miércoles, 11 de enero de 2012

PESTAÑAS INFINITAS (Novela - Capítulos I y II)

I

Todavía no habían terminado de apostar cuando el Mollendino se lanzó al agua, empezó a bracear con fuerza y lo vimos perderse entre el oleaje todavía ligero; en el horizonte aún se podía ver, como un buque fantasma sobre la reverberación del sol en las aguas del océano, la silueta a contraluz de la bolichera a medio hundir a donde se habían desafiado llegar con Andrés. Mientras los observábamos, un pescador de voz aguardentosa y rostro forjado a sol y arena murmuró:
– Mala hora para nadar, el sol se está poniendo, el mar se pica.
Nos miramos y volteamos hacia ellos gritando para que vuelvan, levantando y agitando los brazos, pasaron largos minutos, de pronto una cabeza emergió, era Andrés que se acercaba a la playa con un nado cansado. Contuvimos la respiración y esperábamos que apareciera también el Mollendino al mismo tiempo que rezábamos para que haya desistido. Cuando Andrés se puso en pie todavía con el agua hasta las rodillas, entendimos por su expresión que estaba agotado.
– No se puede – nos dijo con la voz quebrada.
– ¿Y el Mollendino? – le preguntamos al unísono.
– No sé – contestó mientras empezaba a tiritar

No supe qué hacer, me di cuenta que todavía estaba con un vaso lleno de cerveza en la mano y me lo bebí de un trago por los nervios, Pepe salió corriendo hacia al muelle para hablar con algunos pescadores, lo seguimos. Una vez allí les pedimos ayuda, pero ninguno de ellos quiso volver a la mar, negaban con la cabeza y explicaban con frases cortas señalando el horizonte mientras amarraban sus botes, decían que era muy tarde y que el mar estaba movido, nadie salía a esa hora. Se me ocurrió que si los pescadores más experimentados se resistían a adentrarse al océano a pesar de ofrecerles dinero por el servicio, tenía que ser porque era realmente peligroso. En ese momento, para nuestra suerte, atracó un moderno deslizador con motor fuera de borda repleto de turistas del último turno que volvían de fotografiar a los lobos de mar, le rogamos al conductor que nos ayude a rescatar a nuestro amigo, él sujeto vio nuestra desesperación y accedió. Nos subimos de inmediato y partimos, rápidamente llegamos muy cerca de la vieja bolichera, allí estaba el Mollendino con los ojos rojos y exhausto, apoyado en un trozo de madera que emergía por uno de los costados de la armazón podrida. Pepe, tal vez por el efecto de las cervezas que habíamos bebido más temprano, se lanzó al agua a su rescate y al emerger, salieron también a flote sus lentes oscuros de plástico, sus sandalias y su billetera de velcro. A pasar de lo dramático del momento nos echamos a reír. Pepe recogió sus cosas mientras flotaban y le pidió al Mollendino que suba al deslizador. Él negó con la cabeza.
– No, yo voy nadando, adelántense.
– ¡Estás loco! – le grité – todos dicen que es peligroso.
– ¡Yo regreso nadando! – insistió firmemente – si quieren me acompañan.
Empezó a bracear de regreso, ayudamos a Pepe a subir al deslizador y le pedimos a nuestro conductor que siga de cerca al Mollendino, luego de unos veinte minutos que parecieron durar una eternidad llegamos a la costa, no imaginábamos todo el alboroto que se había producido en la playa, los pescadores esperaban atentos y aplaudieron cuando el Mollendino pisó la arena, nosotros bajamos del deslizador y lo abrazamos, los que se quedaron en la playa se acercaban también y vitoreaban. Habían ciento de curiosos, turistas sacando fotos y el Mollendino bebía con todos y brindaba por Mollendo, decía a quien lo quisiera escuchar que todos los mollendinos eran así de machos y conocedores del mar.

