jueves, 8 de diciembre de 2011

LA SOLEDAD DE LA INMORTALIDAD (Cuento)

Andelko Volkodlak salió del Louvre rumbo a la fría noche parisina, caminó por la Rue de Rivoli hacia el Boulevard de Sebastopol, al doblar la esquina percibió con absoluta certeza que alguien lo estaba siguiendo. Calculó el trayecto con frialdad y se dirigió hacia el rio Sena reduciendo la marcha, cruzó el puente hasta el Boulevard Saint Michel y luego volteó en dirección al Pantheon; en una esquina desolada de la Rue C. Bernard se detuvo en seco para enfrentar a su acechador, al girar no vio a nadie a pesar de percibir claramente una presencia, de pronto una voz seseante retumbó en sus oídos en un idioma que no escuchaba hacía mucho tiempo:
Lahko noč, Andelko. Koliko časa je ze, ko ne prideš v Ljubljano?
Lahko noč, Petar – contestó dando las buenas noches también y reconociendo a su interlocutor – hace años que no voy a Ljubljana, ¿y tú?
– Tampoco Andelko – dijo la voz materializándose de pronto en una sombra y luego en un cuerpo varonil, largo y estilizado, impecablemente vestido – creí que no me reconocerías.
– Al principio no. ¿Dónde has estado todo este tiempo?
– Andando por el mundo, como tú.
– ¿Como yo? No creas – replicó Andelko – hace décadas que no salgo de París.
– Desde que se fue Fátima.
– Sí – musitó el hombre con amargura.
– Vamos a conversar prijatelj, finjamos ser mortales por un rato, disfrutemos la noche de París, acompáñame a un bistró, conozco uno cerca, en la Place d’Italie.

Ambos caminaron sigilosamente sin perder el paso distinguido, sin embargo, invisibles, oscuros, imperceptibles. Cuando llegaron al bistró junto con ellos entró una brisa gélida que hizo estremecer a los concurrentes que todavía estaban en el lugar. Se sentaron. Una atractiva muchacha con acento de Lyon encendió la vela en medio de la mesa mientras les daba las buenas noches, luego anotó su pedido: Una botella de vino tinto.

* * *

Petar Blatnik, al igual que Andelko, había nacido en Ljubljana, ambos habían sido amigos en la soledad de los no muertos, se habían conocido en cacerías nocturnas, percibiéndose sin perturbarse el uno al otro. Petar fue quien dio el primer paso, notaba a Andelko desprolijo y pueril en sus procedimientos. Le despertaba ternura tanta falta de experiencia. Le enseñó a descubrir sus capacidades, a perfeccionar sus métodos, le explicó cosas básicas que Andelko intuía pero no comprendía. En algún momento fueron compañeros de correrías en las regiones de Croacia y Dalmacia, se establecieron un tiempo en lo que ahora era la ciudad de Trieste, el lugar era perfecto para sus fines en aquél entonces, una ciudad fronteriza del norte de Italia, en ocasiones tierra de nadie. Luego Petar quiso conocer Egipto, el Mediterráneo, en algún momento se separaban, se volvían a encontrar en algún punto de Europa, bastaba que uno ponga un pie en la ciudad donde estaba el otro para que pudiesen percibirse mutuamente, la última vez que se vieron fue precisamente en París, veinticinco años atrás, cuando la segunda gran guerra recién comenzaba.

* * *

Petar se apoyó en el espaldar de la silla de madera finamente tallada y miró a las personas sentadas en las mesas del bistró con displicencia, luego miró al vacío y preguntó:
– ¿Disfrutas la inmortalidad?
– Ya no lo sé Petar.
– Cometiste un error al enamorarte Andelko. El amor no es para nosotros. Somos seres sin alma y el amor requiere alma. Ahora que ella se fue se llevó todo lo que te quedaba. Lo único que te dejó es esa soledad que te viene destruyendo por dentro.
– Es que estamos malditos.
– ¡Ah Andelko! En quinientos años he visto de todo, y mira que yo he visto casi todo lo que se puede ver en este mundo, sin embargo hasta ahora no puedo afirmar con certeza si existe un Dios y menos aun si existe el Diablo. Solo sé que somos lo que somos y no hay ninguna maldición en ello.

