domingo, 25 de agosto de 2019

CINCO SEMANAS (Cuento)

Fue un jueves. Rafael vio la foto de Daniela en instagram, la seguía tiempo atrás. Se habían cruzado en la ciudad, pero nunca habían entablado conversación. Ella era una celebridad local en la pequeña ciudad de noventa mil habitantes. Buscó su nombre en facebook, le mandó un mensaje a las 8.25 de la mañana y se presentó cortésmente. Para su sorpresa ella contestó a las 8.30. Conversaron de cosas simples pero no superficiales y de la forma más natural del mundo, sin embargo, contra todo pronóstico, cuarenta líneas después se estaban contando sus vidas.  Ella le contó que ya no vivía en la ciudad, se había mudado hace poco de la región y aunque no era el otro extremo del país, no era precisamente cerca. Pese a ello y la tristeza que inevitablemente sintió Rafael, se escribieron de corrido y como viejos amigos hasta las once con nueve minutos, luego se despidieron para poder continuar con sus trabajos.

Al día siguiente, a las 8.32 ella le escribió, Rafael sintió su corazón palpitar con intensidad. Se contaron cosas del trabajo, del día a día. Rafael se dejaba llevar, hasta que apareció un mensaje de audio. Rafael siempre se había sentido incómodo con los audios. Nunca usaba audífonos y tenía la costumbre de poner todo en altavoz, incluso las llamadas para poder seguir escribiendo sus informes en el ordenador al mismo tiempo que hablaba. Pero los audios eran peligrosos por dos razones, uno nunca podía prever su contenido y por que obligaban a contestar con un audio también. A Rafael no le gustaba su propia voz. Como le gustaba escribir, siempre se había sentido más cómodo plasmando sus ideas en una hoja de papel, en una máquina de escribir, en un ordenador o ahora en un mensaje de texto. Escuchó el audio con verdadero pánico. Estaba vacío, podía ser un error. Respiró aliviado, pero cuando puso el celular en el escritorio apareció otro. Lo abrió y escuchó la voz más linda del mundo y una risa fresca, ligera, libre, campaneante, una esquila de cuya superficie brotaban pequeños corazones rojos que se desvanecían a pocos centímetros de altura y dejaban aroma de fresa de estación.

Al día siguiente habían intercambiado teléfonos. Conversaban en el día, en la noche hasta tarde, se contaban todo, desde sus tareas laborales, hasta las cuestiones familiares y sus dolores de cabeza.
Se escribieron tanto que si se pudieran imprimir las conversaciones, tendrían que haberse empleado cientos o millares de hojas de papel. Cuando cayeron en cuenta ya había pasado una semana de encontrarse en el ciber espacio día y noche, enviarse música y fotos añejas para recordar cosas y contarse historias. La noche anterior a cumplir la primera semana de escribirse, él tecleó "Te quiero" y ella se emocionó. Para la segunda semana, ya se querían con un afecto calmo, tierno, clásico y prudente.

Se preocuparon uno del otro, de sus sueños y comidas. De sus planes, sufrieron también con celos, los de ella por el pasado de él y lo de él por lo mismo. A veces la distancia no ayuda y menos para dos personas que se quieren a la velocidad de la luz pero a cientos de kilómetros uno del otro.

Para la tercera semana se sentían realmente enamorados, sin explicación alguna algo había nacido entre ellos dos, pese a haberse visto las caras en contadas ocasiones. En la realidad de sus corazones se hacían compañía todos los días, se acurrucaban el uno con el otro cada noche hasta quedarse dormidos. Sin embargo rondaba la cabeza de ambos la incertidumbre del después. Rafael tenía claro que no podía dejar su trabajo y buscar algo donde vivía Daniela, había logrado cosas importantes y no podía abandonarlas así. Daniela no quería regresar a la ciudad donde nació, había tenido malas experiencias y en esta nueva etapa tenía un buen empleo, le iba bien, había ganado tranquilidad e incluso podía tramitar su traslado de la universidad para terminar su carrera. Cuando tuvieron oportunidad de conversar del tema, Daniela siempre había planteado la posibilidad de tal vez volver un día, eso si las cosas se daban. Rafael, acostumbrado  a la certeza de las leyes y los contratos, sentía un enorme sinsabor cuando pensaba en que diablos significaba "si las cosas se daban..."

El sábado siguiente al día que cumplieron tres semanas, Rafael le avisó que viajaría, así él con el corazón a mil vio a Daniela en la explanada del aeropuerto, esperándolo. Sus emociones desbordaban, pero ambos se controlaron con elegancia y algo de nervios. Ella estaba bella y ella percibió el aplomo de él. Se tomaron de las manos en el taxi y se apoyaron el uno en el otro irradiando las emociones acumuladas por tres semanas de quererse a golpe de telepatía, audios y mensajes de texto.

