domingo, 9 de enero de 2011

EL SUCUBUS (Cuento)

Fray Esteban saltó de la barca y sus piernas se hundieron en el agua hasta las rodillas, caminó dificultosamente un mediano trecho hasta que el oleaje del océano ya no mojaba la arena. El viaje desde Panamá había sido accidentado. En el Callao no los dejaron desembarcar, se había corrido la voz en Lima que los barcos provenientes del norte estaba tocados por la peste negra, intentaron un poco más al sur de Lima, pero fue imposible, las autoridades ya había enviado el parte a caballo a todas las costas cercanas. El capitán, conocedor de las nuevas rutas usadas para el contrabando, tomó rumbo hasta la Villa Hermosa de Camaná, ciudad que no había sido alertada debido a que carecía de muelle, pero que por la misma razón obligó a los pasajeros a saltar a las barcas salvavidas y así poder aproximarse a las playas de arena cargando sus bolsas y equipajes.

Una vez en tierra el Fraile dio media vuelta y se quedó mirando lejana en el horizonte la embarcación, se llamaba La Española y le recordó su tierra natal, la observó fijamente pensando en los últimos quince años, desde el día que se ordenó en Sevilla, levantó la cabeza, miró al cielo y se santiguó; se incorporó al grupo que ya estaba marchando rumbo al pueblo y caminó.

Luego de tres horas de largo trayecto llegaron a la ciudad, era pequeña, tenía pocas casas y la mayor parte de la tierra estaba sembrada de arroz. Vio a unos pocos negros trabajando en el campo codo a codo con sus patrones, casi no vio indios. Le pareció extraño, siempre imaginó que el Perú estaría lleno de indios, pensó en preguntar pero los que caminaban con él eran en su mayoría españoles aventureros, algunos acompañados por sus familias, que buscaban fortuna en las tierras que Pizarro había conquistado a favor de La Corona. No quiso hablar con ellos, le pareció mejor dejar que las cosas sucedieran a su tiempo.

Una vez que llegó a la ciudad de Camaná buscó la iglesia y se las arregló para ubicar al párroco. El párroco también era dominico, un hombre sencillo sin mayores aspiraciones que envejecer junto con los terratenientes de la zona, los esclavos de estos y las dos mujeres que tenía de concubinas, una india y una negra africana vieja que casi no hablaba castellano. Se llamaba Alonso y no había cambiado de nombre, en el pueblo lo llamaban Padre Alonso y a él le gustaba eso, en realidad nunca había tenido vocación. Se hizo cura porque un hermano suyo había sido comendador y las relaciones sociales de este lo habían llevado al cargo: una ordenación rápida y un pesado viaje por dos océanos lo había colocado finalmente allí. Fray Esteban sentado en la mesa recibió con una venia el trozo de queso serrano y el pan que Padre Alonso le ofreció, se santiguó y bendijo los alimentos, mientras comía preguntó al Padre Alonso cuánto tiempo le tomaría llegar a Lima, el Padre le explicó que le esperaba un largo viaje por el desierto hasta el puerto de Pisco y de allí a Lima no sería tan difícil. Se quedó pensando y le aconsejó:
– ¿Por qué no va a Arequipa? Queda muy cerca, es una ciudad grande, sin llegar a ser tan enorme y abominable como Lima, tiene un clima agradable, benigno y seco, una gran población de blancos de Castilla y Valencia, pocos indios, no hay negros. Si quiere tener una estancia tranquila ése es un buen destino.
– No he venido a estar sosegado y tranquilo, Padre – contestó el Fraile, miró a su interlocutor fijamente a los ojos y añadió: He venido a hacer el trabajo de Dios, no quiero menospreciar el suyo, pero se me ha ordenado acudir a Lima, mis superiores han tomado conocimiento que allí el pecado florece.
– No lo tomo a mal – repuso el padre – pero Lima es una ciudad que va por el camino de la perdición, es el mismísimo apocalipsis anunciado por el santo profeta Juan. ¿Sabe usted que aquí llegan los mercaderes que han pasado por Lima y siempre traen noticias? Se sabe que muchos judíos expulsados de Europa han entrado a Lima escondidos en naves de carga, se disfrazan con apellidos castizos, con títulos falsificados o comprados a nobles caídos en miseria, prosperan, ponen negocios, ¡incluso algunos moros han encontrado en esa ciudad un lugar donde practicar sus herejías en nuestras narices! Imagínese que han cercado una parte de la ciudad y la han infestado los indios, negros y mestizos que adoran aún a sus ídolos paganos, cayendo en enfermedades malignas, consecuencia de sus reuniones demoniacas – Reflexionó – No es un buen lugar para ir Fraile, no sé sus razones, pero esa ciudad es Sodoma y Gomorra, incluso buenos caballeros españoles han abdicado a su fe ante los placeres de la carne y las tentaciones de Satanás.
– La carne es débil Padre – replicó Esteban – Incluso para un soldado de Dios como usted, no me diga que las mujeres que están afuera sólo le preparan la comida…

