“Early in the morning, when you knocked upon my door, Early in the morning, when you knocked upon my door, I said Hello Satan, I believe it’s time to go.”
Me and the devil blues. Robert Johnson
Robert, sentado en la vieja banqueta de madera que él mismo
había llevado, sintió que el frío de la madrugada le partía los huesos. Llevaba
esperando cerca de seis horas en el mismo lugar, fumando, aterido pero con la
clara sensación del sudor frío humedeciendo su desgastada camisa. Alguien le había dicho que en el cruce de los caminos
de Clarksdake en Misisipi, aparecía el diablo a media noche. Llevó una banca y
una guitarra Gibson nueva que había comprado con todos sus ahorros y hasta con
los que no tenía, prestándose de aquí y de allá sin saber todavía si podría
pagar.
Recordó los últimos años, a los dieciocho se había casado
con Virginia, fue feliz. A pesar de lo poco que ganaba tocando en clubes de
mala muerte por la noche y trabajando en los campos de algodón cuando se podía,
había logrado formar un hogar. Su corazón se partió de tristeza cuando ella y
el bebé murieron la noche del parto. Se ahogó en la tristeza y el alcohol,
tocaba ebrio y cada vez peor. Recordó los tiempos de la escuela, cuando empezó
a tocar la armónica con sus amigos y luego su madre, entusiasmada, consiguió un
arpa usada para él. Nunca tuvo afecto por los estudios, su madre le imploraba
que se esfuerce y aprenda las asignaturas, pero sus diez hermanos mayores lo
habían hecho y daba igual porque terminaban trabajando en las plantaciones o arreando
ganado. Se dio cuenta que estudiar no haría la diferencia con ningún negro de Hazlehurst
ni de todo Misisipi, se abandonaba a la música. Un día el reverendo McKenna lo
probó para instrumentalizar el coro de la iglesia. Le dijo: “Muchacho, tocas
bien, pero no lo suficiente, si quieres puedes quedarte para enseñarte a
cantar, pero para tocar te falta mucho.” Robert no volvió, tocaba en casa y se
esforzaba en hacerlo mejor, pero notaba que no lo conseguía. Terminó siendo un
músico mediocre y peor aún luego de la muerte de Virginia. El whisky barato le
daba fuerzas para cantar y cantaba con verdadero dolor, pero tocaba de mala manera,
siempre a la diabla y sin precisión, esperando ansioso la pausa entre canción y
canción para la siguiente ronda de alcohol.
Fue en uno de esos clubes que lo contrataban solo porque no
había otro más barato qué él donde Robert conoció a Billy. Billy se sentaba en
una esquina, bebía siete whiskys y a veces se quedaba hasta el final. Nadie
sabía de dónde había venido, su rostro negro insondable con incontables arrugas
profundas y su cabello blanco apretado hacían imposible adivinar su verdadera
edad. Vivía en un establo, se le veía ordeñar las vacas en las mañanas pero no hablaba
con nadie. Todo su dinero lo gastaba en whisky, no se le conocía mujer ni
hijos. Un día cuando Robert bajaba del tabladillo miserable que servía como escenario,
Billy lo llamó para conversar. Robert se disculpó en un principio, pero no
resistió la tentación del whisky gratis que Billy le ofrecía. Se sentó, casi no
habló, Billy tampoco lo hacía pero trazaba figuras con los dedos sobre la mesa
y de rato en rato golpeaba con ritmo el tablero, luego de un rato le preguntó
si las canciones que cantaba eran suyas.
– Sí – respondió.
– Tal vez si se las das a alguien que las toque
mejor, podrías ganar algo de dinero – replicó Billy.
– ¡No!, son mías – contestó firme Robert,
recordando a Virginia. Había escrito esas canciones pensando en ella.
Billy se rió con estrépito. Lo miró fijo a los ojos y le
contó la historia de un hombre que vendió su alma al diablo a cambio de talento
para tocar la guitarra.
– Esas son mentiras – exclamó Robert y tomó el
último whisky de un solo golpe, cuando se marchaba escuchó a Billy decir:
– No pierdes nada, solo tienes que ir a media
noche a un cruce de caminos. Eso es todo.
Robert desde aquella noche no dejó de pensar en el asunto.
Ya no tenía familia, vivía en un sucio cuarto donde había guardado bien
escondidos algunos dólares por si en algún momento caía enfermo o dejaban de
contratarlo como había pasado en muchas ocasiones.
Esa noche había caminado sin ganas hasta el cruce, llegó
cerca de las diez cargando la guitarra nueva con cuidado y el viejo banquillo
para tener dónde sentarse. Esperó entre asustado y escéptico hasta la media
noche. Deseaba de corazón que no apareciera nadie, que todo fuese un cuento
viejo con el que los abuelos asustan a los niños para que no salgan de noche.
Cuando calculó que sería la hora indicada no pasó nada, solo el silencio y la
negritud profunda. De pronto oyó pasos, se le escarapeló el cuerpo. Encorvó la
espalda, aguzó la vista y pensó en usar la guitarra como arma en caso de
emergencia. Frente a sí, una silueta emergió de la noche, a medida que se
acercaba pudo reconocer el andar, la pelambre blanca, las arrugas infinitas,
era Billy. Se alivió y sintió enojó al mismo tiempo por la broma de mal gusto.
