sábado, 14 de enero de 2012

PESTAÑAS INFINITAS (Novela - Capítulos VII, VIII y Epílogo)

VII

Al salir de la cabina del avión el bochorno intenso de los treinta y siete grados de temperatura me trasladó a la realidad. Bajé las escaleras disfrutando de ese olor diferente que tiene la amazonía, a diferencia de los aeropuertos de la sierra y de la costa, lo primero que llama la atención es el verdor que los circunda.

Esperé a que aparezcan mis maletas frente a la cinta giratoria y a pesar de estar en la sombra el sudor empapaba mis ropas, luego de un rato apareció mi equipaje y también el vari kennel en cuyo interior estaba Diávolo aún adormitado por el somnífero. Salí y me estaba esperando don Carlos, el dueño de la empresa donde había logrado que me contraten como asesor legal a tiempo completo. Don Carlos había conseguido levantar los más variados negocios en la ciudad de Iquitos, desde una envasadora de bebidas regionales hasta la importación y distribución de avena para el desayuno. Subimos a Diávolo y mis maletas en la tolva de la Bronco cuatro por cuatro y emprendimos la ruta hacia la ciudad.
– Y doctor – me dijo – ¿Cómo así por la selva?
– ¿Perdón? – le contesté, me pareció no haber comprendido bien la pregunta, después de todo él era mi empleador.
– Perdóneme, soy algo tosco a veces, pero también muy directo. Es raro que un profesional de sus pergaminos quiera trabajar por estos lares, lo normal es más bien que se vayan, no que vengan. ¿Qué lo trae por aquí? ¿Escapando de algo?
– No lo había pensado así – le dije – pero creo que tiene razón don Carlos, ando escapando de algo.
– Cuénteme doctor, me gusta escuchar historias.

Traté de explicarle lo difícil que se había hecho para mí vivir en una ciudad donde cada calle y cada plaza me recordaban algo, ya no tenía vínculos con nadie en Arequipa, si no era por el trabajo en la universidad o en mi estudio, no salía a comprar el pan siquiera. Había ido abandonando la costumbre de ir al bowling o almorzar con mis colegas hasta perderlas totalmente, le conté que un par de años atrás, en una luminosa mañana de sol y de cielo azul en la plaza de armas de Ica, me di cuenta lo tristes y solitarias que pueden llegar a ser la arenosas ciudades de la costa, a pesar incluso del bullicio falso del verano, eso sin contar los nueve meses siguientes de cielos grises deprimentes, en la sierra pasa lo mismo a pesar de sus majestuosos volcanes y enormes montañas. Tenía que encontrar un ambiente diferente y la selva siempre me había atraído desde muy joven.
– Lo entiendo doctor – me interrumpió don Carlos – a mi me pasó igual, yo soy limeño, vine aquí de vacaciones hace veinte años, luego ya no quise regresar a Lima, vendí el pequeño negocio que tenía allá y desde entonces he trabajado en esta tierra bendita que me ha dado todo lo que tengo. No me arrepiento.
– No sabía que era usted limeño.
– Así es, aquí dicen que si uno bebe el agua del rio, ya no regresa.
– Y usted bebió – afirmé bromeando.
– ¡Claro y la bebo todos los días! – Contestó alegre y continuó – y seguro que usted también la va a beber.
– ¿Del Amazonas? – pregunté curioso
– ¡No sea pendejo doctor! – me dijo riendo a carcajadas – ¡si es que usted no sabe ya se va a enterar!
Yo reí por cortesía a pesar de no entender, miré por la ventana de la camioneta el paisaje verde intenso que bordeaba la carretera, desde el avión había podido ver el espectáculo fabuloso de la sierra cobriza convirtiéndose poco a poco en una alfombra verde plena de vegetación, el brillo de los enormes ríos serpenteantes y luminosos, aspiré profundamente y sentí ese olor distinto que percibí antes en el aeropuerto y que no había sentido en ningún otro lugar del Perú. Este era sin lugar a dudas el lugar apropiado, si tenía que beber esa bendita agua, vería la manera de beberla pronto.