El Padre Alonso no dejó que el fraile dijera más, levantó la mano derecha con la palma abierta en señal para que este se detenga y movió la cabeza en clara negación mientras miraba fijamente el piso de tierra, habló sin levantar la vista:
– Sé que no es apropiado, pero es difícil estar solo, son solamente compañía para este pobre viejo, no hay mala fe y tampoco tengo la vocación que seguramente tiene usted. No soy como usted Fraile – reiteró con voz triste – yo me ordené pasados los cuarenta, casi por obligación, cumplo con las tareas encomendadas por mis superiores, les doy a estas mujeres donde vivir y qué comer, de otra forma se habrían hecho a la mala vida, yo sólo obtengo algo de compañía… ¿acaso no es una forma de amar al prójimo? Finalmente la negra ni siquiera tiene alma, es como un animal doméstico.

Fray Esteban se quedó en silencio, sentado en la banca de madera; hacía calor – es febrero – pensó, tomó un poco de vino que la mujer india había colocado en la mesa mientras conversaban, era un vino distinto pero agradable, miró al padre Alonso y lo vio compungido, con la vista puesta en el piso, entre distraído y triste. En verdad se le veía un hombre sin convicción, prematuramente envejecido, parecía tener más de sesenta años, el hábito raído y desteñido, en ese momento se percató que el padre no usaba sandalias, tenía los pies descalzos y sucios, los dedos casi no tenían uñas, habían sido devoradas por los hongos. Sintió asco y pena. Esteban se incorporó y tosió suavemente para llamar la atención del padre que se había quedado absorto.
– Me gustaría que me brinde un lugar donde pasar la noche, sólo hasta mañana – dijo.
El padre Alonso se levantó también y lo invitó a acompañarlo. En la terraza de la casa había una hamaca colgada de los horcones y en el piso tres o cuatro pieles de cordero enrolladas.
– Hace calor – mencionó distraídamente el padre – es verano, no le recomiendo dormir adentro, escoja entre la hamaca y las pieles, yo estaré adentro si necesita algo. Tenga buenas noches Fraile.
– Buenas noches. Dios lo bendiga – contestó Esteban, mientras decidía por quedarse en la hamaca, sólo quería descansar, sabía que esta noche no podría dormir.

* * *

Después de doce largos días de un viaje penoso, Esteban estaba al fin en Lima, no era como otras ciudades que había conocido, Lima era desordenada, una ciudad llena de gente de todos los colores: blancos de todas las clases sociales, la mayoría con poca o ninguna educación, marineros ingleses, irlandeses, portugueses y otros de nacionalidad indescifrable, negros provenientes de todas las partes de África, ya los había visto antes en los mercados de Liverpool, los altos y fuertes de piel azul que se importaban desde la Isla de Zanzíbar, los pequeños y más claros que venían de Guinea, cerca del fin del mundo. Sin embargo había en sus miradas algo distinto, los negros de Portugal, España, Francia e Inglaterra se veían siempre tristes, incluso los que trabajaban de capataces tenían esa mirada de ausencia, de añoranza; en cambio estos no; casi todos hablaban buen castellano y sonreían con sus perfectos dientes blancos. También había una gran cantidad de indios, distintos a los indios que había visto en Panamá y México, incluso distintos a los que había visto en la Villa de Camaná, no vestían con ropas de indios, estaban vestidos a la usanza española aunque se les notaba incómodos con esa ropa, incluso a los más jóvenes, que seguramente habían usado este tipo de vestimenta desde su niñez. También vio mulatos claros y oscuros, lo que le confirmó las teorías del padre Alonso: en Lima efectivamente los españoles no habían tenido ningún asco por engendrar hijos en sus esclavas, por lo menos en Europa era algo que se trataba de evitar, aquí se veía que no había ninguna clase de control. Lo mismo sucedía con las indias, la existencia de muchos niños mestizos por las calles así lo confirmaba. Era un verdadero desastre, los españoles habían perdido todo sentido de decencia en esta ciudad, no solo había mulatos y mestizos, también habían permitido que los negros se junten con las indias entre sí, aprendió luego que los llamados zambos eran el producto de esa infame unión. En su vientre bullía la rabia, si a simple vista y en el primer día podía ver todos estos escarnios a la voluntad divina, sabe Dios santísimo qué otras cosas habrían estado ocurriendo y podrían ocurrir en esta ciudad.