Llegaron al departamento de Daniela y dejaron la maleta, se dieron un beso dulce y tierno y se fueron a almorzar. Caminaron tomados de la mano hablando de todo un poco. Y así pasó el día, veinticuatro horas donde fueron inmensamente felices. Abrazados, recostados uno al lado del otro, haciéndose cariños. En la noche salieron a tomar algo, Daniela lo llevó a un esplendido lugar de moda donde vendían todo tipo de bebidas pero hechas todas ellas a base de pisco peruano; conversaron, disfrutaron cada minuto, se sacaron fotos, compartieron sus miradas y luego su piel como si la vida se fuese a terminar mañana. Rafael pensó para sí que todos los enamorados tendrían que quererse como se quisieron ellos en esa oportunidad, entregándolo todo sin la certeza de un mañana.

Al día siguiente, desayunaron en el aeropuerto, Rafael se despidió de Daniela con ilusión. Si era necesaria viajaría cada quince días, cada semana. Todos los fines de semana. Incluso ella había deslizado la idea de devolver la visita cada vez que pudiera.

En los días siguientes sucedió algo que avivó las esperanzas de Rafael, se complicaron algunas cosas respecto a los gastos de Daniela. Rafael podía ayudarla pero prefirió no intervenir, por dos razones, la primera era por que ella era muy independiente y no lo habría aceptado y la segunda porque pudo leer entre líneas que la madre de Daniela le estaba exigiendo que retornara, con lo que indirectamente se cumpliría su sueño de estar juntos. Sin embargo luego de analizar todas las posibilidades, Daniela asumió los regaños y los retos y decidió quedarse y enfrentar la situación. Así llegaron a las cuatro semanas. 

Sin embargo algo paso. El día que estuvieron juntos, Rafael notó a Daniela feliz, pero no solo por su compañía. Ella era feliz en esa pétrea ciudad, con sus calles ancestrales, con sus torres coloniales, con su movimiento de metrópoli babilónica, en la soledad de su departamento del que solo usaba el dormitorio, con su independencia, con su perro, con sus cosas simples pero suyas. Rafael era un complemento de esa felicidad, pero muy a pesar suyo, sabía muy en el fondo que no era la única razón de esa dicha. 

Rafael no resistió más. Un día le pidió a Daniela que vuelva, él le ayudaría a terminar la carrera, harían realidad sus proyectos, se apoyarían mutuamente. Juntos saldrían adelante. Cuando faltaba poco tiempo para que sea jueves y se cumplan las cuatro semanas de haberle escrito, discutieron fuerte por primera vez. Daniela le aclaró que tenía pendientes, que tenía proyectos que no pensaba abandonar, pero sobre todo dijo algo devastador para Rafael:  Solo volvería si todos sus proyectos fracasaban.

Rafael sintió que algo se había quebrado dentro de él. Inevitable fue la regresión a su obsesión por la lógica y la razón. Quería con toda su alma a Daniela y quería que le vaya bien. Si le iba bien como él quería, ella nunca volvería. Si a ella le iba mal, volvería, pero volvería como consecuencia de un fracaso y estaba seguro que ella ni él olvidarían que estaban finalmente juntos debido a la frustración de sus proyectos. Le dolió que la lógica del dilema fuese irrefutable. Le explicó sus temores y razones a Daniela, ella comprendió en parte, pero también se cerró en que había esperanza, que esperaba más bien el apoyo de Rafael, que cualquier cosa podía pasar en el futuro. Que necesitaba un año, solo un año para ver si funcionaba y si no regresaba. Rafael entendía claramente las razones, pero era extender el sufrimiento un año. Un año a esperar que ella tenga éxito y decida no volver, o un año para que ella fracase y retorne envuelta en un manto de tristeza y decepción.

Para el día que se cumplía la quinta semana de la primera vez que conversaron, decidieron tomar caminos separados. Mas adelante y en días no tan lejanos hubieron eventuales acercamientos, pero ya nada se pudo reparar. Se dejaron ir. Rafael se dio cuenta entonces que nunca había estado tan enamorado. Había hecho cosas que no había siquiera intentado antes. Dormir tarde, descansar poco, recibir y sobre todo enviar mensajes de audio. Pensar en ella todo el tiempo y en absoluta exclusividad. Se dio cuenta que en estas cinco semanas había dejado de comunicarse con todo el mundo excepto con el círculo más cercano e indispensable de familia y amigos.  Pero lo más importante, es que era una de las pocas ocasiones en su vida que había dejado de lado su egoísmo. Era fácil dejar que las cosas avancen hasta fin de año y despedirse sin rencores, con la excusa perfecta de haber esperado pacientemente y que "las cosas no se dieron". 

