domingo, 22 de noviembre de 2015

DIRECTO A LA LUZ (Cuento)

– ¡Máteme, usted sabe cómo, solo máteme! – suplicó ella mientras miraba con los ojos húmedos al vampiro, este detuvo el avance hacia su cuello, presionó los dedos sobre la garganta frágil y la muchacha se desmayó.

Minutos después Andelko miraba a la joven mujer recostada en la cama de la alcoba, el talle fino, caderas sinuosas, rostro blanco, los labios carnosos, el cabello negro largo cayéndole a un lado del rostro permitía adivinar un origen acomodado, el vestido caro e impecable adelantaba que podría tratarse de una dama de sociedad, le llamaba atención su belleza y al mismo tiempo le inspiraba curiosidad y tristeza.  No habían hablado mucho, se habían conocido en un bistró semanas antes, habían cruzado miradas, sonrisas, finalmente hoy y sin mayores aspavientos ella misma se había invitado a la mansión de Andelko. Él en un inicio se había negado pero ella mostró tal determinación que pese a su costumbre de evitar estos contactos en el lugar donde vivía, finalmente aceptó. Pensó que sería una víctima más, una cacería rutinaria en la sórdida París e hizo una excepción. Ahora la miraba respirar delicadamente, tratando de descifrar porqué se había arrojado a los brazos de la muerte. Ella tal vez sabía quién era él y quería morir, pero antes quería saber por qué.

Luego de unos minutos despertó desorientada, Andelko la llamó por su nombre, Virginie, ella lo miró y se retrajo sobre la cama encogiéndose, abrazando sus rodillas, ocultando su rostro tras su largo cabello negro, se puso el pulgar sobre los labios, casi como succionándolo. Andelko pensó que tal vez de niña se chupaba el dedo y le había quedado la manía como parte de una costumbre añeja, ella mientras tanto lo miraba tímida, callada, casi ausente, sin levantar el rostro.

– ¿Por qué quiere morir mademoiselle? – preguntó Andelko, sereno, recostado sobre el mullido sillón Luis XV de la habitación – y más importante… ¿Por qué yo? – continuó.
– Lo siento – dijo ella.
– No se disculpe, usted me buscó por alguna razón. ¿Acaso sabe quién soy?
– Sé que me agrada, desde el primer día que lo vi, de espaldas incluso me di cuenta, había algo en usted que me llamó la atención monsieur, luego cuando usted habló conmigo sentí más fuerte su atracción.
– Entonces no sabe quien soy…  – insistió Andelko.
– Sé que se llama Andelko Volkodlak, que es extranjero, que la gente de la ciudad lo respeta pero que muchos le temen.
– ¿Entonces por qué se acercó a mí?
– Porque también sentí que es un hombre peligroso – musitó Virginie.
– Esa era razón para alejarse, y a pesar de ello me buscó.
– Como el mosquito a la luz.
– Buscando quemarse.
– No. Sabiendo que podría quemarme, pero aún así lo deseé.

Virginie se sonrojó y escondió la mirada, Andelko buscó en su propio corazón alguna respuesta, él también había sentido desde el primer momento una fuerte conexión con Virginie, una tensión que podría confundirse con lo sexual, con el deseo, pero era distinto, había algo más, más profundo e intenso, por instantes sentía que ella era como él, con esa soledad taciturna, mustia y profunda en el alma y en la piel, en las pocas ocasiones que conversaron se sintió como frente a un espejo, y ahora después de sus confesiones, la percepción de ello era mayor.