* * *

Cinco días después de haber llegado a Lima había conseguido entrevistarse con sus superiores, les informó brevemente de su misión y entregó la orden firmada y sellada por el Rey. Luego de los saludos de rigor, el obispo Baltazar de Castro, lo invitó a su despacho, a solas. Caminaron por un corto zaguán y pasaron a un amplio salón. De Castro lo invitó a sentarse en una solitaria silla en medio del lugar, Fray Esteban se sentó en el borde mientras esperaba que De Castro se acomodara en su imponente trono eclesiástico, hubo un momento de incómodo silencio, de pronto De Castro empezó a hablar con voz diáfana y totalmente segura:

– Fray Esteban, entiendo el porqué de su presencia en Lima, pero déjeme decirle que su tarea es complicada, la gente de aquí está acostumbrada a que las cosas estén como están. Tenemos los problemas propios de cualquier colonia, pero lo que debe importarnos sobre todas las cosas es la protección de los españoles que son terratenientes y los que tienen encomiendas. Y no hablo sólo de su fe, también de su propiedad y seguridad. Hemos discutido este asunto con el Virrey y estamos de acuerdo en ese aspecto, desde luego que también es nuestra tarea la de erradicar las herejías de los indios y los negros… pero ese es un trabajo que requiere tiempo, recibimos órdenes permanentemente del Rey acerca de la necesidad de evangelizar a esta gente y darles la nueva buena de Dios y su sagrada palabra; pero no es una tarea grata. Los indios acuden a la iglesia, aprenden las oraciones, rezan el Credo y el Santísimo Rosario porque si no lo hacen, los alguaciles los golpean, pero sabemos que siguen enterrando porquerías en la tierra cada vez que cambia de estación e invocan a sus falsos dioses cuando siembran los campos. Los negros se burlan de nosotros, tocan sus instrumentos endemoniados al menor descuido de sus patrones, hemos prohibido los tambores y a pesar de ello se proveen de cualquier cosa que pueda producir sonidos, troncos, cajas de madera, incluso hay informes de que algunos usan los huesos de animales muertos para practicar sus repugnantes danzas y rituales. Por si esto fuera poco ahora se suma a ello el problema de los judíos. Sé de buena fuente que cada semana llegan dos o tres en los barcos de carga, pagan a los capitanes para que los traigan escondidos, algunos se quedan en Panamá, otros se van a las colonias inglesas al norte, pero muchos llegan aquí, se declaran católicos e incluso van cada domingo a la misa, ¡pero siguen siendo judíos Fray Esteban! Sin embargo, a pesar de todo lo que acabo de explicarle, la ciudad se mantiene ordenada, se protegen los intereses de los españoles establecidos aquí y de sus hijos, ellos pagan sus impuestos y colaboran con las arcas de nuestra Santa Orden, este equilibrio es beneficioso para todos. Incluso los judíos que han llegado a prosperar y se han hecho católicos, aportan con el producto de sus ventas y trabajo, no quiero perder este orden Fraile, espero que me entienda.

