lunes, 20 de abril de 2020

ÁFRICA (Cuento)

Harry Manzur me había pedido que lo acompañe a la selva unos meses antes, yo a mis veinticinco aún andaba buscando vocación y no me costó trabajo aceptar la oferta. Eran los noventas e íbamos a apoyar a un viejo amigo suyo que había creado algunas empresas allá y necesitaba personas de confianza para iniciar o continuar actividades. Ya nos habíamos acostumbrado al calor y a la comida de la zona. Iquitos ya era entonces una ciudad grande y se podían ver los rastros del oscuro progreso que habían dejado el caucho y el tráfico de drogas. En esos años la ciudad tenía no solo dos universidades, una pública y otra privada, si no también un Centro Cultural Peruano Norteamericano y una sede de la Alianza Francesa, así como importantes museos y casas culturales.

Sin embargo lo fuerte de la ciudad era el entretenimiento, enormes discotecas, salones de baile de música local con fuerte influencia de melodías colombianas y brasileñas. Los fines de semana eran un eterno y bullanguero verano tropical a la rivera del Amazonas o uno de su afluentes, el Nanay principalmente, donde íbamos en deslizadores cortesía de Carlos - el amigo de Harry y ahora jefe de ambos - y que abordábamos en las instalaciones del Club de Caza y Pesca.

Era sábado y durante la mañana habíamos conocido a dos muchachas en uno de esos paseos a la playa ribereña. Lo habíamos pasado bien y habíamos quedado en volver a salir en la noche, esta vez a bailar. Habiamos descansado un poco en la casa que Carlos había puesto a nuestra disposición y donde vivíamos a punta de comida traída por delivery y que gracias a la amabilidad de una señora que venía a limpiar los domingos y se llevaba la ropa para lavarla, se mantenía en cierto orden. No recuerdo haber usado la cocina nunca, salvo para hervir agua y preparar café. Lo que no olvido de aquella época es el balcón de la casa, pues desde allí se podía ver en toda su plenitud el río Amazonas cuyo malecón quedaba a tan solo una cuadra de distancia. Eran atardeceres de acuarelas de diferentes tonalidades de rojos, rosas, naranjas y amarillos con ese marco verde propio de la selva, con reverberaciones doradas producto del sol languideciente, que solían dejarme embriagado de nostalgia. Esa vez, luego de ducharme, salí al balcón; estaba despejado y vi el ocaso una vez más. Me quedé pensando por algunos minutos en lo incierto de mi destino, llevaba varios meses en una ciudad acogedora pero extraña y aun no decidía qué hacer con mi vida, luego me despabilé y toqué la puerta de la habitación de Harry para irnos a comer, me contestó que no tenía hambre y aún estaba de sueño, así que decidí adelantarme a pie por mi cuenta.

Fue esa noche que ocurrió la epifanía. Resulta que Harry conducía un Jeep Wrangler descapotado y casi siempre me llevaba a donde quisiera ir pues tenía mucho tiempo libre y le gustaba manejar. Yo conocía la ciudad desde esa perspectiva vehicular y la ruta de peatón era un poco diferente, pues en Iquitos la mayor parte de vías del centro de la ciudad eran de un solo sentido. Así que en esta oportunidad me desplacé caminando despreocupado por calles desconocidas adornadas por árboles de copa frondosa e iluminadas por tenues luces neón mientras reflexionaba en el futuro, mi futuro.

Mientras andaba desprevenido, se me apareció ante los ojos un casa antigua con una ventana muy alta aunque no tan ancha que daba a la calle. En el exterior tenía algunos barrotes de metal y sus hojas estaban abiertas de par en par. Del ella salía una luz amarilla apacible y cuando me acerqué pude ver en el interior de la habitación, en el centro, un escritorio de madera, sobre él una lámpara - de la que emanaba la luz - y un hombre sentado  que tecleaba una maquina de escribir. Tenia puesta una camisa blanca de lino abierta del cuello y con las mangas por los codos, usaba lentes y fumaba. Alrededor de él estantes repletos de libros y otros apilados también sobre el escritorio. Me quedé estupefacto por algunos segundos. Eso era exactamente lo que yo quería ser. Quería ser escritor, pero no en una cómoda oficina de ciudad; quería ser un escritor como este señor al que estaba viendo desde la calle como si se tratara de una aparición.

Después en el restaurante frente a la plaza de armas medité sobre el asunto. Debía pensar si volvería a la sierra para seguir con el trabajo de oficina que había dejado allá. Ya había escrito algunas cosas pero básicamente como distracción. Tenía que decidir si mi vocación recién descubierta era más viable en la selva recóndita o en una ciudad metropolitana. Me llamaba la atención la selva, sus olores, su gente, el paisaje y sus colores exuberantes. Desde el primer día que pisé su suelo pensé que era un lugar mágico y solo desde que la conocí pude comprender a plenitud las novelas de García Márquez que había leído años atrás.

Estaba ensimismado pero feliz pensando en ello cuando llegó Harry, yo ya había cenado y tomamos una cerveza ligera para conversar, le conté de lo que me había pasado y se alegró. Él también le tenía cariño a la selva y de hecho había estudiado la primaria allí, así que podía comprender mi fascinación. Luego subimos al Jeep y empezamos a pasear por la ciudad en tanto hacíamos hora para recoger a las chicas.

