viernes, 30 de septiembre de 2011

PARA QUE PUEDAN SOÑAR (Cuento)

El estruendo de la granada y la puerta de madera volando en mil pedazos fueron lo último que Jacobo percibió antes de perder el sentido. Cuando despertó estaba en un sucio calabozo maloliente de orina y excremento. Se incorporó lentamente, el dolor agudo en la base de la nuca lo detuvo por algunos segundos. Sintió como si tuviera tierra en la boca. Su camisa estaba dura, acartonada, se puso de pie y caminó con dificultad hasta la esquina de la habitación donde había un poco de luz y descubrió que tenía la camisa manchada de sangre seca. Se revisó con cuidado el pecho, el cuello, los brazos. No tenía heridas profundas, solo rasguños y escoriaciones. Su barba estaba sucia y polvorienta pero no tenía rastros de alguna hemorragia. No era su sangre. Trató de recordar y no lo logró. Aun estaba todo confuso. La explosión, algunos gritos y la puerta de madera convertida en astillas de todos los tamaños. Se apoyó en la pared y se le humedecieron los ojos, pensó en Doris, su mujer y Silvia su hija. A lo lejos escuchó el sonido característico de botas acercándose, luego voces, el cerrojo de la puerta, los goznes crujiendo lastimeros. Entraron tres soldados muy jóvenes, mestizos, pelo hirsuto y narices gruesas, el primero lo apuntó con el fusil automático sin hablar, Jacobo levantó ligeramente las manos y se quedó quieto. Los otros dos colocaron dos bancos de madera en el centro de la habitación. Cerca de la puerta había una sombra. Se adelantó dos pasos, era un militar mestizo también, pero por el porte, los gestos y la forma de hablar parecía ser un oficial. Tenía uniforme caqui de campaña, sin galones ni marcas. Solo las botas negras, el quepí y un cinturón de cuero del que colgaba una cartuchera que debía contener una pistola enorme. El oficial se acercó y se sentó en uno de los bancos. Hizo una seña apuntando al otro para que Jacobo se sentara. Jacobo se acercó y se sentó despacio, los que habían llegado trayendo los bancos salieron y el que estaba armado se quedó cerca de la puerta con el dedo en el gatillo del fusil pero apuntando al piso, inquieto, nervioso.

– Jacobo Salas Bregovic – dijo el oficial al tiempo que leía una hoja de papel que había sacado del bolsillo –tiene una hija pequeña, actualmente estudiante de filosofía y humanidades. Estudiante también de derecho. ¿Estudioso no? Hágame un favor. Dígame todo lo que necesito saber.
– No sé qué cosa es lo que desea saber señor – afirmó con calma Jacobo.
– No sea pendejo, Salas – contestó también calmado el oficial – quiero que me diga dónde están sus camaradas del partido y qué es lo que están planeando.
– Soy militante del partido hace años señor, mi actividad política es pública en la universidad. He sido dirigente universitario prácticamente desde que ingresé. Nunca he ocultado mis actividades y no sé a qué planes se refiere.
– Mire Salas – replicó el militar – yo quiero ayudarlo. Usted me cae bien. No estamos detrás de usted, este es un lio de peces gordos. Pero usted está bien embarrado en toda esta mierda. Ha cometido errores graves. Eso de salir a los diarios a denunciar cosas del interior de la universidad Salas… mala idea. ¡Mírese! La barba, el cabello largo. La camisa de guerrillero ¿Quién se cree? ¿El Che Guevara? ¿Usted cree que me cuesta mucho esfuerzo meterle un par de tiros y olvidarme del asunto? Para la prensa un guerrillero muerto más. Nadie va a llorar su muerte Salas, hágase un favor y dígame lo que le estoy pidiendo.
– Estoy ilegalmente detenido señor.
– ¿Y qué quiere Salas? ¿Le presto un teléfono para que llame a su abogado? ¿Quiere también que le preste a mi mujer y a mi empleada? ¡Esta es zona de emergencia Salas! ¡Entienda carajo! No tengo que rendirle cuentas a nadie. Tengo a cuatro camaradas suyos en los otros calabozos. Si usted no habla, alguno de ellos lo va a hacer. ¿Se da cuenta de la situación?
– Sí señor. Me doy cuenta de que estoy ilegalmente detenido. Que está usted violando mis derechos. Pero yo no tengo la información que usted necesita. Yo no tengo contacto alguno con ninguna facción armada o fuerza revolucionaria, soy solo un militante más del partido.
– Un militante que dirige las escuelas populares en el interior de la universidad.
– Un militante que educa al pueblo. Un pueblo ignorante no se desarrolla. Un pueblo ignorante se somete.
– Usted les enseña a ser subversivos Salas. Usted alienta sus protestas y esa basura que llaman reivindicación social.
– Solo los incentivo a pensar por sí mismos señor. A cuestionar el sistema.
– ¿Y para qué sirve eso dígame?
– Para que el pueblo deje de ser una masa de corderos dóciles. Para que tengamos individuos que piensen, que crean, que tengan fe en un mañana diferente, para que puedan soñar... Para que las personas tengan el valor de buscar su destino. ¡Para que sean libres señor!
– ¡Huevadas Salas! – exclamó el oficial exasperado, poniéndose de pie – necesitamos ingenieros que construyan carreteras, médicos que curen a los enfermos. En este país no necesitamos más filósofos.
– Ni militares – dijo Salas mirando al piso.