– Le solicito me perdone por contradecirlo su Excelencia – señaló Esteban – pero entiendo que esta situación a la que usted llama orden es contraria a los preceptos de nuestra Santa Iglesia y lo dispuesto por el Su Santidad el Papa desde Roma. No es mi voluntad contrariar el orden terrenal, cosa que en verdad no debería preocuparnos, puesto que el alma de los hombres es nuestro propósito. Siendo así, entiendo que nuestra principal tarea es combatir las estrategias del demonio y las herejías de sus seguidores.
– ¡Pero sin desórdenes por favor! – exclamó ligeramente nervioso el Obispo.
– La búsqueda de la verdad tiene un precio mi señor – repuso Esteban calmadamente – no debería preocuparle la falta de fondos en las arcas, después de todo Dios proveerá.
– No se trata del dinero – replicó el obispo – es el crecimiento de la Iglesia, a esta gente hay que conquistarla mediante la comprensión, ganar su alma hacia la fe, que noten los beneficios de creer en nuestra Iglesia, no quiero que vean una amenaza a sus vidas en el catecismo y menos aún que se desprestigie la Orden. ¡No crea que no sé lo que está pasando en España fraile! han pasado más de setenta años desde que el Inquisidor General Torquemada nos dejó y nadie ha podido reemplazarlo con éxito, no se resuelve el problema de los excesos en los juzgamientos a herejes y judíos, nos están agobiando con acusaciones de enriquecimiento e intolerancia. Incluso los nobles que antes nos respaldaban en España nos rehúyen y han retirado su apoyo. No quiero que eso suceda aquí.
– Mi encargo viene por recomendación de los Reyes de España y del mismo Santo Oficio quienes me han propuesto para esta tarea su excelencia – señaló sin titubear Esteban – y lamento mucho saber que no comparte sus métodos; sin embargo haré lo posible para no perjudicar sus intereses, en la medida que estos no se opongan a los de la Santísima Inquisición y su Tribunal Eclesiástico. Ahora, con su permiso, es menester retirarme.

El obispo asintió amargamente con la cabeza y Esteban se levantó con una venia. Al salir no pudo evitar oír a De Castro murmurar una blasfemia entre dientes.

* * *

Esteban, instalado en su despacho, un pequeño espacio al costado de los claustros en construcción del convento dominico que estaba próximo a terminarse, ordenaba sus libros y sus apuntes. Abrió una vieja bolsa de cuero de camello y extrajo de su interior, envuelto en una fina tela de pana roja, el magnífico ejemplar del Malleus Maleficarum. Recorrió con sumo cuidado su lomo de cuero y las tapas finamente grabadas y lo colocó en el centro del escritorio. Recordó sus estudios en Roma, a los exigentes maestros que estuvieron a cargo de su preparación en Bolonia y en París, pero sobre todo recordó a su abuelo. Su abuelo, que era un herrero aragonés, había conocido personalmente a Fray Tomás de Torquemada, el gran y místico Inquisidor General del Reino de España cuando por encargo especial de este había fabricado piezas e instrumentos de tortura diseñados por él mismo. Había quedado impresionado con su personalidad, fuerza y disciplina. Luego al nacer él, su primer nieto, le había inculcado desde pequeño ese amor a la disciplina, al orden y el temor a Dios que tanto había admirado en el gran inquisidor. Respiró profundamente y se santiguó antes de empezar la lectura, mañana sería un día difícil, sería su primera intervención en el Tribunal.

Al día siguiente, se levantó sumamente temprano, lavó su cuerpo con cuidado con paño húmedo, sintió un leve ardor cuando limpió las marcas dejadas en su piel por los finos alambres del cilicio. Hoy no lo usaría, necesitaba estar lúcido y concentrado. De entre sus pocas pertenencias, la mayoría libros e instrumentos de purificación, sacó una pequeña cruz de acero. Había sido un regalo de Torquemada a su abuelo, al fallecer éste se la había entregado para que lo acompañe en los momentos difíciles. Se la colocó sobre el pecho, colgando de una delgada soguilla. Se vistió el hábito con cuidado y solemnidad, ajustó cada uno de los botones mientras repasaba mentalmente las reglas del Malleus Maleficarum, se arrodilló sobre el áspero piso de piedra y rezó.