Mientras paseábamos, Harry, sin dejar de conducir, sacó de la guantera una cinta de casette y la puso en el auto radio. Ceremonioso me preguntó si conocía a la banda Toto, "¡claro!" le contesté. Era música con la que había pasado mi adolescencia. Entonces, cual pacto secreto, me dijo seriamente: "Esta canción tiene mucha energía, por eso, no importa donde te encuentres ni cuánto haya pasado, cuando escuches esta canción, siempre, siempre te vas a acordar de Iquitos." Luego presionó el botón de play y empezaron a sonar las notas de África, una de las canciones mas conocida de la agrupación.  Miré el horizonte a través del parabrisas y pensé que efectivamente aquella era la banda sonora de ese momento de mi vida. Como en una película, al ritmo de la canción, recorría la ciudad por las calles de barro, a bordo de un Jeep amarillo sin techo, con el viento moviendo mis cabellos, expuesto a la noche tropical, en medio de la selva, decidido a escribir historias, todas las historias, en un escritorio de madera con una vieja lámpara amarilla, en el pegajoso calor de una habitación abarrotada de libros, rescatando todos mis demonios, jugando con ellos, anotando sus susurros para convertirlos en personajes, en amores y traiciones, mientras que en mis oídos retumban pletóricos los tambores de África desde el Serengueti y espero que el amor de mi vida cruce el océano, el mar o una cordillera y llegue en el vuelo de la media noche mientras yo aguardo bajo una lluvia bendita para decirle que las historias de amor que escribí, que escribo y que escribiré, con otros nombres, con otros rostros, con otra piel, son, fueron y serán siempre y para la eternidad, para ella.

domingo, 25 de agosto de 2019

CINCO SEMANAS (Cuento)

Fue un jueves. Rafael vio la foto de Daniela en instagram, la seguía tiempo atrás. Se habían cruzado en la ciudad, pero nunca habían entablado conversación. Ella era una celebridad local en la pequeña ciudad de noventa mil habitantes. Buscó su nombre en facebook, le mandó un mensaje a las 8.25 de la mañana y se presentó cortésmente. Para su sorpresa ella contestó a las 8.30. Conversaron de cosas simples pero no superficiales y de la forma más natural del mundo, sin embargo, contra todo pronóstico, cuarenta líneas después se estaban contando sus vidas.  Ella le contó que ya no vivía en la ciudad, se había mudado hace poco de la región y aunque no era el otro extremo del país, no era precisamente cerca. Pese a ello y la tristeza que inevitablemente sintió Rafael, se escribieron de corrido y como viejos amigos hasta las once con nueve minutos, luego se despidieron para poder continuar con sus trabajos.

Al día siguiente, a las 8.32 ella le escribió, Rafael sintió su corazón palpitar con intensidad. Se contaron cosas del trabajo, del día a día. Rafael se dejaba llevar, hasta que apareció un mensaje de audio. Rafael siempre se había sentido incómodo con los audios. Nunca usaba audífonos y tenía la costumbre de poner todo en altavoz, incluso las llamadas para poder seguir escribiendo sus informes en el ordenador al mismo tiempo que hablaba. Pero los audios eran peligrosos por dos razones, uno nunca podía prever su contenido y por que obligaban a contestar con un audio también. A Rafael no le gustaba su propia voz. Como le gustaba escribir, siempre se había sentido más cómodo plasmando sus ideas en una hoja de papel, en una máquina de escribir, en un ordenador o ahora en un mensaje de texto. Escuchó el audio con verdadero pánico. Estaba vacío, podía ser un error. Respiró aliviado, pero cuando puso el celular en el escritorio apareció otro. Lo abrió y escuchó la voz más linda del mundo y una risa fresca, ligera, libre, campaneante, una esquila de cuya superficie brotaban pequeños corazones rojos que se desvanecían a pocos centímetros de altura y dejaban aroma de fresa de estación.

Al día siguiente habían intercambiado teléfonos. Conversaban en el día, en la noche hasta tarde, se contaban todo, desde sus tareas laborales, hasta las cuestiones familiares y sus dolores de cabeza.
Se escribieron tanto que si se pudieran imprimir las conversaciones, tendrían que haberse empleado cientos o millares de hojas de papel. Cuando cayeron en cuenta ya había pasado una semana de encontrarse en el ciber espacio día y noche, enviarse música y fotos añejas para recordar cosas y contarse historias. La noche anterior a cumplir la primera semana de escribirse, él tecleó "Te quiero" y ella se emocionó. Para la segunda semana, ya se querían con un afecto calmo, tierno, clásico y prudente.

Se preocuparon uno del otro, de sus sueños y comidas. De sus planes, sufrieron también con celos, los de ella por el pasado de él y lo de él por lo mismo. A veces la distancia no ayuda y menos para dos personas que se quieren a la velocidad de la luz pero a cientos de kilómetros uno del otro.

Para la tercera semana se sentían realmente enamorados, sin explicación alguna algo había nacido entre ellos dos, pese a haberse visto las caras en contadas ocasiones. En la realidad de sus corazones se hacían compañía todos los días, se acurrucaban el uno con el otro cada noche hasta quedarse dormidos. Sin embargo rondaba la cabeza de ambos la incertidumbre del después. Rafael tenía claro que no podía dejar su trabajo y buscar algo donde vivía Daniela, había logrado cosas importantes y no podía abandonarlas así. Daniela no quería regresar a la ciudad donde nació, había tenido malas experiencias y en esta nueva etapa tenía un buen empleo, le iba bien, había ganado tranquilidad e incluso podía tramitar su traslado de la universidad para terminar su carrera. Cuando tuvieron oportunidad de conversar del tema, Daniela siempre había planteado la posibilidad de tal vez volver un día, eso si las cosas se daban. Rafael, acostumbrado  a la certeza de las leyes y los contratos, sentía un enorme sinsabor cuando pensaba en que diablos significaba "si las cosas se daban..."

