jueves, 9 de diciembre de 2010

LA BANCA DE CEMENTO AL PIE DEL RESERVORIO (Cuento)

Cuando Carmela llegó a su casa no consiguió evadir la mirada hiriente de su hermana. Se sonrojó, sabía de manera certera y racional que Eloísa no tenía por qué haberse dado cuenta de nada, sin embargo pensó que algún detalle imperceptible en su cabello o su piel podría delatarla. Sintió miedo, Eloísa la observaba con firmeza y algo de maldad, se sentía turbada por la fuerza de esa mirada. Tratando de escapar se metió al baño, contuvo la respiración y se miró en el espejo. No notó nada que pudiera evidenciar lo que había sucedido, tal vez era el peso de la culpa, pensó. Se santiguó y se lavó las manos con fruición, salió del baño y se sentó a la mesa para cenar. Su hermana comió en silencio. Ella apenas levantó los ojos. Al terminar se puso de pie, era miércoles y era su turno de lavar los platos, su hermana se atravesó y le dijo con un tono irónico: - Ve a dormir, debes estar cansada ¿no? -Carmela sintió un temblor recorriendo sus piernas, ¿Cansada de qué? Se supone que había estado estudiando. ¡Claro! Cansada de estar estudiando. - ¡Sí! - se dijo - cansada por el estudio. Sonrió, dio las gracias y fue a acostarse. Ambas dormían en el mismo cuarto. Se puso el pijama de franela blanca con ositos azules. A pesar de tener dieciocho años, y aún cuando muchas de sus amigas usaban otras prendas para dormir, a ella le gustaba todavía el pijama de los ositos azules. Se recostó de lado mirando la pared y se cubrió con la frazada mientras recordaba las mil emociones distintas que había conocido esa tarde. Ensimismada en esos recuerdos tan cercanos no se percató que su hermana ya había entrado a la habitación, sólo sintió el roce de sus cabellos en su nuca y su voz terriblemente suave y severa al susurrarle al oído: - Sé que te has acostado con ese imbécil, se te nota en la sonrisa de puta que tienes.

* * *

Yo estaba de paso por Lima, no me gusta la capital pero tuve que ir a ver lo de la visa; ya estoy cansado de estar aquí y tal vez en otro país sea distinto o tal vez no tan diferente pero por lo menos con otros aires. Cuando terminé el trámite en la Embajada me fui a pasear por la ciudad, subí a una combi cualquiera y recosté mi hombro en una de la ventanas para ver la ciudad pasar ante mis ojos, me abandoné a la sensación de ver como Lima se iba haciendo cada vez más triste, desordenada y gris a medida que abandonábamos San Isidro y nos acercábamos al centro, me divertía ver al cobrador desgañitándose, espetando la ruta a los peatones en los paraderos. Estaba absorto mirando las calles cuando empecé a fijarme en los niños que limpiaban los parabrisas de los autos detenidos en los semáforos en rojo, aparecían en cada cruce como repitiéndose, como si fuese el mismo grupo de niños que desaparecían de mi vista en una esquina y volvían a aparecer doscientos metros más adelante, las mismas caras vacías, el mismo discurso sin contenido aprendido de memoria para pedir una moneda a los conductores, las narices y labios irritados por el Terokal, los ojitos llorosos probablemente por la misma causa, además de la contaminación. Pensaba en ello cuando escuché al cobrador anunciar que estabamos por llegar al Jirón de la Unión, un lugar a donde no iba hace muchos años, sin pensarlo mucho decidí bajar.

Una vez en el paseo peatonal del Jirón me dediqué por un buen rato a mirar las tiendas, el lugar había cambiado mucho desde la última vez que estuve allí: Infinidad de vendedores ambulantes yendo y viniendo, puestos de venta de discos piratas en las puertas de las tiendas sucias y bulliciosas, jaladores para cortes de cabello al paso en peluquerías pintadas de colores huachafos y escandalosos. En algún momento recordé dónde estaba realmente y me asusté un poco. Eso es algo que siempre pasa con nosotros los provincianos cuando paseamos por una ciudad donde hay tanta gente, uno olvida por un momento dónde está, creyendo que todavía se está en la ciudad natal y se pierde la noción de los peligros de una ciudad como Lima, en ese momento, como buen provinciano toqué mi bolsillo para confirmar que mi billetera aun seguía en su sitio. Caminé rápido y llegué hasta la Iglesia de La Merced; cerca había un McDonald’s, miré mi reloj, eran casi las tres de la tarde, se me ocurrió entrar a comer algo y luego ir al terminal para tomar el bus que me devolvería a Arequipa.