– Usted dijo que quiere morir.
– No dije eso – replicó Virginie con un aplomo que no tenía minutos atrás  – dije que quería que me mate, que es distinto.
– Lo sé. ¿Realmente lo desea?
– ¿Sabe? Yo le hago mal a todos. Siempre que me relaciono con alguien termino causándole daño y haciéndomelo a mí misma. No quiero seguir viviendo así.
– ¿Y por qué me escogió a mí? ¿Cree acaso que soy un vulgar asesino? – exclamó Andelko
– Lo siento, me ha entendido mal, la última vez que hablamos – continuó ella – note algo oscuro en usted, ya le dije, algo peligroso, y eso me atrae tanto. Sé que si me quedo con usted le haré mal, preferiría morir en sus brazos, cuando le pedí que me mate se me nubló la mente, no sé porqué lo dije.
– ¿Entonces era en sentido figurado?
– No lo sé, solo sentí que debía decirlo, lo deseaba. No quiero morir, nadie lo quiere realmente, salvo los suicidas, soy joven, pero…
– Se contradice mademoiselle.
– Solo lo dejé salir, sin pensarlo, perdóneme monsieur, tal vez sea mejor que me vaya.

Virginie se levantó de la cama, Andelko se levantó al mismo tiempo, era claro que ella no sabía realmente quien era, sin embargo una vez cerca de su cuerpo, recordó los besos que ambos se dieron justo antes de que ella le pidiera que la mate, sintió un estremecimiento interior, la tomó del brazo y la besó nuevamente, ella se dejó llevar, juntaron sus cuerpos, el de ella cálido, entre caricias se despojaron mutuamente de las ropas, la lengua de ella conquistando la suya, sus manos tomando una posesión ancestral como si siempre hubiese sido su propiedad, Andelko la sintió aplicando sutilmente un dominio sobre él como nunca le había sucedido antes con mujer alguna, no se trataba de una imposición material, superaba lo comprensible, en cada caricia, en cada beso y cada gemido ella ganaba terreno, imponía su poderío telúrico de amazona volcánica, se dejó atrapar, hechizado en el vudú de su sexo terso y a la vez peligrosamente constrictor, se unieron con desesperación fatal, con angustiante fatiga y sórdida pasión, acercándose de manera comprometedora al amor, en breve la sintió desfallecer de placer, él no pudo contenerse, se entregó por completo a su piel, a sus labios y su vientre, y en el último estertor ella le ofreció las azules venas de su seno, él cerró los ojos y con dolor animal clavó los colmillos en su blanca piel.

Cuando Andelko se terminó de vestir, Virginie yacía agonizante en la cama, de su pecho manaba un hilo de sangre que manchaba la sábana. Ella abrió lánguidamente los ojos, trató de incorporarse y sintió un mareo que se lo impidió, Andelko la miró con ternura, pensando que pese a su delicadeza ella era en realidad la brasa de la vela y él, el mosquito:

– Lamento decepcionarla mademoiselle, pero esta vez no morirá – le dijo mientras apagaba la lámpara y salía de la habitación rumbo a la madrugada de París.

sábado, 2 de mayo de 2015

CRUCE DE CAMINOS CON EL DIABLO (Cuento)

“Early in the morning, when you knocked upon my door, Early in the morning, when you knocked upon  my door, I said Hello Satan, I believe it’s time to go.”
Me and the devil blues. Robert Johnson

Robert, sentado en la vieja banqueta de madera que él mismo había llevado, sintió que el frío de la madrugada le partía los huesos. Llevaba esperando cerca de seis horas en el mismo lugar, fumando, aterido pero con la clara sensación del sudor frío humedeciendo su desgastada camisa.  Alguien le había dicho que en el cruce de los caminos de Clarksdake en Misisipi, aparecía el diablo a media noche. Llevó una banca y una guitarra Gibson nueva que había comprado con todos sus ahorros y hasta con los que no tenía, prestándose de aquí y de allá sin saber todavía si podría pagar.

