sábado, 14 de enero de 2012

PESTAÑAS INFINITAS (Novela - Capítulos V y VI)

V

Dos meses después de la salida de Tower de la compañía, renuncié. La soledad del campamento minero, el ambiente tóxico producto de los relaves y las finas redes de poder y traición que se iban tejiendo en el directorio me ayudaron a tomar la decisión.

Regresé a la ciudad para dedicarme a enseñar en una de las universidades locales y abrí un pequeño estudio. Con los ahorros y los nuevos clientes que iban apareciendo, me daba para vivir tranquilo. Fue en aquel entonces que conocí a Mariela, una muchacha delgadita e inteligente, usaba lentes de aumento y ropa holgada. A veces iba a la oficina y hablábamos largo rato, cuando había tiempo íbamos a tomar un café o al cine.

Un día me preguntó si me había enamorado alguna vez de verdad, me sorprendió, nadie me había hecho esa pregunta antes. Al principio no supe qué contestarle, me quedé en silencio durante algunos minutos, luego miré sus ojos pardos a través de los vidrios de sus lentes y le dije que no, pero que alguna vez tuve la suerte de conocer a alguien que sí se había enamorado de verdad. Ella me sonrió con ternura y me abrazó en silencio mientras besaba mi cabello y mi mejilla.

Mariela de alguna manera suave y sutil se introdujo en mi vida, aparecía en la oficina con un café caliente o una barra de chocolate, me los dejaba sobre el escritorio a toda prisa, sonreía y se iba tan rápido como había llegado. Su padre que era médico otorrinolaringólogo me trataba siempre con mucho afecto cuando iba a visitarla a su casa lo que me hacía sentir sumamente cómodo, hablábamos muy poco pero se veía en sus ojos que era un hombre sencillo, correcto y bueno. Mariela le había heredado la sencillez y las buenas maneras, pero lo que más me gustaba de ella era ese extraño timbre de voz similar al tintineo de campanitas alegres y su inefable olor a jazmín. Sin darme cuenta pasaba buena parte de mi tiempo libre con ella y lo disfrutaba. Ella no se metía con mi trabajo ni yo con el suyo. Me di cuenta que la cosa iba en serio cuando casi todos nuestros conocidos empezaron a coincidir en que juntos se nos veía como una bonita pareja.

Tiempo después nos casamos. A pesar de que yo quería una ceremonia simple, su papá insistió en hacer una fiesta con orquesta y cena en el club. Para ese entonces mi padre ya había fallecido y mi madre había decidido radicar en casa de una hermana suya en Costa Rica, así que solo fue mi hermana Daniela que vivía en Tacna y quien viajó exclusivamente para la boda. Fue una bonita ceremonia, sonreí para cada una de las fotos que tomaron y compartí con todos los invitados aunque sea un minuto. Mariela estaba feliz y se le veía linda con su traje de novia. Nunca antes la había visto con vestido de noche y cuando se cambió el vestido blanco y volvió con ese traje azul de seda, quedé impresionado. Jamás la había visto tan bella. Bailamos hasta tarde y al final de la noche nos despedimos de todos y fuimos a la suite de un bonito hotel campestre, apartado de la bulla de la ciudad que reservé para nosotros dos. Llegamos exhaustos y nos desmoronamos en la cama después de tanto baile, bebida y ajetreo. Yo me quité la ropa lentamente y ella el vestido. Se fue al ambiente contiguo a terminar de cambiarse y regresó con un precioso conjunto blanco de lencería, se quitó los lentes y se recostó a mi lado. Yo la abrazaba con ternura y acariciaba sus cabellos en silencio, de pronto me preguntó:
– ¿Me amas?
– Claro que sí – le dije.
– ¿Estás seguro Gabriel?
– Claro, si no, no me hubiese casado contigo.
– No todos se casan por amor, quiero saber si realmente me amas.
– Te amo – le contesté mirando al techo por encima de su hombro.
– Dímelo mirándome a los ojos – reclamó ella.
– Pero estás sin tus lentes – le dije tratando de ser gracioso – no te vas a dar cuenta si te estoy mintiendo.

