sábado, 24 de septiembre de 2011

ALGUN DIA (Cuento)

Con Felipe pisándole los talones, Paco corría a toda velocidad por Siete Culebras hasta la Plaza de las Nazarenas, se detuvo unos segundos para tomar aire y corrió de nuevo, riendo y con el aire frio de la sierra cortando su rostro redondo. Cuando llegó a Herrajes aceleró con fuerza hasta llegar a Santa Catalina donde estaba ubicada la tienda de la señora Esther.
– ¡Una papa rellena! – gritó casi sin aliento mientras colocaba la moneda de cincuenta centavos en el mostrador de madera de la tienda.
– ¡Una papa rellena! – repitió a sus espaldas Felipe con el rostro brillante de sudor y las mejillas rojas como el fuego.
– ¡Despacio! – les rezondró con cariño la mujer y sacó de una cacerola envuelta con una frazada dos bolitas amarillas del tamaño de un huevo de gallina.

Las papas rellenas comunes consistían en una pasta hecha de papas hervidas y prensadas, mezcladas en algunas ocasiones con un poco de harina y clara de huevo, en su interior se colocaba de acuerdo al gusto del cocinero carne trozada o molida, queso, huevo duro picado, zanahoria en cuadraditos y aceitunas o pasas. Luego se freían. Doña Esther había creado su versión particular de papas rellenas en miniatura para los escolares, el relleno consistía en cuadraditos milimétricos de zanahoria hervida con sal, ají colorado molido, un trocito de carne y nada más. Se levantaba a las cinco de la madrugada para cocinarlas, mientas Aniceto, su marido, preparaba la chicha de quinua. Luego ambos elaboraban una especie de crema ligera hecha a base de rocoto arequipeño aplastado que compraban casi a precio de regalo en el mercado y que lastimaba la lengua como un hierro al rojo vivo y que aumentaba notablemente sus ventas de chicha.
– ¡Una chicha! – reclamó resoplando Paco mientras terminaba de comer la papa rellena embadurnada de picante. Doña Esther introdujo el cucharón de madera en la enorme olla de barro y sirvió en un vaso de vidrio opaco la refrescante bebida.
– ¡Chichita señora! – pidió Felipe extendiendo otra moneda de cincuenta centavos.

Los muchachos comieron otra ronda de papas rellenas, la tienda ya estaba repleta de escolares que hablaban, gritaba y compraban dos, tres, cuatro papas y bebían uno tras otro vasos de chicha, Paco y Felipe terminaron y se fueron corriendo apenas pagaron. Doña Esther siguió atendiendo a los comensales que hacían bullir la tienda, al final y luego de casi dos horas, la tienda volvió a quedar vacía, guardó los billetes y monedas en una caja, tapó la olla de barro con cuidado y cubrió las pocas papas rellenas que quedaron con un paño grueso para que no se enfríen. Servirían para el almuerzo. Luego se sentó en un banco de madera y encendió la vieja radio a transistores. Sintonizó una emisora que transmitía el lánguido y monótono sonido de arpas lejanas y quenas solitarias. Se acordó de su pueblito en Abancay, de la música de los cencerros, del olor a campo, de la casa de barro que habían construido con Aniceto y el viaje que habían hecho hasta Cusco cuando perdieron todo por culpa de la sequía.

* * *

Cuando Paco llegó a su casa su madre le gritó desde la cocina:
– ¿Qué hora de llegar es esta Paco? ¿Dónde has estado?
– En ningún sitio – contestó el muchacho.
– Pobre de ti que estés yendo a comer esas papas rellenas de la casa de la bruja.
Paco se reía en silencio.

* * *

A las dos semanas saliendo de la escuela, Felipe, como siempre, retó a Paco a una carrera hasta la tienda de la señora Esther.
– Mi mamá no quiere que vaya – dijo Paco.
– ¿Por qué?
– Andan diciendo que es bruja – contestó.
– Mi mamá dice igual, mi tía Antuca me cuenta que cuando recién llegaron al Cusco vendían en una banquita en la calle papa rellena y chicha de quinua. Ahora tienen tienda, venden gaseosa, pan, fideos y de todo.
– Pero siguen vendiendo la chicha y las papas rellenas, además han construido una casa. Mi mamá dice que es bruja porque nadie puede tener tanta plata solo vendiendo papas rellenas.
– Papitas de a cincuenta – se burló Felipe mostrándole una moneda a Paco y echándose a correr.

* * *

Algunos días después Felipe se sentó al lado de Paco mientras esperaban su turno para jugar al fútbol en la clase de educación física.
– ¿Sabes que dice mi tía Antuca?
– ¿Qué? – preguntó displicente Paco.
– Dice que han bautizado la plata.
– ¿Cómo es eso?
– Dice mi tía que si pones plata en la ropa de la guagua en el bautizo de la iglesia, el agua bendita le cae a la plata – afirmó con certeza Felipe.
– ¿Y qué sucede?
– Dice que la gastas y siempre regresa a tu bolsillo
– ¿Ah sí?
– Lo malo es que el alma de la guagua se condena pues.
Paco sintió un escalofrío corriendo por su espalda.

