
En la terraza estaba esperando Ximena, vestida de impecable negro y lentes oscuros. Gabriela se sentó a su lado.
– ¿Estás bien? –preguntó Ximena.
– Sí, no te preocupes – contestó.
– ¿Tu mamá no te ha dicho nada?
– No, ya te dije que ella no dirá nada. La conozco – replicó algo molesta Gabriela.
–Bueno…
Ambas guardaron silencio. Entraron parientes, amigos, algunos se sorprendieron al verla allí, algunas tías hicieron aspavientos, las primas cercanas miraron escandalizadas, uno que otro pariente le hizo un saludo discreto. Pero nadie se acercó a darle el pésame.
– Si tu quieres me voy – dijo en algún momento Ximena dándose cuenta que nadie se acercaba al lugar donde estaban.
– No seas tonta, quédate. Si tú te vas tendré que irme también. No tengo el coraje de quedarme aquí sola – suspiró Gabriela.
– Está bien. Me quedo.
* * *
Algunas horas más tarde, luego del entierro en el camposanto, Gabriela se acercó a su madre para despedirse. Ella le tomó la mano con una fuerza extraña.
– No te vayas hija, ven a casa un momento – le dijo.
– Estoy con Ximena mamá.
– Dile que venga también.
Media hora después estaban las tres en casa, Ximena visiblemente incómoda. La madre de Gabriela las invitó a pasar, Ximena dudó pero pasó a la sala. La casa se veía muy triste. Algunos obreros de la funeraria retiraban los últimos rastros de la capilla ardiente y Nina la mucama acomodaba los muebles.
– ¿Quieren tomar un café? – dijo la madre.
– Mamá… – intentó quejarse Gabriela.
– No, no te sientas mal hija, por favor, ni tú… ¿Ximena verdad? – preguntó.
– Sí – dijo Ximena asintiendo.
– Por favor acompáñenme, no quiero quedarme sola en esta casa.
– Tienes a Nina – señaló Gabriela.
– Tú sabes que no es lo mismo – replicó su madre.
Conversaron largo rato de banalidades, de cómo le había ido los últimos años a Gabriela, de la profesión de Ximena. A Ximena la señora le pareció una mujer culta, educada, de mundo. Simpatizaron. No hablaron en absoluto del padre de Gabriela. Cuando se hacía tarde, la señora se levantó del sillón de la salita y se disculpó por unos minutos, luego volvió con una caja de zapatos atada con una cinta azul. Se la entregó a Gabriela sin decir palabra.
Gabriela sorprendida recibió la caja y la puso sobre la mesita de café sin abrirla.
– ¿Qué es esto mamá? – preguntó.
– Ábrela – respondió la mamá.
Gabriela retiró la cinta, dentro de la caja había decenas de cartas y sobres. Tomó una de las cartas y leyó, mientras lo hacía empezó a llorar.
– Tu padre siempre quiso destruirlas, pero yo te las guardé – dijo la mujer en tono solemne.
– ¿Pero por qué no me dijiste? – preguntó entre lágrimas Gabriela.
– Tú sabes cómo era tu padre – contestó – yo no me habría atrevido.
– Gracias mamá – dijo Gabriela luego de algunos segundos de silencio.
Guardó las cartas en la caja, se levantó y se despidió de su madre. Salió junto a Ximena, y le pidió que conduzca el auto. Se sentó en el asiento del copiloto con la caja en las piernas y partieron. Gabriela lloraba en silencio. Luego de largos minutos Ximena se atrevió:
– ¿No me vas a contar?
– Lo siento. Estaba recordando. Prométeme que no te reirás.
– No parece un asunto para reírse. Cuéntame.
– Hace quince años, cuando estaba en la escuela todavía, me enamoré. Un amor de adolescente, mi primer amor podría decir, ella era una muchacha universitaria que hacía prácticas en la escuela donde yo estudiaba. Mis padres creían que estudiando en una escuela de mujeres, católica, regentada por monjas y no dejándome salir a la calle, me tendrían protegida. No fue así. Yo le decía a papá que iba a la iglesia para poder encontrarme con ella en su casa. Un domingo, fui a su casa como siempre, estábamos desnudas en el dormitorio y de pronto escuchamos que sus padres entraban. Me aterré. Me escondí desnuda debajo de la cama. El padre de ella subió, parece que sospechaba algo, no tardó mucho en encontrarme. ¿Te imaginas? La vergüenza era doble, no solo porque descubrió que era la novia de su hija, si no que me hallara en esa situación, desnuda, debajo de la cama. ¡No te imaginas Ximena! Me pidió que me vista y me llevó a la casa de mis papás y les contó todo. Mi padre no me golpeó pero me castigó por un año. Luego ya no supe más de ella, mis padres me dijeron que ella no quería saber nada de mí. No sabes cuánto sufrí. No me importaba el castigo, lo que me dolía era que ella me hubiera olvidado tan rápido. Tenía tanto dolor que apenas terminé la escuela secundaria me fui de la casa. No volví a ver a mi padre.
– Y esas cartas son de ella.
– Sí – contestó Gabriela – de ella. Jurándome amor eterno, queriendo saber de mí seguramente.
– ¿Todavía sientes algo por ella?
– No, es un recuerdo antiguo y doloroso. Pero ya no. ¿No estarás celosa no?
– Un poco. Me gustaría que algún día llores así por mí.
– Espero no tener que hacerlo – replicó Gabriela – mientras apoyaba la cabeza en su hombro.
– Espero que no – sonrió Ximena, mientras estacionaba el auto en la cochera del departamento que ambas habían comprado juntas pocos meses antes.
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