El local tenía pocos comensales, presumo que por la hora, yo estaba sentado comiendo en una mesa apartada del fondo del local, cuando entraron tres mujeres que me llamaron la atención por el atuendo que traían, me quedé mirándolas sin querer hasta que una de ellas volteó ligeramente y me quedé petrificado: Su rostro me pareció familiar, especialmente familiar. Instintivamente traté de meter mi cabeza entre mis hombros como si eso pudiera ocultarme de su vista, me di cuenta que no era necesario, debido a una columna de concreto ubicada en el centro del local era poco probable que me viera. Me quedé en mi sitio tratando de observar su perfil y aparentando en lo posible poco interés, no quería que volteara completamente por alguna razón y me sorprendiera mirándola. Quería confirmar si era ella efectivamente, después de más de doce años sería una locura venir a encontrarla en un McDonald’s de una ciudad tan grande como Lima y a mil kilómetros del lugar donde nos conocimos.

* * *

En la academia de secretariado Carmela sintió que se movía el piso. Se apoyó en los bordes de la carpeta unipersonal y el frío del metal en sus manos la hizo sentirse peor. Se concentró en su respiración, controlándola. Se puso de pie y pidió permiso para ir al baño. Su rostro estaba tan desencajado que la profesora misma la acompaño hasta el lavabo. Carmela estaba pálida, podía ver su rostro amarillento en el espejo. Luego velozmente en su cabeza empezaron a girar números, fechas, marcas en el calendario, no podía ser. No podía pasarle eso justamente a ella. Se desvaneció.

* * *

Era el año noventa y dos o tal vez el noventa y cuatro, ya no recuerdo bien, he hecho muchos esfuerzos para olvidar esa época, y ahora no pienso esforzarme para reinstalarme en esos recovecos de la memoria. Tal vez lo único que recuerdo con mediana claridad de esa época es a María Asunción, es un recuerdo triste, pero limpio, no me causa dolor. Sólo nostalgia en un principio, pero después, como cuando alguien sopla una superficie cubierta de polvo, se van levantando los detalles y todo se hace confuso y a pesar de que la recuerdo bastante bien, no puedo recordar la última vez que la vi.

Lo que si recuerdo perfectamente es la primera vez que apareció ante mí. Era verano, un típico verano serrano de mañanas iluminadas y tardes lluviosas, se había organizado una jornada de limpieza en la universidad y un grupo de estudiantes del segundo año estaban terminando de ordenar las cubetas y las mangueras para guardarlas cuando, de pronto, empezaron a jugar entre ellos, lanzándose agua entre gritos y risas. Fue en ese preciso momento que la vi: Era morena, no muy alta, pero al ser delgada se le veía espigada, cabello negro lacio, largo, ojos enormes rodeados de unas preciosas pestañas negras también, traía una pantaloneta azul que no le llegaba a cubrir las rodillas y un polo blanco holgado que se había mojado y dejaba adivinar su figura. Me quedé mirándola un buen rato, y luego me volví a mi derecha, donde estaba sentado comiendo el gordo Daniel y le pregunté:

- ¿Conoces a la chica de pantaloneta azul?

- Si, -me contestó, con la boca aún medio llena de un bocado del sándwich que estaba comiendo - Es la Winnie Cooper, está en segundo año

Me reí, es cierto tenía un gran parecido con la actriz adolescente de la serie de la televisión: Los años maravillosos, bueno, Winnie Cooper entonces. Luego miré al gordo Daniel con mi cara de signo de interrogación y no le quité los ojos de encima hasta que terminó de masticar el nuevo trozo de carne que se había metido en la boca.

- ¡Ya! - me dijo - seguro quieres que te la presente... pues mira yo no la conozco, pero sí a su amiga. Espera.

Se marchó caminando en dirección al grupo de chicas que trataban de secarse la ropa con el sol. Por un segundo quise detenerlo, pero ya era tarde, el gordo era impulsivo y en el fondo agradecí que fuese así. Luego, como si se tratara de un holograma borroso, vi que se acercaba con enorme seguridad a Winnie Cooper y a una de sus amigas, les habló, volteó y me señaló. Mi rostro empezó a aumentar rápidamente de temperatura y seguramente también cambió de color, no podía controlarlo y me sentía encender más y más a medida que se acercaban los tres. El gordo Daniel nos presentó mientras se limpiaba la boca con una servilleta. Su nombre era María Asunción, el de su amiga no me acuerdo, estoy seguro que en esa época lo supe, pero ahora ya no, aunque aún la suelo ver por el centro de la ciudad de vez en cuando y le hago un gesto de saludo que ella me corresponde.

Lo cierto es que nos hicimos amigos, el gordo Daniel moría por la chica cuyo nombre ahora no recuerdo y yo intentaba lograr algo con María Asunción, o Winnie Cooper como le decían todos en la universidad. Yo no me moría por ella o mejor dicho no recuerdo haberme querido morir, ya sea de amor o de cualquier otra cosa. La sensación era de agrado por su compañía, pero nunca amor, si es que el amor existe. En un inicio caminábamos juntos después de clase y... nada más. En esa época igual que hoy no tenía a dónde ir ni qué ofrecer. Solo caminar y conversar, recuerdo muy poco lo que conversábamos. Recuerdo mucho mejor los lugares por donde caminábamos. En la parte posterior de la universidad recién habían construido un enorme tanque elevado de concreto para almacenar agua al que llamábamos “el reservorio”, era la misma época en que construyeron el estadio "monumental" de la universidad. En la base del reservorio habían hecho unas bancas de cemento, nos sentábamos allí y hablábamos un poco y luego nos besábamos. Al principio inocentemente, luego cada vez con más pasión y deseo, pero nunca nos íbamos de ese lugar. Ahora lo recuerdo mejor y me parece increíble que a cierta edad cueste tanto preguntar las cosas y peor aún proponerlas. No me imagino preguntándole en ese momento a María Asunción si era virgen, hubiese sido una patanería imperdonable o algo semejante según yo, además se le veía tan frágil e inocente que hasta la pregunta misma hubiese sido una ofensa. Hoy en día haría la pregunta de todas maneras. Ya no se puede confiar en las apariencias.