Recordó los últimos años, a los dieciocho se había casado con Virginia, fue feliz. A pesar de lo poco que ganaba tocando en clubes de mala muerte por la noche y trabajando en los campos de algodón cuando se podía, había logrado formar un hogar. Su corazón se partió de tristeza cuando ella y el bebé murieron la noche del parto. Se ahogó en la tristeza y el alcohol, tocaba ebrio y cada vez peor. Recordó los tiempos de la escuela, cuando empezó a tocar la armónica con sus amigos y luego su madre, entusiasmada, consiguió un arpa usada para él. Nunca tuvo afecto por los estudios, su madre le imploraba que se esfuerce y aprenda las asignaturas, pero sus diez hermanos mayores lo habían hecho y daba igual porque terminaban trabajando en las plantaciones o arreando ganado. Se dio cuenta que estudiar no haría la diferencia con ningún negro de Hazlehurst ni de todo Misisipi, se abandonaba a la música. Un día el reverendo McKenna lo probó para instrumentalizar el coro de la iglesia. Le dijo: “Muchacho, tocas bien, pero no lo suficiente, si quieres puedes quedarte para enseñarte a cantar, pero para tocar te falta mucho.” Robert no volvió, tocaba en casa y se esforzaba en hacerlo mejor, pero notaba que no lo conseguía. Terminó siendo un músico mediocre y peor aún luego de la muerte de Virginia. El whisky barato le daba fuerzas para cantar y cantaba con verdadero dolor, pero tocaba de mala manera, siempre a la diabla y sin precisión, esperando ansioso la pausa entre canción y canción para la siguiente ronda de alcohol.

Fue en uno de esos clubes que lo contrataban solo porque no había otro más barato qué él donde Robert conoció a Billy. Billy se sentaba en una esquina, bebía siete whiskys y a veces se quedaba hasta el final. Nadie sabía de dónde había venido, su rostro negro insondable con incontables arrugas profundas y su cabello blanco apretado hacían imposible adivinar su verdadera edad. Vivía en un establo, se le veía ordeñar las vacas en las mañanas pero no hablaba con nadie. Todo su dinero lo gastaba en whisky, no se le conocía mujer ni hijos. Un día cuando Robert bajaba del tabladillo miserable que servía como escenario, Billy lo llamó para conversar. Robert se disculpó en un principio, pero no resistió la tentación del whisky gratis que Billy le ofrecía. Se sentó, casi no habló, Billy tampoco lo hacía pero trazaba figuras con los dedos sobre la mesa y de rato en rato golpeaba con ritmo el tablero, luego de un rato le preguntó si las canciones que cantaba eran suyas.
 – Sí – respondió.
– Tal vez si se las das a alguien que las toque mejor, podrías ganar algo de dinero – replicó Billy.
– ¡No!, son mías – contestó firme Robert, recordando a Virginia. Había escrito esas canciones pensando en ella.
Billy se rió con estrépito. Lo miró fijo a los ojos y le contó la historia de un hombre que vendió su alma al diablo a cambio de talento para tocar la guitarra.
– Esas son mentiras – exclamó Robert y tomó el último whisky de un solo golpe, cuando se marchaba escuchó a Billy decir:
– No pierdes nada, solo tienes que ir a media noche a un cruce de caminos. Eso es todo.

Robert desde aquella noche no dejó de pensar en el asunto. Ya no tenía familia, vivía en un sucio cuarto donde había guardado bien escondidos algunos dólares por si en algún momento caía enfermo o dejaban de contratarlo como había pasado en muchas ocasiones.

Esa noche había caminado sin ganas hasta el cruce, llegó cerca de las diez cargando la guitarra nueva con cuidado y el viejo banquillo para tener dónde sentarse. Esperó entre asustado y escéptico hasta la media noche. Deseaba de corazón que no apareciera nadie, que todo fuese un cuento viejo con el que los abuelos asustan a los niños para que no salgan de noche. Cuando calculó que sería la hora indicada no pasó nada, solo el silencio y la negritud profunda. De pronto oyó pasos, se le escarapeló el cuerpo. Encorvó la espalda, aguzó la vista y pensó en usar la guitarra como arma en caso de emergencia. Frente a sí, una silueta emergió de la noche, a medida que se acercaba pudo reconocer el andar, la pelambre blanca, las arrugas infinitas, era Billy. Se alivió y sintió enojó al mismo tiempo por la broma de mal gusto. Se puso de pie, Billy lo saludó sin afecto y extendió la mano. Robert no entendió, “dame la guitarra” dijo y Robert se negó,  Billy rió con sus carcajadas estentóreas, sus  ojos llamearon y sus dientes brillaron en una noche sin luna como si estuviesen hechos de alguna sustancia luminosa. Robert sintió subir desde su vientre un calor trémulo, una sensación vaga en la espina dorsal de que ese hombre viejo era eterno y que expedía un olor intenso a animal sacrificado. Comprendió todo.
– ¿Aún estás dispuesto a vender tu alma, muchacho? – Dijo Billy.
 – Sí  – contestó firme Robert al mismo tiempo que entregaba la guitarra.

