viernes, 31 de diciembre de 2010

2011

Este año 2010 fue bueno, tuve trabajo, uno que me gusta hacer y que además está bien remunerado, en temas laborales no se puede pedir más. Construí una linda casa, con mucho esfuerzo, los inevitables colerones con los obreros y los consecuentes dolores de cabeza, pero la hice finalmente, aunque tengo una linda deuda con el banco también, pero eso es lo de menos. Este año empecé con los blogs y creo que he sido constante en ello. Redescubrí amistades, obtuve nuevas y abandoné otras. Es parte del ciclo.

No sé si saldré esta noche, pero como ya mencioné en algún post creo que es buena fecha para rituales. Cada uno ejecutará los rituales que mejor conozca o en los que más crea. Algunos experimentarán cuanto truco y artificio vean en la televisión y también está bien. Estoy convencido de que lo que mayor efecto le da a cualquier pócima, ritual, culto o religión es la fe. Tener fe es lo que abre las puertas a los deseos para que se hagan realidad. Creer es lo que nos hacer estar vivos y seguir adelante. Por mi parte haré mi ritual personal, repasar mis metas, elaborar nuevas y hacer un balance del año.

Obviamente también replantearé mi plan de sueños. Buen momento para agradecer todos los sueños hechos realidad hasta ahora, buen momento para agradecer al universo el gozar de buena salud y estar rodeado de personas buenas y decentes.

Creo que es un buen día sobre todo para agradecer, si alguien quiere agradecer bailando todos los ritmos posibles hasta las seis de la mañana… ¡me parece fantástico! ¿Qué mejor que regresar a nuestras raíces primitivas y conectarnos con el universo por medio de una danza frenética? y si luego pueden completar el ritual con algún apareamiento, ¡bienvenido sea y disfrútenlo! (pero no olviden cuidarse) Algunos harán una fogata en la playa y muchos beberán hasta desvanecerse. Lo importante es agradecer sin importar la forma, lo importante es declarar de alguna manera esa afirmación de vida que nos permite levantar la cabeza y mirar al frente para continuar con nuestros proyectos, ya sean personales o colectivos.

Espero de corazón que todos los deseos buenos se cumplan: Los chiquitos y los grandes. Que cada uno pueda formular con claridad sus proyectos y tengan la fe necesaria para llevarlos adelante. Espero que podamos tener la paciencia para esperar los resultados y la fortaleza para seguir cuando aparentemente las cosas no funcionen. Espero que este año sea uno de éxitos y alegrías. Sé que habrá penas y fracasos eventualmente, pero ¿para qué están los amigos? Precisamente para despertarnos de esos letargos y darnos el empujoncito que hace falta cuando se cae en la desesperanza.

¡Feliz Año 2011 a todos y hagamos nuestros rituales con toda la fe del mundo para que el Universo conspire a nuestro favor!

miércoles, 29 de diciembre de 2010

COCINAR EN COMPAÑÍA

Hace dos noches veía la televisión, como siempre saltando entre canales, revisando de rato en rato los de cocina, ya que incluso antes del boom de la culinaria en el país, siempre he sentido un enorme afecto por el arte del buen cocinar, seguramente influenciado por la extraordinaria sazón y creatividad de mi querida madre, quien con menos de veinte lucas diarias – a veces con veinte lucas por semana inclusive – nos alimentaba sana y deliciosamente a mí y a mis seis hermanos.

En este proceso de zapping me encontré con un simpático y agradable cocinero argentino de nombre sencillo: Francisco del Piero, de ancestros italianos según su propio relato. El programa que él conduce se llama “Intervención”. La temática es simple: Con una mesa de trabajo portátil se instala en la vía pública y cocina platos relacionados histórica o geográficamente con el lugar donde se encuentra apostado. Si bien la propuesta no es nueva, ya que he visto a otros cocineros preparar sus platos al aire libre, esta es la primera vez que veo que el proceso no solamente se hace en la vía pública, sino que además se realiza con una permanente interacción con los transeúntes.

Del Piero prepara en esta ocasión unos ravioles con seso de res y espinaca, plato que me hizo humedecer los ojos de la emoción al recordar a mi madre, ya que no había nadie como ella para darle al seso de vaca ese sabor que te hacía olvidar lo que estabas comiendo, me imagino que algunos al leer esto estarán poniendo cara de asco, pero es que nunca han probado el seso salteado como lo preparaba mi madre y seguramente tampoco los ravioles de Del Piero. ¡Yo tampoco, pero puedo imaginar que deben ser fantásticos!

Mientras Del Piero lidia con las sartenes y el poco espacio en su mesa de trabajo, invita a los vecinos y peatones que pasan a ayudarlo cortando la pasta, sosteniendo el sartén o revolviendo la fritura. Los mirones del barrio observan desde la esquina, mi madre diría que son los vagos de la cuadra, que nunca faltan en ningún barrio, sólo que en Buenos Aires los vagos tienen pinta y aire de galán de cine. También pasan turistas americanos y daneses que se quedan pasmados viendo al tipo cocinando en la calle y sacan sus celulares y cámaras para registrar el suceso.

A pocos metros detrás de la mesa de trabajo, se sienta una imponente matrona en una banca del parque a observar al cocinero mientras teje una bufanda de lana. Del Piero bromea con ella, como bromea con los daneses y los americanos. Pasa también un grupo numeroso de niños con guardapolvo blanco, escoltados por sus profesoras y se quedan acompañando un buen rato mientras las profesoras intervienen también en el proceso culinario.

En la parte final Del Piero prepara un delicioso pesto que me hace salivar y me sumerge en la nostalgia, una porción de albahaca por una semejante de perejil, ajo, queso y aceite de oliva. Mis emociones están a flor de piel y en el momento culminante del programa nuestro cocinero enplata los ravioles con el pesto y los coloca en una mesa más pequeña, distinta a la mesa de trabajo, destapa un vino, lo sirve y comparte lo cocinado con los espectadores de la calle, con los vagos de la esquina, con los daneses, con los americanos, con la matrona y su tejido, con las viejas chismosas que han estado comentando todo el rato su forma de cocinar, seguramente criticándolo, pero igual acuden al llamado. En ese momento sublime Del Piero logra la apoteosis, compartir ese ritual íntimo y antiquísimo de cocinar con un grupo de personas que, a este punto ya no son desconocidos, son miembros de una tribu, marcados para siempre por la ceremonia del alimento común.

Apago el televisor con congoja cuando aparecen en la pantalla los créditos. Hace más de tres años que no pruebo un pesto casero, y más de quince que no pruebo seso de res salteado, pero siempre me queda el placer de cocinar y compartir lo preparado cada vez que puedo con los amigos, con los íntimos, con los no tan íntimos y con los desconocidos. Si pudiera cambiar de trabajo, con certeza cambiaría el mío con el del buen Francisco del Piero.

jueves, 23 de diciembre de 2010

LA CASA FRENTE AL ARBOL (Cuento)

Era veintitrés de diciembre y junto con Mateo habíamos llegado a Puerto Maldonado. Apenas atravesamos la puerta de salida del avión, el bochorno nos tomó desprevenidos metiéndose por las botas de los pantalones, subiendo por el vientre hacia las axilas y el cuello. Cuando bajamos las escaleras nuestras camisas ya estaban empapadas de sudor. Mateo resoplaba y repetía bajito entre dientes:
– ¡Putamare... qué calor!
Yo simplemente no podría hablar, sólo caminaba por la pista de aterrizaje para llegar pronto a la sombra, levantando un poco los brazos a ver si algo de aire se metía por las mangas de mi camisa.

Una vez que recogimos las maletas y la caja salimos del aeropuerto para tomar un taxi, nos avasallaron como veinte sujetos con bermudas y polos sudados ofreciéndonos transporte. Mateo preguntó la tarifa a ciegas mirando a cualquier lado y uno de los taxistas gritó:
– ¡Diez soles jefe! – mientras señalaba un motocar destartalado, rojo y amarillo.
– No, no, mucho – dijo Mateo
Se acercó en ese momento por mi derecha un muchacho bajito, con la piel tostada por el inclemente sol.
– Yo lo llevo por cuatro patrón –me dijo, llamé a Mateo y le hice señas con las manos para irnos con este chofer. Empezamos a caminar con dificultad entre los otros taxistas, arrastrando nuestras maletas y la caja. Seguimos al muchacho hasta que apareció ante nuestra vista una moto lineal. Con el calor, la sed agobiante y el brillo del sol, pensé que se trataba de una broma de mal gusto. Mateo me miraba por encima de sus lentes oscuros con una cara de enorme sorpresa y cansancio que daba risa a pesar de las circunstancias.
– ¿Este es tu taxi? - le dije - ¿En esto nos vas a llevar a los dos?
– ¿Cómo cree patrón? – Sonrió – Aquí sólo puedo llevar a uno, el otro se va con él – y señaló a otro motociclista parado a dos metros que nos miraba con una amplia sonrisa perforada por la pérdida de un diente delantero.
– ¿Y las maletas… y la caja? – exclamé.
– Se acomodan nomás – me contestó con serenidad.

Finalmente pagamos los diez soles y nos fuimos en el motocar destartalado del primer taxista, en todo el camino del aeropuerto a la ciudad no vimos ni un sólo automóvil que pareciera taxi, al parecer todos los taxis eran del tipo motocar o moto lineal. En el trayecto casi no pudimos siquiera conversar por el ruido del motor de nuestro transporte.