Fueron cinco semanas inolvidables. Cinco semanas donde encontró el amor, lo conoció, se dejó llenar y embriagar por él y también lo dejó ir. Lo pensó mejor, no había dejado ir al amor, el amor se había quedado con él, por causa de ese amor, por él y para él la había dejado ir, como en las antiguas historias de amor, como en los boleros viejos, como en la mitología griega, dejando que ella viva y él convirtiéndose en constelación para solo vigilarla desde arriba, o arrastrado por toda la eternidad al Hades para que a cambio ella pudiera regresar de la mano de Caronte al mundo de los vivos, pasar la tortura de ver su silueta perderse en la bruma y finalmente con ese dolor mortal pagar el precio de ver a Daniela feliz, radiante, iluminada, completa y absolutamente feliz,  aunque sin él.

domingo, 10 de marzo de 2019

LA LOCA (Cuento)

Rafael se sorprendió cuando vio su publicación en redes sociales. Por alguna extraña casualidad del destino habían coincidido a miles de kilómetros de distancia de sus respectivas ciudades en una bonita y cálida localidad tropical en el norte del país; él para un congreso de su especialidad y ella para un encuentro institucional.

Rafael no dudó en escribirle, ella no dudó en contestarle. Él se había divorciado unos meses atrás y ella seguía casada en un feliz matrimonio de apariencias. Se habían conocido hace más de quince años atrás y en algún momento se habían amado intensamente. Cuando ella se casó, dejaron de verse, luego la magia de las redes sociales permitió que se encontraran nuevamente en el mundo virtual. Nunca mas se encontraron físicamente, pero en el ciber espacio conversaban, recordaban, añoraban, a veces discutían e incluso ella llegó a celarlo. El reía, a veces la aguijoneaba por el mero placer de hacerla rabiar y ella caía. Era divertido y nostálgico, pues a pesar de todo él la quería bien, sin embargo al mismo tiempo que disfrutaba de sus maldades y de las cóleras de ella, pensaba “está loca”, y sonreía.

Ella le confirmó que se alistaría y tomaría un taxi, se encontrarían en el hotel donde estaba hospedado Rafael. Él tomó una ducha, se acicaló con calma mientras pensaba en el coronel Aureliano Buendía. Siempre que se veía con alguien después de años pensaba en el episodio aquél cuando el coronel vuelve de la guerra envuelto en una manta y se da cuenta de cuánto habían envejecido, entre idas y venidas, su madre Úrsula y él. Pensó que quince años no son poca cosa. ¿Cuanto habría envejecido él a los ojos de ella? ¿Cuánto habría envejecido ella?

Habían cosas que él no entendía de ella. El matrimonio apresurado, sus ganas de vivir intensamente y al mismo tiempo sus formas cuidadosas y su personalidad reservada sin dejar de ser elegante.  Un día supo que había tenido finalmente un hijo, Rafaél se emocionó pero con los años notó que en sus redes no habían fotos familiares, alguna vez una foto fugaz con el marido, algunas pocas con el hijo, pero tan formales que no lograba distinguir el amor que irradian normalmente ese tipo de escenas.

Cuando ella llegó no le preguntó nada. No quiso saber. Hablaron de la cosas genéricas de las que hablan los amantes siempre, de si el viaje fue pesado, del clima, de hace cuánto llegaron, qué cuándo se van, se miraron, rompieron el protocolo, se besaron e hicieron el amor.

Fue un encuentro formal, si se puede decir así, Rafael sabía que habían deseos contenidos, una pausa de largos quince años. Y se resignó a aceptar algo que había descubierto en los últimos tiempos: La gente sí cambia, pero no siempre en lo esencial. Esos cambios peculiares, particulares, en los detalles, podían ser determinantes. Ya no eran los mismos. Tenían los mismos recuerdos, pero ya no eran las mismas personas, tenían cicatrices en el alma y esas son las que más duelen y a veces incapacitan.

Hablaron tendidos en la cama, nuevamente de todo y nada, se hizo tarde, llamaron un taxi para ella. Se fue. De esa pareja que se moría de risa en un jacuzzi sin burbujas porque se derramó el frasco de jabón líquido hace quince años atrás no quedaba nada. Él la admiraba, con su locura y todo. Siempre pensó que en su momento su historia pudo haber tenido futuro, pero las circunstancias no se dieron para ellos.