* * *

Me instalé en una de las casas que el consorcio había acondicionado para mí, era una construcción de material noble frente a la facultad de derecho de la universidad privada de la ciudad, ya antes por teléfono le había expresado mi deseo a don Carlos de intentar una plaza de docente y le pareció bien. Con Diávolo inspeccionamos el lugar, en la primera planta una sala amplia, comedor, patio y cocina, además de un baño y lavandería, tres dormitorios en el segundo piso, todos con aire acondicionado, un par de televisores, pero lo más interesante era que desde la ventana que daba a la calle se podía ver el malecón de la ciudad y el impresionante rio Amazonas. Traje una silla y disfrutamos de nuestro primer atardecer en la selva, los rosados tonos entre las nubes mezclados con fucsias y dorados perdiéndose sobre el horizonte. El verde de los árboles cambiando de tono, el rio tornándose plateado por momentos. No había sentido tanta paz en años. Cuando oscureció no quise moverme del lugar, algunos rayos lejanos cruzaban el cielo e iluminaban las nubes que habían aparecido junto con el ocaso, cerré los ojos y por más que intenté no pude lograr visualizar esos enormes ojos negros y esas pestañas infinitas, me levanté del asiento algo apesadumbrado y le puse el collar a Diávolo, iríamos a conocer un poco el barrio antes de dormir.

* * *

Los primeros meses fueron de intenso aprendizaje, las costumbres, las comidas, los paisajes y la forma de ver las cosas de la gente de la selva abrieron mis horizontes. Aprendí a estar alegre como ellos, a no preocuparme tanto por el después. Los fines de semana íbamos con los gerentes y administradores al club, a jugar frontón y luego a la piscina, otras veces solamente a almorzar. Algunas ocasiones surcábamos el Nanay, afluente del Amazonas, en los deslizadores de don Carlos y nos deteníamos a tomar cervezas heladas y disfrutar del sol en alguna de esas playas de arena blanca que no tenían nada que envidiarle a las playas oceánicas del Caribe.

Casi siempre nos acompañaban Sebastián y Joana, una pareja de enamorados que aparecían donde nosotros fuéramos siempre que estuviese también don Carlos. Con el tiempo noté que Sebastián casi nunca pagaba sus cuentas, mejor dicho, que casi todas las cuentas de Sebastián las pagaba don Carlos. Era un tipo carismático, con un notable parecido con un actor americano, ella ostentaba una impresionante belleza amazónica mezclada con algunos claros rasgos europeos. Tenía la típica piel canela bronceada por el sol de las brasileñas, los ojos verdes intensos y el cabello castaño claro de los escoceses, lo que sumado a los labios gruesos y carnosos de algún ancestro africano, y los ojos achinados de las muchachas de la selva le daban una apariencia exótica que, como me ocurrió a mí, podía arrebatar la respiración durante varios segundos a quien la viera por primera vez. Ambos eran sumamente educados y de buenas maneras, por lo que me llamó la atención un raro episodio: Una noche que salía del restaurant luego de cenar, los vi caminando por la calle y me pidieron un aventón. Los llevé al barrio de Punchana, luego de ingresar a una estrecha callecita sin asfaltar, me pidieron que me detuviera en una especie de vieja casona con cuartos independizados, se despidieron de mí atentamente y entraron a una de las habitaciones.

Me fui manejando lentamente y preguntándome si realmente vivían allí.