Al llegar al hotel abrimos las maletas y separamos la caja, era grande y era un encargo especialísimo para la tía Ethel. Días antes, cuando mencionamos nuestro viaje de vacaciones al Brasil, mi madre sin dejar de hacer sus quehaceres me dijo:
– Lucas, ¿Le llevas un encarguito a tu tía Ethel, un paquetito chiquito nomás?
Mi tía Ethel vive hace más de ocho años en Madre de Dios, así que sin pensarlo mucho acepté considerando que sería una buena oportunidad de ver un rato a la familia lejana. El día anterior y unas tres horas antes de salir hacia el aeropuerto de Arequipa, mamá se apareció en mi departamento seguida por un sufrido taxista que llevaba una enorme caja entre sus brazos.
– Aquí te dejo la cajita hijito – me dijo – Ahí encima le he pegado un papelito con la dirección, no te olvides dárselo antes de la navidad, me la saludas a tu tía ¿ya?
Se dio la vuelta y solo atiné a asentir con la cabeza, la vi alejarse hacia el taxi discutiendo con el taxista porque éste le quería aumentar la tarifa debido que la caja era muy pesada, arrastré como pude la caja dentro del departamento y cerré la puerta farfullando y pensando en el lío en el que me había metido.

Luego de descansar unos minutos en el hotel, revisé la dirección en el papel que mi madre con cuidado había pegado y plastificado con cinta adhesiva sobre la caja. Tomé nota y salí a la calle a buscar un taxi. Después de mucho caminar encontré un paradero de autos de transporte interprovincial. Me acerqué a los choferes para preguntarles, miraron la dirección en el papel y ninguno se ofreció a llevarme a pesar de que les indiqué que no iba a regatear el precio. Uno de ellos me señaló a un chofer que dormitaba en su auto, un station wagon Toyota blanco.
– El Wayki te puede llevar – me dijo – su carro tiene doble tracción.
Me aproximé al llamado Wayki y le pregunté si me podía llevar a la dirección del papel. Bostezó mostrándome todos sus dientes y prodigándome de aliento a cerveza rancia.
– Te llevo papi – me dijo, – pero vamos preguntando en el camino, yo soy nuevo aquí papito.

Nos fuimos al hotel a recoger la caja, con la ayuda de Mateo y el Wayki la colocamos en la maletera, compramos cinco botellas de agua y le regalamos al Wayki una y un halls, en el camino nos iba contando que había dejado el Cusco porque lo habían cesado de su puesto de chofer en Essalud y luego no había podido encontrar nada para mantener a su familia. Le habían dicho que en Madre de Dios había trabajo y lo único que sabía hacer era manejar, así que ahora estaba aquí desde hacía dos semanas alquilando este carro mientras se establecía.

Poco antes de salir de la ciudad el Wayki preguntó por la dirección y le dieron las indicaciones del caso, salimos de Puerto Maldonado y nos internamos durante una hora por una de esas trochas de barro rojo típicas de la selva. A medida que avanzábamos la vegetación se hacía más tupida y oscura. Mateo y yo nos mirábamos con miedo pero disimulando con sonrisas nerviosas, vimos unos monos, un venado y varios tucanes, de pronto el Waiky se detuvo y nos preguntó:
Papi, hasta acá nomás conozco yo, ¿de aquí a dónde sigo?

Estábamos en medio de la selva y frente a nosotros se abrían dos trochas, no tenía la menor idea. No había a quién preguntar. Nos bajamos del carro y dimos unas vueltas sin alejarnos mucho. Decidimos seguir por la trocha que parecía más transitada y mejor cuidada.
–Si nos vamos a perder, por lo menos que sea en una trocha en buen estado – dije, y cerré la puerta del carro mientras el Wayki encendía el motor.
Cuatrocientos metros más adelante vimos a un hombre caminando con botas de jebe y machete en mano. Nos acercamos, le pregunté desde el auto por la casa de la señora Ethel Rodríguez.
– La señora Ethel, si conozco – dijo – como a dos kilómetros por esta pista hay una casita de unos nativos, de ahí tienen que entrar a la derecha.
– Gracias – le dije y nos pusimos en marcha.

Efectivamente más adelante había una casa de tablas de madera con techo a dos aguas cubierto con hojas de plátano, en la entrada estaba sentada una mujer que vestía sólo una falda pequeña, hecha de un cuadrado de tela y cubriendo sus senos, dejando su vientre al descubierto, tenía un polo viejo de Iron Maiden. De su cuello colgaban varios collares hechos con piezas de madera, semillas y otras cosas indescifrables. Sobre sus rodillas descansaba un niño al que, pude presumir, le estaba extrayendo los piojos de la cabeza. El Wayki hizo sonar la bocina del carro y salió un hombre menudito y enjuto de sonrisa grande y amarilla, tenía el torso desnudo, estaba vestido únicamente con un short maltrecho de esos que se usan para jugar el fútbol donde todavía se podía leer el número diez. Le pregunté por la casa de la señora Ethel Rodríguez.
– Allá adentro – me contestó con el típico acento de la selva y señalando hacia la espesura – vas siguiendo por este pasto y pasando está la casa, justo frente al árbol.
Efectivamente había un claro y luego el monte, yo veía cientos de árboles, castaños, mangos, bananos y otros que nunca había visto en mi vida. Miré al nativo de nuevo y le dije:
– ¿Cuál árbol?
– De acá se lo mira, ahí está el árbol y en su frente… la casa – me replicó señalando al bosque.

Pensé que la casa debía estar cerca si desde aquí se podía distinguir el árbol, por supuesto que yo no veía ninguna casa entre la espesura.
– ¿Y cómo es la casa señor? –repliqué con toda la amabilidad de la que fui capaz.
– ¡De madera pues! – me contestó el nativo al borde de la impaciencia.

Si ánimos de mayor discusión, le agradecí y nos encaminamos en medio del monte. El Waiky silbaba, yo creo que de contento por la tarifa que nos iba a aplicar después de tremendo viaje. Avanzamos bosque adentro y yo ansioso, buscaba alguna casa en medio de tanto árbol y no vi nada. Dimos como cinco vueltas y nada, puro árbol y nada de casas. Desistí. La verdad me dio un miedo aterrador de perderme si nos alejábamos más de la trocha. Mateo coincidió conmigo y volvimos rumbo a la casita del nativo. Una vez allí, le ofrecí dinero para que nos acompañe hasta la casa de la tía Ethel. Aceptó. Subió al carro, tal cual estaba, sin polo y sin zapatos. Le iba indicando al Wayki la ruta y de pronto, luego de aproximadamente media hora de viaje, apareció una linda casa de madera en medio del monte, que daba inicio a una bonita hacienda con un pequeño lago en el medio.
– Ahí está la casa de la señora – me dijo el nativo, con una sonrisa – ¡juácil ve!
Lo miré con cólera reprimida y le pregunté:
– ¿Pero dónde está el árbol? –tratando de vengarme.
Entonces con su mano pequeña y áspera, me señaló un enorme e impresionante árbol cuya base tendría unos seis metros de diámetro cuando menos. El Wayki, Mateo y yo nos quedamos con la boca abierta. Nunca había visto un árbol tan grande que no fuera en la televisión o los libros, su altura fácilmente alcanzaba los sesenta metros o más. Seguramente su copa se podía ver desde la carretera, nunca se nos ocurrió siquiera intentar ver por encima de los árboles. Repuesto de la impresión, me puse en plan de mal perdedor y le dije a mi guía:
– ¡Ja! ¿Pero cómo íbamos a saber que ese era el árbol al que te referías? ¡Este lugar está lleno de árboles por todos lados!
– ¡Ah…! –Me contestó el nativo burlándose de mi ignorancia y luego, premunido por la autoridad que le concedían siglos de conocimientos ancestrales, señalando el coloso espécimen, declaró:
Ese es un árbol señor, los otros son palos nomás.

lunes, 20 de diciembre de 2010

MIS REGALOS DE NAVIDAD

De alguna manera siempre supe que Papa Noel era un invento. Hasta donde alcanzan mis recuerdos, tuve siempre la certeza de que los adultos compraban los regalos para los niños. Sospecho que los adultos parten (partimos) de la premisa que los niños son estúpidos. Lo cierto es que tal vez sean inocentes, pero estúpidos nunca. Normalmente se vuelven estúpidos después, cuando interactúan con nosotros, los adultos y les contagiamos nuestra estupidez.

En mi casa la navidad llegaba más bien temprano, a pesar de la estrechez económica, mi madre siempre se las arreglaba para adornarla con gracia y ella misma confeccionaba las guirnaldas con la ayuda de mis hermanas. Se ahorraba dinero para una cena decente el día veinticuatro, que es uno de los recuerdos más gratos de mi niñez. Hasta hoy Semana Santa y Navidad están catalogadas en mi memoria como fechas de comer bien, mucho y rico.

Mi madre tenía la costumbre de comprarnos obsequios modestos precisamente la noche del veinticuatro, recuerdo verla salir a las seis de la tarde luego de dejar las ensaladas y otros platillos listos, acompañada de mis hermanas mayores, a fin de hacer las compras navideñas. Retornaba casi siempre a las diez u once de la noche, con prisa, nos enviaba a los más chicos a ver la televisión mientras envolvía los presentes en papel de regalo y los colocaba bajo el árbol (los árboles de plástico eran un lujo, el nuestro era de alambre forrado con papel crepé) pocos minutos antes de dar las doce de la noche.

En un inicio pensé que mi madre lo hacía con la finalidad de mantener el suspenso y la magia de la navidad, más adelante descubrí que era porque mi padre (que no vivía en casa con nosotros) le daba el poco dinero de las compras el mismo día veinticuatro por la tarde.

Mi padre, militar del Ejército Peruano, vivía con otra mujer en otra casa y con otros hijos, como la mayoría de los padres de este país. Claro que la que ostentaba la partida de matrimonio era mi madre, lo que le permitía afirmar con dignidad que la mujer con la que vivía mi padre era la otra, cosa que por cierto, en la práctica no sirve para nada más que para el auto consuelo. Mi madre en su infinita bondad y dignidad nunca pensó siquiera en demandar a mi papá.

Resulta entonces que además de mis seis hermanos que vivían conmigo y mi mamá, tenía dos hermanos más en otra casa, menores que yo en seis y siete años, un hombre y una mujer. Nunca me costó trabajo entender el concepto. Siempre me pareció muy natural además. Es lo bueno de nacer en una familia disfuncional: Los traumas no te joden la niñez. La desventaja es que regresan en la etapa adulta a revolverte la vida.