Andrés con un gesto de caballero se acercó y lo abrazó cordialmente al tiempo que lo felicitaba, en ese momento en medio de la algarabía y el alboroto, volteé y la vi, su sonrisa nacarada y su mirada intensa destacaban claramente de entre el grupo de chicas jacarandosas y alegres que también se habían acercado a curiosear. Me quedé mirándola fijamente por unos segundos y creí notar que se sonrojó un poco. Tenía unos ojos enormes y unas pestañas largas y negras que los hacían parecer más grandes todavía. Pepe me susurró:
– Esa morena está que te mira
– ¿Sí? – fue lo único que atiné a decir.
– Sí – me contestó y agregó – anda háblale.
– Háblales tú – le supliqué.
Pepe se acercó y les preguntó algo, ellas rieron nerviosas, me llamó y me acerqué, nos presentamos, les contamos que éramos de Arequipa y habíamos venido a un congreso de estudiantes de derecho en la universidad de Ica, conversamos, compramos algunas cervezas y reímos todos. Pepe llamó a los demás, al Mollendino y a Andrés e hicimos un grupo enorme y divertido; ella y yo no dejábamos de mirarnos. Lo pasamos muy bien hasta que de pronto las muchachas secretearon entre ellas y nos avisaron con pesar que ya era tarde y se tenían que ir. Pepe, leal como siempre, trató de hacer una cita para el día siguiente, resultó y quedamos en encontrarnos en un parque de la ciudad de Ica al medio día. Ellas se fueron y nosotros poco después subimos al bus de la universidad que nos estaba esperando y partimos también. Ya se había hecho de noche.

Más tarde al llegar al hotel acordamos salir a dar una vuelta por alguno de los lugares más sórdidos de la ciudad, era la última noche que podíamos hacer algo por nuestra cuenta ya que al día siguiente era la clausura del congreso de estudiantes; nos bañamos y acicalamos como se debía para la situación, subimos todavía con los efectos del alcohol a un par de taxis y nos fuimos rumbo al prostíbulo de las afueras de la ciudad. En realidad solo queríamos caminar por los pasillos del burdel iluminados con tenues luces rojas y violetas, mirar a esas mujeres de todas las edades y todos los colores, vestidas escasamente con lencería barata, paradas todas ellas en el marco de las puertas ofreciéndose y tratando vanamente de parecer sensuales. Difícilmente podíamos hacer más, a esas alturas del viaje, a la mayoría de nosotros ya no nos quedaba mucho dinero y a lo mucho teníamos para la entrada y el taxi de regreso. Luego de dar vueltas y preguntar las tarifas solo para tener excusa de ver de cerca a las respetables señoras, muchas de ellas todavía sumamente guapas, decidimos regresar al hotel para descansar; los únicos que habían llegado decididos a pasar un buen rato a toda costa eran el Colorado Alfredo y Pepe. Los buscamos, al poco rato el Colorado aparecía saliendo feliz de un cuarto y se despedía en francés de una morena de cabello batido y caderas imponentes que decía ser colombiana, ella le envió un beso volado y el Colorado con un salto lo atrapó en el aire y lo guardó en el bolsillo de su camisa, cerca del corazón, mientras guiñaba un ojo y la mujer se desternillaba de la risa haciendo adiós con una mano y apoyándose con la otra en el quicio de la puerta de su habitación; minutos después encontramos a Pepe refunfuñando:
– ¿Quién me presta treinta soles? – preguntó.
– ¿Qué? ¿Y tu plata? – inquirió el Colorado.
– Ninguna me quiere aceptar esto – contestó Pepe apesadumbrado mientras nos mostraba un billete de cincuenta soles todavía mojado por el agua del mar – ¡creen que es falso!

* * *

Al día siguiente, al medio día, en la pausa para salir a almorzar, buscamos a Claudia y a sus amigas en el parque donde habíamos quedado encontrarnos, al llegar miramos alrededor y no estaban. Debimos haber sabido que no vendrían. Pepe me dio una comprensiva palmada en la espalda y fuimos a buscar algo de comer. No tocamos más el tema durante el almuerzo. Cuando volvimos para la jornada de la tarde, el chofer del bus de la universidad nos llamó, nos contó que habían venido dos muchachas preguntando por Pepe y por mí y al no encontrarnos nos habían dejado unas notas escritas en hojas de papel cuadriculado.

La mía tenía corazones dibujados y un breve mensaje, cortés y educado pero cariñoso, me dejaba su número telefónico y su dirección. La alegría que sentí se apagó rápidamente cuando recordé que esa noche era la última que estaríamos en Ica, luego averigüé dónde quedaba su casa y era en un anexo rural, en las afueras, a varios kilómetros de la ciudad. Finalmente tomé la decisión de que la carta sería un lindo recuerdo del viaje y me la guardé. Al día siguiente y durante casi todo el trayecto, mientras miraba las dunas a través de la ventana del bus, pensaba en Claudia, en sus enormes ojos negros y su limpia sonrisa de marfil.