Un día mi curiosidad no resistió más y los invité a almorzar en el club, en la sobremesa y luego de algunos tragos me atreví a preguntarle a Sebastián cómo fue que conoció a don Carlos. Me contó que su padre y don Carlos habían sido socios en algunos negocios, muchos años atrás. Por aquel entonces, cuando Sebastián terminaba la escuela, conoció a Joana, ella acaba de regresar de estar viviendo un tiempo en París, algo que ver con el modelaje por lo que entendí. En aquél entonces la familia de Sebastián tenía una mansión en Lima con todas las comodidades imaginables, además de varios departamentos, vehículos e inversiones, también varias casas en Iquitos. Viajaba junto a su padre a Miami y Nueva York casi todos los fines de semana, a veces a ver negocios, otras solo para salir de Lima y hacer compras. La familia de Joana era del Brasil, pero tenía parientes en Iquitos, ambos coincidieron en una fiesta un fin de semana, se conocieron y se enamoraron desde el primer día. Sebastián me contaba con sentida tristeza la vida de lujos y excesos que él y Joana llevaban en aquel entonces y el empeño que ponía su padre en apartarlos de ese camino. El padre de Sebastián era un hombre trabajador y aguerrido, un pionero, había invertido también en los negocios de don Carlos y como me dijo al inicio, se habían hecho muy buenos amigos.
– ¿Sabe usted algo del negocio de la madera, doctor? – me preguntó Sebastián.
– La verdad muy poco – le contesté.
– Mire – me explicó – en ese negocio sólo se puede extraer madera los meses secos, de abril a octubre, el resto del año, en la época de lluvias, las empresas paran, el barro y la maleza en el monte hacen que los camiones no puedan entrar a sacar el producto, incluso las trochas se hacen intransitables, si un vehículo llega a entrar, una vez que tiene el peso de la carga las ruedas se hunden, se malogran las piezas, en fin, es demasiado costoso sacar madera en esos meses.
– Entiendo.
Me explicó entonces que su padre había estaba pensando en la forma de lograr extraer madera también en los meses de lluvia, hizo contacto con empresas europeas y americanas y finalmente invirtió todo su dinero e incluso aquél que no tenía mediante hipotecas y pagarés para comprar dos cangrejos.
– ¿Qué es un “cangrejo”? – pregunté con curiosidad.
– Un cangrejo es una especie de montacargas, tractor, grúa y pala mecánica, todo al mismo tiempo mezclado en una sola gran máquina, además tiene un sistema de orugas y patas de acero que le permiten avanzar en cualquier terreno y en cualquier sentido, de allí el nombre.
– Interesante – comenté.
– Sí – dijo Sebastián mirando al vacío.
– Lo cierto – continuó el muchacho – es que cada cangrejo cuesta una verdadera fortuna, mi padre había calculado que recuperaría toda la inversión en tan solo cinco años, aquella vez contrató personal y levantaron un campamento en la vera del Amazonas, bien adentro en el monte. Llevaron los dos cangrejos, mi padre estaba emocionado, los días de lluvia las máquinas se desplazaban y cargaban la madera aserrada sin dificultad, no las detenía ni el barro ni la maleza, depositaba los troncos en las balsas en el rio y de allí era transportada hasta el puerto principal. Una noche empezó a llover a cántaros, así como usted ha visto que solo llueve en esta selva. Dos empleados cruzaron el monte para avisarle a mi papá que estaba en la ciudad. La lluvia era intensa y el Amazonas estaba subiendo el caudal a punto de amenazar inundar el campamento.
– ¿Y qué pasó?
– ¿Ha oído doctor esa frase que dice: “Lo que la selva te da, la selva te lo quita”?
– Si he escuchado esa frase aquí varias veces – le dije.
– Cuando mi padre pudo llegar al campamento, este ya no estaba, el rio lo había cubierto, prácticamente se lo había tragado. Mi padre en su desesperación lloraba golpeando los árboles con sus puños, quiso meterse al agua con unas sogas, los trabajadores tuvieron que agarrarlo. Llovió cinco días seguidos, él se quedó frente a lo que fue el campamento mirando caer la lluvia todo el tiempo, solo fumando y casi sin comer, con la esperanza de que escampara y poder recuperar las maquinarias. Ese fue el año de la gran inundación, el nivel del Amazonas llegó hasta el mismo Malecón aquí en Iquitos. Cuando paró de llover y pudieron hace operaciones de búsqueda no pudieron hallar los cangrejos y de haberlo hecho tampoco hubiesen podido sacarlos, el rio luego de la lluvia, había cambiado de curso y su nuevo lecho era el lugar donde mi padre instaló su campamento.
– ¿Y qué sucedió luego? – inquirí.
– Perdimos todo, los bancos nos quitaron las casas, las acciones, las camionetas, los autos, los departamentos y todavía quedamos debiendo.
– Su padre se suicidó – dijo Joana que hasta ese momento no había intervenido en la conversación.