Las primeras navidades de la infancia, como decía fueron gratas. Un hermano de mi padre se fue a Estados Unidos a estudiar medicina y se quedó por allá a vivir. Venía cada tres años por las fiestas y traía regalos. Además de mi tío era mi padrino de bautizo, así que al menos los primeros años me tenía cierta consideración. Recuerdo que un año que me trajo una radio AM amarilla con la figura de Mickey Mouse, el brazo del ratón señalaba el dial con mano envuelta en un guante blanco y además venía con un micrófono que permitía usar la radio como un altavoz. Fue uno de los mejores regalos que tuve. Casi nunca lo usé. Como buenos pobres, mi madre lo guardó para usarlo en ocasiones especiales. Pasó mucho tiempo guardado, recuerdo haberlo visto muchas veces. Lo miraba sobre la mesa, lo miraba y lo remiraba. Lo usé muy poco. Mi madre hizo un esfuerzo y cuando se acabó la batería con la que vino, compró otra. Cuando esa segunda batería se acabó no volvió a sonar. Solo lo miraba. Un día en mi inocencia y creatividad, conseguí un cable mellizo y un enchufe viejo. Desarmé la radio y con mucho cuidado corté los cables de la radio que conectaban la batería y los uní con los extremos del cable mellizo. Con pedazos de cinta adhesiva usada cubrí las juntas y listo. Recuerdo claramente el momento, en el dormitorio que compartía con mis hermanos, sobre el planchador, allí estaba la radio, enchufé y encendí… de inmediato un sonido fulminante y seco, un par de chispas y el fuerte olor a plástico quemado. Doscientos veinte contra nueve voltios, una lucha desigual. Ese fue el fin de la radio de Mickey Mouse.

Otro regalo invaluable fue el que me hizo mi padre cuando tenía cinco o seis años. Era el paquete de Mis Ladrillos que no estoy seguro, pero creo que era de Lego. Eran solo piezas de diversos colores y tamaños y de muy buena calidad. Venían puertas ventanas y techos a dos aguas de plástico verde. El resto lo hacia uno mismo. Esos ladrillos se convirtieron en mis mejores amigos durante toda mi niñez. Fueron casas primero, luego pirámides, animales, cajas, cofres de tesoros, desbaraté un par de carritos de plástico viejos y usé sus ruedas para hacer tanques de guerra, vehículos intergalácticos, naves espaciales, cohetes y todo lo que pude en los cinco o seis años que me acompañó, hasta que me hice adolecente.

Quienes me conocían bien en mi niñez (que eran muy pocos) sabían que un paquete de plastilina me hacía mucho más feliz que un dulce o una gaseosa. Todavía recuerdo el olor característico de la plastilina al abrirse el paquete para convertirse en rosas primero, árboles verdes con sus manzanas rojas, luego en animales actuales y prehistóricos, arañas con su telaraña, bolicheras, ballenas y finalmente en los pilotos y componentes de las naves que fabricaba con Mis Ladrillos.

A pesar de que aprendí a leer muy chico, y que siempre me encantó la lectura y todos lo sabían, solo una vez en toda mi vida me han regalado un libro en navidad y eso fue cuando ya estaba cerca de los treinta años. El libro fue “Del amor y otros demonios” de García Márquez. En mi niñez nunca.

Cuando tenía doce o trece años, no recuerdo bien, mi padre fue a casa a buscarme un día veinticuatro de diciembre. Para esa época los regalos navideños eran cada vez más modestos. Hoy en día podría afirmar que eran casi por cumplir. Sin embargo la ilusión de su llegada aún se mantenía. En esa oportunidad me pidió que lo acompañe al centro, fuimos por la calle Mercaderes y las aledañas, que en esa época y para navidad se convertían en un mercado persa. Mi padre me hablaba y yo no le prestaba atención. Solo miraba y miraba todas las maravillas en los puestos ambulantes, los camioncitos de bomberos a pilas, los autos que daban vueltas sobre sí mismos, los robots que caminaban torpemente, pensaba en ¿qué regalo especial escogería mi padre para mí? Era la primera vez que me buscaba en navidad, nunca antes me había pedido que lo acompañe a hacer compras un veinticuatro de diciembre.

Caminamos largo rato en esa tarde nublada pero calurosa por la gran cantidad de personas en el centro de la ciudad. Mi padre compró luces, guirnaldas, una muñeca, luego otra, pensé que una de ellas sería para mi hermana Charo, menor que yo en seis años y coetánea con los hijos de mi padre en su segundo compromiso. Seguíamos caminando y mi padre preguntando por juguetes y sus precios. Yo esperando detrás de él. De cuando en cuando señalaba algo y me preguntaba si me gustaba. Yo siempre contestaba que sí. El preguntaba el precio y continuaba. Yo estaba tan contento. Me imaginaba regresando a mi casa con el paquete y mostrando a mis hermanos el regalo que mi papá me había llevado a comprar.

Se iba haciendo tarde, mi padre compró silenciosamente un robot a pilas, un carrito a control remoto y los hizo envolver. Los guardó en la bolsa junto con las otras cosas y caminó conmigo siempre hablándome de cosas de la vida y los estudios. Empezamos a alejarnos del centro, llegamos a la calle Melgar, un hombre sobre el piso vendía unas cajas con piezas pequeñas para armar cosas, una versión más humilde y de mucha menor calidad que Mis Ladrillos. Me detuve y me quedé mirando, mi padre volvió sobre sus pasos, miró el juego y preguntó el precio. Compró uno. Me alegré, ese juego junto al carrito o el robot sería fantástico, pensaba cuál de ellos sería para mí, el otro tenía que ser para su hijo Alexeí, tampoco es que yo quisiera todo.

Seguimos caminado y llegamos al edificio del Seguro Social, allí mi padre se detuvo, me indicó que él iba a seguir por El Filtro, para ir a su casa en Selva Alegre. Me pidió que regrese a la mía con cuidado, me deseó feliz navidad y se fue. Me quedé totalmente frio, con lo poco que me restaba de fortaleza caminé con las manos vacías hacia la calle San Pedro. Caminé rápido tratando de asimilar: ¿Porqué mis manos estaban vacías? El sudor frio recorría mi nuca y mi espalda. Caminé más rápido, casi corriendo. Llegué en pocos minutos a la Plaza de San Antonio y de allí a mi casa eran dos cuadras más. Una última esperanza me dijo que espere a la noche. Tal vez mi padre envolvería mi regalo y lo enviaría con alguna persona. Esperé. Esa noche esperé pacientemente los regalos. No había nada. Solo los calcetines y la ropa interior que mi madre siempre hacía el esfuerzo de comprarnos con sus ahorros. Charo si recibió juguetes, todavía tenía siete años y era la única niña de la casa. Me di cuenta por primera vez que yo ya no era un niño.

A pesar de todo mantuve las esperanzas hasta el día siguiente, nada pasó. Aún hoy en día no puedo entender por qué mi padre hizo eso conmigo. Trato de entenderlo. Supongo que quiso darme a entender que yo ya era un adolecente y que la ilusión de la navidad había terminado para mí. No tenía porque hacerlo así, de esa manera tan cruel y malvada. Eso estaba bien para sus soldados, pero yo era su hijo. Solo tenía que decírmelo, yo lo hubiese entendido.

Lo cierto es que mi papá cumplió bien su cometido, mató la navidad en mí de un solo tiro. Los años luego me hicieron lo agnóstico y racionalista que soy. Compro regalos de navidad como parte de una convención social. No veo la navidad de otra manera. Precisamente hoy debo comprar el presente para el intercambio de regalos que tendremos en la oficina. Cada vez que eso sucede tengo la tentación de meter los treinta soles en un sobre y colocar encima Feliz Navidad, firmarlo y entregárselo a mi sorteado. Ese soy yo ahora, te lo debo a ti papá.

sábado, 11 de diciembre de 2010

ATARDECERES EN LA SELVA

La selva de Madre de Dios no es tan conocida como la de Pucallpa o la de Iquitos. Me parece que menos aún que la selva de la zona central del Perú, llamada también ceja de selva. He tenido la fortuna de viajar por casi todo el Perú y he notado que tanto costeños como serranos cometemos el error frecuente de generalizar la selva como si fuese una cosa común, una cosa lejana, verde, mágica y calurosa, pero toda igual. Eso es totalmente falso. Cada región de la selva tiene sus propias características, su propio olor, su propio paisaje. Pucallpa se percibe claramente como una selva emergente. Tarapoto tiene esa selva montañosa de altas cumbres verdes y caídas de agua inolvidables. En Iquitos el paisaje del Amazonas y el Nanay rodeando a la ciudad es fascinante. Además es una ciudad cada día más cerca a ser una gran capital, una metrópoli. A fines de los noventas ya era una ciudad con un fuerte movimiento comercial y cultural. En Madre de Dios, una región que carece de elevaciones geográficas importantes, son notables dos cosas: Su biodiversidad y sus atardeceres de antología.

Para un serrano como yo, los atardeceres con el sol ocultándose a través de la unión de dos montañas son imágenes nostálgicas que nos persiguen a donde vayamos. Sin embargo, aquí en la selva de Madre de Dios, en particular de Iñapari, he tenido la oportunidad de ver tonos de rojo, naranja, amarillo y toda la gama de rosados posibles en unos crepúsculos gloriosos que dejan sin aliento. A ello hay que sumar el verde interminable que le da a la puesta de sol ese ingrediente mágico que sólo es posible percibir en la realidad y que escapa de la fotografía a pesar de los esfuerzos por capturar todo ese encanto en unas cuantas tomas.

Además del paisaje visual, los atardeceres de la selva están acompañados de un sinfín de ruidos de aves e insectos que anuncian el ocaso. El conjunto sensorial es paradisiaco. Y lo más interesante de todo es que para vivir esta maravilla, no debo internarme en la profundidad de la selva. Todo lo que les relato lo disfruto desde la comodidad de mi propia casa. Las fotos que acompañan esta nota las tomé el pasado diez de diciembre, entre las 5:42 y 5:53 de la tarde. Estas fotos inspiraron la nota y no la inversa.