Andelko asintió con la cabeza y llenó las copas con vino, luego miró a la mesera; desde que ingresó algo en ella le había recordado a Fátima. La piel sumamente blanca, los ojos azules claros, el cabello rubio cenizo. Se estremeció al recordarla. A Fátima la había conocido de casualidad, el fingía ser un empresario y ella era una bella artesana. En poco tiempo se la llevó a vivir con él. Ella fue descubriendo sus secretos, comprendiéndolo. Sabía que ella lo amaba, desde el principio, pero siempre se negó a ser como él. Quería vivir, crecer, amar y, a su tiempo, morir. No creía en la inmortalidad.
– ¿Te dije alguna vez que Fátima no creía en la inmortalidad?
– Sí Andelko, y tú nunca quisiste convertirla. Respetaste su voluntad y ahora estás solo.
– Ella decía que una vida es suficiente para aprender lo necesario. Que las cosas son solo eso, cosas. Que el problema de la inmortalidad es que se llega a un punto en que ya no sabes para qué sirve lo que aprendes, y ahora empiezo a pensar que tenía razón.
– Yo creo en cambio que somos seres privilegiados.
– Yo lo creía también – dijo Andelko – sobre todo cuando estaba con ella.

Ante sus ojos surgió la imagen de Fátima con el sombrero de paja de ala ancha sobre la cabeza, de cuclillas sobre la tierra, limpiándola, retirando las hojas muertas de las plantas que cultivaba con tanto cariño en el jardín, regándolas con agua que sacaba del pozo. En el taller, elaborando esos primorosos adornos que a él le encantaban y que solía comprarle antes de que los pusiera a la venta en las tiendas de París, solo para tener alrededor suyo cosas hechas por ella. Luego la recordó en la terraza de la casa, tomando café turco al atardecer con sus gatas adormitadas sobre los muslos. A sus ojos nunca envejeció, la cuidó hasta sus últimos días, respetando su voluntad de no ser como él. Ella sí había vivido como él nunca lo había hecho.
– ¿Cómo era que la llamabas? – preguntó Petar sacándolo de sus recuerdos.
Moja lepa mucka, mi linda gatita.
Mucka..., Andelko tenemos que ir a Ljubljana un día. Extraño nuestra tierra.
Andelko no contestó, miró otra vez a la mesera fijamente, luego alrededor y notó que se habían convertido en los últimos clientes, le hizo señas para que traiga la cuenta.
– Petar, necesito quedarme solo – susurró mirando fijamente el interior de la copa de vino, cuando levantó la vista su compañero ya había desaparecido.

Cuando la muchacha se acercó, Andelko pagó y le dio una generosa propina. Le preguntó a qué hora iba a casa, ella dijo que luego de ayudar a cerrar el bistró. Le preguntó si podía acompañarla y ella aceptó de buen grado.

Minutos después ambos caminaban por la Rue Jeanne d’Arc, la muchacha hablaba de su día de trabajo, de su vida, su barrio y sus amistades y lo bueno que era conocer personas interesantes en el bistró, hacia preguntas a Andelko que este contestaba con monosílabos e interjecciones breves. Él venía pensando en Fátima y en lo mucho que la había amado, en lo mucho que la seguía amando a pesar de haberse ido hace tanto tiempo. Pensaba que a pesar de sus esfuerzos nunca estuvo su altura, ella era un verdadero ser humano, como él había intentado ser, pero nunca había conseguido. Lo invadía la nostalgia, sabía que nunca podría encontrar a alguien como ella, ni en esta vida, por larga que fuera ni en veinte vidas juntas, aunque fuera inmortal, inútilmente inmortal. Se detuvo, la muchacha se detuvo también y le ofreció su rostro inocente, blanco con sus ojos azul pálido, se parecía a Fátima pero no era ella. No podría ser como ella, nunca habría nadie como ella. La besó y la joven mujer se entregó a sus brazos, Andelko la levantó y la empujó bajo el umbral oscuro de una puerta, se besaron largamente, ella ofreció su cuerpo tibio, abrazó al hombre con fuerza deseándolo sin pudor, sintiendo su lengua húmeda y venenosa deslizarse por su cuello fino y de pronto el hincón quemante y la succión de sus labios dejándola sin fuerzas, sintiendo las rodillas doblarse, sostenida en vilo por esos brazos formidables, la recorrió la angustia de ser totalmente vulnerable en medio de esa extraña e incontrolable excitación orgásmica, desfalleciendo de placer y a la vez con una lejana sensación de zozobra que le hacía perder el conocimiento y la vida mientras su cuerpo se deslizaba lentamente por el portón hacia el frio piso de piedra, al tiempo que era sacudido por los últimos estertores de la muerte.

Andelko sacó un pañuelo blanco de la manga de su traje y se limpió los labios con él. Lo sacudió con elegancia y lo dejó caer manchado de sangre sobre la muchacha mientras susurraba “lepa mucka” y se alejaba con paso firme rumbo a la fría noche parisina.

2 comentarios:

  1. Que buen cuento... Yo muchas veces me he preguntado como seria la inmortalidad y creo que tu la has descrito muy bien. Me encanto Miguel, besotes.

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  2. Gracias Arely! Un beso enorme!!! Gracias por leer siempre el blog!

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