Billy tomó el instrumento y se fue como había venido, Robert esperó y esperó. Pensaba por minutos, y seriamente, que había sido engañado con el cuento más viejo del mundo y que Billy estaría riéndose de él, que vendería la guitarra al primer desprevenido y se largaría del pueblo. Sin embargo la desazón que le había dejado esa mirada maligna lo había convencido en última instancia a entregar la guitarra. Raspó el tacón de sus viejos zapatos en el piso terroso, enrolló y encendió su último cigarrillo y cuando estaba por terminarlo apareció Billy de nuevo, le entregó la guitarra, humeante pero fría como hielo. Respiró y preguntó:
– ¿Y ahora?
– Espera a mañana en la noche y solo toca, pero la primera vez deberá ser en el lugar que te vio nacer. No olvides que tu alma me pertenece.
– Ya lo sé. ¿Algún consejo? – preguntó Robert.
– Sí – dijo Billy.

* * *

A partir de ese momento la vida de Robert cambió, regresó a Hazlehurst y tocó, la primera noche a nadie le llamó la atención el músico, era el fracasado Robert LeRoy Johnson que había vuelto como se fue, pasó desapercibido. Sin embargo él descubrió que la guitarra literalmente tocaba sola cuando pasaba sus dedos por el mástil. Eran sonidos nuevos, firmes, profundos, melancólicos y al mismo tiempo intensos. Poco después se dio cuenta que solo tenía que cerrar los ojos e imaginar la música y esta fluía de sus dedos hacia la guitarra. Un día, a solas, probó con una guitarra diferente, fue como si estuviese arrancando gemidos lastimeros de una tabla atada con tripas de animal. A partir de entonces nunca se despegaba de la guitarra, dormía con ella, no volvió a tocar con otra, por esos días conoció a Esther, una joven viuda adinerada y se casó con ella, tuvo un hijo. Poco tiempo después se corrió la voz de su talento, venía gente a verlo de todo el estado e incluso desde otros estados. Le propusieron viajes que aceptó, grabó en dos años veintinueve canciones pero siempre exigió tocar sin iluminación, con el pretexto de que la luz le dañaba los ojos, así podía ejecutar en la penumbra. La verdad era que tenía miedo de que la gente viera que no eran sus dedos los que producían los sonidos de la guitarra endemoniada. En los estudios, donde no podía esconderse en la oscuridad, tocaba mirando a la pared y de espaldas a la consola con la excusa de que la acústica era mejor de esa manera para su música. Las disqueras no lo contradijeron jamás, sus canciones eran todo un éxito. Sin embargo, con el tiempo la ansiedad lo fue consumiendo, tenía miedo de que su tiempo se acabe. Tenía miedo de que Billy viniese a cobrar su deuda, lo veía o creía verlo en todos los clubes y bares, en la mesa de la esquina, bebiendo siete whiskys e irse. En ocasiones cuando creía verlo cancelaba la presentación y escapaba con su propios recursos del pueblo, en cada lugar siempre encontraba una mujer que rápidamente accedía a sus pasiones y pasaba la noche con él, con el tiempo asumió que era parte del trato. Vivía en hoteles, dormía en un pueblo y a la noche siguiente en otro; nunca dejó que le tomen una foto, excepto aquella vez que la disquera lo amenazó con que sin foto no habría disco. Aceptó de mala gana.