La casa donde vivo es un lugar especial, para envidia de mis lectores les comento que saliendo a mano derecha se necesita caminar aproximadamente cinco cuadras y un poco más para llegar a la ribera del rio Acre, cruzando este se encuentra el colosal Brasil. A espaldas de mi casa y caminando tan sólo una cuadra y media se encuentra el rio Yaverija, el que separa al Perú de Bolivia. Como comprenderán a pocos mil metros en línea diagonal, se encuentra un punto privilegiado, que es la unión del rio Acre y el Yaverija, parado en ese punto se pueden ver al mismo tiempo los territorios de Perú, Brasil y Bolivia.

Iñapari es un paraíso tropical, sin embargo causa mucha tristeza el abandono y olvido de los que sufre por parte del Estado. Aún se carece de servicios básicos, casi no existen redes de desagüe, el agua llega sólo una hora al día en los lugares a donde llega y sólo en los meses de verano. Durante la última parte del invierno y en la primavera, que es la época donde las lluvias son menos frecuentes, la ciudad puede pasar varios dias sin agua y los que podemos subsistimos gracias a pozos subterráneos o agua del rio. La luz en los pocos lugares donde está instalada sufre cortes arbitrarios todo el día y es proveida sólo de seis de la mañana a doce de la noche. Es lamentable también que en el sur de Madre de Dios la minería informal está destruyendo la selva y en casi todo el departamento la tala ilegal y discriminada de madera (a menudo la legal también es indiscriminada) contribuyen con una deforestación que a la larga será irreversible, afectando a miles de especies que no existen en ningún otro lugar del planeta. Tengo la esperanza de que tanto el Estado como la propia población tomen conciencia de la necesidad de la conservación de la selva como patrimonio no sólo del país si no del mundo.

Es por ello que creo que se requiere urgentemente de una revaloración de esta zona del país como un destino turístico, una actividad que será sostenible en el tiempo, preveyendo de recursos y calidad de vida a la población sin afectar su biodiversidad. Estoy firmemente convencido que, además de las mariposas de mil colores, los extraños insectos que parecen extraídos de películas de ciencia ficción, los animales increíbles, las plantas mágicas, el paisaje exhuberante y el calor tropical, cualquier turista de cualquier punto del planeta gustoso se trasladaría hasta esta ciudad tan sólo para ver estos increíbles atarcederes. Vivo en un paraíso. Les comparto un pedacito de él en esta nota y estas fotografías. Yo lo sé... me envidian. Los comprendo.

jueves, 9 de diciembre de 2010

LA BANCA DE CEMENTO AL PIE DEL RESERVORIO (Cuento)

Cuando Carmela llegó a su casa no consiguió evadir la mirada hiriente de su hermana. Se sonrojó, sabía de manera certera y racional que Eloísa no tenía por qué haberse dado cuenta de nada, sin embargo pensó que algún detalle imperceptible en su cabello o su piel podría delatarla. Sintió miedo, Eloísa la observaba con firmeza y algo de maldad, se sentía turbada por la fuerza de esa mirada. Tratando de escapar se metió al baño, contuvo la respiración y se miró en el espejo. No notó nada que pudiera evidenciar lo que había sucedido, tal vez era el peso de la culpa, pensó. Se santiguó y se lavó las manos con fruición, salió del baño y se sentó a la mesa para cenar. Su hermana comió en silencio. Ella apenas levantó los ojos. Al terminar se puso de pie, era miércoles y era su turno de lavar los platos, su hermana se atravesó y le dijo con un tono irónico: - Ve a dormir, debes estar cansada ¿no? -Carmela sintió un temblor recorriendo sus piernas, ¿Cansada de qué? Se supone que había estado estudiando. ¡Claro! Cansada de estar estudiando. - ¡Sí! - se dijo - cansada por el estudio. Sonrió, dio las gracias y fue a acostarse. Ambas dormían en el mismo cuarto. Se puso el pijama de franela blanca con ositos azules. A pesar de tener dieciocho años, y aún cuando muchas de sus amigas usaban otras prendas para dormir, a ella le gustaba todavía el pijama de los ositos azules. Se recostó de lado mirando la pared y se cubrió con la frazada mientras recordaba las mil emociones distintas que había conocido esa tarde. Ensimismada en esos recuerdos tan cercanos no se percató que su hermana ya había entrado a la habitación, sólo sintió el roce de sus cabellos en su nuca y su voz terriblemente suave y severa al susurrarle al oído: - Sé que te has acostado con ese imbécil, se te nota en la sonrisa de puta que tienes.

* * *

Yo estaba de paso por Lima, no me gusta la capital pero tuve que ir a ver lo de la visa; ya estoy cansado de estar aquí y tal vez en otro país sea distinto o tal vez no tan diferente pero por lo menos con otros aires. Cuando terminé el trámite en la Embajada me fui a pasear por la ciudad, subí a una combi cualquiera y recosté mi hombro en una de la ventanas para ver la ciudad pasar ante mis ojos, me abandoné a la sensación de ver como Lima se iba haciendo cada vez más triste, desordenada y gris a medida que abandonábamos San Isidro y nos acercábamos al centro, me divertía ver al cobrador desgañitándose, espetando la ruta a los peatones en los paraderos. Estaba absorto mirando las calles cuando empecé a fijarme en los niños que limpiaban los parabrisas de los autos detenidos en los semáforos en rojo, aparecían en cada cruce como repitiéndose, como si fuese el mismo grupo de niños que desaparecían de mi vista en una esquina y volvían a aparecer doscientos metros más adelante, las mismas caras vacías, el mismo discurso sin contenido aprendido de memoria para pedir una moneda a los conductores, las narices y labios irritados por el Terokal, los ojitos llorosos probablemente por la misma causa, además de la contaminación. Pensaba en ello cuando escuché al cobrador anunciar que estabamos por llegar al Jirón de la Unión, un lugar a donde no iba hace muchos años, sin pensarlo mucho decidí bajar.

Una vez en el paseo peatonal del Jirón me dediqué por un buen rato a mirar las tiendas, el lugar había cambiado mucho desde la última vez que estuve allí: Infinidad de vendedores ambulantes yendo y viniendo, puestos de venta de discos piratas en las puertas de las tiendas sucias y bulliciosas, jaladores para cortes de cabello al paso en peluquerías pintadas de colores huachafos y escandalosos. En algún momento recordé dónde estaba realmente y me asusté un poco. Eso es algo que siempre pasa con nosotros los provincianos cuando paseamos por una ciudad donde hay tanta gente, uno olvida por un momento dónde está, creyendo que todavía se está en la ciudad natal y se pierde la noción de los peligros de una ciudad como Lima, en ese momento, como buen provinciano toqué mi bolsillo para confirmar que mi billetera aun seguía en su sitio. Caminé rápido y llegué hasta la Iglesia de La Merced; cerca había un McDonald’s, miré mi reloj, eran casi las tres de la tarde, se me ocurrió entrar a comer algo y luego ir al terminal para tomar el bus que me devolvería a Arequipa.

El local tenía pocos comensales, presumo que por la hora, yo estaba sentado comiendo en una mesa apartada del fondo del local, cuando entraron tres mujeres que me llamaron la atención por el atuendo que traían, me quedé mirándolas sin querer hasta que una de ellas volteó ligeramente y me quedé petrificado: Su rostro me pareció familiar, especialmente familiar. Instintivamente traté de meter mi cabeza entre mis hombros como si eso pudiera ocultarme de su vista, me di cuenta que no era necesario, debido a una columna de concreto ubicada en el centro del local era poco probable que me viera. Me quedé en mi sitio tratando de observar su perfil y aparentando en lo posible poco interés, no quería que volteara completamente por alguna razón y me sorprendiera mirándola. Quería confirmar si era ella efectivamente, después de más de doce años sería una locura venir a encontrarla en un McDonald’s de una ciudad tan grande como Lima y a mil kilómetros del lugar donde nos conocimos.

* * *

En la academia de secretariado Carmela sintió que se movía el piso. Se apoyó en los bordes de la carpeta unipersonal y el frío del metal en sus manos la hizo sentirse peor. Se concentró en su respiración, controlándola. Se puso de pie y pidió permiso para ir al baño. Su rostro estaba tan desencajado que la profesora misma la acompaño hasta el lavabo. Carmela estaba pálida, podía ver su rostro amarillento en el espejo. Luego velozmente en su cabeza empezaron a girar números, fechas, marcas en el calendario, no podía ser. No podía pasarle eso justamente a ella. Se desvaneció.

* * *

Era el año noventa y dos o tal vez el noventa y cuatro, ya no recuerdo bien, he hecho muchos esfuerzos para olvidar esa época, y ahora no pienso esforzarme para reinstalarme en esos recovecos de la memoria. Tal vez lo único que recuerdo con mediana claridad de esa época es a María Asunción, es un recuerdo triste, pero limpio, no me causa dolor. Sólo nostalgia en un principio, pero después, como cuando alguien sopla una superficie cubierta de polvo, se van levantando los detalles y todo se hace confuso y a pesar de que la recuerdo bastante bien, no puedo recordar la última vez que la vi.

Lo que si recuerdo perfectamente es la primera vez que apareció ante mí. Era verano, un típico verano serrano de mañanas iluminadas y tardes lluviosas, se había organizado una jornada de limpieza en la universidad y un grupo de estudiantes del segundo año estaban terminando de ordenar las cubetas y las mangueras para guardarlas cuando, de pronto, empezaron a jugar entre ellos, lanzándose agua entre gritos y risas. Fue en ese preciso momento que la vi: Era morena, no muy alta, pero al ser delgada se le veía espigada, cabello negro lacio, largo, ojos enormes rodeados de unas preciosas pestañas negras también, traía una pantaloneta azul que no le llegaba a cubrir las rodillas y un polo blanco holgado que se había mojado y dejaba adivinar su figura. Me quedé mirándola un buen rato, y luego me volví a mi derecha, donde estaba sentado comiendo el gordo Daniel y le pregunté:

- ¿Conoces a la chica de pantaloneta azul?

