinte de los cuales eran una muy bien cuidada edición del Tesoro de la Juventud. Recuerdo claramente sus hojas de papel satinado, los lomos de cuero verde con letras doradas. Era un verdadero placer leer en esa enciclopedia. Yo no sabía en ese entonces la diferencia entre una enciclopedia y un libro, así que asumí que eran libros y como eran los más bonitos los empecé a leer. El tomo veinte tenía el índice. En realidad era un índice complejo pero yo nunca lo usé.

El Tesoro de la Juventud como ya dije era una enciclopedia pero didáctica o temática, tenía resúmenes de novelas en una sección maravillosa que si mal no recuerdo se llamaba el Libro de las Narraciones Interesantes o algo así. Allí fueron mis primeros encuentros con los clásicos, en esa sección leí los resúmenes de “La divina comedia”, “El vellocino de oro”, “El tesoro de los nibelungos”, “La iliada”, “La odisea”, “Fuenteovejuna”, “Corazón”, “Hamlet”, “El moro de Venecia”, “Otelo”, “Los Miserables” y tantos otros más que más adelante y con mayor madurez y recursos económicos, me sentí en la obligación placentera de leer en sus versiones completas.

Una vez que se acabaron los resúmenes, aún quedaba mucho por leer, y para el lector ávido no hay nada mejor que letras por descubrir, leí enteras las secciones de historia, ciencias naturales, geografía y misceláneas. Me encontré con las maravillosas fábulas de Esopo, pero también con un muy didáctico y comprensible resumen de la teoría de la relatividad. A mis cortos siete años aprendí cómo se reproducen las células, las plantas, los animales y los humanos. Tenía una idea clara de las ciudades de Europa, Asia, África, Oceanía y América, así como de su historia y evolución. Aprendí de mitología griega, de volcanes, de experimentos caseros, de cómo funciona la electricidad, los planetas, la – en ese momento incipiente – teoría del Big Bang, de la velocidad de la luz y el sonido. En realidad ahora que lo pienso, creo que el ochenta por ciento de las cosas que sé las aprendí en esos años. El Tesoro de la Juventud, abandonado en ese pedacito de la sala de la casa de mi madre fue una de las mejores cosas que me sucedieron en la vida, si no la mejor.

Al costado del librero hecho de ángulos ranurados Dexion que albergaba estas joyas había un sillón antiguo que fue mío durante los años de mi niñez y temprana adolescencia. Allí leí todo lo que pude leer en casa, y allí escuché durante varios años la frase ¡Miguel a comer! Lanzada por mi madre desde el comedor. Ni durante la universidad cené fría la comida tantas veces.

Cuando se acabó el Tesoro de la Juventud, hice algo muy simple, lo volví a leer, pero esta vez selectivamente, releía más lo que más me gustaba, pero recuerdo que habían días que regresaba de la escuela y tomaba un tomo al azar y leía lo que apareciese también al azar y de allí hacia adelante. Llegó un punto en el que ya no había nada que no conociera de esos veinte tomos y decidí leer el índice. Apenas le di un vistazo y lo dejé. Me di cuenta que yo sabía exactamente en qué tomo estaba cada una de las cosas que había leído y en algunos casos sabía en qué página. Un poco asustado de dejar a mi primer amigo, apunté mi vista a la segunda fila de libros del estante, eran pequeños, visualmente insignificantes ante la majestuosa edición del Tesoro de la Juventud, pero era momento de investigar, la curiosidad siempre puede más.