El oficial se contuvo, se sentó de nuevo y abrió el bolsillo de su camisa de campaña. De él extrajo una cajetilla de cigarros y le ofreció en silencio un cigarro a Jacobo; luego sacó del bolsillo lateral de su pantalón un encendedor plateado con el escudo del ejército en relieve. Encendió ambos cigarros.
– Mire Salas. Esto no es cómodo para ninguno de nosotros. De aquí a unas horas tengo que ponerlo a disposición del Juez. De lo que usted me diga depende el informe que yo haga. Incluso puedo enviarlo de nuevo a su cuarto si colabora y aquí no ha pasado nada. Anoche lo intervenimos a usted y sus camaradas en un caserío alejado de la ciudad ¿Qué estaban haciendo allí?
– Íbamos a hacer una jornada de alfabetización.
– ¡Puta madre Salas! ¡No me siga jodiendo! Eso no se lo cree nadie. Estaban a dos kilómetros de una base del ejército. Le pregunto una vez más ¿Qué hacían allí? ¿Qué planes tenían?
– Alfabetizar. Teníamos planeado empezar temprano, todo el fin de semana. Por eso íbamos a pasar la noche en esa casita. La que ustedes destruyeron.
– Oiga – dijo el oficial acercándose en gesto confidente – ¡ya! yo le acepto a usted que es un blanquito buena gente que quiere enseñar a leer a los campesinitos y gratis. ¿Pero por qué su camarada Saldívar tenía un revolver en su mochila? Explíqueme eso.
– Eso no lo sé señor. Tendrían que preguntarle a él.

De pronto tocaron la puerta con fuerza. El oficial salió, Jacobo escuchó algunas voces inteligibles que se apagaron a medida que el ruido de las botas se desvanecía. Media hora después regresaron cuatro hombres vestidos con uniforme militar totalmente negro, con pasamontañas, al parecer comandados por un hombre de baja estatura con bigotes, vestido de civil; estaba también el oficial que interrogó a Salas y otro oficial de mayor edad y, aparentemente, mayor rango. El de mayor edad hablo:
– Salas, estos hombres son del servicio de inteligencia y van a ponerlo a disposición del Juez, Por favor acompáñelos y colabore.
Uno de los tipos se acercó y lo esposó. Luego le colocaron una capucha de tela negra en la cabeza y se lo llevaron a empellones.
– ¿Qué le sacaste Obando? – dijo el mayor de los dos oficiales cuando se quedaron solos.
– El tipo no sabe nada comandante. Ha sido una metida de pata. Es un teórico, un filósofo idealista. Se le nota y usted sabe que tengo experiencia. Yo ya había decidido mandarlo a su casa.
– Bueno el asunto ya no está en nuestras manos. Son órdenes de arriba. Habla con los soldados, nadie ha visto nada.
Obando se cuadró y el comandante salió del cuarto. Luego se sentó en uno de los bancos y encendió un cigarrillo. Se sentía cansado y se preguntó hasta cuándo seguiría destacado en este infierno. Recordó a su esposa Mariela y su hija recién nacida: Silvia. Como la hija de Salas, “casualidades” pensó mientras le daba una larga pitada a su cigarro.

* * *

Siete años después, luego de volver de la playa con su hija Silvia, Obando se preparó un té helado, prendió el televisor y se sentó a ver las noticias. Sintió como un latigazo en la columna cuando la narradora leyendo el teleprompter dijo que habían sido descubiertos los restos de cinco personas en una fosa común, uno de ellos probablemente correspondería al estudiante de filosofía y humanidades Jacobo Salas Bregovic, desaparecido hacía aproximadamente siete años.

2 comentarios:

  1. Sin duda alguna aplicable a cualquiera de nuestros países, que hemos vivido largas guerras. Tantas historias que aun guardan muchos en sus memorias (como mis padres), otros que escribieron libros, y otros que ahora ostentan cargos públicos y a los cuales parece se les olvido la razón por la cual iniciaron la lucha. Me gusto mucho el cuento tu forma de hacerlo tan real.

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  2. Gracias Arely, qué bueno que te haya gustado. Y efectivamente hay heridas todavía abiertas, que se deben ir cerrando con el tiempo, pero no debemos olvidarnos de los errores cometidos precisamente para que estos errores no se repitan. Un beso grandote!

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