domingo, 25 de junio de 2017

LA FRAGILIDAD DEL AMOR

En dos entrevistas distintas, oí a Miguel Bosé hablar del amor, con una visión y sabiduría que me dejó pasmado en ambas ocasiones y, siempre que pienso en el amor, inevitablemente recuerdo sus palabras.

En una de ellas decía Bosé (no lo recuerdo literalmente), mas o menos lo siguiente: El amor es dolor, cuando él aparece se extraña, se siente la ausencia, se cela, se teme a la pérdida. La felicidad del amor aparece en momentos fugaces. Años después descubrí con poca sorpresa que Borges, en su momento, opinaba lo mismo.

En la otra, el cantante decia que es falso que el amor sea fuerte. Por el contrario el amor es frágil, hay que cuidarlo, protegerlo, cubrirlo. La gente al creer que es fuerte lo deja expuesto y termina rompiéndose.

El amor es frágil y es doloroso. ¿Por qué alguien quisiera sentir amor? Al parecer sucede por dos cuestiones: Por que está sobrevalorado y porque los instantes de felicidad son lo más parecido a la iluminación.

En cuanto a la sobrevaloración, lo que sucede es que hay presiones sociales. La sociedad y los medios contribuyen nocivamente. El círculo social nos desea encontrar el amor o incluso nos exige encontrar el amor. Cuando la sociedad cree que hemos encontrado el amor nos exige conservarlo y nos cuestiona duramente si lo perdemos. Pero eso no es lo peor. Lo más dramático es la percepción del amor que se nos ha venido vendiendo: Princesas y príncipes azules; hermosos y millonarios maltratadores y bellas e inocentes sumisas; finales felices, amores tórridos, imperfectos, amantes pusilánimes, parejas perfectas; bellas y bestias, hombres ricos que se enamoran de prostitutas pobres; romeos y julietas; desdémonas y otelos. Todos ellos irreales, existentes solo en los libros y el cine, creados para informar, para ejemplificar, para entretener, para distraer. Son resúmenes ideales, estampas de un momento. No son la vida real.

Cuando las personas crecen y viven con estas expectativas, se dan de narices contra el muro de la realidad. La vida real no es así, pero incluso si lo fuera, para aspirar a un príncipe azul, habría que ser una princesa. Todos quieren recibir lo mejor, nadie está dispuesto a pagar el precio: Olvidan que el otro probablemente quiera algo a esa misma altura.

Lo único que justifica el amor, son los momentos de felicidad, y no me refiero a la felicidad orgásmica; ello pertenece al mundo del erotismo, no al del amor. Pueden estar ligados pero no son la misma cosa.   La felicidad del amor romántico, si es que existe, debería hacernos trascender: La renuncia total, la felicidad propia es la felicidad del otro. Se aman las virtudes y se asimilan con dulzura los defectos. Esta felicidad es fugaz, son instantes, momentos. Alrededor de esos momentos está el trabajo, la escuela, el estrés del día a día, el calor, el frío, el tráfico, las cuentas, las deudas y la crisis económica. Del otro lado de los momentos fugaces de felicidad está la inevitable inseguridad, pues es lógico que si uno está convencido de amar a la persona perfecta, tendría que pensar inevitablemente que otros tal vez pretendan acceder a esa misma felicidad. Un mal equilibrio entre el amor y la inseguridad desata los celos patológicos, y allí la explicación de la fragilidad del amor: Requiere un equilibrio tan complejo que cualquier desbalance hace que el amor muera. Muere desde adentro y por sí mismo.

"¿Por que lo amas (o la amas)?", suele ser una pregunta de rigor, sobre todo en los más jóvenes: Las respuestas son variadas: Porque me trata bien; porque se desvive por mí; me tiene en un altar, porque me entiende; porque es lindo o linda; porque quiere a mis hijos; porque es un excelente padre o madre de familia; por que lo o la admiro; porque es un o una excelente profesional; o las respuestas más oscuras y que normalmente nunca se dicen: Porque me mantiene; porque me da estabilidad; porque prefiero estar con él o ella que estar solo o sola...

Todas las respuestas equivocadas. El amor de verdad no tendría que tener explicación, el amor verdadero por definición debe ser irracional, visceral, inefable.