Cuando tenía veintisiete años, el sábado trece de agosto de mil novecientos treinta y ocho estaba en Greenwood, en Carolina del Sur, la noche anterior se había acostado con la mujer del dueño del club donde habría de presentarse, una mulata apasionada y febril de nombre profético: Diamond. Ella cedió a sus requerimientos sin pudor y se metió disfrazada de mucama en su cuarto una vez que tuvo la certeza de que el marido se había dormido. Antes de la presentación alguien le mandó una botella de whisky, estaba abierta. Estaba a punto de beber y miró el timbre roto y girado. La rechazó. Diamond, que ayudaba a su marido en la barra del bar, abrió otra botella y se le envió. No desconfió y bebió. Minutos después, mientras tocaba levantó la vista desde la penumbra y distinguió a Billy en el fondo del club bebiendo su séptimo whisky, vio la mirada de fuego y los dientes fulgurantes, sintió un espasmo en el pecho y la garganta seca, el vientre se le incendiaba y los tendones de sus manos se agarrotaban dolorosamente por el efecto de la estricnina. En ese momento recordó el consejo de Billy, aquella noche en el  cruce de los caminos de Clarksdake:
  – Nunca bebas whisky de una botella que no haya sido abierta por tus propias manos.

domingo, 29 de marzo de 2015

EL SERRUCHO (Crónica de un ensayo filológico y semiótico)

Bastante polémica había desatado en los medios académicos más ilustres la enigmática letra del tema musical denominado “The Handsaw”,  bien llamado por la vertiente de la escuela Germana “Die Säge” y conocida por el vulgo como “El Serrucho”. Al respecto en las instalaciones de la Real Sociedad Científica de Letras y Artes, sucesora de la Academia de Bologna del Rito más Antiguo y Aceptado, discutíamos con Richard McLaren, erudito británico de incierto origen ítalo germánico la posibilidad de que el tema en mención ocultase en sus versos mediante código cifrado algún mensaje de sectas oscurantistas, Illuminatis o del Nuevo Orden Mundial conocida esta por su aterrador lema “Ordo ab Chao”.

McLaren sostenía por su parte que se trataba más bien de una secuencia de cuartillas compuestas  de octosílabos imperfectos de rima libre alternada con rimas cruzadas o abrazadas; las que representaban de manera audaz los usos y costumbres de los bárbaros medievales que saqueaban los campamentos de Henry el Visigodo en las campañas de las Cruzadas dispuestas por el Papa Urbano II luego del concilio de Clermont. Explicaba McLaren el siguiente verso inicial:
 
"Se prendió la fiesta

Esta noche voy a beber 
Traigan la maicena 
Porque voy a dar.” 

Resultaba claro, afirmaba McLaren (pese a mi férrea oposición dogmática), que la aparente incertidumbre del último octosílabo tenía un referente implícito a Ticio y Tifeo, quienes no podían dar lo que desease el poeta, como se describía en el Canto XXIX de la Divina Comedia.

Edgar Short, filólogo de la Universidad de Estrasburgo quien pasaba algunos días por la ciudad y también participaba de la charla, anotó inteligentemente que la hipótesis de McLaren era en prima facie legítima, pero que sin embargo en la fecha del inicio de las cruzadas aún no se conocía la maicena puesto que siendo esta producto de la harina del maíz, se debía tomar en cuenta que esta gramínea había sido introducida en Europa recién en el siglo XVII, resultando en todo caso una imperdonable imprecisión histórica su uso. Lo más probable sería entonces que la cuartilla hiciese referencia, por la invocación del derivado del maíz, a una festividad de notorio origen pagano que realizan los pueblos mesoamericanos en Amatlán de Quetzalcóatl, Tepoztlán, en las cercanías de la localidad de Morelos en México.

Quedaba entonces la cuestión del uso del verbo “dar” en su forma infinitiva ubicado inmediatamente después del indicativo en tiempo presente del verbo “ir”. Resultaba un misterio la intencional omisión del objeto sobre el que recaería la acción. ¿Qué era lo que se pretendía dar? Y más importante todavía, ¿Porqué?