El sábado siguiente al día que cumplieron tres semanas, Rafael le avisó que viajaría, así él con el corazón a mil vio a Daniela en la explanada del aeropuerto, esperándolo. Sus emociones desbordaban, pero ambos se controlaron con elegancia y algo de nervios. Ella estaba bella y ella percibió el aplomo de él. Se tomaron de las manos en el taxi y se apoyaron el uno en el otro irradiando las emociones acumuladas por tres semanas de quererse a golpe de telepatía, audios y mensajes de texto.

Llegaron al departamento de Daniela y dejaron la maleta, se dieron un beso dulce y tierno y se fueron a almorzar. Caminaron tomados de la mano hablando de todo un poco. Y así pasó el día, veinticuatro horas donde fueron inmensamente felices. Abrazados, recostados uno al lado del otro, haciéndose cariños. En la noche salieron a tomar algo, Daniela lo llevó a un esplendido lugar de moda donde vendían todo tipo de bebidas pero hechas todas ellas a base de pisco peruano; conversaron, disfrutaron cada minuto, se sacaron fotos, compartieron sus miradas y luego su piel como si la vida se fuese a terminar mañana. Rafael pensó para sí que todos los enamorados tendrían que quererse como se quisieron ellos en esa oportunidad, entregándolo todo sin la certeza de un mañana.

Al día siguiente, desayunaron en el aeropuerto, Rafael se despidió de Daniela con ilusión. Si era necesaria viajaría cada quince días, cada semana. Todos los fines de semana. Incluso ella había deslizado la idea de devolver la visita cada vez que pudiera.

En los días siguientes sucedió algo que avivó las esperanzas de Rafael, se complicaron algunas cosas respecto a los gastos de Daniela. Rafael podía ayudarla pero prefirió no intervenir, por dos razones, la primera era por que ella era muy independiente y no lo habría aceptado y la segunda porque pudo leer entre líneas que la madre de Daniela le estaba exigiendo que retornara, con lo que indirectamente se cumpliría su sueño de estar juntos. Sin embargo luego de analizar todas las posibilidades, Daniela asumió los regaños y los retos y decidió quedarse y enfrentar la situación. Así llegaron a las cuatro semanas. 

Sin embargo algo paso. El día que estuvieron juntos, Rafael notó a Daniela feliz, pero no solo por su compañía. Ella era feliz en esa pétrea ciudad, con sus calles ancestrales, con sus torres coloniales, con su movimiento de metrópoli babilónica, en la soledad de su departamento del que solo usaba el dormitorio, con su independencia, con su perro, con sus cosas simples pero suyas. Rafael era un complemento de esa felicidad, pero muy a pesar suyo, sabía muy en el fondo que no era la única razón de esa dicha. 

Rafael no resistió más. Un día le pidió a Daniela que vuelva, él le ayudaría a terminar la carrera, harían realidad sus proyectos, se apoyarían mutuamente. Juntos saldrían adelante. Cuando faltaba poco tiempo para que sea jueves y se cumplan las cuatro semanas de haberle escrito, discutieron fuerte por primera vez. Daniela le aclaró que tenía pendientes, que tenía proyectos que no pensaba abandonar, pero sobre todo dijo algo devastador para Rafael:  Solo volvería si todos sus proyectos fracasaban.

Rafael sintió que algo se había quebrado dentro de él. Inevitable fue la regresión a su obsesión por la lógica y la razón. Quería con toda su alma a Daniela y quería que le vaya bien. Si le iba bien como él quería, ella nunca volvería. Si a ella le iba mal, volvería, pero volvería como consecuencia de un fracaso y estaba seguro que ella ni él olvidarían que estaban finalmente juntos debido a la frustración de sus proyectos. Le dolió que la lógica del dilema fuese irrefutable. Le explicó sus temores y razones a Daniela, ella comprendió en parte, pero también se cerró en que había esperanza, que esperaba más bien el apoyo de Rafael, que cualquier cosa podía pasar en el futuro. Que necesitaba un año, solo un año para ver si funcionaba y si no regresaba. Rafael entendía claramente las razones, pero era extender el sufrimiento un año. Un año a esperar que ella tenga éxito y decida no volver, o un año para que ella fracase y retorne envuelta en un manto de tristeza y decepción.

Para el día que se cumplía la quinta semana de la primera vez que conversaron, decidieron tomar caminos separados. Mas adelante y en días no tan lejanos hubieron eventuales acercamientos, pero ya nada se pudo reparar. Se dejaron ir. Rafael se dio cuenta entonces que nunca había estado tan enamorado. Había hecho cosas que no había siquiera intentado antes. Dormir tarde, descansar poco, recibir y sobre todo enviar mensajes de audio. Pensar en ella todo el tiempo y en absoluta exclusividad. Se dio cuenta que en estas cinco semanas había dejado de comunicarse con todo el mundo excepto con el círculo más cercano e indispensable de familia y amigos.  Pero lo más importante, es que era una de las pocas ocasiones en su vida que había dejado de lado su egoísmo. Era fácil dejar que las cosas avancen hasta fin de año y despedirse sin rencores, con la excusa perfecta de haber esperado pacientemente y que "las cosas no se dieron". 