- Si, -me contestó, con la boca aún medio llena de un bocado del sándwich que estaba comiendo - Es la Winnie Cooper, está en segundo año

Me reí, es cierto tenía un gran parecido con la actriz adolescente de la serie de la televisión: Los años maravillosos, bueno, Winnie Cooper entonces. Luego miré al gordo Daniel con mi cara de signo de interrogación y no le quité los ojos de encima hasta que terminó de masticar el nuevo trozo de carne que se había metido en la boca.

- ¡Ya! - me dijo - seguro quieres que te la presente... pues mira yo no la conozco, pero sí a su amiga. Espera.

Se marchó caminando en dirección al grupo de chicas que trataban de secarse la ropa con el sol. Por un segundo quise detenerlo, pero ya era tarde, el gordo era impulsivo y en el fondo agradecí que fuese así. Luego, como si se tratara de un holograma borroso, vi que se acercaba con enorme seguridad a Winnie Cooper y a una de sus amigas, les habló, volteó y me señaló. Mi rostro empezó a aumentar rápidamente de temperatura y seguramente también cambió de color, no podía controlarlo y me sentía encender más y más a medida que se acercaban los tres. El gordo Daniel nos presentó mientras se limpiaba la boca con una servilleta. Su nombre era María Asunción, el de su amiga no me acuerdo, estoy seguro que en esa época lo supe, pero ahora ya no, aunque aún la suelo ver por el centro de la ciudad de vez en cuando y le hago un gesto de saludo que ella me corresponde.

Lo cierto es que nos hicimos amigos, el gordo Daniel moría por la chica cuyo nombre ahora no recuerdo y yo intentaba lograr algo con María Asunción, o Winnie Cooper como le decían todos en la universidad. Yo no me moría por ella o mejor dicho no recuerdo haberme querido morir, ya sea de amor o de cualquier otra cosa. La sensación era de agrado por su compañía, pero nunca amor, si es que el amor existe. En un inicio caminábamos juntos después de clase y... nada más. En esa época igual que hoy no tenía a dónde ir ni qué ofrecer. Solo caminar y conversar, recuerdo muy poco lo que conversábamos. Recuerdo mucho mejor los lugares por donde caminábamos. En la parte posterior de la universidad recién habían construido un enorme tanque elevado de concreto para almacenar agua al que llamábamos “el reservorio”, era la misma época en que construyeron el estadio "monumental" de la universidad. En la base del reservorio habían hecho unas bancas de cemento, nos sentábamos allí y hablábamos un poco y luego nos besábamos. Al principio inocentemente, luego cada vez con más pasión y deseo, pero nunca nos íbamos de ese lugar. Ahora lo recuerdo mejor y me parece increíble que a cierta edad cueste tanto preguntar las cosas y peor aún proponerlas. No me imagino preguntándole en ese momento a María Asunción si era virgen, hubiese sido una patanería imperdonable o algo semejante según yo, además se le veía tan frágil e inocente que hasta la pregunta misma hubiese sido una ofensa. Hoy en día haría la pregunta de todas maneras. Ya no se puede confiar en las apariencias.

Tampoco me hubiese atrevido proponerle ir a "otro lugar", para empezar porque siempre he sido muy torpe para hacer ese tipo de propuestas, es probable que haya perdido muchas oportunidades de ese tipo en mi vida, solo por no atreverme a hacer la pregunta o por no saber cómo hacer la pregunta adecuada. De otro lado las mujeres resultan ser casi siempre muy hábiles para sortear una pregunta mal hecha y de paso enredar las cosas en su propio beneficio. Las pocas veces que me atreví a proponerle a alguien ir a "otro lugar", dándole a la pregunta ese tono especial que hace que "ese lugar" sea precisamente "aquel lugar" donde uno quiere ir y no “algún otro lugar” cualquiera como una cafetería o un parque, había sufrido casi siempre derrotas humillantes. Una de las respuestas mas difíciles de manejar es siempre "¿que lugar?", que es precisamente la respuesta-pregunta que uno no quiere escuchar en esos casos, debe ser por ello que hasta el día de hoy detesto que me contesten con otra pregunta. Es para ese tipo de respuestas precisamente para las que uno nunca está preparado, porque a esa edad la palabra "hotel" quema los labios si se pronuncia frente a la chica que se quiere o por lo menos que queremos hacer creer que queremos, y entonces uno tiene que inventar algo urgentemente y tomar prestadas frases de la televisión o las novelas rosa como: "A un lugar donde estemos sólo los dos" y todo resulta peor porque con una simplicidad propia sólo de las mujeres inocentes - o de las que quieren parecerlo - replican: "Aquí estamos bien, además no veo a nadie más, estamos solos tú y yo, mi amor." Luego uno se ve obligado a tener que explicar que sí, estamos solos pero cada tres minutos pasa alguien y además sería más bonito si "estamos los dos y podemos olvidarnos del mundo" y darle veinte vueltas al asunto saltando de tangente en tangente hasta que ella decide que es hora de irse, que ya se hizo tarde, que no tiene permiso y uno termina arrepintiéndose de haber propuesto ir "al otro lugar", porque además de la oportunidad también se perdió en explicaciones el tiempo valioso de los besos de la juventud que nunca se recupera. Como diría mi madre: Se perdió la soga y la cabra.

Y en mi caso y en esa época, además no tenía los fondos suficientes para ir "a otro lugar", por lo menos no de mi bolsillo. Así que además de serme difícil explicar lo de ir a un lugar discreto, es decir, sin hipocresías: A un hotel barato y no en el sentido despectivo, si no barato de verdad, pero lo más limpio posible; tenía que convencer a mi damisela para que colaborara con la causa del amor físico con el cincuenta por ciento por lo menos del importe de la habitación o de ser posible con todo el amor que pudiera, esto es amor en su equivalente en monedas.

Realmente me costaba trabajo decirle a María Asunción de manera clara y directa lo que pasaba por mi afiebrada mente cuando nos besábamos al pie del reservorio y por si fuera poco me atormentaba el nombre, María Asunción, y como era casi un hecho irrefutable que era virgen, entonces el trastorno era de proporciones bíblicas, ¿Cómo pedirle a María Asunción la virgen pura y casta que se meta a un hotel barato conmigo? Y claro, salir del hotel ya nada casta y menos virgen aunque eventualmente todavía pura sí, pero pura preocupación como les sucede a las vírgenes después de su primera vez. Así que para evitar mayores conflictos decidí que en adelante cuando la besara cerraría los ojos pensando en Winnie Cooper y no en María Asunción la virgen.

Pasados los días me di cuenta que esa no era una buena solución, como consecuencia del apodo, por las tardes se me dio por ver en la televisión la serie que lo inspiraba y descubrí rápidamente que la verdadera Winnie Cooper –el personaje quiero decir -era todavía más pura y casta que María Asunción (por lo menos en los capítulos que vi en esos días, aunque después supe que cambió) y además estaba enamorada de Kevin Arnold, así que la estrategia duró poco y decidí pensar en María Asunción sin mayores apelativos cuando cerraba los ojos en las inacabables sesiones de besos al pie del reservorio y las consecuentes caricias, en el eterno juego de yo poner las manos donde no debía y ella retirándolas de aquellos lugares prohibidos, pero cada vez con menos convicción.

Algo que me preocupaba constantemente en aquellos días de besos y banca de cemento era un favor que me pidió María Asunción. Una ocasión en que la acompañaba a tomar su bus al paradero, me pidió por-fa-vor que no la abrace ni le tome la mano fuera de la universidad. En aquel momento no me llamó la atención, pero luego y a medida que pasaban los días me daba vueltas el pedido en la cabeza y un día luego de besarnos en nuestra banca de cemento del reservorio como se nos había hecho costumbre en aquellos tiempos le pregunté:

- ¿Por qué no quieres que te abrace en la calle?

Ella me miró serenamente y me dijo: - Si mi tía se entera me mata.

Hay preguntas que nunca se deben hacer y uno tiene que estar lo suficientemente despierto como para poder atrapar las respuestas en el aire antes de que caigan al suelo. Cuando dijo "tía" entendí de inmediato que no había mamá. Era evidente, no hay tía en el mundo que supere el poder de una mamá, sin importar si la mamá es buena o mala, consentidora o exigente, la autoridad de la mamá no se discute ni por las tías y en muchos casos ni por el papá. De inmediato entendí por qué estaba tan triste la semana anterior, estábamos a mayo y la semana anterior fue el segundo domingo. Día de la madre. Me quedé callado. Necesitaba respuestas pero hay preguntas que no se deben hacer.

* * *

Mientras Carmela entraba en la sala de partos recordaba cada minuto de los últimos ocho meses: La paliza atroz e impune que recibió de su padre; la noche terrible que pasó sentada y llorando en la vereda frente a su casa porque su padre se negaba a dejarla entrar, ella pedía perdón a gritos y entre lagrimas y su padre insistía en que se fuera de su casa, que ya no era su hija. Su madre mirándola con tristeza desde la ventana. Al día siguiente, cuando su padre se fue a trabajar, ella fue la que la dejó entrar. No le habló, ni reproches ni consuelos, solo le tendió un plato de comida. No podía comer, se le atragantaba el arroz, tenía un nudo en la garganta, pero lo hizo por su hijo. Rezaba, rezaba profundamente pidiendo perdón a Dios por todo lo que había hecho. Recordó cuando le pidió a Ricardo que se la lleve, que hagan una vida juntos, que trabajarían unidos para mantener a su hijo. Ricardo la abrazó y lloró con ella. Luego nunca más supo de él. Trató de averiguar, preguntó, solo le contestaron que se había ido a Puno. Ya no quiso averiguar más. Recordó a su hermana, sentía su desprecio a todas horas, en cada palabra, en cada mirada. En cada gesto. Podía sentir claramente como se sentía superior a ella. No solo se sentía superior, estaba orgullosa de sentirse superior. Rezó otra vez mientras la acomodaban sobre la camilla, lloró por su hijo, por ella, por Ricardo, por su papá que no le había vuelto a hablar. Lloró por esa tarde en que quiso ir más allá y que ahora le daba este hijo que nunca deseó pero que estaba dispuesta a cuidar. Levantó la vista y no había nadie de su familia a su lado. Parió llorando, pero no de dolor, el llanto era de pena.