II

De pie, levanto el teléfono, marco el código, luego el número y espero. Primero el sonido sordo de la línea estableciendo contacto y luego me contesta una voz dulce; pregunto por Claudia, me identifico, “un momento” me dice, escucho al fondo un grito “¡Claudia!”, alboroto y pasos, un carraspeo, me contesta y dibujo curvas imaginarias en la pared con la punta de mi dedo mientras escucho su voz, cierro los ojos y le digo que la extraño a pesar de casi no conocerla. Ella se queda en silencio, se ríe suavemente y me dice que también me ha extrañado, nos quedamos sin palabras, pero no es un silencio incómodo, lo disfrutamos, me rio y ella también. No hay mucho que decir, nos entendemos, empezamos a querernos sin saberlo.

* * *

Al llegar a casa luego de las clases en la universidad, mi madre me dice que ha llegado otra carta de Ica, emocionado la recojo de la mesita del teléfono y la leo de pie; como siempre, viene perfumada y acompañada de una foto, Claudia me cuenta que recibió mi última carta y se la ha mostrado a su familia, a sus amigas, en fin, a todos; que está muy feliz y me explica con detalle las cosas que hizo durante toda la semana, siempre pensando en mí, al final me pregunta si ya tengo pensado cuándo iré a Ica.

Me quedo meditando respecto a ello, miro el calendario colgado en la pared, el año está cerca de terminar y decido que viajaré para la navidad, sé que es una decisión impulsiva, que nunca he pasado navidad fuera de casa, pero ya está decidido. Salgo a la calle y camino hacia la bodega a comprar papel para carta y un sobre.

* * *

Era veintitrés de diciembre por la noche cuando llegué al anexo de Guadalupe, mi madre no estaba feliz cuando me despedí de ella, pero no me reprochó nada. Ahora estaba bajando del bus, con mi viejo maletín de cuero marrón, que alguna vez fue de mi abuelo. En la terminal esperaba Claudia acompañada de su mamá, nos abrazamos con algo de reparo por la presencia de su madre a la que saludé inmediatamente después con exagerada cortesía y franco afecto.

Caminamos sin dejar de conversar hasta la casa de Claudia, una vez allí les pedí que me indicaran cómo llegar a un hotel, pero Claudia y su mamá me dijeron que no había problema, la casa era grande y tenía algunas habitaciones extra que yo podría usar. Agradecí el gesto, y me quedé pensando en la hospitalidad sincera y cálida de dos personas que no sabían casi nada de mí, a su mamá era la primera vez en mi vida que la veía y con Claudia, a pesar de las múltiples llamadas y conversaciones telefónicas, solo nos habíamos visto dos veces contando esta.

Esos días fueron cortos e inolvidables, pasé la navidad con Claudia, su madre, su abuela y sus hermanas. El padre de ella había fallecido en un accidente de tránsito y su único hermano estudiaba en Rusia gracias a una beca. Los siguientes días paseamos por la Huacachina y fuimos a la piscina del hotel Los Médanos en la carretera, caminamos por las calles de Guadalupe tomados de la mano a veces, abrazados otras, hablábamos, reíamos y recordábamos el día que nos conocimos, nos besábamos delicadamente al principio y luego cediendo a la pasión. Un día nos quedamos solos en casa, hicimos el amor, tiernamente y con honestidad, era su primera vez, al terminar ella lloró y nunca pude olvidarme de esos enormes ojos negros con sus pestañas infinitas llenos de lágrimas por la inocencia perdida.

* * *

Dos días después tuve que partir, nos despedimos y entristecimos en el terminal de buses. Ella me prometió amor eterno y yo volver lo más pronto posible. En el bus de regreso tuve el mal presentimiento de que no la volvería a ver. Me invadió la terrible duda acerca de si ella a pesar de sus diecisiete años sería el amor de mi vida. Me di cuenta que no la amaba como ella a mí. Me di cuenta también de que nunca encontraría a nadie que me ame tanto.

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