Fueron cinco semanas inolvidables. Cinco semanas donde encontró el amor, lo conoció, se dejó llenar y embriagar por él y también lo dejó ir. Lo pensó mejor, no había dejado ir al amor, el amor se había quedado con él, por causa de ese amor, por él y para él la había dejado ir, como en las antiguas historias de amor, como en los boleros viejos, como en la mitología griega, dejando que ella viva y él convirtiéndose en constelación para solo vigilarla desde arriba, o arrastrado por toda la eternidad al Hades para que a cambio ella pudiera regresar de la mano de Caronte al mundo de los vivos, pasar la tortura de ver su silueta perderse en la bruma y finalmente con ese dolor mortal pagar el precio de ver a Daniela feliz, radiante, iluminada, completa y absolutamente feliz,  aunque sin él.

domingo, 10 de marzo de 2019

LA LOCA (Cuento)

Rafael se sorprendió cuando vio su publicación en redes sociales. Por alguna extraña casualidad del destino habían coincidido a miles de kilómetros de distancia de sus respectivas ciudades en una bonita y cálida localidad tropical en el norte del país; él para un congreso de su especialidad y ella para un encuentro institucional.

Rafael no dudó en escribirle, ella no dudó en contestarle. Él se había divorciado unos meses atrás y ella seguía casada en un feliz matrimonio de apariencias. Se habían conocido hace más de quince años atrás y en algún momento se habían amado intensamente. Cuando ella se casó, dejaron de verse, luego la magia de las redes sociales permitió que se encontraran nuevamente en el mundo virtual. Nunca mas se encontraron físicamente, pero en el ciber espacio conversaban, recordaban, añoraban, a veces discutían e incluso ella llegó a celarlo. El reía, a veces la aguijoneaba por el mero placer de hacerla rabiar y ella caía. Era divertido y nostálgico, pues a pesar de todo él la quería bien, sin embargo al mismo tiempo que disfrutaba de sus maldades y de las cóleras de ella, pensaba “está loca”, y sonreía.

Ella le confirmó que se alistaría y tomaría un taxi, se encontrarían en el hotel donde estaba hospedado Rafael. Él tomó una ducha, se acicaló con calma mientras pensaba en el coronel Aureliano Buendía. Siempre que se veía con alguien después de años pensaba en el episodio aquél cuando el coronel vuelve de la guerra envuelto en una manta y se da cuenta de cuánto habían envejecido, entre idas y venidas, su madre Úrsula y él. Pensó que quince años no son poca cosa. ¿Cuanto habría envejecido él a los ojos de ella? ¿Cuánto habría envejecido ella?

Habían cosas que él no entendía de ella. El matrimonio apresurado, sus ganas de vivir intensamente y al mismo tiempo sus formas cuidadosas y su personalidad reservada sin dejar de ser elegante.  Un día supo que había tenido finalmente un hijo, Rafaél se emocionó pero con los años notó que en sus redes no habían fotos familiares, alguna vez una foto fugaz con el marido, algunas pocas con el hijo, pero tan formales que no lograba distinguir el amor que irradian normalmente ese tipo de escenas.

Cuando ella llegó no le preguntó nada. No quiso saber. Hablaron de la cosas genéricas de las que hablan los amantes siempre, de si el viaje fue pesado, del clima, de hace cuánto llegaron, qué cuándo se van, se miraron, rompieron el protocolo, se besaron e hicieron el amor.

Fue un encuentro formal, si se puede decir así, Rafael sabía que habían deseos contenidos, una pausa de largos quince años. Y se resignó a aceptar algo que había descubierto en los últimos tiempos: La gente sí cambia, pero no siempre en lo esencial. Esos cambios peculiares, particulares, en los detalles, podían ser determinantes. Ya no eran los mismos. Tenían los mismos recuerdos, pero ya no eran las mismas personas, tenían cicatrices en el alma y esas son las que más duelen y a veces incapacitan.

Hablaron tendidos en la cama, nuevamente de todo y nada, se hizo tarde, llamaron un taxi para ella. Se fue. De esa pareja que se moría de risa en un jacuzzi sin burbujas porque se derramó el frasco de jabón líquido hace quince años atrás no quedaba nada. Él la admiraba, con su locura y todo. Siempre pensó que en su momento su historia pudo haber tenido futuro, pero las circunstancias no se dieron para ellos.

Dos días después, en el avión de regreso, Rafael vio una solicitud de amistad en el celular. Le pareció conocido el nombre, hizo memoria y sorprendido se aseguró viendo el perfil. Era el marido de ella. ¿Qué habría pasado? No era buena señal. Recordó sus besos, pero los besos de la añoranza, los que habían calado en su memoria, sus caricias tiernas, su temperamento delicado y fino. La deseó con una nostalgia soporífera. En su mente se despidió de ella, este era el momento. Él sabia que no estaba loca, nunca lo estuvo, era un alma libre, irreverente, impulsiva, sexual, cataclísmica, que tenía que convivir con una personalidad metódica, racional, cuidadosa del qué dirán, de las formas, de los códigos y las convenciones sociales. Se vio reflejado en ella, tal vez él también estaba loco. Con todo y ello, sabiendo que no volvería a saber de ella, sabía que ambos se habían marcado con esa locura, que aunque no volvieran a verse o hablarse, nunca podrían olvidar esa intersección de los túneles de Sábato, donde breve, pero muy brevemente, fueron inmensamente felices, con esa felicidad que solo sienten los que padecen de locura o, quien sabe, la disfrutan.

jueves, 28 de febrero de 2019

UN MONTONCITO

El tiempo se mide en segundos, minutos, horas, meses y años. Las distancias, en el sistema métrico, se calculan en metros y sus respectivos múltiplos, pero también existen pies, pulgadas y hasta cuartas. Los pesos se miden por gramos, kilos, quintales, los líquidos en litros, onzas y pintas. Sin embargo en mi añorada Arequipa existe un sistema de medida singular y enigmático: El montoncito.