Traté de consolar al muchacho, él cambió de tema y hablamos luego de otras cosas. Me admiró la lealtad de Joana que seguía con Sebastián a pesar de haber caído en desgracia. Era una muchacha bonita y joven que seguramente podría, si quisiera, buscar a alguien que la mantenga sin mayor dificultad.

* * *

Un día organizamos un paseo a un albergue turístico, cerca de Iquitos. Como siempre invitamos a Sebastián y Joana. Luego del paseo en el que fotografiamos tucanes, lagartos y monitos, hicimos una fogata cerca de los dormitorios con ayuda de los guías y conversamos alrededor bebiendo aguardiente. Como a la media noche Sebastián y Joana empezaron a discutir. Se apartaron un poco del grupo y llegaron al punto de levantar la voz sin importarles nuestra presencia, de pronto Sebastián dijo algo y Joana le dio una bofetada que sonó como un latigazo. Nos pusimos de pie para evitar que la cosa pase a mayores, la mujer de don Carlos junto con las otras muchachas se llevaron a Joana que estaba llorando y nosotros fuimos por Sebastián. Lo hicimos sentar frente al fuego y nos quedamos en silencio esperando que se calme. Luego de algunos minutos su respiración se tornó pausada, don Carlos le reprochó:
– No puedes dejar que te trate así Sebastián.
– ¿Qué puedo hacer? – preguntó con la voz ahogada el muchacho y estalló en llanto. Don Carlos se levantó y me hizo una seña para que lo acompañe.
– Dejemos que se calme – me instruyó mientras me ofrecía un cigarro, yo hice un gesto de negación con la mano y él guardó la cajetilla – me olvidaba que no fuma doctor.
– Qué extraña relación la de esos chicos – dije.
– Sí, él no se merece una chica así.
Yo no me esperaba esa respuesta, es más me esperaba la respuesta exactamente inversa y no pude evitar decir:
– Yo pensaba que era lo contrario.
– No doctor, ni se imagina.
– Explíqueme don Carlos.
– Mire, la muchacha anda contando por ahí que es brasileña. No es cierto, nació en Belén que es el pueblito de estibadores en las afueras de Iquitos, un lugar pobre, lleno de enfermedades y pestes, las mujeres que pueden se embarazan de los turistas o los agentes de la DEA con la esperanza de que las saquen de allí, lo que casi nunca sucede. Por eso no es raro ver niños rubios o blancos jugando en sus lodazales. A Joana, su madre la vendió por unos cuantos soles cuando tenía trece años a un narcotraficante colombiano, el tipo inmediatamente se la llevó a Leticia, en la frontera con Perú y Brasil y la hizo su mujer. Cuando cumplió dieciocho se fueron a Europa, probablemente la chica fue usada como burrier, eso no lo sé. Lo que sí se sabe en la ciudad es que ella lo engañó allá en Francia, el tipo la trajo de los cabellos y la dejó en la casa de su madre con la ropa que tenía puesta, luego la pobre muchacha se prostituyó en las discotecas de la ciudad hasta que conoció a Sebastián, él la sacó de esa vida y ella a cambio lo hizo cocainómano. Con la muerte de su padre Sebastián se hundió hasta el cuello en la droga. La pelea que ha visto usted hoy no es por otra cosa que por esa porquería, el poco dinero que consiguen lo usan para comprar coca.
– ¿Y por qué no interna a Sebastián en un centro de rehabilitación? – pregunté.
– Porque no soy su padre, lamentablemente. Además requiere que él lo consienta y no quiere, la muchacha lo trae loco.
– Habiendo tantas muchachas bonitas por aquí – reflexioné.
– Pero esta le ha dado agua del rio.
– Sí – afirmé, mientras sonreía pensando en que ya sabía a qué se refería don Carlos cuando hablaba de la bendita agua del rio.

