domingo, 10 de marzo de 2019

LA LOCA (Cuento)

Rafael se sorprendió cuando vio su publicación en redes sociales. Por alguna extraña casualidad del destino habían coincidido a miles de kilómetros de distancia de sus respectivas ciudades en una bonita y cálida localidad tropical en el norte del país; él para un congreso de su especialidad y ella para un encuentro institucional.

Rafael no dudó en escribirle, ella no dudó en contestarle. Él se había divorciado unos meses atrás y ella seguía casada en un feliz matrimonio de apariencias. Se habían conocido hace más de quince años atrás y en algún momento se habían amado intensamente. Cuando ella se casó, dejaron de verse, luego la magia de las redes sociales permitió que se encontraran nuevamente en el mundo virtual. Nunca mas se encontraron físicamente, pero en el ciber espacio conversaban, recordaban, añoraban, a veces discutían e incluso ella llegó a celarlo. El reía, a veces la aguijoneaba por el mero placer de hacerla rabiar y ella caía. Era divertido y nostálgico, pues a pesar de todo él la quería bien, sin embargo al mismo tiempo que disfrutaba de sus maldades y de las cóleras de ella, pensaba “está loca”, y sonreía.

Ella le confirmó que se alistaría y tomaría un taxi, se encontrarían en el hotel donde estaba hospedado Rafael. Él tomó una ducha, se acicaló con calma mientras pensaba en el coronel Aureliano Buendía. Siempre que se veía con alguien después de años pensaba en el episodio aquél cuando el coronel vuelve de la guerra envuelto en una manta y se da cuenta de cuánto habían envejecido, entre idas y venidas, su madre Úrsula y él. Pensó que quince años no son poca cosa. ¿Cuanto habría envejecido él a los ojos de ella? ¿Cuánto habría envejecido ella?

Habían cosas que él no entendía de ella. El matrimonio apresurado, sus ganas de vivir intensamente y al mismo tiempo sus formas cuidadosas y su personalidad reservada sin dejar de ser elegante.  Un día supo que había tenido finalmente un hijo, Rafaél se emocionó pero con los años notó que en sus redes no habían fotos familiares, alguna vez una foto fugaz con el marido, algunas pocas con el hijo, pero tan formales que no lograba distinguir el amor que irradian normalmente ese tipo de escenas.

Cuando ella llegó no le preguntó nada. No quiso saber. Hablaron de la cosas genéricas de las que hablan los amantes siempre, de si el viaje fue pesado, del clima, de hace cuánto llegaron, qué cuándo se van, se miraron, rompieron el protocolo, se besaron e hicieron el amor.

Fue un encuentro formal, si se puede decir así, Rafael sabía que habían deseos contenidos, una pausa de largos quince años. Y se resignó a aceptar algo que había descubierto en los últimos tiempos: La gente sí cambia, pero no siempre en lo esencial. Esos cambios peculiares, particulares, en los detalles, podían ser determinantes. Ya no eran los mismos. Tenían los mismos recuerdos, pero ya no eran las mismas personas, tenían cicatrices en el alma y esas son las que más duelen y a veces incapacitan.

Hablaron tendidos en la cama, nuevamente de todo y nada, se hizo tarde, llamaron un taxi para ella. Se fue. De esa pareja que se moría de risa en un jacuzzi sin burbujas porque se derramó el frasco de jabón líquido hace quince años atrás no quedaba nada. Él la admiraba, con su locura y todo. Siempre pensó que en su momento su historia pudo haber tenido futuro, pero las circunstancias no se dieron para ellos.

Dos días después, en el avión de regreso, Rafael vio una solicitud de amistad en el celular. Le pareció conocido el nombre, hizo memoria y sorprendido se aseguró viendo el perfil. Era el marido de ella. ¿Qué habría pasado? No era buena señal. Recordó sus besos, pero los besos de la añoranza, los que habían calado en su memoria, sus caricias tiernas, su temperamento delicado y fino. La deseó con una nostalgia soporífera. En su mente se despidió de ella, este era el momento. Él sabia que no estaba loca, nunca lo estuvo, era un alma libre, irreverente, impulsiva, sexual, cataclísmica, que tenía que convivir con una personalidad metódica, racional, cuidadosa del qué dirán, de las formas, de los códigos y las convenciones sociales. Se vio reflejado en ella, tal vez él también estaba loco. Con todo y ello, sabiendo que no volvería a saber de ella, sabía que ambos se habían marcado con esa locura, que aunque no volvieran a verse o hablarse, nunca podrían olvidar esa intersección de los túneles de Sábato, donde breve, pero muy brevemente, fueron inmensamente felices, con esa felicidad que solo sienten los que padecen de locura o, quien sabe, la disfrutan.