McLaren, dolido todavía por haber planteado la tesis fallida de las cruzadas sugirió que el misterio podría resolverse con el análisis del coro:
 
"Serrucho, serrucho, serrucho

Esta noche doy  
Serrucho, serrucho, serrucho. 
(repetir cuatro veces)"

Short indicó que ya había descubierto hacía tiempo que el ocasional énfasis de la “ch” en la palabra principal de los versos mediante el recurso de la repetición permanente obedecía a una tendencia literaria consistente en desorientar al oyente a fin de revelar sutilmente la postura antisistema del autor, además la deliberada omisión de las últimas líneas de lo que tendría que ser una cuartilla, se veía compensada por la repetición cuadruplicada de la expresión “Serrucho, serrucho, serrucho”, que en definitiva aclaraba el misterio de qué cosa era la que se tenía que dar.

McLaren y yo coincidimos en el extremo de que estas repeticiones generaban más dudas que aclaraciones, era claro que el autor no había pasado del infinitivo al indicativo en primera persona singular del tiempo presente caprichosamente, agregando además el elemento de la nocturnidad. Problematizamos: ¿Era acaso tan simple que lo que se podía dar y además de noche, era sencillamente un serrucho? Decidimos convocar a Denilson Dos Santos que casualmente compraba el diario frente a nosotros, puesto que recientemente se había graduado de Doctor en Semiótica en la Universidad de Lepanto con honores Summa Cum Laude con la tesis “Drei Käuze auf dem Vertiko, o la presencia infausta de la tercera lechuza en landó, Ambaraba chichí cocó.”

Instruido Dos Santos en el tema de debate, nos pidió analizar el resto de las estrofas, le mostramos las dos siguientes cuartillas:
 
"A María Moñito se le partió

La cama que el Chagua le dio 
La trajo pa que la arreglara 
Porque soy el que la clava. 

Clava clava clava 
Clava clava clava 
Cla cla cla cla cla cla 
Clava” 

Dos Santos, se entretuvo varios minutos con el texto, intentó primero descifrarlo como si se tratara de un galimatías, rápidamente le indicamos que esa fue nuestra primera intención pero no habíamos podido hallar un patrón de encriptamiento, por lo que habíamos abandonado esa senda y apuntábamos más bien a un contenido histórico y que lo habíamos situado ya en la América Central. McLaren señaló, que era inequívoca la referencia a la marihuana o marijuana, muy usada para las festividades populares en centro y sud América, junto al peyote, la mezcalina o la ayahuasca; sólo la marihuana, Cannabis Sativa, al ser una planta de la orden de las Urticales de clase Magnoliopsida formaba brotes que al ser secados se conocen como “moños” en el argot de los lumpanares.  Luego María no podría ser una persona, si no el sicotrópico.

Short, nuevamente a la defensiva, cuestionó la tesis de McLaren, cosa que era común en nuestras discusiones desde aquél incidente universitario, años atrás, cuando Short y McLaren se enfrentaron por el amor de Leonarda de la Colina Irribarren Ruiz de Somocurcio, lanzándose las hojas arrancadas de los poemas de Góngora el primero y de Becquer el segundo, situación que jamás se resolvió pues como se descubrió luego, Leonarda (Loli en el círculo del Club Campestre y Long Tennis) prefería secretamente a Vallejo a espaldas de su familia la que, desde entonces, ya la consideraba una traidora socialista congénita.

Volviendo, Short, con seriedad, propuso que María tenía que ser necesariamente una persona y no una planta, pues se le atribuía ejercer la propiedad de una cama traída por un oscuro personaje de nombre o apelativo Chagua. La cama entonces se habría partido y tendría que ser reparada con la aplicación certera de siete clavos enteros y seis clavos recortados a la mitad, conforme a la fórmula, esta vez sí críptica, que proponía el autor en la estrofa siguiente. Además, agregaba Short, el apócope de la palabra “para” en el tercer verso había tenido que ser usado inevitablemente para reducir en lo posible aquél que para ese punto ya se encontraba desbordado de su matriz octosílaba.

