miércoles, 16 de febrero de 2011

LA RANITA DE LA CASA DE GREENWICH

Cuando recién llegué a Iñapari, pasé mi primera noche en un hotel. Al día siguiente me mudé a un cuarto de madera con baño común para cinco cuartos más, sólo estuve allí quince días porque no era muy cómodo y a raíz del episodio de la rata que ya les contaré más adelante. Luego conseguí una bonita casa de madera de dos habitaciones, baño, cocina y sala comedor.

La casa era un poco vieja, pero bastante bien conservada para la zona y el clima. Sus únicos problemas eran el baño que siendo de material noble estaba en mal estado en comparación del resto de la casa y además la presión del agua no permitía tomar una ducha, así que allí volví a tomar baños de jarra como lo había hecho diez años antes en Iquitos. El dueño de la casa, que me trató muy bien, respondía al curioso apelativo de Grenchi. Así me lo presentaron y cuál sería mi sorpresa cuando al hacer el contrato de alquiler verifiqué en su documento de identidad que su apellido era Greenwich Panduro. La gente de la localidad no podía pronunciar Greenwich y se conformaban con decirle simplemente Grenchi y él no se molestaba.

Lo cierto es que me acomodé en mi nueva casa, felizmente venía con cama y el inquilino anterior me vendió su colchón. Compré un juego de sabanas y algunos elementos básicos para vivir. Al cabo del primer mes, un día me sorprendió luego de entrar un movimiento extraño en el baño. Entré y descubrí una rana de regular tamaño. Al verme ni se movió. Se quedó mirándome desde el lavabo del baño y yo fui por la cámara. Me pareció divertido y le tomé unas fotos, una de ellas es la que se puede ver al inicio de esta nota, la ranita no se inmutó. Me fui a cambiar de ropa y cuando regresé ya no estaba, supuse que se había metido debajo del enorme cilindro plástico donde almacenaba el agua o se había subido a una de las salientes de las ventanas altas del baño.

Durante la semana siguiente no pasó nada extraordinario hasta que un día mientras trataba de conciliar el sueño la vi caminando por la pared del dormitorio, al parecer buscando los mosquitos que suelen dar vueltas cerca de la luz. Me dio la fea impresión de que en cualquier momento podría aparecer en mi almohada y no me gustó la idea. A los dos días llegué del trabajo y nuevamente estaba en una de las paredes del baño, traté de buscar algo con qué espantarla y la muy bendita al verme amenazante no se le ocurrió mejor cosa que lanzarse al cilindro lleno de agua. ¡El agua con la que yo me bañaba! Traté de buscarla y no la veía, la muy astuta se había metido al fondo mismo del barril y yo recién me puse a pensar que probablemente mi cilindro había sido la piscina particular de mi inquilina no deseada y yo me había estado aseando con esa agua. Empecé a vaciar el cilindro con ira en busca de la ranita experta y mientras más agua yo sacaba, más al fondo se escondía la rana. Al final me deshice de casi toda el agua, cargué el cilindro con lo que faltaba y salí a la calle, allí lancé el recipiente boca abajo y me aseguré que la ranita ya no estuviese. Retorné con mi cilindro vacío a casa y está más decir que esa noche no pude darme un baño, al día siguiente lo lavé con lejía y volví a juntar agua, que dicho sea de paso, en Iñapari solo cae de seis treinta a ocho de la mañana.

Cuatro días después al entrar al baño encontré nuevamente a una rana, lo primero que pensé fue que era otra, pero recordé que le había sacado una foto. La busqué en la cámara y confirmé que era la misma. Cuando traté de acercarme, ella rápidamente subió por la pared y se escondió en una saliente de las altas paredes. Le hice guardia durante unos tres días por las tardes hasta que apareció de nuevo, yo ya me había provisto de una vieja canasta de bicicleta de niño y un cartón. Mi propósito no era matarla, sólo alejarla de mi cilindro de agua. Con la escoba la hice caer al piso, le coloqué con cuidado la canasta encima y luego deslicé el cartón por debajo a fin de que se monte sobre él. Una vez que lo hizo volteé mi siniestro artefacto y manteniendo la canastilla tapada salí de la casa, caminé unas cuatro cuadras, y ya cerca al centro de salud, sobre un jardín con bastante vegetación que me pareció apropiado la liberé y me regresé satisfecho a casa.

He oído historias de perros y gatos abandonados o extraviados que luego de caminar varias horas regresan a su hogar, pero nunca de ranas, así que imagínense mi impresión el día que volví a casa (unos diez días después de haber liberado a mi rana cerca del centro de salud) y encontré a la rana de la historia otra vez en el baño. Ya éramos viejos conocidos así que no tuve que confirmar esta vez con la foto que le tomé, noté que apenas me acerqué la ranita trepó raudamente hacia su escondite, es decir ella también me reconocía.

Opté por conseguir una tapa para mi cilindro de agua, pero le seguía haciendo guardia. Un día ya casi al cuarto mes la volví a capturar con el mismo procedimiento y esta vez la liberé en el rio Acre, a más o menos un kilómetro de la casa de Greenwich. No había manera de que pudiese volver y yo estaba contento porque finalmente la ranita estaba en su ambiente. Pasados unos cinco días, la volví a ver en el baño, esta vez no sentí ni sorpresa ni nada, era una especie de broma de mal gusto, solo faltaba la música de la dimensión desconocida de fondo, apenas me acerqué ella se alejó rápidamente. Estaba lejos, pero era ella. Me quedé largo rato pensando en porqué esta rana en particular había escogido mi baño. Lo cierto es que el baño de la casa, con el cilindro de agua en medio y al ser de material noble y recubierto por cerámicos era un espacio bastante fresco en comparación de toda la casa y mucho más que el ambiente en exterior en general, eso explicaba por qué a la rana le gustaba el sitio, pero lo que no me quedaba claro era cómo hacía para volver exactamente al mismo lugar. Recordé las especies que migran miles de kilómetros para regresar a su lugar de origen para desovar o reproducirse y al final me expliqué y convencí racionalmente que después de todo no era tan extraño.

El contrato de alquiler de la casa era por seis meses, a su vencimiento conseguí una casa en mucho mejor estado y con tanque alto de agua y otras comodidades, así que me mudé. El día de la mudanza pude ver a la ranita observándonos desde lo alto de la saliente del baño, incluso en el momento en que saqué toda el agua del cilindro para llevármelo a la otra casa. Tuve especial cuidado de no dejar notas ni nada que pudiera delatar nuestra nueva dirección, y al desempacar las cosas me percaté de que no estuviese escondida en ninguna caja. Por si las dudas no volví a pasar nunca más por la calle donde queda la casa de Greenwich, uno nunca sabe.

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