* * *

Una tarde, sentado en el zaguán de la casa mientras su madre tejía, Paco soltó la pregunta.
– Mamá ¿Es verdad que si bautizan la plata siempre regresa?
– ¿Quién te ha dicho eso? – preguntó la mujer.
– Eso dice la Antuca, la tía del Felipe.
– Así dicen hijo.
– ¿Y los señores de la tienda habrán hecho eso?
– ¡Ay no se! – se quejó la madre de Paco – pero no creo, porque no tiene hijos.
Paco se quedó pensando en eso.

* * *

Al día siguiente en el cambio de hora Paco increpó a Felipe:
– Tu tía Antuca es una mentirosa – le dijo.
– ¿Por qué?
– Porque la señora de la papa rellena no tiene hijos. ¿A quién iba a bautizar pues? ¿A quién? – preguntó indignado Paco.
– ¿Sonso eres no? – replicó Felipe –puede ser cualquier guagua, un sobrino o un vecino. ¿Por qué eres sonso?
– No soy sonso ¿ya? Y tu tía Antuca es mentirosa y te agarra a ti que le crees sus mentiras.
– ¡No es mentira! Vas a ver. Le voy a preguntar.

* * *

Algunos días más tarde Felipe se acercó radiante.
– Un pedazo de muerto – dijo.
– ¿De qué hablas?
– Mi tía Antuca dice que si tienes la mano de un muerto o su pie en tu casa, la plata entra solita pues.
– ¡Más sonseras dices oye!
– No es sonsera. ¿Acaso no has visto la calavera en la tienda de sombreros del señor Leonidas?
– Es diferente, mi mamá dice que es para que no le roben. Ella también quiere conseguir una calaverita para que cuide la casa.
– ¿Entonces?
– Es diferente – concluyó Paco.
– ¡Sonso! – dijo impotente Felipe y se fue.

* * *

La siguiente semana Paco corría como el viento y como casi todos los días rumbo a la tienda de Doña Esther, Felipe lo seguía de cerca. Esta vez bajaron por Tullumayo y voltearon por la calle Ruinas. En la tienda de la señora Esther pidieron sus papas rellenas calientes antes de que lleguen los otros chicos de su escuela y de las escuelas vecinas. En eso entró una mujer joven y le pidió a doña Esther un kilo de arroz mientras Felipe cubría su papa rellena con crema picante de rocoto. La mujer se levantó para pesar el arroz y se dio cuenta que el saco estaba vacío.
– Un ratito – se disculpó mientras salía – voy a llamar a mi marido para que traiga otro saco.
En ese momento Felipe dio un grito.
– ¡Chicha! ¡Chichita! – empezó a gritar, pero doña Esther no regresaba.
– ¡Chicha! – repitió Paco.
– Anda Paco – dijo Felipe entre silbidos sordos y sofocado – sírveme una chicha.

Paco negó con la cabeza, dudó, pero se adelantó, pasó por debajo de la tabla del mostrador y tomó un vaso, caminó rumbo a la olla y de pronto se detuvo, sin embargo se dio cuenta que Felipe estaba detrás de él con la lengua afuera y se vio obligado a avanzar. Los muchachos se acercaron a la olla de barro y Paco metió el cucharón de madera hasta el fondo. Revolvió un poco y sintió algo pesado. Lo sacó con cuidado. Sin querer dejó caer el vaso que terminó haciéndose trizas en el piso. En el cuenco del cucharón descansaba envuelta en una bolsa de plástico transparente una mano humana verdosa, entre seca y musgosa. Ambos pegaron un grito ahogado y salieron corriendo sin parar hasta la plaza de armas, una vez allí, temblando asustados, se miraron. Paco estaba pálido. Felipe trató de calmarlo.
– ¿Ya ves? ¿ya ves? Mi tía Antuca sabía pues – dijo con la respiración entrecortada.
Paco no contestaba, seguía agitado. En su mente aparecía una y otra vez la imagen de la mano verdosa, enjuta y de largos dedos. Se fue a casa. Se enfermó. Estuvo dos meses en cama. Cuando regresó a la escuela se enteró que Felipe, que también había estado enfermo, se había ido a vivir a Lima. Nunca le contó a nadie lo que había visto. No le creerían. Tal vez, si algún día se encontraba con Felipe. Algún día.

8 comentarios:

  1. Vaya... Una pasada... Me gusto mucho... Sois bueno escribiendo... Felicidades... ;)

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  2. Gracias Jorge! Muy amable, gracias por tu comentario. No dejes de seguir el blog. Un abrazo!

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  3. Hola amigo, os felicito, sigue escribiendo, me gusto el cuento...

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  4. seria la mano de shrek???? jajajajajajaja Buen cuento... cada vez escribes mejor Miguelito!!!

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  5. Gracias Edwar!!! Era un Shrek flaco, te cuento que ese es un mito de fuerte arraigo en la sierra y algunas zonas de la selva. Igual que las calaveritas que cuidan la casa. Un abrazo maestro!

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  6. Hey! Que paja tu cuento, parece esos de las tradiciones arequipeñas, me gusto mucho el contexto y la narración, concuerdo en que cada dia escribes mejor, sigue asi grandes cosas pueden pasar, es ud una inspiración para hacerlo! Exitos

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  7. Gracias Claudio!!!! Tus comentarios me motivan mucho, es un verdadero halago y un compromiso que asumo con mucha responsabilidad. Gracias por seguir el blog y los cuentos!! Un fuerte abrazo, se le quiere mucho!!!!

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