A diferencia de las unidades de medida usadas en casi todo el mundo, el montoncito no tiene equivalencias y eso es lo que lo hace mágico. Recuerdo acompañar a mi madre al mercado del barrio y preguntar: “Casera, a cuanto el montoncito...” de ajo, de garbanzos, de habas o de alverjas. Las vendedoras se apostaban en aquel tiempo en el piso y tendían a veces una tela, a veces un trozo de plástico, y sobre ella organizaban montoncitos piramidales de diferentes productos. ¿A cuántos gramos equivale un montoncito? Al parecer, al respecto no existe dato alguno con un mínimo de rigor científico y las amas de casa además debían calcular, a ojo de buen cubero, qué vendedora ofrecía los montoncitos más grandes a menor precio.

Pero al asunto no termina allí, decía mi madre que algunas vendedoras tenían un talento especial para ahuecar el montoncito. Es decir construir la pirámide de tal manera que en su base existiesen vacíos que hacían ver sus montoncitos mas grande que los de la competencia, cuando en realidad tenían menos cantidad  o peso. Nunca supe si tal talento era real o solo una infundada suspicacia de mi madre.

El montoncito es pariente de la yapa, esa cantidad, indescifrable también, que viene de agregado a la compra del cliente fiel. Y a su vez, el montoncito y la yapa son parientes también del atadito. Un atadito de perejil o un atadito de acelga. La espinaca tenía una naturaleza dual, podía venir en atadito o en montoncito.

Existe también el medio atadito, e incuso el medio montoncito y hasta el puñado.

Ya no se ven ataditos en el mundo moderno. Los supermercados, las tiendas de abarrotes grandes y medianas nos han reducido a fríos metros, gramos y litros. Ya nadie te vende harina o azúcar en papel de despacho, como el señor Carpio, en su desaparecida tienda frente al cine Benique. Comprar azúcar o harina era todo un espectáculo visual.  El señor Carpio pesaba la harina extrayendo esta de su costal con una especie de cucharón de hojalata, ponía papel de despacho en el plato de la balanza que era de hojalata también, y una vez equilibrado el contrapeso colocaba el papel conteniendo la montañita de azúcar o harina en el mostrador, giraba los costados del papel, los retorcía delicadamente, se formaban dos puntas, las tomaba, daba dos vueltas en el aire y tenía un hermoso paquete que no se abría de manera alguna hasta llegar a las manos de mamá.

Ataditos, montoncitos, yapas, papel de despacho, rezagos de un mundo que ya no existe, o del cual por lo menos queda muy poco. El mundo de hoy es otro. Con otras medidas e incluso con otros valores. Hasta el tiempo corre distinto. Días de dieciséis horas,  minutos volátiles, a veces inalcanzables. En días como hoy hace tanta falta un atadido de minutos y un montoncito de amor finamente envuelto en cálido papel de despacho, para llevar a casa.

lunes, 2 de julio de 2018

LA MÁS MÁS DEL AÑO

La Más Más de radio Panamericana era un ranking anual de las mejores canciones del año. No sé si era por voto del público o decisión arbitraria de los productores. Se decía que era por votos, supongo que telefónico, como era entonces. En aquel entonces esa radio no transmitía salsa, era considerada una emisora de rock y pop y era de lo más sintonizada. Lo cierto es que con la llegada de la era de MTV, con los vídeo clips en los años ochenta, el ranking se convirtíó en un enorme espectáculo de coliseo cerrado, con pantalla gigante y grandes amplificadores de sonido. En Lima se hacía en el Amauta, en mi ciudad, se hacía en el coliseo Arequipa.

Era el año 1982 y yo recorría los primeros años de la secundaria. Nos enteramos del show y todos queríamos ir. Así eramos nosotros, así son los adolescentes de todos los tiempos. Solo eran vídeos proyectados en una pantalla, nada más.  El show no era ese, el espectáculo era conseguir permiso, el dinero para las entradas, algunos incluso ingresaban bebidas alcohólicas - que estaba prohibido - y otros bebían afuera antes de entrar. Pero lo más importante era esperar que se apagara la luz, doblegar a los efectivos policiales que custodiaban la zona preferencial - donde estaba la pista de baile - y que impedían el paso de los que poblábamos las tribunas, para al fin juntarnos con los ricos y finalmente coronar la noche conociendo y tal vez - si los astros eran propicios - besando a una muchacha. Esto último casi nunca pasaba, pero la expectativa siempre era la misma. La esperanza es lo último que muere.

El coliseo - sobre todo al principio - tenia lleno total, el éxito era tan grande que una emisora local empezó a hacer un espectáculo similar. Si mal no recuerdo era radio Super Estereo o Aerostereo, o tal vez las dos, por que ese tipo de espectáculos se hicieron muy populares, sin embargo con los años entraron en decadencia y no sobrevivieron a los noventas.