Empecé por los que tenían mejor apariencia, allí fue que leí “El Padrino” de Mario Puzzo, quedé impresionado sobre todo ante la escena del caballo decapitado, muchos años después cuando vi la película no me pareció tan buena la recreación, pero cumplía su cometido. La novela tenía varios pasajes de alto contenido sexual y erótico – que nunca aparecieron en las películas – y que yo curiosamente leía con naturalidad. Luego leí “La Divina Comedia” en su versión completa, “Drácula” de Bram Stocker, “El exorcista”, “Papillón”, que merece comentario aparte, precisando que eran libros de mi padre, probablemente “best sellers” de la época, a pesar de ello “Papillón” en esa época me impresionó por su crudeza, más adelante, en mi juventud, me di cuenta que estaba pésimamente escrita, pero en ese entonces disfruté mucho de la historia, hasta la parte de los caníbales y las hormigas asesinas. Me enfermé, mi tío Lucho que era médico no pudo acertar que tenía y finalmente me trataron por infección estomacal, pero yo sabía que era por la novela. Allí me di cuenta que tenía una capacidad aterradora de vivir lo que leía tal como si estuviese literalmente en los lugares y escenas descritos por los autores.

Luego me encontré con algunos clásicos, nuevamente Homero, en sus versiones completas, había una novela de García Márquez, “La mala hora”, me pareció muy buena sin llegar a ser genial, para ese entonces García Márquez aún no había ganado nada y para mí era un amigo más, lo cierto es que disfruté mucho la historia de los pasquines. Muchos años después García Márquez confesó que no se sentía orgulloso de esa novela, la había escrito a solicitud de algunos amigos a fin de no que no se declarara desierto un concurso literario donde las obras presentadas no daban la talla requerida.

En ese entonces, mi padre envió a casa otro de sus aciertos, compró de algún lado la colección completa de El Escolar, que era un suplemento semanal del diario Extra, los hizo empastar en seis tomos y se agregaron a la pequeña biblioteca familiar. Como es obvio los leí de principio a fin, pero no sólo eso, estos suplementos traían unos pequeños y simples crucigramas que me apasionaron por completo y los hice todos, me di cuenta que los resolvía sin recurrir a nada más. Sólo los resolvía. Algunas cosas las sabía, pero una muy buena parte las deducía. También traía cosas para armar y construir, dibujaba los moldes en papel de cuaderno, y los armaba, de esa época son mis Quijote y Sancho Panza de triplay que debe andar aún en algún lugar de la casa de mi mamá. Con esos suplementos aprendí a hacer origami y también aprendí mucho del Perú. No se debe olvidar que era la época del gobierno militar, para ese entonces Morales Bermúdez continuaba la política del gobierno revolucionario de Velasco Alvarado y los medios de prensa estaban obligados a respaldar estas políticas. En estos suplementos aprendí historia del Perú, acerca de los Incas, del Virreinato; por primera vez leí acerca de la alineación y el anti imperialismo y me divertí mucho con las historietas de la página central que tenían como protagonistas a Coco, Vicuñín y Tacachito, que eran tres niños que representaban a cada región del país y su perro Sulky. Tampoco olvidemos que en esa época en el Perú estaban prohibidos Supermán, Batman y todos sus super amigos.

Cuando terminé de leer los seis tomos de los cinco años de suplementos de El Escolar, continué con los otros libros del estante, descubrí al fantástico Vallejo, “Los Heraldos Negros”, curiosamente era el libro con la apariencia más triste y descuidada del estante, pero era tan intenso, me marcó profundamente y me llevó a escribir poesía y publicar un poemario en mis años universitarios, luego “Los ríos profundos”, “Agua”, “La serpiente de oro”, “Los perros hambrientos” con su belleza andina y la tierna historia de sus perros, mi primer encuentro con Vargas Llosa con “Los cachorros y los jefes”, en esa época mis hermanos traían libros de la casa de mi papá para sus trabajos del colegio y yo me encargaba de que ya no vuelvan a salir de la mia, así que también y sin querer logré que la pequeña biblioteca se incremente. También conocí las fantástica novelas de aventura “El Corsario Negro” y “Los náufragos del Liguria” de Emilio Salgari.