En esta falta de explicación radica su fuerza. Explíquese de cualquier manera, ley de atracción, metafísica, reencarnación, hilo rojo, etc. Tenemos gustos y disgustos, tal vez nuestros gustos más intensos sean precisamente lo que no tienen explicación. Alguien que prueba chocolate y a partir de allí siempre lo comerá, solo siente que le gusta, tal vez porque desata feniletilamina, dopamina o norepinefrina, pero no es consciente del proceso químico. Lo cierto es que conscientemente uno no sabe por qué le gusta tanto el chocolate, le gusta, no puede vivir sin él, eso es todo.

Ello nos lleva a otro punto. Por esas mismas razones el amor es atemporal, no conoce de años de vida, de diferencia de edades, o de pausas. Se le puede encontrar luego de largos meses de búsqueda, o inmediatamente después de terminar una relación. Tristemente, también puede aparecer en medio de una relación, en cuyo caso revela que el amor que se creía tener, en realidad no era tal.

¿Se puede renunciar al amor con el argumento de "no es el momento"? Pareciera ser que no. Si creemos que al amor es tan arrebatador como siempre hemos pensado, no debería existir razón para decirle que no. Usualmente se cree que si se espera prudencialmente, se le da su tiempo, el amor resistirá; si es que se trata del amor verdadero, claro. Nada más falso. El amor que se ve como un enorme árbol, en su momento fue un semilla o una pequeña ramita. Si dejamos a la ramita expuesta al sol, en soledad y sin agua durante unos pocos días, nunca llegará a ser árbol. El amor no tiene por qué sobrevivir solo por que es amor. El amor es frágil, hay que alimentarlo cada día, cuidarlo, protegerlo, amamantarlo. Solo así tal vez algún día llegue a ser un árbol bajo cuya sombra nos podamos cobijar.


domingo, 7 de mayo de 2017

LA PAZ SEA CON VOSOTROS (Cuento)

Había adquirido la tardía costumbre de asistir a misa pues, pese a mi actual agnosticismo, había sido educado en un hogar católico y las iglesias, sobre todo las coloniales, siempre me habían proporcionado un cálido sentimiento de paz y aislamiento. Tal vez por ello empecé a ir de nuevo, recordando el rito, pero sin comulgar. Fue así que un día, en la misma banca solitaria que elegía adrede cerca al altar, pues era la zona menos concurrida, se sentó al otro extremo una mujer mayor, tal vez tendría unos setenta, solitaria, encorvada, el cabello cano y corto, modestamente vestida, lenta, taciturna, con unas bolsas viejas que colocaba bajo la banca y un sombrero de tela que puso a su costado. Yo la miraba de reojo. Advertí que cuando algún otro feligrés se acercaba, particularmente las mujeres, sin importar si eran jóvenes o señoronas, se alejaban y buscaban otro lugar cuando se percataban de su presencia.

Cuando antes de la consagración, el sacerdote nos encomendó darnos fraternalmente la paz unos a otros, yo hice lo de siempre, apunté al vecino más cercano de la banca de adelante y le hice una venia y un gesto de saludo con la mano, en otras ocasiones si podía, lo hacía con un apretón de manos y me quedaba reflexionando en mi sitio. Esta vez sin embargo observé a mi vecina, que por su aislamiento parecía ser portadora de algún germen contagioso pues nadie se le acercaba, con una mezcla de indignación y ternura, caminé firme los seis o siete pasos que nos separaban y le di unas palmadas suaves y afectuosas en la espalda curva y le dije:
– La paz sea con usted.
– La paz sea con usted, joven.  – me contestó al tiempo que me tomaba del antebrazo.

Regresé a mi sitio reconfortado por haberle dado la paz a esta dulce señora, con algo de pecaminoso orgullo por haber sido mejor cristiano que mis vecinas y feliz porque hace tiempo nadie me decía “joven”. Al salir de la misa, como siempre, culminé mi ritual dominical yendo a la cafetería frente a la plaza y pedí un café expreso acompañado de algún pastelillo. Mientras miraba la gente pasar y disfrutaba del sol radiante, pensé en esta dulce ancianita. Recordé a mi madre, que debe andar por esa edad también, me acariciaron los recuerdos de ella yendo a misa todos los domingos, siempre sola. Cuando éramos más chicos, nos llevaba. A mí me llevó varias veces. Aprendí a admirar y rendir culto a esas imágenes impasibles y todopoderosas, a añorar el olor de cera caliente, de los inciensos, a disfrutar la solemnidad, el rito murmurado, el silencio, la soledad… luego, al igual que mis hermanos mayores, cuando nos hicimos grandes y librepensadores según nosotros, nadie quería ir con ella. Me arrepentí, debí ir siempre acompañándola, cada día, hasta antes de irme de la ciudad.

