domingo, 7 de mayo de 2017

LA PAZ SEA CON VOSOTROS (Cuento)

Había adquirido la tardía costumbre de asistir a misa pues, pese a mi actual agnosticismo, había sido educado en un hogar católico y las iglesias, sobre todo las coloniales, siempre me habían proporcionado un cálido sentimiento de paz y aislamiento. Tal vez por ello empecé a ir de nuevo, recordando el rito, pero sin comulgar. Fue así que un día, en la misma banca solitaria que elegía adrede cerca al altar, pues era la zona menos concurrida, se sentó al otro extremo una mujer mayor, tal vez tendría unos setenta, solitaria, encorvada, el cabello cano y corto, modestamente vestida, lenta, taciturna, con unas bolsas viejas que colocaba bajo la banca y un sombrero de tela que puso a su costado. Yo la miraba de reojo. Advertí que cuando algún otro feligrés se acercaba, particularmente las mujeres, sin importar si eran jóvenes o señoronas, se alejaban y buscaban otro lugar cuando se percataban de su presencia.

Cuando antes de la consagración, el sacerdote nos encomendó darnos fraternalmente la paz unos a otros, yo hice lo de siempre, apunté al vecino más cercano de la banca de adelante y le hice una venia y un gesto de saludo con la mano, en otras ocasiones si podía, lo hacía con un apretón de manos y me quedaba reflexionando en mi sitio. Esta vez sin embargo observé a mi vecina, que por su aislamiento parecía ser portadora de algún germen contagioso pues nadie se le acercaba, con una mezcla de indignación y ternura, caminé firme los seis o siete pasos que nos separaban y le di unas palmadas suaves y afectuosas en la espalda curva y le dije:
– La paz sea con usted.
– La paz sea con usted, joven.  – me contestó al tiempo que me tomaba del antebrazo.

Regresé a mi sitio reconfortado por haberle dado la paz a esta dulce señora, con algo de pecaminoso orgullo por haber sido mejor cristiano que mis vecinas y feliz porque hace tiempo nadie me decía “joven”. Al salir de la misa, como siempre, culminé mi ritual dominical yendo a la cafetería frente a la plaza y pedí un café expreso acompañado de algún pastelillo. Mientras miraba la gente pasar y disfrutaba del sol radiante, pensé en esta dulce ancianita. Recordé a mi madre, que debe andar por esa edad también, me acariciaron los recuerdos de ella yendo a misa todos los domingos, siempre sola. Cuando éramos más chicos, nos llevaba. A mí me llevó varias veces. Aprendí a admirar y rendir culto a esas imágenes impasibles y todopoderosas, a añorar el olor de cera caliente, de los inciensos, a disfrutar la solemnidad, el rito murmurado, el silencio, la soledad… luego, al igual que mis hermanos mayores, cuando nos hicimos grandes y librepensadores según nosotros, nadie quería ir con ella. Me arrepentí, debí ir siempre acompañándola, cada día, hasta antes de irme de la ciudad.

Así fueron pasando las semanas. Cada domingo sin importar si estuviese en la misma banca o no, caminaba hasta donde mi vecina al momento de la paz y se la expresaba con mis suaves y  afectuosas palmadas en esa noble espalda cargada de años, ella me devolvía el afecto palmeando mi antebrazo o a veces el dorso de mi mano. Mi vecina ocasional siempre buscaba no estorbar, solo se sentaba cerca de la gente si por alguna festividad, la iglesia estaba llena, y si no, buscaba sitios vacíos, al igual que yo. Ella notaba que la gente la rechazaba, en mi caso yo rechazaba a la gente.

Un día, como siempre, esperaba ver dónde se sentaba para calcular mi ruta al momento de la paz, sin embargo no llegó. Quedé consternado. ¿Qué  habría pasado? No fue lo mismo, ese día por primera vez no fui a tomar café.

La siguiente semana tampoco vino, no pude concentrarme en la misa. Pasé la hora pensando en dónde podría estar o qué le habría pasado. A esa edad, sería natural, por decirlo de algún modo que le pasara algo. ¿Por qué tanto desasosiego? ¿Y si la buscaba? ¿Dónde? Terminó la misa y fui a tomar un café, esta vez llovió.

Esa semana, luego del trabajo, caminé todas las tardes por la ciudad, por las calles polvorientas de los barrios pobres, por los pasajes estrechos de los sectores peligrosos, por las trasversales de las principales avenidas, buscando, preguntando, describiéndola, ¿Conoce una señora así? ¿Qué cómo se llama? Pues, no sé, pero tiene el cabello asá, las bolsas, el sombrero…. Nadie me daba razón. Algunos la recordaban vagamente, una señora que vendía algo, pero nadie recordaba qué, otros me decían que recogía cosas, tal vez era recicladora, alguien también me dijo que vendía flores, pero nadie sabía dónde vivía. En lo que coincidieron todos era en que no la habían visto últimamente.

El siguiente domingo tampoco vino, pensé si tal vez estaba yendo a otra iglesia, si fuese así  ¿a cuál? Si la próxima semana iba a las otras iglesias corría el riesgo de que regresara y no verla. ¿Todas las iglesias tienen misa a la misma hora? No lo sabía. Se me ocurrió que tal vez estaba asistiendo en otro horario. Al salir pasé por la oficina del obispado y obtuve un papel con todos los horarios de las misas en el centro de la ciudad. Ese día regresé a la misa de doce y la de las siete de la noche y logré asistir a otras tres misas en dos iglesias distintas. No la vi. Esa noche mientras trataba de conciliar el sueño, me hundí en una densa soledad y tuve ganas de morir.

Una semana después, totalmente desesperanzado, me ubiqué en la banca de siempre. Mientras el coro entonaba el Santo, la vi entrar, con el paso cansino y muy delgada. Se sentó en la misma banca que yo, en el otro extremo. Participé de la misa con genuino gozo, cuando llegó el momento de la paz, me acerque a ella y la abracé:
– La paz sea con usted – le dije.
– La paz sea con usted, joven.  – me contestó y lloré en sus brazos.

* * *

Era evidente que había estado enferma. Luego de darle la paz, me quedé sentado a su lado. Al salir, con la idea de que podría estar necesitando algo y que yo estaba en condiciones de ayudarla, la acompañé tomándola del brazo hasta la salida. Cuando estuvimos afuera de la iglesia, le pregunté despacio y con todo el afecto que pude:
– ¿Está bien?
– Sí – me contestó – pero estuve muy preocupada por usted joven.
– ¿Por mi? – reaccioné sorprendido – ¿por qué?
– Porque no había nadie que le de la paz todos estos domingos.