Entre lo que leía se colaron también Lenin con su texto sobre la moral comunista, Haya de la Torre con “El anti imperialismo y el Apra” y Mariátegui con sus “Siete ensayos de la interpretación de la realidad peruana”, para ese entonces yo seguramente tenía entre diez y once años. Los leí como quien lee una novela más. Eran algo pesado para mi gusto pero se entendía su punto de vista. Fue en aquel entonces que sin querer fui ocupando el lugar de mi tía Gringa. A veces venían mis primos y hermanos y empezaban a buscar en el Tesoro de la Juventud o en El Escolar los temas de los trabajos del colegio, entonces como me interrumpían la lectura les preguntaba qué estaban buscando, luego yo con la más absoluta y simple intención de ayudarlos y para que se fueran pronto, les decía en qué tomo y en que página estaba lo que estaban buscando y se iban. Más adelante recién tome conciencia de esa capacidad cuando empezó a ser el tema de conversación en las reuniones familiares, mis hermanas y mi madre se enorgullecían de ello y yo era feliz, haciéndolas felices.

A esa edad hice dos grandes descubrimientos, uno de ellos fue Antoine de Saint-Exupery, “El principito”, una prima que fue mi madrina de primera comunión me lo regaló. Fue mi primer libro, es decir el primero que era mío de verdad, durante esos años fue una fuente de constante sabiduría. El otro descubrimiento fue la Biblia, la leí como un libro de la página uno y hasta el final y me dejó desconcertado. Todo lo que contaba no tenía nada que ver con Darwin, la “Teoría de la evolución de las especies” (libro que también estaba afortunadamente en el estante de la casa) y tampoco coincidía con nada de lo descrito en el Tesoro de la Juventud, las fechas no cuadraban, las épocas y eras de la tierra tampoco y el mito de Adán y Eva así como el diluvio no tenían ningún asidero válido, me pregunté por qué la gente reverenciaba a un libro que tenía tantas inconsistencias históricas y prácticas. En mi mente de once años, el Tesoro de la Juventud y El Escolar eran documentos mucho más válidos que la Biblia. Hoy en día, sigo pensando lo mismo, con el único ingrediente adicional que entiendo y comprendo la lectura religiosa y dogmática del texto bíblico y la respeto, pero mantengo mi posición desde el punto de vista científico. Incluso en esa época un pequeño libro de historia para niños de Disney cuyos protagonistas eran el ratón Mickey y el pato Donald, que un tío me regaló, rebatía profundamente al pobre Noé cuando aclaraba en una nota a pie que sólo los cientos de miles de especies de insectos conocidos no hubiesen entrado en el arca, eso sin contar con el trabajo de recogerlos.

Cuando se acabaron los libros de casa, empecé a buscar nuevas cosas, me prestaba libros – que siempre devolví – asistí como lector a la vieja Biblioteca Municipal de Arequipa, donde habían muy pocos buenos libros y esos pocos estaban mutilados, por eso dejé de ir, incluso concursaba en cada evento en que se ofreciera un libro como premio, así fue que a los trece años aproximadamente conocí a Cortázar, el libro se titulaba “Una flor amarilla” y lo gané en un concurso de radio, yo no sabía que se pudiera escribir así y Cortázar se convirtió en mi nuevo ídolo y paradigma. A la siguiente semana volví a concursar en el programa radial y gané un ejemplar titulado “Cuentistas peruanos”, allí encontré a Vallejo en otra faceta con “Paco Yunque”, y por primera vez leí a Oswaldo Reynoso y a Ribeiro. Fueron descubrimientos increíbles, por esa misma época tomé uno de los pocos libros que no había tenido el ánimo de leer de la biblioteca de casa. Era un libro de tapas de cartón color verde petróleo y páginas con letras menudas y apretadas. El título en la tapa estaba casi borrado, se llamaba “La Casa Verde”, de Vargas Llosa, lo leí sin ganas y me pareció más pesado que Mao Tse-Tung. Luego lo volví a leer cuando tenía unos treinta años, pero nunca me dejó esa sensación que deja una buena lectura.