Se incorporó de la cama bruscamente y buscó en la mesa de noche, cuando se acercó a mí, su rostro había cambiado, se había puesto los lentes y sus mejillas estaban rojas de la rabia. Se montó de un salto sobre mi cuerpo y me tomó de las muñecas, puso mis manos a ambos lados de mi cabeza, se acercó cuanto pudo a mi rostro y me habló con un tono severo y pausado:
– Gabriel, quiero que me digas si me amas.
– ¿Qué pasa si te digo que no? – le dije entre nervioso y bromista.
– Te mato – me dijo con una contundencia que me asustó.
No pude contestar, apenas terminó de soltar su amenaza me besó. Hicimos el amor esa noche sin pudor, con irrefrenable pasión, embriagados de deseo, sin embargo no pude evitar distraerme de rato en rato pensando si esta mujer menudita sería realmente capaz de matarme si dejaba de amarla, o peor, si se daba cuenta de que nunca podría amarla como ella esperaba que lo hiciera.

* * *

Durante el primer año de matrimonio yo quería tener hijos, pero ella no. Decía que era mejor esperar un poco, terminar de comprar las cosas para la casa, completar los muebles, afianzarnos en nuestros trabajos, hallar mejores oportunidades. A la mitad del segundo año ella quería tener hijos y yo ya no estaba tan seguro. Me había acostumbrado a mis propios espacios, trabajaba casi todo el día en el estudio y enseñaba a medio tiempo en la universidad, me iba cada vez mejor y eso me facilitaba el placer de darme ciertos gustos. Salía en las madrugadas a trotar, me compré un cachorro de Braco de Weimar para que me acompañe, le puse de nombre Diávolo, era juguetón, no se cansaba nunca y se encargaba de despertarme todos los días a las cinco de la mañana rascando la puerta del dormitorio. Cuando podía, aprovechaba para leer en la tranquilidad de la casa durante las horas en las que Mariela salía a sus clases de aeróbicos, o cuando trabajaba en sus duendes de cerámica. Los fines de semana me iba al club a jugar bowling con los practicantes de mi oficina y ocasionalmente con algunos viejos amigos. Mariela inventaba cualquier excusa para no acompañarnos, me convencí de que detestaba ese deporte o fingía muy bien detestarlo. Cuando tocábamos el tema de tener hijos, mentalmente me costaba asimilar la idea de levantarme a media noche a cambiar pañales, dormir pocas horas, correr al hospital en las madrugadas, estar atento a que no se derrumben las cosas de las repisas de la casa o que me garabateen los libros. Empecé a usar las mismas excusas que Mariela me daba el primer año y ella se resignaba. Algunas veces notaba que entristecía pero no decía nada, yo creo que se arrepentía de no haber querido tener hijos cuando yo realmente lo deseaba, o tal vez yo me imaginaba eso para no sentirme tan culpable.

Poco después de cumplir los cuatro años de casados decidí ya no ir a las reuniones familiares a las que nos invitaban. Las preguntas recurrentes eran siempre las mismas: ¿Cuándo van a tener hijos? ¿Cuándo me vas a dar un nieto? ¿O un sobrino? ¿Ya han ido al médico? O peor aún las bromas de mal gusto de los tíos o amigos respecto a mi virilidad. El día que tomé la decisión estábamos en un almuerzo campestre en la hacienda de una tía de Mariela, una mujer de mediana edad que no se había casado nunca, en medio de la reunión se me acercó, me apartó del resto de invitados y me preguntó cuándo pensaba tener un hijo.
– No sé – le contesté, seguramente más adelante.
– Pero tienes que pensar en tu edad, no vas a querer que tu hijo te diga abuelito – me dijo inyectando todo el veneno posible en la frase.
– No creo señora – le contesté poniendo énfasis en “señora.”
– Mira Gabriel – me explicó en tono compasivo – puede ser que tú te sientas joven aún y no quieras tener niños, pero hazlo por Mariela, se van pasando los años y para nosotras es diferente ¿entiendes?, además una mujer se realiza cuando tiene hijos.
– Sinceramente señora, no creo que las personas deban realizarse a través de la existencia de un inocente que no ha pedido venir al mundo.
– Sí hijito, eso está bien para las pobres cholitas de la sierra – me replicó – pero ustedes tienen los recursos para tener un par de hijos y mantenerlos bien.
– No hay que guiarse de las apariencias – contesté mordaz – yo puedo tener los hijos que quiera, siempre que usted se comprometa a pasarles una pensión para su educación.
– ¡Ay Gabriel, eres insoportable, razón tiene Mariela de quejarse tanto de ti! – exclamó la mujer y se fue.