No desayunó, tenía que estar libre de cualquier distracción externa o interna – el ayuno purifica – pensó. Levantó su bolsa de cuero y se dirigió a la puerta, volvió a santiguarse y encomendarse a Dios. Salió y caminó con paso rápido hasta la Sala del Santo Tribunal. Entró y vio que en su interior ya estaba el Obispo esperando al costado del Inquisidor y le hizo una venia. Estaba también el abogado defensor y el Escribano General. Rápidamente solicitó al alguacil la presencia del procesado y se sentó en la silla reservada para su cargo en la Sala, el de Procurador Fiscal del Santo Oficio. Vigiló que en la mesa central estuviese visible la Biblia y cerca de ella la enorme cruz de pedestal. Cruzó las manos y esperó.

Entró a la sala, atado de las manos, un hombre adulto, no era joven ni tampoco viejo. De larga barba oscura y cabello cuidado. A pesar del evidente castigo físico sus ojos no habían perdido brillo. Esteban se puso de pie y con la venia del inquisidor le preguntó:

– ¿Nombre?
– Felipe Ruiz de Castilla y Ponce de León, mi señor – contestó con humildad.
– ¿Edad?
– Cuarenta y cinco años.
– ¿Ocupación?
– Médico cirujano su señoría – y sus ojos brillaron más aún.
– Se le acusa de herejía y prácticas de brujería – dijo ásperamente Fray Esteban – He recibido el encargo del Santo Oficio de interrogarlo. Reconozca sus pecados, solicite clemencia y será escuchado.
– Soy sólo un médico su eminencia – respondió Felipe – no he cometido ningún pecado, he respetado el juramento hipocrático y he procurado salvar las vidas que Dios ha puesto en mis manos.
– ¡Miente! Sus propios colegas son los que lo han denunciado, ¡Declárese culpable y que Dios acoja su alma! – exclamó Esteban.
– No sé de qué se me acusa – dijo lastimeramente Felipe mientras mostraba las palmas de sus manos al Fiscal en gesto de sometimiento.

Esteban conocía bien los artilugios del demonio para simular inocencia. Estaba preparado y no dejaría que el maligno lo enredase, miró al Inquisidor y señaló con firmeza:
– El acusado trata de confundir a este Santo Tribunal y pretende desconocer las acusaciones que se le hacen cuando en su impuro corazón tiene completo conocimiento de sus pecados y herejías. Solicito se autorice que la defensa del acusado intervenga antes de continuar con el interrogatorio.

El defensor, que era un miembro del propio Tribunal, se dirigió solemnemente a Felipe y le advirtió:
– Acusado, se le invoca para que diga la verdad de las acusaciones que se le han formulado, así obtendrá usted clemencia y podrá reconciliarse con nuestra fe. Conteste las preguntas del Procurador Fiscal, reconozca su culpa y muestre arrepentimiento.

Felipe se quedó callado.
– Solicito al tribunal se autorice el uso del potro – dijo pesadamente fray Esteban y volteó a mirar al acusado a fin de ver su reacción.

Felipe Ruiz de Castilla y Ponce de León estaba visiblemente asustado, conocía el potro, él personalmente, como consecuencia de su profesión, había visto las lesiones que este cruel artefacto podía causar. Cayó de rodillas y suplicó clemencia. No fue escuchado. Mientras proclamaba una y otra vez su inocencia fue conducido al ala lateral de Tribunal, atado cuidadosamente de pies y manos sobre una especie de sólida mesa de madera, en cuyos extremos ruedas dentadas permitían tensar las sogas que sujetaban sus extremidades. Esteban tomó en una mano la Biblia de la mesa y en la otra el crucifijo, se acercó al potro y acercando la cruz al rostro de Felipe exclamó:
– Permite, ¡oh Dios Todopoderoso! que este hombre expulse los demonios que someten su razón a sus impuros deseos y deja que nosotros tus humildes siervos conozcamos la verdad de sus propios labios – hizo una seña al alguacil y este empezó a girar las ruedas con una sólida manivela de metal.

Felipe resistió al principio, sin embargo empezó a sentir la fuerte tensión en sus pectorales primero, luego en los dorsales, sabía de anatomía y pensó que los músculos grandes serian los primeros en sentir la presión, pero que a la larga serían los que resistirían más. Cuando el alguacil aplicase más presión empezarían a descoyuntarse las articulaciones de los hombros, codos, tobillos y rodillas hasta llegar a la dislocación total. Empezó a sentir presión en el pecho, la posición no le permitía expandir sus pulmones, quiso gritar pero no pudo, no tenía aire suficiente para hacerlo, se desvaneció.