VIII

Ese sábado me levanté temprano, como siempre, revisé si Diávolo tenía agua y comida y me dirigí a la sala, encendí la portátil que siempre dejaba en la mesa de centro y me acomodé en el sofá. Diávolo se acercó lentamente, se subió al mueble, se acostó a mi lado y apoyó su carita canosa en mi muslo. Lo acaricié como siempre.
– Estamos viejos compañero – le dije.
El me miró entornando los ojos, uno de ellos estaba casi vencido por las cataratas, hacía dos años que ya no salíamos a correr, me ejercitaba ahora un poco en casa, mientras él se limitaba a acompañarme recostado sobre su manta. Entre los casos y asesorías al consorcio y las lecturas de los fines de semana había dejado de ir al club y a la playa. Prefería quedarme en el departamento acompañando a Diávolo y navegando en internet. Con los años me había acostumbrado al calor y la vida de la selva, ya no pasaba por mi mente siquiera la idea de volver a Arequipa.

Revisé mi correo y vi una invitación para una red social, en realidad recibía pocos correos de ese tipo, siempre me pareció aburrido el asunto de conversar con distantes desconocidos, iba a borrar el mensaje pero algo me detuvo, me pareció conocer a la persona que aparecía en la foto milimétrica que acompañaba al mensaje, lo abrí y apareció la foto del rostro de una muchacha de enormes ojos negros y un mensaje: “Hola Gabriel, soy Samira, hija de Claudia, de Ica. No sabes cuánto me costó encontrarte en internet. Espero que aceptes mi invitación.”

De inmediato y con la presencia cómplice de Diávolo, creé una cuenta en la misma red, escribí algunos datos generales, subí una foto antigua que tenía guardada en el computador e ingresé. Cuando finalmente pude aceptar la invitación, apareció el perfil de Samira y la foto ampliada. Mis ojos se llenaron de lágrimas y acaricié el cuello de Diávolo para tratar de controlarme, la muchacha era idéntica a Claudia cuando la conocí. Estaba en línea. “Hola” digité. Me contestó, yo no sabía que decirle, le escribí que era igualita a su mamá cuando tenía esa edad, esos ojos grandotes, negros, las pestañas largas, infinitas. Ella rió y me dijo que sabía bien quién era yo, que su mamá le había contado todo sobre mí, que era el amor de su vida, que siempre hablaba de mí, que nunca me había olvidado. Me contó que Claudia me había perdido la pista años atrás, mi nombre ya no figuraba en la guía telefónica. Ella le había querido dar una sorpresa y obtuvo mi nombre completo del sobre de una vieja carta que encontró, luego cada vez que tenía tiempo buscaba en internet y enviaba mensajes a personas que tenían mi nombre, hasta ahora sin embargo siempre le habían contestado mis homónimos. Me pareció divertido, le conté que estaba viviendo en Iquitos, luego tomé un poco de valor y le pregunté cómo estaba su mamá, Me dijo que estaba bien, se había separado y seguía trabajando como profesora, de pronto me preguntó “¿quieres hablar con ella?” alejé mis manos del teclado instintivamente, luego escribí un tímido “sí”.