Dos días después, en el avión de regreso, Rafael vio una solicitud de amistad en el celular. Le pareció conocido el nombre, hizo memoria y sorprendido se aseguró viendo el perfil. Era el marido de ella. ¿Qué habría pasado? No era buena señal. Recordó sus besos, pero los besos de la añoranza, los que habían calado en su memoria, sus caricias tiernas, su temperamento delicado y fino. La deseó con una nostalgia soporífera. En su mente se despidió de ella, este era el momento. Él sabia que no estaba loca, nunca lo estuvo, era un alma libre, irreverente, impulsiva, sexual, cataclísmica, que tenía que convivir con una personalidad metódica, racional, cuidadosa del qué dirán, de las formas, de los códigos y las convenciones sociales. Se vio reflejado en ella, tal vez él también estaba loco. Con todo y ello, sabiendo que no volvería a saber de ella, sabía que ambos se habían marcado con esa locura, que aunque no volvieran a verse o hablarse, nunca podrían olvidar esa intersección de los túneles de Sábato, donde breve, pero muy brevemente, fueron inmensamente felices, con esa felicidad que solo sienten los que padecen de locura o, quien sabe, la disfrutan.

jueves, 28 de febrero de 2019

UN MONTONCITO

El tiempo se mide en segundos, minutos, horas, meses y años. Las distancias, en el sistema métrico, se calculan en metros y sus respectivos múltiplos, pero también existen pies, pulgadas y hasta cuartas. Los pesos se miden por gramos, kilos, quintales, los líquidos en litros, onzas y pintas. Sin embargo en mi añorada Arequipa existe un sistema de medida singular y enigmático: El montoncito.

A diferencia de las unidades de medida usadas en casi todo el mundo, el montoncito no tiene equivalencias y eso es lo que lo hace mágico. Recuerdo acompañar a mi madre al mercado del barrio y preguntar: “Casera, a cuanto el montoncito...” de ajo, de garbanzos, de habas o de alverjas. Las vendedoras se apostaban en aquel tiempo en el piso y tendían a veces una tela, a veces un trozo de plástico, y sobre ella organizaban montoncitos piramidales de diferentes productos. ¿A cuántos gramos equivale un montoncito? Al parecer, al respecto no existe dato alguno con un mínimo de rigor científico y las amas de casa además debían calcular, a ojo de buen cubero, qué vendedora ofrecía los montoncitos más grandes a menor precio.

Pero al asunto no termina allí, decía mi madre que algunas vendedoras tenían un talento especial para ahuecar el montoncito. Es decir construir la pirámide de tal manera que en su base existiesen vacíos que hacían ver sus montoncitos mas grande que los de la competencia, cuando en realidad tenían menos cantidad  o peso. Nunca supe si tal talento era real o solo una infundada suspicacia de mi madre.

El montoncito es pariente de la yapa, esa cantidad, indescifrable también, que viene de agregado a la compra del cliente fiel. Y a su vez, el montoncito y la yapa son parientes también del atadito. Un atadito de perejil o un atadito de acelga. La espinaca tenía una naturaleza dual, podía venir en atadito o en montoncito.

Existe también el medio atadito, e incuso el medio montoncito y hasta el puñado.

Ya no se ven ataditos en el mundo moderno. Los supermercados, las tiendas de abarrotes grandes y medianas nos han reducido a fríos metros, gramos y litros. Ya nadie te vende harina o azúcar en papel de despacho, como el señor Carpio, en su desaparecida tienda frente al cine Benique. Comprar azúcar o harina era todo un espectáculo visual.  El señor Carpio pesaba la harina extrayendo esta de su costal con una especie de cucharón de hojalata, ponía papel de despacho en el plato de la balanza que era de hojalata también, y una vez equilibrado el contrapeso colocaba el papel conteniendo la montañita de azúcar o harina en el mostrador, giraba los costados del papel, los retorcía delicadamente, se formaban dos puntas, las tomaba, daba dos vueltas en el aire y tenía un hermoso paquete que no se abría de manera alguna hasta llegar a las manos de mamá.

Ataditos, montoncitos, yapas, papel de despacho, rezagos de un mundo que ya no existe, o del cual por lo menos queda muy poco. El mundo de hoy es otro. Con otras medidas e incluso con otros valores. Hasta el tiempo corre distinto. Días de dieciséis horas,  minutos volátiles, a veces inalcanzables. En días como hoy hace tanta falta un atadido de minutos y un montoncito de amor finamente envuelto en cálido papel de despacho, para llevar a casa.