domingo, 31 de julio de 2011

UNA CITA CON EL DIABLO (Cuento)

Se secó el cuerpo desnudo, sintió la brisa fresca en él, le gustaría quedarse así, con esa sensación de libertad, se imaginó desnudo sobre la cama y se sintió incómodo, había engordado un poco los último años y tenía la piel cansada, se avergonzó un poco de su vanidad otoñal y abrió el closet, escogió uno de los ternos más nuevos y lo estiró con delicadeza sobre la cama bien tendida, se sentó a un lado de ella, apoyó sus manos sobre los muslos, se sintió agotado, el baño lo había laxado. Se puso las medias, luego se incorporó para vestirse la ropa interior, el pantalón y la camisa blanca bien planchada. Escogió una corbata roja de seda, un detalle que iba bien con la ocasión, pensó sonriendo mientras hacía el nudo. Cuando terminó se calzó los zapatos negros relucientes que él mismo había lustrado antes de ducharse. Se puso el saco y se miró en el espejo una vez más.

Recién duchado se veía bien, el agua borra todo, limpia todo, pero solo por unos minutos, luego todo vuelve, pensó. No le pareció apropiado ponerse colonia. Miró alrededor, todo estaba en orden, limpio y ordenado como siempre le gustó, siempre detestó recibir visitas con la casa desordenada. Tomó la toalla, la dobló cuidadosamente y la acomodó en el baño. De vuelta en el dormitorio abrió la pequeña puerta de la mesita de noche y extrajo una caja de madera con sobrios tallados, la levantó con cuidado y la llevó al tocador donde la depositó. Recordó su imagen el espejo y se preguntó cuánto le tomaría, si pudiera, construir todo de nuevo, empezar de nuevo. No era un hombre joven ciertamente, no se sentía un anciano, pero tampoco tenía ni la fuerza ni el empuje de los veinte. ¿Se abriría el saco? Después de haber asistido a tantas reuniones de gala y cenas formales, sabía que el saco abierto era más versátil. Lo abrió. ¿Por qué pensaba tanto en su apariencia hoy? Solo podía ser porque no quería pensar en ninguna otra cosa. Las cosas seguían su curso. En el fondo de la caja, envuelta con una franela roja descansaba el arma. La tomó, estaba fría y pesada. ¿Cuánto daño puede causar una bala? se preguntó.

Se sentó a los pies de la cama. Era la mejor forma de asegurarse de caer en ella luego del disparo. Hacerlo de pie no garantizaba nada. ¿En la boca o en la sien? En la boca es más seguro, en la sien hay que tener la mano firme, una duda y se termina cuadripléjico en una cama de hospital. Abrió el tambor de la treinta y ocho, colocó una bala, luego otra, sonrió otra vez ¿Otra bala? ¿Por si falla la primera? Igual la colocó. Sintió un escalofrío en la base de la espalda. Ya no había mañana, el Consejo Nacional le había comunicado su retiro. ¿Qué haría después? Luego de treinta y cinco años al servicio del Estado no se le ocurría otra cosa por hacer. Había trabajado tanto tiempo y lo había hecho bien, con honor ¿porqué privarlo de la satisfacción de seguirlo haciendo? No había perdido la vista, ni había sido víctima de ninguna enfermedad degenerativa, aún se valía por sus propios medios, como ahora.

Miró a la mesa del tocador, en un costado estaba su billetera, sus documentos de identidad, sus condecoraciones y su celular. Se le ocurrió que era mejor apagar el celular. Dejó el arma en la cama y se acercó, cuando estuvo a punto de apagarlo timbró. Respiró profundo y escogió el botón de contestar a pesar de que sabía que no debía hacerlo.
– ¿Abuelito? – dijo una voz femenina al otro lado de la línea
– Sí – contestó él.
– Te estamos esperando abuelito. ¿No te habrás olvidado que hoy es la cena en tu honor, no?
– No lo he olvidado
– ¿Ya estás listo? ¿Qué estabas haciendo?
– Nada linda, una tontería. Espérenme.
– Te amo abuelito, mamá te manda besos.
– Yo también las amo – dijo y colgó.

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