Yo casi nunca tuve dinero para las entradas, alguna vez me invitó un amigo que finalmente no quería ir solo. En otra ocasión este mismo amigo tampoco tenía dinero y estábamos pensando cómo hacer cuando alguien nos dijo medio en broma que vayamos a cargar los parlantes, nos miramos y pensamos "¡Qué buena idea!". El día anterior a la presentación fuimos a esperar toda la tarde en las afueras del coliseo, cuando estábamos a punto de desistir llegaron los camiones, esperamos al que tenía aspecto de ser el encargado y nos presentamos. Nos dijo que no tenía dinero y nosotros dijimos que solo queríamos entradas. Fuimos inocentes, pudimos haber sido estafados, pero nos contrató verbalmente y pasamos hasta las nueve de la noche acarreando fierros y cajas. El terminar fuimos por nuestras entradas y nos dijo que fuéramos al día siguiente y preguntemos por él al inicio del espectáculo.

Al día siguiente fuimos y lo buscamos, confiados, y esta vez la confianza dio frutos, nos hizo pasar gratis y no solo a nosotros, pasaron dos amigos más gracias a nuestro trabajo.

En alguna otra oportunidad vendimos ropa usada y en otra un primo de un amigo que era Guardia Republicano nos hizo pasar diciendo que éramos sus sobrinos, en una de las primeras otro amigo que era pariente de Iván Márquez, locutor estrella de la radio y que a la sazón era el presentador oficial de La Más Más, nos regaló algunos tickets de ingreso. Hacíamos de todo para ir, sin contar con todo el trabajo que costaba conseguir los permisos de nuestros padres.

Corria en sus últimos estertores el año 1984 y fuimos al coliseo Arequipa, no estoy seguro si fue era la Más Más de Panamericana o uno de los shows locales. La pasamos bien y repetimos el ritual de siempre, esperar que las luces casi desaparezcan para bajar a la cancha de basquet, ya sea para bailar o solo saltar, en la mayoría de casos solo ver a las chicas de otros colegios pasar mientras nosotros fumábamos cigarros. En ese entonces los policías ya no ponían mayor empeño y se dedicaban a ver también los vídeos; nosotros pasábamos de las tribunas de cemento a la zona preferencial y viceversa sin mayor dificultad.

En ese ínterin, de subir y bajar, perdí a mis amigos. Bajé y empecé a buscarlos cerca del lugar donde estaban los proyectores, no había nada, estábamos en las siete u ocho canciones más importantes, yo estaba totalmente despistado en medio del coliseo, caminé por el centro, rumbo a la pantalla buscando a mis amigos, y nada. Me quedé parado, anunciaron el siguiente tema y cerca a mi había un grupo, dos chicas se quedaron sin pareja y una de ellas me miró, yo le hice un gesto para bailar y ella aceptó. Bailamos. Mientras lo hacíamos me acerqué a su oído y le pregunté su nombre, "Inés" me dijo, yo le dije que me llamaba Miguel y seguimos bailando. Terminó esa canción y anunciaron en el siguiente puesto a Querida, de Juan Gabriel; yo miré a Inés y ella pasó sus brazos sobre mis hombros y detrás de mi cuello, yo la tomé por la cintura y empezamos a bailar y de pronto ella me besó.

Ese fue mi primer beso de verdad, un beso de adultos, yo era un adolescente e Inés era por pocos años mayor que yo - lo supe después -, me besó con pasión y esa noche marcó mi vida. No sabia que se podían sentir tantas cosas con un beso, por los breves minutos que duró la canción sentí que éramos los únicos en el coliseo, en la ciudad, en el planeta, en el universo. Inés sabia perfectamente lo que hacía y gracias a ella la gente alrededor se vaporizó mágicamente y solo volvió cuando las ultimas melodías de Querida se perdieron en el infinito. Yo no dije nada, solo la tomé de la mano y escuchamos algunas canciones más, luego incluso la abrazaba desde atrás mientras veíamos los vídeos de Stevie Wonder y Billy Idol, y al final bailamos la ganadora Footloose. Encendieron las luces y ella empezó a irse con sus amigos. Le pregunté recién donde vivía y cuantos años tenia. Ella sonrió, me dijo dieciocho y me dio una dirección. Yo la vi irse mientras mis amigos me encontraban y a los empujones me llevaban con ellos.

Hoy, cada vez que escucho Querida vuelve a mi ese momento de absoluta certeza visceral y fascinación. Momento inefable, muy parecido al amor. En una sola canción, Inés, me enseño a besar. Esa noche aprendí también que horas de palabras y retórica pueden ahorrarse con un buen beso. Un beso lo dice todo, lo que hay, lo que no hay, lo que falta, lo que podría completarse, lo que nunca podrá haber. En el primer beso uno puede saber si existe posibilidad de que esa persona se quede para siempre o si solo será una relación ocasional. Los labios, la respiración, el calor del cuerpo, las fibras nerviosas, las papilas gustativas... no mienten.