Así fueron pasando las semanas. Cada domingo sin importar si estuviese en la misma banca o no, caminaba hasta donde mi vecina al momento de la paz y se la expresaba con mis suaves y  afectuosas palmadas en esa noble espalda cargada de años, ella me devolvía el afecto palmeando mi antebrazo o a veces el dorso de mi mano. Mi vecina ocasional siempre buscaba no estorbar, solo se sentaba cerca de la gente si por alguna festividad, la iglesia estaba llena, y si no, buscaba sitios vacíos, al igual que yo. Ella notaba que la gente la rechazaba, en mi caso yo rechazaba a la gente.

Un día, como siempre, esperaba ver dónde se sentaba para calcular mi ruta al momento de la paz, sin embargo no llegó. Quedé consternado. ¿Qué  habría pasado? No fue lo mismo, ese día por primera vez no fui a tomar café.

La siguiente semana tampoco vino, no pude concentrarme en la misa. Pasé la hora pensando en dónde podría estar o qué le habría pasado. A esa edad, sería natural, por decirlo de algún modo que le pasara algo. ¿Por qué tanto desasosiego? ¿Y si la buscaba? ¿Dónde? Terminó la misa y fui a tomar un café, esta vez llovió.

Esa semana, luego del trabajo, caminé todas las tardes por la ciudad, por las calles polvorientas de los barrios pobres, por los pasajes estrechos de los sectores peligrosos, por las trasversales de las principales avenidas, buscando, preguntando, describiéndola, ¿Conoce una señora así? ¿Qué cómo se llama? Pues, no sé, pero tiene el cabello asá, las bolsas, el sombrero…. Nadie me daba razón. Algunos la recordaban vagamente, una señora que vendía algo, pero nadie recordaba qué, otros me decían que recogía cosas, tal vez era recicladora, alguien también me dijo que vendía flores, pero nadie sabía dónde vivía. En lo que coincidieron todos era en que no la habían visto últimamente.

El siguiente domingo tampoco vino, pensé si tal vez estaba yendo a otra iglesia, si fuese así  ¿a cuál? Si la próxima semana iba a las otras iglesias corría el riesgo de que regresara y no verla. ¿Todas las iglesias tienen misa a la misma hora? No lo sabía. Se me ocurrió que tal vez estaba asistiendo en otro horario. Al salir pasé por la oficina del obispado y obtuve un papel con todos los horarios de las misas en el centro de la ciudad. Ese día regresé a la misa de doce y la de las siete de la noche y logré asistir a otras tres misas en dos iglesias distintas. No la vi. Esa noche mientras trataba de conciliar el sueño, me hundí en una densa soledad y tuve ganas de morir.

Una semana después, totalmente desesperanzado, me ubiqué en la banca de siempre. Mientras el coro entonaba el Santo, la vi entrar, con el paso cansino y muy delgada. Se sentó en la misma banca que yo, en el otro extremo. Participé de la misa con genuino gozo, cuando llegó el momento de la paz, me acerque a ella y la abracé:
– La paz sea con usted – le dije.
– La paz sea con usted, joven.  – me contestó y lloré en sus brazos.

* * *

Era evidente que había estado enferma. Luego de darle la paz, me quedé sentado a su lado. Al salir, con la idea de que podría estar necesitando algo y que yo estaba en condiciones de ayudarla, la acompañé tomándola del brazo hasta la salida. Cuando estuvimos afuera de la iglesia, le pregunté despacio y con todo el afecto que pude:
– ¿Está bien?
– Sí – me contestó – pero estuve muy preocupada por usted joven.
– ¿Por mi? – reaccioné sorprendido – ¿por qué?
– Porque no había nadie que le de la paz todos estos domingos.