* * *

Dos días después de haber sacado mis conclusiones acerca de la tía de María Asunción, busqué al gordo Daniel por toda la universidad y le pedí que averigüe lo que pudiera acerca de ella y su familia, tal vez con alguna de sus dos amigas con las que siempre andaban juntas, la chica cuyo nombre no recuerdo y por quien el gordo se moría y una tercera que se llamaba Miriam, por alguna razón recuerdo bien su nombre y que tenía el cabello rizado y algunos kilos de más. El gordo Daniel les preguntó a las dos y el fin de semana me contó que del papá de María Asunción no se sabía mucho, cuando le pedí que me cuente lo poco que sí se sabía, me di cuenta que el no saber mucho era sólo un decir, en realidad no sabían nada. La mamá murió cuando María Asunción era una niña y se la había encargado a su hermana, es decir la mentada tía. Parece que la tía era sumamente celosa y de aguantar pocas pulgas. Enterado de esas pocas cosas y con el secreto fin de no enturbiar la relación y mis aún latentes deseos carnales, decidí archivar la información en otro cajón más de mis recuerdos y continuar con los besos al lado del reservorio en la banca de cemento, con la esperanza de que sucediera algo mejor, por lo menos para mí.

Pasaron los días y en junio cumplimos un mes: Se me ocurrió ser romántico. Entre pequeños préstamos, algunos ahorros y un inocente y nada perjudicial decomiso de monedas del cajón de mi hermano mayor, compré un muñeco de peluche, que debe haber sido seguramente un perro o un oso, también compré una tarjeta de esas típicamente huachafas con flores rosadas y rojas, un muñequito dibujado y frases alusivas al amor y otras farsas. Rellené la tarjeta con algunos versos medianamente rimados pero cargados de fuego, ese mismo que ya me iba consumiendo hacía un mes y se la regalé junto al peluche en la universidad en el cambio de hora. Al salir de clases caminamos juntos, fuimos al reservorio, nos sentamos y besamos como siempre, la acompañé a su paradero y me fui caminando a casa. Hacía frío.

A la mañana siguiente desperté en un vulgar día cualquiera, sin mayores cosas que hacer y menos interesantes como para contar hasta las diez de la mañana, me ubiqué en el patio de la facultad al cambio de hora para verla salir de su clase y decirnos hola como casi todos los días. No la vi. En un inicio no me preocupó, solo entristecí. Esa tarde la llamé por primera vez por teléfono a su casa, me contestó la voz de una mujer mayor. Colgué.

La situación se repitió durante tres días más, yo sabía que pasaba algo pero aún no tenía muy claro qué, María Asunción no solía faltar a clases. No me atrevía a hablar cuando me contestaban el teléfono y era evidente que ella no contestaría, al cuarto día me acerque a Miriam sin pensarlo mucho, le pregunté si sabía algo de María Asunción y me miró con compasión. Me tomó suavemente del brazo, aún sin entender me dejé guiar, muy amablemente se alejó del grupo y me llevó cerca de las escaleras donde había menos gente. Me dijo que ellas también se habían preocupado y pensaban que María Asunción se había enfermado, así que esa mañana fueron a su casa a llevarle los cuadernos para que se ponga al día con las materias. La encontraron en un mar de llanto y la prohibición expresa de su tía de no salir de la casa hasta que jurara que no volvería a verme. Lo había descubierto todo por culpa del monigote de peluche que María Asunción abrazaba en su habitación el día que cumplimos un mes. Me indigné profundamente, pero no atiné a hacer nada. Me quedé de pie en las escaleras enrojeciendo de cólera e impotencia, Miriam se fue y me quedé rumiando mi indignación, finalmente luego de darle muchas vueltas a la situación llegué a la conclusión de que era mejor no hacer nada. Me fui a mi casa.

Cerca de una semana después la vi en la universidad, me acerqué corriendo, pensando que nos abrazaríamos y todo quedaría resuelto. Ella se apartó cuando quise tomarla en mis brazos, la noté fría y distante. Me dijo las tres palabras más temibles que pueden salir de la boca de una mujer: -Tenemos que hablar.

Fuimos al reservorio, pero esta vez no hubo besos. Sin que yo preguntara me dijo que su tía le había prohibido que me vuelva a ver y bajo esa condición podía continuar con la universidad. Cuando escuché eso mi expresión debe haber sido evidente, porque aunque no dije nada ella me empezó a contar detalles que yo no imaginaba: Su madre había muerto cuando ella era muy chica, su tía la había cuidado desde entonces, se había hecho cargo de su educación y en lo posible de su bienestar, conjuntamente con sus primas que eran un poco menores que ella.

El resto era fácil de suponer, María Asunción estudió en un colegio dirigido por monjas, yo conocía ese colegio, en particular por el raro uniforme que usaban y que aparentaba un hábito de monasterio. Recuerdo que las chicas de ese colegio solo parecían dos cosas: O muy mojigatas o demasiado despiertas, pero siempre escondidas en esa especie de mortaja escolar. Me contó que estando en el colegio su tía le prometió que terminando la secundaría podría tomar sus propias decisiones, entre ellas la de tener enamorado. Cuando terminó la secundaria le dijo que primero ingrese a la universidad y luego podría tener un enamorado si así lo deseaba, una vez que ingresó a la universidad le dijo que podría tomar sus decisiones (entre ellas tener enamorado) cuando terminara la carrera. Por eso se cansó y decidió ya no hacerle caso. Yo había sido su primer enamorado.

Nos quedamos en silencio mientras caía la tarde. Sabía perfectamente que no iba a funcionar, yo no estaba dispuesto a cargar con toda esa responsabilidad. Era una historia triste y verdadera, yo ya tenía suficientes disfunciones familiares en mi propia casa como para agregar una más a mi vida. Caminamos un poco y como era de esperarse me pidió que me olvide de ella y que no la busque. Le di un beso y se fue. No tenía que pedírmelo, yo ya había decidido que sería así.

* * *

Habían pasado cinco años, Carmela era una paria dentro de su propia familia, nadie le hablaba, sus padres habían sido sencillamente indiferentes, sobre todo su papá. La mamá sin hablar ayudaba cuando podía, cuando se acabaron los pañales, cuando se acabó la leche o en esas largas temporadas en que no consiguió trabajo. Tenía un techo, pero tuvo que trabajar de todo para poder alimentar y cuidar a su hija, era una niña hermosa, alegre, se notaba que no sabía de la tristeza que la rodeaba. Su hermana se había casado hacía tres años y tenía una hija de año y medio, eso era lo peor. En cada reunión familiar era ella la que recibía las felicitaciones, tenía una familia lograda, una bella hija como Dios manda, como si a su hija no la hubiese enviado Dios también. Se sentía despreciada, se escondía en su habitación, aquella que había sido de ambas cuando niñas y que ahora era su refugio y el de su hija. Abrazaba a su niña y le acariciaba el cabello y le besaba la pequeña cabecita, lloraba largo y la pequeña solía dormirse en sus brazos.

Tres meses después, Carmela sentía hervir sus sienes por la fiebre. Las pastillas y los antibióticos ya no servían, recostada sobre la cama de su cuarto vio aparecer a Ricardo, a su padre, a las amigas de la academia de secretariado que nunca terminó, llamó a gritos a su madre, quería ver a su hermana. Le pidió entre lágrimas que la llamara, que viniera a verla. Su madre trató de calmarla con paños fríos de vinagre sobre la frente. El olor de vinagre le daba nauseas, pero la humedad la ayudó a calmarse un poco. Pudo conciliar el sueño, cuando despertó su hermana estaba a su lado. Trató de descubrir en sus ojos si aun la despreciaba y sin soportarlo más se lo preguntó directamente. Ella no contestó, el silencio fue suficiente, Carmela buscó su mano y le dijo lentamente, con todas sus fuerzas pero con la voz queda: - Por favor, por lo que más quieras, júrame que cuidarás a mi hija, pero sobre todo júrame por lo que más quieras que no dejarás que le pase lo mismo que a mí.

La hermana de Carmela asintió con la cabeza y recién después de más de cinco años lloraron juntas. Llamaron a la niña, María Asunción era su nombre, se abrazaron las tres, unas horas después, cerca de la media noche Carmela dejó este mundo, murió como resultado de una anemia aguda y de tristeza crónica.

* * *

Había pasado una semana y solo me conformaba verla pasar por los pasillos de la universidad, pero ahora como un fantasma, no hablaba con nadie, ni siquiera con sus amigas, terminadas las clases se iba con la cabeza gacha y pasos cortos y rápidos de la universidad, como si la vigilaran. Tal vez era yo el que la vigilaba. Pensé que no era buena idea estar tan pendiente de ella. Ese fin de semana me fui a la casa de Max, vivía cerca de la casa del gordo Daniel, tomábamos un trago y conversábamos. No hay nada tan delicioso como el whisky que uno no paga y en este caso, lo estaba donando a nuestra causa, pero sin saberlo por ahora, el papá de Max. Eran cerca de las ocho de la noche y tocaron el timbre, Max salió a abrir la puerta y se quedó conversando con alguien en la entrada. Luego de unos minutos entró con Miriam, María Asunción estaba afuera y quería hablarme. No me gusta que la gente diga esa frase. Cuando alguien "quiere hablarme" es que ha pasado algo feo, y en este caso aunque no me gustaba nada el panorama no tenía idea de la razón por la que María Asunción querría hablar conmigo, salvo que yo fuese la personificación del Espíritu Santo y María Asunción hubiese, por mi gracia (y sin contacto alguno), concebido.

