jueves, 25 de diciembre de 2014

AFLICCION (Cuento)

Sentado en el frío asiento de metal de la Comisaría de Policía de la Rue Fabert, Andelko Volkodlak miraba el triste decorado del lugar. El escritorio estaba cubierto de papeles desordenados, en el extremo derecho notó una pila de informes de apariencia impecable notoriamente separados del resto de documentos, sin embargo el frasco de tinta estaba destapado y el secante estaba manchado, no habían retratos de ninguna clase sobre la mesa. Cuando el inspector a cargo se acercó observó su traje gastado de los puños, ajado, el sombrero era viejo sin duda y había soportado muchas lluvias, la corbata desprolija colgaba se ajustaba mal al cuello de la camisa sin almidonar, Andelko concluyó que el sujeto era soltero o divorciado, probablemente no tenía hijos y el relativo caos sobre la mesa le hacía llegar a la conclusión de que era muy desordenado con los papeles pero probablemente obsesivo con los resultados.

– Dupont – dijo el inspector presentándose cortésmente al mismo tiempo que tomaba asiento y lanzaba el sombrero que se acaba de quitar sobre el secante.
– Chavalier, Michel Chavalier – dijo Andelko, presentándose con el nombre falso que usaba ahora, recordando al mismo tiempo que el apellido Dupont se empezó a usar en la edad media para designar a los plebeyos descastados a quienes se les conocía por el lugar donde vivían, “cerca del puente”, pensó y supuso que el inspector provenía seguramente de una familia de clase media poco acomodada, y eso lo hacía más peligroso, tal vez quería mejorar su posición social siendo un policía inflexible.
– Lo sé – replicó Dupont rebuscando entre los papeles del escritorio.
Se generó un silencio incómodo mientras Dupont hacía que buscaba un documento, Andelko sabía que era una treta para poner nervioso al citado así que se relajó y esperó, no era la primera vez que lo citaban en la comisaría y probablemente no sería la última.

Luego de un rato el inspector acomodó algunas hojas frente a sí sobre el montículo de documentos desordenados y se tomó la mandíbula simulando meditar, luego preguntó:
– ¿Hace cuanto tiempo vive en París señor Chavalier?
– Debo haber perdido la cuenta monsieur – contestó hábilmente, siempre con evasivas, nunca con datos concretos  – disculpe mi falta de memoria, pero más de veinte años seguramente.
– ¿Y dónde trabaja?
– No trabajo inspector, quiero decir no trabajo como usted – vivo de las rentas que producen mis propiedades.
– Ya veo. ¿Recuerda cuáles o también perdió la cuenta?
– Sé cuántas son y un aproximado de lo que producen, pero no las conozco todas, pero si necesita esa información puedo pedirle a mi contador que le haga llegar el detalle…
– Usted es joven – apuntó Dupont mirando fijamente a Andelko – ¿cómo hizo para adquirir esos bienes?
– Herencia familiar. Yo me educaba en América y al fallecer un primo de mis padres yo heredé todo y vine a París.
– Comprendo. ¿Dónde estudiaba?
– No dije que estudiaba, me educaba, con mentores particulares – repuso.
– Entonces no hay registros para probar que estudiaba… se educaba en América.
– Supongo que no.
– Bien, ya veremos eso más adelante.
Andelko tenía deseos de irse, pero sabía perfectamente que la peor pregunta que podía hacer en estos casos era la requerir los cargos por los que había sido citado, hacerlo era colocarse en el papel de investigado. Se apoyó en el espaldar de la silla y cruzó la pierna, en ese preciso instante el inspector Dupont pareció haberle leído la mente y le ganó la jugada:
– ¿No me va a preguntar por qué lo hemos citado?
– Supongo que me lo dirá ahora.
– No lo noto nervioso.
– ¿Debería estarlo? – Preguntó Volkodlak.
– Es usted un hueso difícil de roer monsieur – dijo Dupont un tanto molesto. Acto seguido extrajo una fotografía de un cajón de su escritorio, era de una mujer blanca de rasgos finos, largo cuello, cabello claro recogido, tal vez rubio, la foto en blanco y negro no dejaba espacio para más detalles y la puso sobre la mesa. Andelko se mostró inmutable.
– No  inspector – dijo.
– Entonces no conoce a mademoiselle Leblanc.
– Me gustaría tener el placer, pero infortunadamente no.
– La encontramos la semana pasada en la Rue Bosquet, desangrada, con dos orificios en la yugular – narró Dupont sin usar inflexiones en la voz, como quien lee una lista de compras, pero observando cuidadosamente la reacción de Andelko.
– Dice usted que soy un hueso difícil de roer, monsieur – precisó Andelko – ¿debo suponer que me relacionan con este lamentable deceso?
– Esperamos que no  – contestó ducho el inspector, pero al parecer lo vieron a usted por la Rue Bosquet la misma noche que falleció la muchacha.