Leí muchos buenos libros en la secundaria, pero nunca con la frecuencia que leía en primaria. De esa época son las lecturas profundas de Shakespeare, Góngora, Cervantes y Quevedo. También Víctor Hugo, Sartre “Las palabras” y el impresionante Kafka. Fue en la secundaria que empecé con mi biblioteca personal, con el dinero que juntaba de las pocas propinas y lo que ganaba ayudando al papá de un amigo que tenía un restaurant me compraba libros, obviamente piratas en la plaza San Francisco. También en esa época leía a Asimov y sus novelas de ciencia ficción que siguen siendo una guía de tecnología aplicada, y me preocupé con “Yo visité Ganimedes” de un oscuro autor cuyo nombre ya no recuerdo. En esos tiempos también leí con mucho respeto los dos tomos de “El capital” de Marx y Engels, que estaban en lo más alto del estante e intimidaban con su tamaño y sus solemnes tapas azules.

En la universidad pasé por Platón y Descartes, pero sobre todo conocí a Nietszche, un genio valiente y mordaz. El filósofo que me dijo “no estás solo en tu forma de ver las cosas”, al fin alguien que ponía las cosas sobre la mesa como ninguno antes.

En esta época de universidad, en primer año para ser preciso, una de las cosas más útiles que hice fue la recolección de revistas pornográficas. Como yo era muy independiente mi madre nunca revisaba mis cosas, así que me dedique a ofrecerme como receptor de revistas Playboy, Penthouse, Hustler y otras de más grueso calibre que mis amigos ya no podían esconder en sus casas y que les habían causado diversos problemas y querían deshacerse de ellas. Entonces cuando ya tenía como quince revistas en muy buen estado y de notable calidad, me armé de valor y fui a la plaza de San Francisco y se las ofrecí a un revendedor de libros usados y piratas. El las vio y me preguntó cuánto quería, yo le contesté que quería libros a cambio. El me miró como si estuviese loco y me dejó escoger, yo empecé a colocar libros sobre su banca preguntándole cada vez si ya era suficiente. Ese día me fui a casa con ocho novelas, entre ellas una edición preciosa de “La Madre” de Máximo Gorki, “Rayuela” de Cortázar, “Crimen y castigo” de Dostoievski y el maravilloso trabajo – para mí el mejor – de Mario Vargas Llosa: “La Guerra del fin del mundo”.

Los vendedores de libros no saben lo que tienen la mayoría de las veces, sobre todo los que venden libros usados, los que venden pirata son otro rubro. Pero ambos se guían de los libros más pedidos por su propio público, entonces un ejemplar antiguo y poco buscado es valioso sólo por su apariencia, si uno sabe negociar como yo aprendí en esos años, se pueden obtener buenos resultados.

Un evento que cambió mi vida sucedió el verano de mil novecientos ochenta y siete: Acababa de terminar el colegio y el papá de un amigo generosamente me pagó la academia preuniversitaria, ya que mi familia no tenía recursos para ello. Una mañana un compañero cuyo nombre no recuerdo ahora pero que respondía al apodo de Marciano, llevó un libro de buena factura, lomo cosido y de tapa dura color café, estuvo con él toda la mañana y en algún momento él y otros se escaparon a alcoholizarse, cuando salía me dejó el libro y me pidió que se lo cuide.

Ese día el Marciano no regresó y me llevé el libro a casa, lo empecé a leer en el almuerzo, nunca en mi vida olvidaré “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el Coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” Lo tengo grabado en la memoria como el padre nuestro, sólo el inicio me conmovió, no pude parar, leí como no había leído nunca, leía mientras comía, en clases, en el bus, en banca de sillar de la placita de las galerías La Colonial. Terminé de leerlo y no podía creer que alguien escribiera así, era mucho mejor que Cortázar y Kafka; entre los años ochenta y siete y noventa leí ese libro unas cuarenta veces, pero para la segunda lectura tuve que hacer un árbol genealógico para saber perfectamente quién era quién; esa hojita me acompañó las primeras cinco lecturas, luego ya no fue necesaria. Tiempo después, ya en la universidad, a la salida de clases, encontré a un tipo que vendía libros a un sol en la vereda de la avenida Independencia. Allí estaban “Los funerales de la mamá grande”, “La hojarasca”, “Historia de un náufrago” y “Crónica de una muerte anunciada”, los compré y me quedé sin pasajes para la semana, pero no importaba. Años después cuando tuve un trabajo bien remunerado, gasté mucho de mis ingresos en comprar todo lo que García Márquez había escrito y creo que lo logré, incluso tengo cuatro voluminosos tomos de casi todos los artículos periodísticos escritos por él y una biografía muy detallada: “El viaje a la semilla” de Dasso Saldivar. Aún tengo en un lugar especial ese ejemplar de “Cien años de soledad” que me dejó el Marciano, a pesar de sus hojas ajadas y que algunas secciones se descosieron de tanto leerlo, creo que he cumplido bien el encargo de cuidarlo.