Salí cauteloso, ella estaba sentada en una banca del parque que quedaba frente a la casa de Max, me senté cerca y no hablamos por largo rato. Tomé su mano entre las mías y dije algo tonto, como siempre:

- María Asunción, piensa en esto: Si seguimos viéndonos, nadie tiene por qué enterarse.
- ¿Sería un secreto? Me dijo.
- Claro - Dije yo, y me robé otra frase de Corín Tellado: - Sería nuestro secreto.

Definitivamente la juventud y el amor son una mala combinación, ambos son irracionales. Ese día reiniciamos nuestra relación y empezamos a vernos en secreto siempre que podíamos. Abandonamos el reservorio que era un lugar muy expuesto y nos mudamos a los pastizales de la parte de atrás del estadio monumental. Las sesiones de besos y caricias continuaban, pero cada vez que nuestras pasiones se encendían más de lo debido era yo quien bajaba el ritmo. Algo me asustaba, la responsabilidad, su estado de gracia virginal y puro, aun no puedo definirlo claramente pero no quería ir más lejos. La miraba a los ojos y me gustaba como lucía, nuestros labios parecían gastarse de tanta pasión. Ya no la acompañaba al paradero, nos despedíamos dentro de la universidad y yo sólo la observaba irse.

Por aquellos días ingresé a hacer prácticas en el estudio de uno de mis profesores, tenía cara de responsable así que me dieron una copia de las llaves. En la oficina había una computadora, en esa época no todos tenían computadora y mucho menos mi familia, así que pedí permiso a mi tutor para ir los fines de semana para avanzar mis trabajos de la universidad, él amablemente me dijo que podía ir cuando quisiera siempre que ayudara un poco con la limpieza. Acepté.

Un día sábado por la tarde me arriesgué: Invité a María Asunción a dar un paseo por el centro de la ciudad, ella accedió, y nos encontramos cerca de la calle Melgar, se me ocurrió decirle que no era conveniente exponernos por la calle, cualquiera podría vernos. María Asunción se sorprendió un poco pero estuvo de acuerdo, así que aproveché para llevarla a la oficina, le dije que estaríamos más cómodos. Felizmente la oficina estaba desierta a esas horas, yo había ido varias veces los sábados luego del almuerzo y nunca aparecía nadie. Nos sentamos en uno de los escritorios a conversar, hablamos un rato y luego me puse de pie, me acerque y empecé a besarla, primero suavemente, recorriendo sus labios, disfrutándola sin la sensación de ser observado por los transeúntes, abrazándola con la certeza de no tener que apartarla por el paso de algún curioso, poco a poco los besos se iban haciendo más intensos y su respiración delataba el deseo en ascenso, no pude contenerme empecé a desnudarla y ella me dejaba hacerlo, sentía su piel con la mía y ya no podía detenerme, cuando cayó la última prenda la abracé fuerte tratando de poseerla y pude escuchar su voz débil y ansiosa en mi oído diciéndome - Me duele...

*

Me acomodé rápidamente la ropa, ella también se vestía pero lentamente, con culpa. Me acerqué y la ayudé a ponerse las prendas que aun tenía en sus manos, como un padre viste a una hija, despacio y con ternura. Cuando terminamos me miró con una tristeza profunda y me preguntó si había hecho algo mal, si era algo que ella dijo o que debía hacer. No supe qué responderle, solo la abracé. Cuando me dijo que le dolía fue como un relámpago en mi cerebro y me aparté, no pude seguir. Hasta el día de hoy sigo pensando si debí haber seguido y qué razón fue la que me hizo detenerme. Yo sabía que no la amaba, tal vez ella sí a mí o por lo menos creía hacerlo. Yo no. Estaba seguro de no amarla, por eso decidí en esa fracción de segundo no hacerle daño. Cuando uno es joven cree aun en la dualidad de las cosas, ser bueno o malo, hacer daño o no hacerlo, amar o no amar. Con el tiempo se aprende que la vida tiene una serie de matices. Sé que pensé en no hacerle daño en ese momento, pero como dije, aun no sé realmente por qué. Tal vez no le habría hecho tanto daño después de todo. Es patético y totalmente inútil ponerse a pensar en lo que pudo haber pasado, tal vez si esa tarde no me hubiese detenido yo no estaría aquí, sería un padre de familia con sesiones de fulbito los sábados por la mañana y cerveza en la tarde. Tal vez ella sería una abogada brillante, con el recuerdo de un primer enamorado-amante que la habría defraudado pero con quien habría aprendido a hacerse más fuerte. Aturdido por los recuerdos me levanté. Las tres mujeres, entre ellas la que yo pensaba que era María Asunción, se habían sentado cerca de la puerta esperando su orden. Caminé rumbo a la salida sin mirarlas directamente, a cada paso confirmaba que efectivamente era ella: María Asunción. Pensaba si me reconocería. Cuando ya estaba a punto de salir la llamaron del mostrador, se puso de pie y al voltear chocó conmigo. Se apartó rápidamente pero sin mirarme, avergonzada. Avanzó hacia la caja a recoger su pedido mientras las otras dos monjas se reían nerviosamente. Solo atiné a decir -Perdón madre -y me fui.

Iñapari, primavera del 2010

martes, 30 de noviembre de 2010

SETIEMBRE (Cuento)

Roberto se hundió hasta el cuello bajo el cobertor, en cada inspiración sus pulmones recibían el aire gélido que inundaba el cuarto expuesto al frío por el deterioro de sus puertas y ventanas. Imagina a la gente allá afuera, aquellos que madrugan y caminan en el frío lacerante de la sierra. Piensa también en esa gente que es feliz o por lo menos cree serlo. Se pregunta si él es feliz. Trata de pegar sus rodillas al pecho para proteger su vientre de ese desencanto que ha llegado a ser visceral y que lo estremece como si acuchillaran su estómago. Haciendo un esfuerzo extiende la mano hasta la mesa de noche y enciende la radio, escucha una canción e, inconscientemente al principio, recorre cada palabra del estribillo: Wake me up when september ends; respira profundo y abre los ojos; ya ha aclarado y los primeros rayos de sol penetran en la habitación por las rendijas de la vieja ventana.

Se viste lentamente, sin ganas, sin fijarse siquiera en la ropa que se pone encima, sale del cuarto y toca la puerta del baño común. Nadie contesta. Entra evitando mirar la porquería y casi sin respirar, moja un poco la toalla que ha llevado consigo en el lavabo y sale inmediatamente al zaguán. Se recorre perezosamente el rostro y el cuello con la toalla húmeda, sin pensar en nada, sintiendo su rostro enfriarse mientras el agua se seca a la leve brisa que recorre el pasillo. Cuando se nota más despierto vuelve a su habitación, se sienta en la cama y toma el viejo cepillo de dientes que está en un vaso de plástico sobre la mesa de noche; de una bolsita arrugada extrae con las puntas del índice y el pulgar un poco de bicarbonato de sodio y lo esparce sobre el cepillo. Se limpia los dientes lentamente pero sin cuidado, solo quiere eliminar de su boca el sabor amargo de las mañanas, de todas las mañanas.

Sale a la calle y cruza a la otra vereda para intentar calentarse el cuerpo con el sol seco de los andes. Camina sin prisa, sin ganas, sin detenerse a ver las mismas casas y la misma gente de siempre, gente sin color, ni olor, sombras que giran, van, vuelven, esperan en las esquinas, hablan, miran. Roberto se desplaza anónimo por las calles, recorre a pie como todos los días los ocho kilómetros que separan su cuarto del hospital central.

Mientras espera en la entrada del ascensor, Roberto baja la vista y mira la punta de sus zapatos gastados y viejos, entona entre dientes wake me up when september ends, suena la campanilla, las puertas se abren y se dispone a subir. Antes de poder entrar, siente la presión de una mano en el pecho, es el ascensorista, un anciano decrépito que lo mira con ojos vacíos y muertos, reflejando turbiamente una mezcla de reproche y pena, Roberto recién se da cuenta que hay una camilla de emergencia esperando a su lado y no puede subir al ascensor al mismo tiempo. Retrocede dos pasos y se queda esperando el siguiente grupo con las manos en los bolsillos, sus zapatos viejos y la canción flotando en sus oídos.

Ha llegado al sexto piso, su nariz se inunda rápidamente con el olor característico de los hospitales, detesta ese olor, la primera vez lo sintió todo el día, incluso varias horas después de haberse ido; ahora, con el paso del tiempo, lo perturba sólo mientras está en el hospital, al salir a la calle las enfermeras, los médicos, los carritos de fierro, las camas sucias y las horribles sábanas transparentes por el uso desaparecen junto con viejo edificio verde y blanco. Pero ahora no, recién ha llegado y siente la culpa subir por sus piernas y llegar a su vientre en forma de hormigueo, de escalofrío. Han pasado cinco semanas y aún no puede deshacerse de esa maldita sensación que lo lastima cada vez que atraviesa el pasillo que lo lleva a la sala común del hospital.

Ingresa a la sala común, se dirige a la cama de Andrea procurando no prestar atención a los otros pacientes y mucho menos a lo que están haciendo. A esa hora casi no hay visitas, es la hora de los que tienen pase, como él, los demás vienen por las tardes. Andrea está acostada sobre la cama, Roberto se acerca y sin hacer ruido le da un beso en la frente. Acaricia levemente sus cabellos tratando de no incomodarla, se sienta y respira profundo. Se queda mirándola fijamente, pensando en lo difícil que es estar vivo.