Andelko enmudeció, pero no por miedo o sorpresa, sabía que la pregunta vendría tarde o temprano. Le llamaba la atención que alguien realmente creyera haberlo  visto. Estaba midiendo la reacción del inspector a su silencio, si tenía que concluir este asunto tenía que ser ahora, Dupont no pararía hasta el final, era un perro de presa. Sin embargo en ese momento se sentía particularmente cansado, ¿qué pasaría si lo encerraban en la cárcel? ¿Cuánto tiempo tomaría que se den cuenta que no envejecía jamás? ¿Cuánto tiempo le tomaría sencillamente escapar? Lo único que lo entristecía era que al escapar tendría que abandonar sus libros y colecciones de arte, empezar de nuevo en otro lugar. Podrían también condenarlo a muerte. Tal vez fuese mejor morir al fin, después de tantos años la inmortalidad pesa sobre los hombros y sentía que Dupont podría liberarlo de ese peso.

Dupont lo miraba con curiosidad, le llamaba la atención su serenidad y capacidad de dar evasivas pese a su juventud, sin embargo tenía los ojos cansados, lo notó desde el primer momento que lo vio, parecían los ojos de una persona vieja. Ya había averiguado antes sobre él, todo lo que le había dicho encajaba, sabía también que no podría acusarlo con un testigo solitario que además era un mendigo alcohólico y anciano. Había reconocido a Andelko porque años antes había trabajado para él como jardinero y había sido despedido por su adicción a la bebida, precisamente por ello, era un testimonio deleznable. Pensó cuidadosamente como cortar el silencio, sabía que su interlocutor, no lo haría.
– ¿Comprendió lo que le dije monsieur Chavalier? – preguntó.
– Sí, a la perfección – contestó Andelko – lo que me tiene intrigado es cómo es que se atreve a sugerir siquiera que una persona de mi prestigio y rentas esté remotamente implicado con un asunto de esta naturaleza.
– Es nuestro deber preguntar – afirmó Dupont.
– Lo entiendo – dijo Andelko, sabiendo que tenía la partida ganada, Dupont había dicho “nuestro” en lugar de “mi”, acaba de torcer el brazo, se había escudado en el plural porque se había ubicado mentalmente en un plano inferior, sin más armas o pruebas  – debo retirarme ahora – continuó mientras se ponía de pie y buscaba el perchero donde había dejado su abrigo y sombrero.
– Le debo recordar que está en la obligación de acudir a las citaciones – dijo el inspector sin ganas.
– Estoy seguro de que me las harán llegar si es necesario – señaló Andelko.
– Una pregunta más – dijo Dupont poniéndose de pie – ¿cuál es la enfermedad que no le permitió venir durante el día?
– Es una enfermedad extraña inspector, los doctores le llaman foto sensibilidad, alergia a la luz del sol, espero sepa comprender mi condición.
– Claro, no hay cuidado. Lo tomaremos en cuenta.

Andelko se retiró, mientras salía de la dependencia recordó aquella noche, no sabía que la muchacha se apellidaba Leblanc, solo sabía que su nombre era Josette. La encontró en una florería cercana a ese monstruo de fierro al que llamaban Torre Eiffel, la invitó a caminar por el Campo de Marte, entraron en confianza, a ella como a las otras también le tocó la desgracia de parecerse a Fátima y no ser ella. Por un minuto tuvo el impulso de dejarla ir sin hacerle daño, pero había algo en su vientre que le exigía paladear su sangre, confirmar – pese a que ya lo sabía – que no era una réplica de ella, una nueva versión, tal vez mejorada, cuando menos similar. No lo era, lo sintió en su pulso lento, en el sabor acre de su sangre, en la poca resistencia que puso cuando clavó sus colmillos en su cuello delicado, en su pueril candidez e inocencia. La abandonó agonizante en la Rue Bosquet, se retiró afligido y confuso una vez más, tan confuso esta vez que, peligrosamente, se dejó ver.