No me sorprendió mucho que pensara que soy insoportable, ciertamente tengo un carácter difícil, lo que me sorprendió fue enterarme de mala manera que Mariela se quejaba de mí con su familia.

* * *

Esa noche discutimos por causa de mi decisión de no ir más a las reuniones familiares y como siempre, porque se había hecho casi una regla en los últimos tiempos, no tomó mucho llegar al asunto de los hijos. Esta vez no quise hablar más del tema. Salí a la terraza y encendí un cigarro. Mariela salió también y sin mirarme me preguntó:
– ¿Cómo se llama ella?
– No empieces Mariela – le dije.
– No Gabriel, no pienso que me estés engañando. Quiero saber quién es esa mujer que te amó de verdad. Quiero saber porqué todavía guardas cartas y fotos de ella. Te he visto leyéndolas y escondiéndolas cuando entro de improviso a tu oficina. La otra vez olvidaste guardar una foto, la vi entre tus papeles, estabas tú, muchos años más joven con esa negrita bonita. ¿Dime Gabriel es ella?
– Mariela por favor, son cosas del pasado. También tengo fotos de mi primera comunión y no por eso soy cura.
– No juegues conmigo Gabriel – me dijo amenazadora – no estoy para bromas, solo quiero saber si es ella.
– Sí es ella – suspiré entre aliviado y resignado – pero no la amé. Creí que la amaba en algún momento, ella me amó y no le correspondí. Si yo la hubiese amado siquiera la mitad de lo que ella me amaba no estaría aquí contigo, habría tenido el valor de buscarla y no dejarla ir. ¿entiendes? Pero son cosas del pasado, solo recuerdos sin importancia.
– ¿Entonces por qué no quieres tener hijos conmigo? ¿Acaso ya no me amas? ¡Ya ni siquiera hacemos el amor como al principio! – se echó a llorar.

No tuve más palabras para tratar de explicar, me sentía cansado de todo, de la relación, del matrimonio, de Mariela, caminé a la sala a fumar otro cigarro y me dejé caer sobre un sofá, Diávolo se acercó para que le acaricie la cabeza. Recordé a Claudia, sus cartas, la tarjeta musical que le envió a mi mamá por el día de la madre, el perfume que me regaló en Guadalupe; me alegré al darme cuenta que, a pesar de los años, mi memoria olfativa todavía lo identificaba cuando por casualidad lo percibía en la calle o en algún centro comercial; visualicé con claridad la foto de Claudia con la banda de Miss Simpatía que me regaló al despedirnos, las fotos que nos tomamos en la Huacachina, una de ellas precisamente la que olvidé guardar en el cajón y que Mariela vio. Mientras acariciaba a Diávolo los recuerdos me iban adormeciendo, sentí que me desvanecía, en medio del sopor tuve la certeza de que Mariela se acercaba detrás mío con un cuchillo en la mano, no quise voltear, con los ojos cerrados imaginaba los ojos negros enormes de Claudia y sus pestañas infinitas, mientras esperaba sonriente que caiga sobre mí la guadaña de la muerte.