Se puso de pie, Billy lo saludó sin afecto y extendió la mano. Robert no
entendió, “dame la guitarra” dijo y Robert se negó, Billy rió con sus carcajadas estentóreas,
sus ojos llamearon y sus dientes
brillaron en una noche sin luna como si estuviesen hechos de alguna sustancia luminosa.
Robert sintió subir desde su vientre un calor trémulo, una sensación vaga en la espina dorsal de que ese hombre viejo era eterno y que expedía un olor
intenso a animal sacrificado. Comprendió todo.
– ¿Aún estás dispuesto a vender tu alma, muchacho?
– Dijo Billy.
– Sí – contestó firme Robert al mismo tiempo que entregaba la guitarra.
Billy tomó el instrumento y se fue como había venido, Robert
esperó y esperó. Pensaba por minutos, y seriamente, que había sido engañado con
el cuento más viejo del mundo y que Billy estaría riéndose de él, que vendería
la guitarra al primer desprevenido y se largaría del pueblo. Sin embargo la
desazón que le había dejado esa mirada maligna lo había convencido en última
instancia a entregar la guitarra. Raspó el tacón de sus viejos zapatos en el
piso terroso, enrolló y encendió su último cigarrillo y cuando estaba por
terminarlo apareció Billy de nuevo, le entregó la guitarra, humeante pero fría como
hielo. Respiró y preguntó:
– ¿Y ahora?
– Espera a mañana en la noche y solo toca, pero la
primera vez deberá ser en el lugar que te vio nacer. No olvides que tu alma me
pertenece.
– Ya lo sé. ¿Algún consejo? – preguntó Robert.
– Sí – dijo Billy.
* * *
A partir de ese momento la vida de Robert cambió, regresó a Hazlehurst
y tocó, la primera noche a nadie le llamó la atención el músico, era el
fracasado Robert LeRoy Johnson que había vuelto como se fue, pasó desapercibido.
Sin embargo él descubrió que la guitarra literalmente tocaba sola cuando pasaba
sus dedos por el mástil. Eran sonidos nuevos, firmes, profundos, melancólicos y
al mismo tiempo intensos. Poco después se dio cuenta que solo tenía que cerrar
los ojos e imaginar la música y esta fluía de sus dedos hacia la guitarra. Un
día, a solas, probó con una guitarra diferente, fue como si estuviese
arrancando gemidos lastimeros de una tabla atada con tripas de animal. A partir
de entonces nunca se despegaba de la guitarra, dormía con ella, no volvió a
tocar con otra, por esos días conoció a Esther, una joven viuda adinerada y se
casó con ella, tuvo un hijo. Poco tiempo después se corrió la voz de su
talento, venía gente a verlo de todo el estado e incluso desde otros estados.
Le propusieron viajes que aceptó, grabó en dos años veintinueve canciones pero
siempre exigió tocar sin iluminación, con el pretexto de que la luz le dañaba
los ojos, así podía ejecutar en la penumbra. La verdad era que tenía miedo de
que la gente viera que no eran sus dedos los que producían los sonidos de la
guitarra endemoniada. En los estudios, donde no podía esconderse en la oscuridad,
tocaba mirando a la pared y de espaldas a la consola con la excusa de que la acústica
era mejor de esa manera para su música. Las disqueras no lo contradijeron
jamás, sus canciones eran todo un éxito. Sin embargo, con el tiempo la ansiedad
lo fue consumiendo, tenía miedo de que su tiempo se acabe. Tenía miedo de que
Billy viniese a cobrar su deuda, lo veía o creía verlo en todos los clubes y
bares, en la mesa de la esquina, bebiendo siete whiskys e irse. En ocasiones
cuando creía verlo cancelaba la presentación y escapaba con su propios recursos
del pueblo, en cada lugar siempre encontraba una mujer que rápidamente accedía
a sus pasiones y pasaba la noche con él, con el tiempo asumió que era parte del
trato. Vivía en hoteles, dormía en un pueblo y a la noche siguiente en otro;
nunca dejó que le tomen una foto, excepto aquella vez que la disquera lo
amenazó con que sin foto no habría disco. Aceptó de mala gana.
Cuando tenía veintisiete años, el sábado trece de agosto de
mil novecientos treinta y ocho estaba en Greenwood, en Carolina del Sur, la
noche anterior se había acostado con la mujer del dueño del club donde habría
de presentarse, una mulata apasionada y febril de nombre profético: Diamond.
Ella cedió a sus requerimientos sin pudor y se metió disfrazada de mucama en su
cuarto una vez que tuvo la certeza de que el marido se había dormido. Antes de
la presentación alguien le mandó una botella de whisky, estaba abierta. Estaba
a punto de beber y miró el timbre roto y girado. La rechazó. Diamond, que
ayudaba a su marido en la barra del bar, abrió otra botella y se le envió. No desconfió y bebió. Minutos
después, mientras tocaba levantó la vista desde la penumbra y distinguió a
Billy en el fondo del club bebiendo su séptimo whisky, vio la mirada de fuego y
los dientes fulgurantes, sintió un espasmo en el pecho y la garganta seca, el
vientre se le incendiaba y los tendones de sus manos se agarrotaban
dolorosamente por el efecto de la estricnina. En ese momento recordó el consejo
de Billy, aquella noche en el cruce de
los caminos de Clarksdake:
– Nunca bebas whisky de una botella que no haya
sido abierta por tus propias manos.