– Sí, es difícil estar vivo Andrea – dice como para sí mismo – No sé cómo explicarte – agrega – Anoche soñé contigo, pero no sólo contigo, soñé con todo pero de un solo tirón de tiempo. No sé cuánto duró el sueño, pueden haber sido diez minutos, pero yo soñé todo, absolutamente todo, el día en que te conocí, las vueltas por el parque, tu manía de recoger las piñas de los árboles que descubrías entre el pasto y tu sonrisa. Tu sonrisa Andrea. No sé si me entiendes, pero la mayor parte del sueño fue tu sonrisa. Pero no era tu sonrisa en tu rostro, era sólo la sonrisa, sin rostro, no sé si me entiendes. Como si tu sonrisa fuese una idea y no una sonrisa. Una idea que abarca todo alrededor. Como si los árboles del parque estuviesen rodeados de tu sonrisa. Como si el aire fuese tu sonrisa. No sé si me entiendes. Luego viene el accidente, y de pronto, ya no siento más tu sonrisa, el sueño se llena de ambulancias, de luces rojas, todo se mancha con sangre, no sé si me entiendes, no sé si me explico. Todo empieza a teñirse de rojo como en las películas de baja categoría, las de clase B, como si fuese un efecto especial malo y barato. La sangre llena todo el espacio que antes ocupaba tu sonrisa. Y en el sueño empiezo a sentir pena, no culpa como ahora, sólo pena y siento que me ahogo en toda esa sangre y en toda esa pena. No sé si me entiendes...

Roberto se ha quedado callado, mirando el piso, se fija en sus zapatos viejos, gastados, uno de los pasadores se ha soltado, se agacha sin separarse de la silla y mientras ata su zapato vuelve a sentir en el vientre el desencanto y la nausea de la mañana. Luego se incorpora, se acomoda en el asiento y se queda mirando el horizonte verdoso y aséptico del hospital. Sin mirar hacia la cama siente la presencia de Andrea, Roberto trata de sonreír y su cara dibuja una mueca triste. Se muerde los labios. Repasa su sueño, no recuerda bien si se cepilló los dientes, aún siente el sabor amargo de la mañana en su boca. - Me siento tan mal Andrea - le susurra, - No es que no me guste venir cada día... - se calla, se arrepiente de haber dicho esa frase, hace una pausa breve, silenciosa, incómoda. - Tú sabes que me gusta venir cada día - afirma - Verte, hablarte y no quiero que pienses que es por la culpa. No sé si me entiendes, es que realmente quiero verte, saber como estás. No sé si te dije pero mi tío Manuel, el médico, me consiguió la prórroga del pase. No es que me caiga mal tu familia, pero es un sentimiento difícil, cuando están ellos me siento más culpable – hace otra pausa – Quiero decir que siento que ellos me consideran culpable. Por eso prefiero venir en las mañanas. No sé si me entiendes.

Iba a continuar cuando sintió a sus espaldas la voz de uno de los médicos: - ¿Aún no despierta? - pregunta, Roberto no contesta sólo mira la cama, a Andrea; el médico le palmea suavemente la espalda y trata de reconfortarlo a su manera: - El coma es impredecible hijo, en cualquier momento podría regresar - Roberto no dice nada, el médico prefiere retirarse en silencio. Roberto se sume nuevamente en el silencio, el dolor y la culpa. Mira su reloj. Ya debe irse. En realidad no sabe a dónde ir, no tiene nada que hacer allá afuera, pero ya no soporta la culpa, el dolor, el olor a hospital, las camas de fierro, las sábanas transparentes y desinfectadas mil veces. Sólo sabe que quiere irse. Se pone de pie, besa a Andrea en la frente y sin despedirse se va. En el pasillo, de salida, repite silenciosamente Wake me up when september ends.

Invierno del 2006.

viernes, 26 de noviembre de 2010

LAS PAREJAS NO DEBERIAN HABLARSE NUNCA (Cuento)

En la penumbra de la habitación del hotel, Rafael pudo ver la silueta de Milagros deslizándose sobre la cama, desperezándose lentamente entre las sábanas, para luego levantarse y caminar desnuda hacia el baño. Rafael, recostado y sin dejar de contemplar sus gráciles caderas, pensó que a pesar del cariño con que ella lo trataba y la franca condescendencia que tenía para con sus arranques de celos y llamados telefónicos a deshora, ya era tiempo de dejar de verla.

Rafael se sentía cansado y hastiado de la suavidad de la relación. Se estiró sobre la cama, recogió del piso su teléfono y verificó que no hubiesen llamadas perdidas. Tomó el control remoto y simuló ver la televisión mientras pensaba si sería una torpeza de su parte decir las cosas precisamente después de haber hecho el amor. Luego sería más difícil, casi nunca se veían y las pocas veces que sucedía no tenía el valor de hacerlo, por lo menos al principio, como hoy. Luego del sexo, con el sedimento de su piel en los labios, el hastío se hacia más evidente. Milagros regresó del baño y se sentó sin vestirse sobre la cama, Rafael pudo sentir su mirada recorriéndolo palmo a palmo, él continuó viendo o haciéndole creer que veía la televisión, luego miró con énfasis su reloj, era la señal silenciosa de que había llegado la hora de irse. Hace mucho tiempo que habían hecho esta convención sin palabras, se entendían bien sin las palabras. Rafael pensó en ello: efectivamente mientras menos hablaban, mejor se entendían. - Las parejas no deberían hablarse nunca - pensó Rafael - solo hacer el amor y extrañarse el uno al otro. Se vistieron lentamente, salieron de la habitación.

Una vez en el auto y antes de partir, Milagros le pidió un lapicero, se lo dio. Mientras conducía pudo observarla de reojo escribiendo algo con la clara intención de ocultarlo de él. No dijo nada, continuó manejando. No hablaron durante el camino, como siempre.

Rafael absorto, fijando los ojos en la carretera, rumiando su impotencia, pensaba a cada minuto si este era el momento de decirlo, de terminar con todo ahora. Llegaron a la casa de ella y se despidieron como siempre, sin embargo esta vez, inmediatamente después de abrir la puerta del auto para bajar, Milagros le deslizó el papel que había venido escribiendo en el bolsillo de la camisa y le dijo: - Prométeme que no lo leerás hasta llegar a tu casa. - Y se fue. Rafael quedó intrigado, detuvo el auto a dos calles del lugar y leyó el papel: "No tengo valor para decírtelo a la cara, pero es mejor dejar de vernos. No espero que lo entiendas. Te quiero. Milagros."

Rafael tomó un poco de aire, encendió el auto y manejó. Abrió la ventana y el viento le alborotó los cabellos. Sonrió. Hacía tiempo que no se sentía tan satisfecho luego de hacer el amor.

Otoño del 2006.

jueves, 25 de noviembre de 2010

ESCRIBIR NO ES DIFICIL


Es cierto, escribir no es difícil. Como dice Denegri, lo difícil es escribir bien. Hay que tomarse un tiempo para estructurar las ideas, repasar las formas gramaticales y pulir los textos. Tal vez por ello que hace tiempo no escribo por el simple placer de escribir.

Creo que es el momento de retomar esta afición y convertirla en adicción. Como toda adicción primero se parte de la creación del hábito. Los malos hábitos requieren de un buen grado de abandono y hedonismo. Los buenos hábitos (como la lectura y la escritura por ejemplo) requieren de disciplina en primer lugar y de una buena dosis de ánimo para practicarlos.

Una de los principales obstáculos para escribir, además de una posible falta de disciplina, suele ser la ausencia de un grupo de apoyo. Nadie quiere escribir para sí mismo, como apuntó García Márquez, uno escribe para los demás, para que lo quieran. Es por ello que se necesita saber que seremos leídos, tal vez criticados, señalados, abofeteados y lapidados, pero finalmente leídos.

Hoy leí un cuento breve de un querido amigo. Él también fue víctima del virus de la lectura y el ansia de escribir: somos víctimas del mismo padecimiento. Hoy al leer su creación la admiré y admiré también su valentía. Quiero ser el soporte que él necesita para seguir adelante, pero mis motivos son egoístas: Quiero también que él sea el soporte para seguir adelante yo mismo.

Supongo en este punto que ya no deberé retroceder, espero someter disciplinadamente a la crítica de mis futuros lectores lo que pueda poner a su disposición en este blog. Y si ningún lector ajeno visita la página sé que Claudio lo hará. Yo prometo hacer lo mismo con su blog y leer religiosamente cualquier cosa que escriba. Claudio: tienes un lector firmemente comprometido con tu trabajo.

Tampoco tengo un tópico en mente, este blog lo hice en un inicio para contar mis dichas y desventuras en la selva donde vivo en la actualidad. Imagino que escribiré de todo un poco, procuraré mantener la idea inicial de las crónicas de la selva, pero también presentaré ensayos breves y cuentos. Si algún día me animo por la novela, prometo avisar.

Volviendo al título, escribir no es difícil, pero requiere paciencia, disciplina y el soporte de los amigos, sobre todo de los amigos que comparten la misma pasión. Espero ser leído, sí, pero antes que muchos lectores, prefiero buenos lectores y de antemano ya sé que cuento con por lo menos uno.

martes, 27 de julio de 2010

Y como llegué a Iñapari?

Buenas tardes.
Llevo viviendo en esta parte del mundo desde el dieciocho de marzo del año dos mil ocho. Las razones que me trajeron no son lo más importante. Lo interesante es que en estos dos años y poco más he aprendido cosas que no habría logrado entender en la ciudad.
La ciudad donde vivo se llama Iñapari (es el nombre del distrito que es la capital de la provincia de Tahuamanu, dentro del departamento de Madre de Dios en la selva peruana) queda a dos kilómetros y medio del municipio de Assis Brasil en la República Federal del Brasil. Ambas son ciudades fronterizas y se han puesto de moda en los últimos tiempos a causa de la carretera interoceánica.
Iñapari tiene poco menos de mil quinientos habitantes. La economía se encuentra muy vinculada a la del Brasil y la cultura también aunque en menor grado.
Espero pronto contarles más cosas, pero por ahora, bienvenidos a este Blog!!!