VI

Pocos meses después Mariela y yo nos separamos, no fue una experiencia traumática como yo esperaba, lo más difícil era afrontar los encuentros con los amigos que no sabían nada del asunto y que mandaban saludos a Mariela, o aquellos que preocupados me contaban que la habían visto en una discoteca o caminando por la calle con algún hombre. Me cansé de explicar las cosas y de las expresiones de consuelo y lástima cuando me veía obligado a confesar que me había separado, así que empecé á procurar no salir a la calle más de lo necesario.

Cuando llegó el verano evalué la posibilidad de ir a Ica, se me ocurrió llamar a la casa de Claudia para comunicarle mis planes, me contestó su hermana, noté su sorpresa cuando dije mi nombre, también note molestia en su voz cuando escuché a lo lejos “Te llama un tal Gabriel, ¿no será quien yo me imagino verdad?”, pero me olvidé de todo cuando escuché a Claudia contestándome emocionadísima pero a los susurros. Le dije que llegaría el fin de semana y le indiqué dónde me hospedaría, ella me dijo que la acababa de hacer la mujer más feliz de la tierra.

Antes de viajar volví a revisar las fotos una vez más y a leer las cartas, ya habían pasado cerca de quince años. Busqué en el portarretratos de los eventos de la oficina una foto mía y la comparé con las que tenía con Claudia, me reí de los cambios, sin embargo y afortunadamente Diávolo seguía llevándome a trotar y gracias a él no había engordado ni desarrollado la barriga cervecera de la que se enorgullecían mis coetáneos. ¿Cómo estaría Claudia? ¿Habría cambiado mucho? Al día siguiente lo sabría.

* * *

Al llegar a Ica me hospedé en un hotel en el centro de la ciudad, tenía una piscina enorme y habitaciones decoradas con elementos rústicos, las cabeceras de las camas, los colgadores de la ropa y hasta los soportes de la televisión eran trozos de troncos barnizados.

Acomodé mis cosas y me di un baño, como no sabía si Claudia seguía con su esposo, por previsión la registré con otros apellidos y la esperé en la habitación. Llegó a la hora pactada, abrí la puerta y estaba allí con sus enormes ojos negros, la abracé y la bese sin cesar; esta vez no esperamos, como si fuese el último día de nuestras vidas nos desnudamos e hicimos el amor con todo el cariño acumulado en los últimos años, con toda la pasión y la ternura del mundo y creo que por lo menos por mi parte, con algo de amor, del verdadero.

Al terminar Claudia se tapó con la sábana, noté que estaba avergonzada, acaricié sus mejillas, su oreja, su cuello, besé su hombro y le dije al oído que no se preocupe.
– Estoy gorda Gabriel – me dijo tapándose hasta la nariz con la sábana.
– No lo estás – afirmé sin mucha convicción.
– No me mientas tan descaradamente, yo tengo espejo en casa – me reclamó.
– Bueno, un poquito, pero las curvas no se han perdido.
Se rió de buena gana, conversamos largo rato desnudos sobre la cama, ella siempre cubriéndose y yo molestándola. Le conté de mi matrimonio y cómo había terminado, ella me contó del suyo y como todavía seguía en los mismos problemas, con la única diferencia que los chicos ya no eran tan chicos. Hicimos el amor de nuevo, pasamos la noche juntos y al amanecer despertamos abrazados y sonriendo.

Desayunamos en el hotel, frente a la piscina, como una pareja con muchos años de casados. Me pasó por la mente preguntarle cómo había hecho para pasar la noche fuera de casa sin despertar sospechas, pero desistí. Si algo aprendí acerca de las mujeres es que sus formas de resolver las cosas son como un acto de magia o prestidigitación, se pierde la gracia si se conoce el mecanismo. Terminado el desayuno me dijo que tenía que ir a resolver algún asunto, sospeché que tenía que terminar de darle forma al truco, quedamos en vernos para almorzar.