Esteban ordenó al alguacil relajar las ligaduras. No era apropiado que el acusado falleciera en medio de una audiencia del Tribunal, su misión era la obtención de la verdad, no la muerte del acusado. En caso de ser sentenciado a muerte, su ejecución sería trabajo del brazo secular de la iglesia, la autoridad civil. Ordenó que el alguacil despierte a Felipe lanzándole agua fría en el rostro. Felipe despertó aturdido. Se le conminó a declarar, pero mantuvo su versión de inocencia. Esteban sabía que era una táctica del demonio. Dar pena, despertar lástima en el Tribunal era la estrategia más usada por el ángel caído. Tenía que ser duro y severo. Tomó de la mesa de trabajo una toca de tela blanca. Ordenó que se introduzca la pieza de tela en la boca de Felipe. Luego fueron dejando caer agua sobre la toca. Felipe sentía la tela en su cavidad bucal humedecerse, empezaba a gotear hacia su garganta y el trapo no le permitía mover la lengua para impedir el paso del agua, sentía que se ahogaba. Empezó a tener arcadas, en ese instante el alguacil inició la tarea de tensar nuevamente el potro. Hicieron lo mismo una y otra vez. Cada vez que estaba a punto de perder el conocimiento el Procurador Fiscal se le acercaba y lo instaba a decir la verdad, a declarar su culpa. Felipe lo negaba en cada oportunidad.

Luego de seis largas horas de continua tortura, Estaban desistió de seguir usando el potro. Solicitó al Tribunal cambiar de método. El Inquisidor autorizó el pedido y Felipe fue desatado, retiraron el trapo de su boca, sus rodillas, hombros y codos estaban prácticamente dislocados. Sus muñecas y tobillos se veían tumefactos. Fue trasladado unos metros atrás del potro y observó una soga que descendían de una polea sujetada al techo en cuyo extremo había dos correas de cuero. El alguacil y su ayudante sujetaron sus muñecas con las correas y amarraron bolsas con trozos de plomo en cada uno de sus tobillos, lentamente tiraron de la soga hasta separarlo aproximadamente unos dos metros del suelo. El Procurador Fiscal se acercó nuevamente e invocó su reflexión. Felipe negó con toda su alma y el alguacil soltó de golpe la soga una fracción de segundo y la volvió a sujetar. La corta caída en seco hizo que sintiera sus articulaciones crujir, el dolor era insoportable, se sintió desfallecer y cuando iba a abrir la boca para gritar, repitieron la tortura, sintió un vacío en el estómago y no pudo más, se oyó un grito desgarrador:
– ¡En el nombre de Dios, misericordia!
– ¡Reconozca su pecado! – exhortó estentóreamente el Procurador Fiscal.
– ¡Lo reconozco! – gritó entre lágrimas Felipe
– ¡Bájenlo! – ordenó el Inquisidor.

Una vez que lo descendieron, Esteban se encaminó al centro de la Sala y señaló enfáticamente:
– Debe describir su herejía y todo lo relacionado con ella para que este Tribunal resuelva con misericordia.

Felipe, exhausto, cayó de rodillas, miró a todos con desesperación, su mirada traslucía miedo y desorientación. Sus ojos habían perdido el brillo, su boca entreabierta dejaba escapar un hilo de saliva que discurría por su barba, extendía las manos temblorosas hacia el Inquisidor, hacia el Obispo, a su defensor, todos guardaban silencio. Ofuscado miró el piso, dejó caer sus manos aún atadas sobre sus muslos y dijo entre dientes, con la voz rendida y en medio de un llanto sordo:
– No sé de qué se me acusa.

Fray Esteban hizo un gesto dramático de pérdida de paciencia y con un movimiento de mano dispuso que el alguacil levante del piso al acusado. Felipe se incorporaba lentamente y de pronto su mirada volvió a brillar.
– ¡Ahora lo recuerdo! – exclamó.
– Que hable el acusado – ordenó el inquisidor desde su asiento.