* * *

Días después, una tarde, bien bañado, correctamente peinado y con la ropa perfectamente planchada, estaba parado en la entrada de un taller de mecánica en la zona industrial de Apima. Yo me resistía a creerlo pero esa era la dirección que me dio Inés y que yo memoricé. Pude escuchar con claridad cuando le dijeron "te busca un mocoso, Miguel, dice que se llama" y luego risas, voces, seguramente un "dile que no estoy"; luego me informaron que no vivía allí ninguna Inés. Me fui dolido pero aún sonriente. Desde aquí Inés, donde estés, en mi nombre y en el de todas las chicas que alguna vez me han dicho que les gustaron mis besos, ¡gracias!

sábado, 20 de enero de 2018

LO QUE ME GUSTA, LO QUE TE GUSTA Y LO QUE NOS GUSTA

Nos puede gustar cualquier cosa siempre que no sea algo malo. Para poder entrar en materia habría que intentar definir qué se entiende por malo.

Son malas las conductas prohibidas: matar, falsificar, ofender el honor, etc. son cuestiones del derecho y sobre ello no hay mayor duda. Por el solo hecho de ser ciudadanos aceptamos esta convención social y nos sometemos a ella.

Está también lo moralmente reprochable y he aquí un amplio margen. Lo que es moral para algunos puede no serlo para otros. Dependerá del país, de la ciudad, incluso del grupo social.

Desde la perspectiva moral, es difícil establecer una regla de qué cosa es buena o que cosa es mala. De hecho hay cosas malas para la salud que están social y moralmente aceptadas, como por ejemplo fumar. Es innegable que fumar daña la salud, pero en un lugar de esparcimiento nocturno difícilmente se mira con mala cara a quien lo hace. Hace pocos años se podía fumar en los cines y en los restaurantes. La moral es cambiante, e incluso a veces responde a valores no vinculados directamente, como los valores estéticos; al respecto leía hace poco que eso se revela nítidamente cuando se mata una mariposa y una cucaracha. El primer hecho revela un espíritu ruin, el segundo no.

Lo bueno y lo malo termina siendo una elección a partir del análisis conjunto y completo de los propios valores, más allá de los valores morales sociales.

Así, en las relaciones sentimentales, a la hora de escoger la pareja, tiene que ver mucho el asunto de los gustos pues a partir de ello se revelan valores personales, si ellos no son compatibles, la relación está condenada al fracaso.

Los gustos se contraen de dos maneras: Por entorno y por elección. En el caso del entorno, no sabemos con precisión de dónde vienen. Son costumbres de nuestra familia cercana, de nuestros padres, abuelos, tíos y hermanos mayores. Quien tiene un gusto por el fútbol desde pequeño probablemente sea  porque todos en casa juegan pelota, o quien desde pequeño tiene gusto por la música, puede ser porque todo el entorno se inclina a ello. En lo culinario yo siento gusto por los ojos de res hervidos, el guiso de sesos, la ubre arrebosada, la sarza de criadillas, el hígado frito y las caparinas. Todos esos gustos los adquirí en la niñez y no veo ningún problema en comer esos platos. He conocido gente que se descompone solo con escuchar la receta.

Los gustos por elección se adquieren luego y pueden tener dos forma, el primero por elección a partir de una cuestión incidental emotiva y la segunda por elección razonada. La primera de ellas ocurre cuando uno se encuentra con un evento nuevo y surge empatía inmediata, aunque uno no es consciente de ello, decide que eso le agrada y sin mayor esfuerzo adquiere el gusto, así, uno llega sin querer a un concierto de blues, sin haberlos escuchado nunca antes y siente una especie de conexión, decide seguir escuchando la música y adquiere el hábito. En el segundo caso se escoge el objeto del futuro gusto y se cultiva pacientemente . El ejemplo más representativo de ello es llegada tardía del teatro, la ópera o la pintura abstracta. Se requiere un ejercicio racional, estudiar el objeto, comprenderlo y mantenerlo en el tiempo hasta que se haga hábito.

El beber alcohol es un hábito socialmente aceptado. Bastante aceptado, al extremo que casi nadie lo considere malo. Se suele escuchar que en exceso es malo, pero nadie ha establecido dónde empieza el exceso.

Cuando estaba en la universidad bebía y no poco con los compañeros de estudios. Amanecía con fuertes resacas muchos sábados y domingos. Sin embargo notaba que si bien lo pasaba bastante entretenido cuando estaba con los amigos, al día siguiente sentía un extraño vacío, que con el tiempo empecé a identificar como sentimiento de culpa: El tiempo perdido, la imposibilidad de hacer cosas productivas durante el periodo que dura la resaca y el cálculo de los libros que podría haber comprado con lo gastado en la noche anterior, me llevaron a la conclusión de que no bebía por genuino gusto, si no por presión social. Lo dejé y hoy en día bebo muy poco y ocasionalmente solo para no quedar mal socialmente.

A lo que íbamos: Los gustos. No todo lo que me guste a mi es bueno y no todo lo que le gusta al prójimo, y  no me gusta, es malo. Cada uno es dueño de su propia escala de valores y desde ella es materialmente imposible juzgar al otro, aunque no nos gusten sus hábitos. Desde luego el ejercicio de tolerancia es siempre difícil, requiere de mucha apertura de mente.

Si se aplica esto al espacio sentimental, uno puede advertir algunas cuestiones importantes que se deberían tomar en cuenta a la hora de escoger una pareja. Allí se explica la necesidad de conocerse mejor antes de formalizar una relación estable. La gente difícilmente cambia los hábitos de entorno: los gustos adquiridos en la niñez y temprana adolescencia.  Es una tarea completamente inútil tratar de cambiar a la pareja en esos aspectos. Una pareja que no comparte gustos no es una pareja conformada por malas personas, es una pareja conformada por personas que son diferentes.