Caminé por las calles de Ica, se había convertido en una ciudad desordenada y bulliciosa, leí un periódico y tomé un helado. Fui un turista alegre y relajado después de muchos años. Frente a la plaza principal me dirigí a una tienda que vendía chocolates de varios tipos, una muchacha joven me atendió. La miré y sentí nostalgia al pensar en que habían pasado años desde la última vez que me detuve a ver la belleza de alguna muchacha.
– ¿Señor? – me dijo, sacándome de mi abstracción, le sonreí y señalé una caja de bombones, me di cuenta que hacía ya mucho tiempo que los adolescentes me trataban de usted y las muchachas jóvenes me decían señor.
– ¿Cómo se llama usted? – le pregunté mientras pagaba.
– Liliana.
– Liliana, que tengas un bonito día. Gracias.
– De nada señor.

Salí de la tienda sin ponerme los lentes oscuros y el sol brillante del exterior me cegó, caminé a la plaza y busqué una banca, no una cualquiera, busqué aquella donde años atrás bebimos verdadero pisco de Ica con Pepe, el Colorado Alfredo, Andrés, el Mollendino y otros más hasta el amanecer, precisamente un día antes de conocer a Claudia. Me senté y miré a la gente pasar, disfruté del sol amarillo, del cielo azul, de la sombra de un árbol, de la sensación de no conocer a nadie, de que nadie me conozca, de no sentirme obligado a saludar. Era un espectador anónimo y lo disfruté hasta el hartazgo como no lo había hecho desde que estaba en la universidad.

* * *

Durante el almuerzo hablé seriamente con Claudia acerca de su sobrepeso, le expliqué de la mejor manera posible que esa condición podía desencadenar en problemas serios de salud, yo conocía varios colegas que sufrían de diabetes sin haber tenido antecedentes familiares y por el solo hecho de haber subido de peso por encima del límite aconsejable. Ella me escuchó triste, al parecer me malentendió, pensó que le quería decir que ya no me atraía. Le tomé la mano y le dije que lo haga por sus hijos, ellos eran pequeños y la necesitaban, le pedí que me lo prometa. Asintió con la cabeza y buscó en su bolso un pañuelo, en su nerviosismo dejó caer varias cosas, entre ellas una cajetilla de cigarros.
– ¿Fumas? – le pregunté.
– Sí, ¿te molesta? – replicó.
– A mí no, pero deberías dejarlo.
– Es que tengo tantos problemas Gabriel. Me siento tan sola, no sabes qué difícil es todo esto para mí.
– Hazlo por tus hijos Claudia, ellos te necesitan más que yo o que tu esposo. Prométemelo.
– Lo prometo – dijo sonriendo pero con lágrimas en los ojos – ¿Te veré en la noche? – me preguntó.
– Lo siento, ha surgido una emergencia, debo partir hoy – le mentí.
– Ah ya – me contestó brevemente y sin preguntarme ningún detalle.

Nos despedimos sin mucho entusiasmo, cuando se alejó sentí una profunda pena. No debí haberme portado así, pero no tenía sentido darle más esperanzas a algo que no podía funcionar. En ese momento no tenía una razón precisa o un argumento, solo lo sentía. Lo vi todo claro cuando estaba sentado en la banca de la plaza. Caminé al hotel y subí a mi habitación, en realidad no tenía planeado irme, tampoco quería salir. Me quedé allí toda la tarde, viendo televisión. Por la noche, más por aburrimiento que por otra cosa, salí a la calle y vi que frente al hotel había un bar. Entré y me senté en la barra, un grupo de músicos afinaba sus instrumentos. Tomé varios tragos escuchando canciones de los años ochenta, cerca de las dos de la mañana fui a dormir mientras fumaba mi último cigarro. Había decidido dejar de fumar, ¿quién era yo para cuestionar a otros si hacía lo mismo? Ahora solo quería que pase rápido la noche para ir a tomar el primer bus y alejarme rápidamente de todo aquello que me hacía sentir tan mal.

2 comentarios:

  1. Va bien, sigue adelante, pero tienes un error en el cuarto parrafo:....hablábamos muy poco pero veía en sus ojos SE VEÍA.... corrígelo

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