Felipe hurgó en su memoria, estaba dispuesto a decir cualquier cosa para evitar que prosiga la tortura. Trató de recordar algún acto en su vida que pueda interpretarse como herejía, en la desesperación no podía ordenar sus ideas. El silencio en la sala lo abrumaba más. Abrió la boca pero las palabras no salían.
– ¡Hable! – reiteró Fray Esteban
Felipe empezó a balbucear, empezó a inventar.
– He pecado – dijo – yo he hecho pactos con el Diablo, he curado pacientes con pócimas hechas de entrañas de gallinas negras y huevos podridos. He recurrido a hierbas que crecen en los cementerios. He recurrido a brujas para ungüentos. He…
– Hable del sucubus – dijo por fin el Procurador Fiscal.

Felipe trató de recordar, había estudiado algo de eso en el curso de teología en la facultad de medicina en París, antes de venir al Perú, pero tenía la mente nublada, el sucubus era un demonio, de forma femenina, se metía al cuarto de los varones para fornicar y absorber su energía.
– He conocido a un sucubus – afirmó tímidamente.
– ¿Cuántas veces? – preguntó ávidamente el Inquisidor, dejando a Esteban prácticamente de lado del interrogatorio.
– No sé, en pocas ocasiones – contestó Felipe
– ¡Declare usted los detalles! – exigió con morbo el Inquisidor mientras hacía señas al Escribano General para que tome debida nota.

Felipe, en medio de la vergüenza y la humillación inventó ocasiones, formas, dio detalles de cómo fue seducido por el demonio de lujuriosas formas femeninas. El Inquisidor no ocultaba su asquerosa excitación cuando lo obligaron a describir con la mayor precisión posible el cuerpo voluptuoso del sucubus. A exigencia de sus cuestores inventó posiciones, sensaciones y conversaciones. A veces caía en contradicciones, el Procurador Fiscal lo percibía y exigía explicaciones, debía explicar, inventar nuevas mentiras y procurar no equivocarse. Estaba agotado. Empezaba a preferir el potro, la tortura física. Empezó a contestar con monosílabos, lo que causó el notable aburrimiento del Inquisidor. Esteban, incómodo con la exhaustiva pero necesaria descripción de los hechos, decidió solicitar el término de la audiencia:
– Ha quedado probada la imputación de los cargos por la propia confesión del acusado – dijo – si su excelencia lo considera conveniente – se dirigió al Inquisidor – la Procuraduría Fiscal del Santo Oficio solicita se dicte sentencia.
– Se dispone que el acusado sea retirado para proceder a la deliberación – dijo con evidente desinterés el Inquisidor y dio por concluida la audiencia.

El alguacil retiró al acusado. Más tarde el Inquisidor dictó la sentencia y se dispuso la confiscación de los bienes del médico cirujano Felipe Ruiz de Castilla y Ponce de León, a favor de la Corona en un cincuenta por ciento y el resto a favor del Santo Oficio. Felipe fue condenado a los calabozos de la Inquisición donde murió al poco tiempo de tristeza al saber que su esposa y su hija, víctimas de la desgracia y sometidas a la vergüenza y la deshonra pública se habían suicidado. Los otros dos médicos de Lima, sus colegas denunciantes, se repartieron sus numerosos pacientes.

Esa noche Esteban de rodillas frente a la dura tarima que le servía de lecho, agradeció al creador el haberle concedido la fortaleza y temple necesarios que le permitieron no haberse dejado vencer por las fuerzas del mal. La sentencia conseguida el día de hoy era el augurio de una larga y promisoria carrera como severo e incorruptible Procurador Fiscal del Tribunal del Santo Oficio en la cada vez más promiscua ciudad de Lima, desde donde se aseguraría de perseguir a herejes, moros y judíos, aquí en estas lejanas tierras de ultramar, siempre en el nombre de Dios Todopoderoso y por encargo de los devotos Reyes de España.

2 comentarios:

  1. Decepcionante.
    Ocultarse detrás de una "institución" y sus "leyes" para lograr asquerosidades.

    Y mas aún, alguien que parece ser el "salvador" termina apoyando esa "causa".

    Excelente escrito Miguel

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    1. Gracias por el comentario Josefina!! Un abrazo muy grande. Y sí pues, la Inquisición da para escribir muchas cosas que se parecen a la realidad actual. :)

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