A quien le guste leer tendría que buscar a alguien que tenga el mismo gusto o hábito. A quien le guste bailar y beber, deberá buscar a quien le guste lo mismo. El uno y el otro no son malos ni buenos, son solo gustos, costumbres y hábitos, pero con una raíz tal que forman parte de nuestra estructura mental y emocional que nos marcan de por vida.

Alguna vez alguien me preguntó "¿Qué haces para divertirte?" y yo le contesté que escribía, "ya pues, en serio" me contestó. Claro, es que desde sus hábitos y gustos, divertirse era bailar o beber en un bar. No era mala persona, solo éramos distintos y de hecho incompatibles.

La experiencia personal me dice que no existe en estos casos la complementariedad. Nadie se complementa con gustos inversos. Es una ruptura anunciada, tarde o temprano esas diferencias van a pesar como plomo en la relación. Las parejas deben disfrutar los mismos pasatiempos, tener gustos similares, hábitos similares. Solo así se compenetran y entienden. ¿Cómo podría entender una persona a la que no le gusta la ópera a otra que se sienta a escuchar música por más de tres horas? ¿Como podría entender una persona que ama los museos a otra que no los entiende y por el contrario adora la vida nocturna? Tarde o temprano llegarán los reclamos: Te duermes cuando te llevo a la ópera, te aburres cuando vamos al museo o siempre que vamos a bailar quieres volver temprano.

Al escoger a la pareja las preguntas de "qué te gusta" no tienen una finalidad frívola y deberían contestarse con sinceridad. De eso dependerá la relación. Habrá tiempo también para poner a prueba las respuestas. Deberíamos buscar a quien nos acepte como somos y nos comprenda; pero no por sacrificio, si no por que nos entiende desde la compatibilidad, disfruta y se solaza con los mismos pasatiempos y actividades. Deberíamos buscar a quien le guste lo mismo y lo disfrute con la misma o cuando menos similar intensidad, de tal manera que cuando estemos junto a nuestra pareja y nos pregunten por nuestras aficiones podamos contestar al unísono: "NOS gusta..."

miércoles, 10 de enero de 2018

EL COLECCIONISTA (Cuento)

Ella se veía con él y lo amaba, él decía amarla también.

Ella viajaba con él, paseaban por lugares nuevos, buenos. Él evitaba salir en las fotos, astuto, siempre se ofrecía para ser el fotógrafo.

Ella sintió que no debía pedir permiso, publicó las pocas fotos donde él salía. Él le explicó con una sonrisa torcida, diabólica, que los buenos momentos no se publican. Le pidió eliminar las fotos.

Él la complacía en todo, ella se sentía feliz. Él llenaba todos sus espacios y consolaba su soledad, a cambio tenía una mujer de fin de semana para desahogar su cuerpo y su vanidad.

Ella había dejado tanto por él que cada noche para justificarse se repetía que era por amor; tenia tanto miedo a haberse equivocado que se justificó con tal intensidad al punto que se convenció de qué él la quería pese a que no veía amor en él.

Era tan infeliz que cada día tomaba una foto nueva practicando una nueva sonrisa. Necesitaba demostrar al mundo que era feliz, que no se había equivocado.

Se negó a recibir consejos, en sueños una serpiente le silbó al oído: No hagas caso de nadie, tú eres dueña de tu vida, nadie tiene derecho a cuestionarte. Eres única e inigualable, disfruta de tu individualidad, no escuches a los que critican. Ella le creyó.

Él le contaba historias, le explicaba el mundo con un discurso manido que llevaba en sus alforjas desde la universidad y hasta ahora no le había fallado. Ella que escuchaba esas historia por primera vez, cual estudiante de primer año, quedaba maravillada.

Ella creía ciegamente en él, él jugaba ciegamente con ella.

Él salía con gente nueva, conquistaba, ella cuando se enteraba o sospechaba, se desquitaba saliendo también. Ella le reclamaba, él le decía que eran almas libres, que en un mundo perfecto se aboliría la pertenencia, la propiedad privada y el dinero. Le dijo que las mentes libres no usan etiquetas decimonónicas como marido y mujer, esposos, novios, enamorados. Las mentes libres solo tienen compañeros en el viaje de la vida, camaradas... y ella le creía boquiabierta mientras él le contaba la misma historia a sus nuevas conquistas.

Él la conminaba a ser feliz, a disfrutar el momento. Ella en su amargura y desesperación lo escuchaba y sonreía con tristeza en cada momento feliz, recordando todo lo que había perdido por él.

Cuando ella estaba triste, él, en la vigilia, y la serpiente, en sueños, le decían que había hecho bien, que su anterior vida común, rutinaria, ordenada, clásica, era sosa y aburrida.  Le exigían ser agradecida con quienes la habian sacado de esa vida sin sentido, de una familia sin sentido, donde se había abandonado a ser una simple ama de casa, una pobre mujer sin esperanza. Ella pensaba en su nueva vida de salidas nocturnas, viajes y amistades alegres exacerbadas por el alcohol y les creía.

Ella quería tanto ser feliz, que a fuerza de convencerse , se enamoró de él.

Un día ella, recordando las pequeñas colecciones que había en su anterior casa, por curiosidad, le preguntó:

- ¿Tú no coleccionas cosas?
- Las cosas materiales son un producto del capitalismo imperialista - contestó él - yo colecciono momentos.

Ella sonrió feliz y pensó en los momentos que pasaba con él. No sabía que ella era solamente una más en su colección.