martes, 30 de abril de 2013

TACITURNO (Cuento)


Germán apagó el televisor y miró a su lado, boca abajo y con el cabello desordenado yacía Marcela, con un ojo abierto a medias y una mueca de sonrisa cansada.
– Despierta floja – dijo él.
– Mmmmm… ¿vas a pintar? – respondió sin despegar la boca de la sábana.
– Sí un poco, es temprano aún.
– Mmmmm… ¿me amas? – preguntó Marcela.
– Mmmmm… sí – contestó Germán riendo y abalanzándose sobre ella, hurgando con dedos finos de pintor entre sus costillas, sobre sus caderas, en sus axilas. Marcela reía y lanzaba grititos de desesperación, jugaron largo rato hasta quedar casi sin aliento.
– Te amo mi héroe – dijo Marcela y se levantó rumbo al baño para tomar una ducha. Ella le decía así desde el día que se conocieron, aquella fría tarde en el mirador sobre el acantilado frente al mar.

Era invierno, la bruma subía por las rocas, trepando lentamente en busca de las calles de la ciudad. Germán llevaba largo rato mirando el mar, el horizonte,  esperando triste y taciturno a que, como siempre a esa hora, el malecón quedara desierto por causa del frio y la humedad. A su derecha a veinte metros, estaba ella, llorando en silencio. Germán la observó primero con interés de artista, el perfil, la cabellera desordenada, la piel ni blanca ni trigueña, canela tal vez, la figura esbelta pese a la enorme chompa de lana. Si hubiese traído su cámara la habría fotografiado, se lamentó. Esta vez no había traído nada. Hubiese sido bueno pintar ese perfil. La miró directamente y sin pudor mientras imaginaba su pincel recorriendo el lienzo trazando las curvas de su rostro; ella debió haber sentido la mirada, sus ojos se encontraron y ella se incorporó asustada, tal vez pensó que era un asaltante. Germán instintivamente sonrió y le hizo un ademán de saludo con la mano, ella se tranquilizó y volvió a su posición para concentrarse en el dolor.

Germán miró también el horizonte y ya no le atrajo como antes, se volvió hacia la muchacha y le silbó. Ella volteó y se señaló a sí misma con incredulidad, él asintió con la cabeza sonriendo, ella sonrió también mirando al piso, él volvió a saludar con la mano, ella esta vez rió con los ojos todavía húmedos. Germán se acercó con confianza, saludó.
– Hola, ¿Cómo te llamas?
– Marcela, ¿y tú?
– Germán y no te voy a asaltar.
– ¿Cómo crees…? – contestó ella indignada.
– No, no digas nada. Si un tipo con mi aspecto me mirara fijamente en este lugar yo también me asustaría.
– ¡Jajajaja! Bueno…
– ¿Por qué lloras?
– No lloro. Pienso.
– Piensas con lágrimas en los ojos.
– Es una pajita.
– ¿Tiene nombre esa pajita?
– No. Ya no.
– ¿Te gusta el mar?
– No… sí… en verdad no, en invierno no, en verano me encanta, pero en invierno no me gusta, es triste.
– ¿Y por qué viniste a verlo? ¿Es porque estás triste?
– ¿Por qué eres tan preguntón? – se desesperó Marcela y se echó a reír.
Luego de un rato conversaron cosas sin sentido, tonterías del día a día. Hablaron largo, Marcela le contó sus cosas, sus tristezas que eran muchas y sus alegrías que le parecían muy pocas. Germán no contó mucho pero escuchó de buena gana y con atención. Al cabo de una hora ya estaba oscureciendo. Marcela miró al cielo y dijo:
– Ya es tarde. Creo que debo irme.
– ¿A dónde te vas?
– A casa…
– Yo me quedo un rato más – contestó Germán.
– ¿Para tomar tu coca cola solo?
– ¿Perdón? – preguntó él.
– Sí, estás loco, desde que hemos empezado a conversar le das vueltas a esa coca cola que tienes en la mano y no la has abierto. ¡Ah! ¡Eres un tacaño, estas esperando que me vaya para tomártela solo! – bromeó Marcela.
– ¡No! Es que… – tartamudeó Germán.
– Ya dame – dijo con firmeza Marcela – vamos a brindar juntos por el encuentro.
Marcela tomó la botella, la destapó , dijo “salud” y se tomó un largo trago, luego se la ofreció a Germán. El dijo “salud” también y bebió. Se quedaron en silencio, viendo el sol desaparecer en el horizonte, ella sacó un cuaderno de su bolso y escribió su número, su correo y su dirección, arrancó la hoja y se la entregó, luego coqueta le arrebató la botella y se fue por la veredita del malecón a sorbos lentos, desapareciendo entre la bruma.

Germán quedó desconsolado, respiró, recordó a Marcela alejándose con su grácil andar y se relajó, sacó de su bolsillo el sobre de veneno para ratas y lo lanzó al acantilado riendo.

* * *

Cuando Marcela salió de la ducha, Germán sonrió pensando que nunca le contó el asunto del veneno, más por vergüenza del ridículo de haberse quedado sin líquido para su plan, que por cualquier otra razón. Ella lo miró y le preguntó:
– ¿De qué te ríes? Ya sabes… el que a solas se ríe…
– De nada – contestó él.
– Mmmmm…  misterioso mi héroe.
– No me digas así – se quejó él.
– Te digo y te digo, “mi héroe”, lo eres y siempre serás.
– ¿Sí?
– ¡Sí! – dijo ella sentándose sobre sus piernas con la toalla envolviendo su cabellera mojada – Tú me salvaste de esa enorme tristeza ese día en el malecón.
– No mi amor – contestó Germán guiñando un ojo – tú me salvaste a mí.