Luego de García Marquez ya no fue difícil saltar a Borges y Sábato, pasando incluso por un irreverente Jaime Bayly que hace un notable trabajo en “Los últimos días de La Prensa” y “La mujer de mi hermano”, luego Bryce y de él pasar a Hemingway es inevitable y de allí a Faulkner y Emily Bronte resulta natural, me preocupé por leer todo lo que aun no había leído de Vargas Llosa y me maravillé con “Los cuadernos de Don Rigoberto”, “El Elogio de la Madrastra” y “La Fiesta del chivo” entre otras, pero debo confesar que nunca, pero nunca reí ni disfruté tanto una lectura como con “Pantaleón y las visitadoras” al extremo que alguna vez mis ocasionales compañeros de algún vuelo en el aeropuerto de Lima me miraban como si hubiese perdido la razón cuando yo en la sala de embarque no cesaba de reír a carcajadas leyendo en solitario esa novela. Descubrí también a un finísimo Umberto Eco primero con “Como se hace una tesis” y luego con “El nombre de la rosa”; leí también algunos japoneses y cuando pensaba que ya había leído todo lo bueno que se podía leer, un día una persona muy querida y conocedora de mi afición, me regaló un ejemplar de “El perfume” del alemán Patrick Süskind, mucho antes de que hicieran la película que la verdad no le hace ningún favor a la novela, como casi siempre. Hace poco en un vuelo retrasado de Arequipa a Lima, en la librería de la sala de embarque encontré de casualidad, buscando algo para matar el tiempo, una interesante novela titulada “Wicked, memorias de una bruja mala” de Maguire que recomiendo a los que alguna vez leyeron el mago de Oz – o vieron la película en el peor de los casos – y Dorothy les cayó tan mal como a mí. Debo comentar, que durante todo el tiempo que trabajé para el sistema financiero gasté casi la mitad de mi sueldo cada mes en todos los libros que leí alguna vez en resúmenes y ahora quería leer completos, sin embargo nunca abandoné mis viejos libros piratas. Allí están fieles compañeros testigos de los viejos tiempos. Seguramente no he mencionado a muchos de todos los amigos que me han acompañado en estos cuarenta años en esta nota que inicialmente iba a ser una carilla y ya va por la séptima página, pero sé que ellos sabrán comprenderme.

En compensación de lo leído, nunca aprendí a remoler un trompo, se cómo hacer un cometa pero nunca logré hacer volar una, fui pésimo con las canicas y caretas y el fútbol siempre fue una cosa ajena para mí, más propia de panaderos, carretilleros y estibadores, con el perdón de los panaderos, carretilleros y estibadores. A pesar de los esfuerzos de mi hermano mayor para enseñarme lo básico del deporte, nunca le hallé sentido a darle de patadas a una pelota con el riesgo (que en mi caso se concretó en muchas ocasiones) de recibir un pelotazo en la cara. Lo cierto es que no me arrepiento, cuando me encuentro en días como hoy con este agobio de soledad, me basta recordar a mis amigos y dejo de sentirme solo. Creo que fui y sigo siendo privilegiado al haberme encontrado con tantos amigos en la niñez, adolescencia y juventud, amigos incondicionales que nunca decepcionan.