* * *

Claudia me escribió largo rato por internet, primero en plan amical, luego se fue soltando y me habló de amor, de oportunidades perdidas que lamentaba haberme dejado ir. Yo la imaginaba llorando con esos ojos enormes, sentí tristeza. Recordó cada detalle de nuestros encuentros, muchas cosas que yo había olvidado pero que regresaron vívidas a mi mente apenas las mencionó. Me dijo que yo era el amor de su vida, que Samira lo sabía porque ella había querido que su hija tuviese en claro lo importante que había sido yo en su existencia. Luego escribió:
– Gabriel, ¿me darías una última oportunidad?
– No Claudia, lo siento. – respondí – Hay dos razones poderosas, primero que estamos demasiado lejos físicamente y segundo que ya estamos grandes para fingir cosas que no pueden ser. De verdad lo siento.
– Yo iría por ti a donde estuvieses.
– Lo sé y te agradezco – tecleé.
– La última vez que estuvimos juntos, no fuiste sincero conmigo – me increpó suavemente.
– ¿Y qué te hace pensar que ahora lo soy? – escribí algo molesto al darme cuenta que había sido descubierto.
– Pienso que todavía eres el chico romántico y tierno de la playa, el que hablaba con mi abuelita y me besaba todo el tiempo.
– Ya no lo soy Claudia. Soy otra persona, todos cambiamos. Me alegra saber de ti. Que estás bien…
– Gabriel – escribió interrumpiendo – ¿no me darías una oportunidad?
– No insistas – le reclamé.
– ¿Aunque fuese mi último deseo?
– No digas tonterías Claudia.
– Es una broma. ¿Sabes? Siempre te tengo presente.
– Yo también – escribí – a pesar de todo siempre te he tenido presente.
– Te quiero.
– Yo también, pero ahora debo desconectarme.
– Gabriel… – escribió.
– Sí
– Me conformo con saber de ti de vez en cuando. No quiero causarte problemas, debes tener a alguien... ¿Sabré de ti?
– Sí – contesté – por esta vía. Trataré de estar conectado.
– Gracias Gabriel. Me haces feliz
– Gracias a ti.
Me desconecté.

Me recliné en el sofá con las manos sobre la cabeza entrelazando los dedos. Claudia, después de tantos años, pensé. Y su hija, tan parecida a ella, como si hubiese retrocedido en el tiempo, ¿por qué habló de un último deseo? Sonreí, los años me habían enseñado que las bromas son solo verdades a medias, en mi juventud había aprendido gracias a mi madre y mi hermana a percibir los hilos del fino arte de la manipulación: causar pena para conseguir atención. Era difícil que alguien pudiera engañarme en ese terreno. Dejé de pensar en ello, me concentré en la casualidad, nuestros caminos otra vez unidos aunque sea por instante. ¿Cuántos años podría tener Samira? Traté de calcular. ¿Catorce? ¿Quince? ¡Cielos, cómo ha pasado el tiempo!, mis pensamientos se desviaron y recordé a mi mamá cuando vivía en Arequipa, no sabía mucho de ella ahora, la llamaba por teléfono en navidad, su cumpleaños y el día de la madre, algún día tendría que ir a Costa Rica, ¿qué sería de Mariela? ¿Se habría casado? ¿Habría tenido hijos? De pronto me sentí distinto, muchos años más viejo. Tomé conciencia de que ya había pasado los cuarenta y sí, era diferente. Diferente al muchacho que conoció Claudia. Sentí que esta vez no le había mentido cuando le dije que había cambiado. Traté de recordar al muchacho romántico y tímido de la playa y no me reconocí en él. ¿Cuánto puede cambiar uno en tan pocos años? ¿Era yo la persona que quería ser cuando recién pasaba los veinte años? No podía quejarme de mi vida, pero ¿realmente tenía lo que había soñado para mí? De pronto un ruido en la cocina me trajo de vuelta y oí la voz dulce y musical de Joana llamándome:
– Gabriel, amor, ya está listo el desayuno, ven antes de que la bebé se despierte.

* * * * *

EPILOGO

Algunos meses después, al llegar a la oficina luego de una audiencia en la corte, abrí el último cajón de mi escritorio que siempre estaba bajo llave. Saqué una caja de madera y levanté la tapa, allí estaban la fotografía amarillenta de Claudia con la banda de Miss Simpatía, las fotos que nos tomamos juntos en la Huacachina, las que me envió de regalo y sus innumerables cartas perfumadas, las acaricié con cuidado y cerré los ojos, logré ver otra vez esos ojos negros enormes rodeados de unas lindas y largas pestañas infinitas, recordé su sonrisa, sus lágrimas, su voz suave, tomé todo con delicadeza y lo acomodé de nuevo dentro de la caja antes de poner encima la hoja doblada que contenía la impresión del correo que me envió Samira esa mañana comunicándome que Claudia había muerto.

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