Mientras tanto Dos Santos había tomado mis apuntes y descubierto el siguiente coro, que rezaba:
 
"Yo soy su campintero

Ahí mamá, ahí mamá (repite cuatro veces) 
Y esta noche doy 
Serrucho, serrucho, serrucho 
 (repite cuatro veces)" 

¡Pero si la cosa está clara! exclamó el brasileño, lo que le va a dar es el serrucho. McLaren y Short sonrieron con sorna y me miraron, tuve que explicarle a Dos Santos que eso no era posible porque la cama de ser el caso se había descompuesto de tal manera que requería clavos – en número de siete enteros y seis recortados – para su compostura.  El uso del serrucho (o sierra en correcto español sin ser despectivo con la herramienta) solo sería posible si los daños fuesen mayores y se necesitara reemplazar en integridad una parte el mueble y ello no se desprendía de ninguna de las cuartillas. Era evidente que se trataba de un dato destinado a satisfacer las necesidades básicas de atención del vulgo presa del analfabetismo funcional campeante pero cuyo objeto real era desorientar al investigador científico.

Además, otra cuestión de fondo era - luego de oír atentamente la interpretación oficial - ¿porqué el autor había optado por la expresión “campintero” en lugar del término correcto “carpintero”?,  ¿Qué tenía que ver su progenitora en el desbarajuste de muebles rotos? y finalmente ¿Cuál era la finalidad de entregar el serrucho a María que aparentemente usaba un moño en la cabeza o lo agregaba al nombre de pila ya sea como apelativo coloquial o como patronímico?

McLaren mostrando cierto fastidio puntualizó que el cambio de la “r” por la “m” era evidente, el autor se había visto en la necesidad de crear el neologismo para darle integridad al texto debido a la presencia del componente rural. Así “campintero” no era otra cosa que una nueva palabra derivada de la raíz latina “campus” terreno llano que de acuerdo a una de las acepciones de la Real Academia de la Lengua se refiere a tierra laborable y del celto latino “carpentum” que derivó con el tiempo en el latín “carpentarĭus”  para referirse a quien trabaja y labra la madera, de tal manera que la nueva palabra viene a significar el oficio de labrar o trabajar la madera pero en el campo o área rural. Dos Santos asintió a la explicación de McLaren, que nos pareció a todos correctísima y agregó que le había llamado la atención el juego fonético del coro en su segundo verso, el autor inteligentemente había propuesto un intrincado acertijo de homofonía, pues de acuerdo a cada oyente la expresión se podría interpretar como una interjección de sorpresa o dolor “Ay mamá” o como el uso del adverbio de lugar “Ahí mamá” que conforme al contexto pretendía darle más de un significado metalingüístico al texto, pues sugería que la madre del “campintero” era quien procedía en la práctica a la colocación de los clavos en el lugar apropiado para el posterior martillazo.

Short, quien había estado escuchando atentamente, precisó que aún no habíamos descubierto para qué el “campintero“ le hacía entrega a María del serrucho. Nos miramos con consternación y guardamos silencio por algunos minutos, cavilando sobre la respuesta. Examiné el último coro y tuve una epifanía, era claro que el “campintero”  había llevado el serrucho para reparar la cama pensando que el daño era mayor y que al darse cuenta que solo requería de siete clavos enteros y seis cortados a la mitad, el serrucho le terminaba estorbando en la acción de clavar, motivo por el cual le entregaba  “daba” – la herramienta a María, propietaria de la cama, para que se la sostenga mientras trabajaba.  Short, McLaren y Dos Santos asintieron complacidos y convencidos; acto seguido nos pusimos de pie y levantamos nuestras copas por un éxito más de la Ilustre Real Sociedad Científica de Letras y Artes, sucesora de la Academia de Bologna del Rito más Antiguo y Aceptado.