miércoles, 17 de agosto de 2016

DIRECTO A LA LUZ - II PARTE (Cuento)

– No siento nada que me llene – dijo Virginie, tristemente, mientras reclinaba su hermosa cabeza en la mullida almohada del ataúd.

Andelko, sentado en una silla cercana, la miró fijamente antes de contestar, habían pasado casi dos años desde su primer encuentro. Durante ese tiempo, sobre todo los primeros meses le pareció haber encontrado el amor que había dado por perdido cuando Fátima desapareció, pero ahora no. Virginie se había convertido en una niña caprichosa, con delirantes arranques de madurez a veces, pero normalmente frágil, en ocasiones distante, en otras sobre protectora y maternal. Lo que era innegable era el dominio carnal que ella ejercía sobre él, dominio que él había confundido con amor y que lo había llevado a convertirla en una de su especie.

– Lo lamento – repuso, lacónicamente, Andelko.
– ¿Cómo me convertí en esta persona? – preguntó ella.
– No se convirtió – señaló él,  severamente – yo la convertí, y nuevamente lo lamento.

Se produjo un silencio incómodo. Andelko sabía que ella no se refería a su nueva condición y sabía a su vez que ella era consciente de que él no se refería tampoco a eso. Pero ambas cosas iban de la mano. Con el tiempo las cosas habían perdido brillo, Virginie además de sus caprichos, se había vuelto una vampiresa oscura, compleja. Él conocía la situación, había pasado por lo mismo. La creencia de que la inmortalidad libera de sentimientos es una pueril fantasía, toma tiempo liberarse del sentimiento de culpa y lo sabía bien. Ella no podía despojarse de sus culpas y eso la hundía más en la desesperación y la oscuridad. Se culpaba por ser como era, por ser diferente, por estar al lado de él. Andelko sospechaba que en el fondo ella deseaba una vida normal, a la luz del sol y no en la clandestinidad de la noche. Pero era tarde para volver atrás. Y sabía con certeza que ella, aunque nunca lo haya dicho, lo culpaba a él de esta realidad.

En los últimos meses, desde aquella discusión, ella había empezado a salir sola. A cazar sola. Se solazaba con nuevas víctimas, pero Andelko sabía que no lo hacía para satisfacer su apetito.  No era deseo voraz de sangre. Lo hacía para mostrar que ella también podía atacar por su cuenta, que ella también podía seducir a sus víctimas y jugar con ellas hasta el momento final. Que también tenía el dominio de sus vidas como él le había mostrado que se podía hacer. De pronto ella, como si estuviese leyendo su mente, dijo:

Monsieur, le prometí no tocar a ciertas personas, pero no lo pude evitar, sin embargo cuando usted me hizo prometer que no los tocaría, yo decía la verdad.

Andelko percibió cierto sarcasmo en la voz de Virginie, sin embargo contestó:

– No tengo nada que reprocharle Virginie. Después de todo yo he hecho cosas peores en todo este tiempo.

Andelko, efectivamente, había hecho cosas que también prometió no hacer, y las había hecho con esa mezcla extraña de rencor y placer, con ese ánimo autodestructivo que se conocía y que también había descubierto en Virginie. Eran tan parecidos. Se detuvo en sus pensamientos. Trató de recordar con detalle esa discusión que marcó el punto de quiebre y no pudo. Fue poco tiempo después de que él finamente la convirtiera. Recordó las sensaciones, lo sentimientos. El dolor de ella y su abatimiento, recordó que él reaccionó en función a ella, tratando de protegerla y, también de protegerse, pero sobre todo pensando en las cosas que ella he había dicho antes en sus interminables noches de aparente amor y que él pensó serían las correctas. Nunca imaginó que ella lo tomaría tan mal, como una forma de desprecio o de desamor. Pero ella era así, debió suponerlo, desde el día que le pidió que la mate y luego como despertando de un sopor se arrepintió con los ojos asustados, pero tarde ya. Porque ella que creía ser tan fuerte, era en realidad frágil como cristal. Porque con el tiempo transcurrido la pasión se había gastado y ya todo estaba tan muerto como sus propios corazones. Porque Andelko se había dejado llevar y había llegado a sentir amor. Con ese amor fue con el que mantuvo los últimos meses la esperanza de que todo volvería a ser como antes, que todo se resolvería y pasarían juntos la eternidad y que ahora se había evaporado. Con ese mismo amor y acompañado por los trinos de las aves que anunciaban la llegada del amanecer, acomodó el cuerpo adormitado de Virginie en el ataúd. Cruzó sus manos sobre su pecho y con ternura le acomodó los bellos cabellos largos sobre los hombros. Rozó con sus dedos sus blancas mejillas. Colocó la tapa como todas las madrugadas, pero esta vez muy lentamente, evitando el chirrido de los goznes. Con un dolor profundo, como si estuviesen clavando una estaca en su corazón, colocó los seguros, con firmeza, sin hacer ruido. Miró por la ventana, le quedaba poco tiempo. Pronto saldría un radiante y venenoso sol. Se detuvo en la puerta y miró por última vez el féretro. Recordó aquellas palabras de Virgine “¡Máteme, usted sabe cómo, solo máteme!” y solo en ese momento cobraron profundo significado, si hubiese podido llorar, lo hubiese hecho, mientras lanzaba una de las lámparas de parafina sobre las cortinas de seda antes de salir rumbo al carruaje que lo esperaba en la calle.

La noche siguiente, en un restaurante frente al rio Sena, mientras el mozo escanciaba vino frente a él, se inundó de sosiego y una dolorosa paz, cuando leyó en las noticias la ocurrencia de un pavoroso y misterioso incendio en un pequeño apartamento de la Rue de Trévise, frente al Théâtre Le Liu, en el barrio IX de París.