Tampoco me hubiese atrevido proponerle ir a "otro lugar", para empezar porque siempre he sido muy torpe para hacer ese tipo de propuestas, es probable que haya perdido muchas oportunidades de ese tipo en mi vida, solo por no atreverme a hacer la pregunta o por no saber cómo hacer la pregunta adecuada. De otro lado las mujeres resultan ser casi siempre muy hábiles para sortear una pregunta mal hecha y de paso enredar las cosas en su propio beneficio. Las pocas veces que me atreví a proponerle a alguien ir a "otro lugar", dándole a la pregunta ese tono especial que hace que "ese lugar" sea precisamente "aquel lugar" donde uno quiere ir y no “algún otro lugar” cualquiera como una cafetería o un parque, había sufrido casi siempre derrotas humillantes. Una de las respuestas mas difíciles de manejar es siempre "¿que lugar?", que es precisamente la respuesta-pregunta que uno no quiere escuchar en esos casos, debe ser por ello que hasta el día de hoy detesto que me contesten con otra pregunta. Es para ese tipo de respuestas precisamente para las que uno nunca está preparado, porque a esa edad la palabra "hotel" quema los labios si se pronuncia frente a la chica que se quiere o por lo menos que queremos hacer creer que queremos, y entonces uno tiene que inventar algo urgentemente y tomar prestadas frases de la televisión o las novelas rosa como: "A un lugar donde estemos sólo los dos" y todo resulta peor porque con una simplicidad propia sólo de las mujeres inocentes - o de las que quieren parecerlo - replican: "Aquí estamos bien, además no veo a nadie más, estamos solos tú y yo, mi amor." Luego uno se ve obligado a tener que explicar que sí, estamos solos pero cada tres minutos pasa alguien y además sería más bonito si "estamos los dos y podemos olvidarnos del mundo" y darle veinte vueltas al asunto saltando de tangente en tangente hasta que ella decide que es hora de irse, que ya se hizo tarde, que no tiene permiso y uno termina arrepintiéndose de haber propuesto ir "al otro lugar", porque además de la oportunidad también se perdió en explicaciones el tiempo valioso de los besos de la juventud que nunca se recupera. Como diría mi madre: Se perdió la soga y la cabra.

Y en mi caso y en esa época, además no tenía los fondos suficientes para ir "a otro lugar", por lo menos no de mi bolsillo. Así que además de serme difícil explicar lo de ir a un lugar discreto, es decir, sin hipocresías: A un hotel barato y no en el sentido despectivo, si no barato de verdad, pero lo más limpio posible; tenía que convencer a mi damisela para que colaborara con la causa del amor físico con el cincuenta por ciento por lo menos del importe de la habitación o de ser posible con todo el amor que pudiera, esto es amor en su equivalente en monedas.

Realmente me costaba trabajo decirle a María Asunción de manera clara y directa lo que pasaba por mi afiebrada mente cuando nos besábamos al pie del reservorio y por si fuera poco me atormentaba el nombre, María Asunción, y como era casi un hecho irrefutable que era virgen, entonces el trastorno era de proporciones bíblicas, ¿Cómo pedirle a María Asunción la virgen pura y casta que se meta a un hotel barato conmigo? Y claro, salir del hotel ya nada casta y menos virgen aunque eventualmente todavía pura sí, pero pura preocupación como les sucede a las vírgenes después de su primera vez. Así que para evitar mayores conflictos decidí que en adelante cuando la besara cerraría los ojos pensando en Winnie Cooper y no en María Asunción la virgen.

Pasados los días me di cuenta que esa no era una buena solución, como consecuencia del apodo, por las tardes se me dio por ver en la televisión la serie que lo inspiraba y descubrí rápidamente que la verdadera Winnie Cooper –el personaje quiero decir -era todavía más pura y casta que María Asunción (por lo menos en los capítulos que vi en esos días, aunque después supe que cambió) y además estaba enamorada de Kevin Arnold, así que la estrategia duró poco y decidí pensar en María Asunción sin mayores apelativos cuando cerraba los ojos en las inacabables sesiones de besos al pie del reservorio y las consecuentes caricias, en el eterno juego de yo poner las manos donde no debía y ella retirándolas de aquellos lugares prohibidos, pero cada vez con menos convicción.

Algo que me preocupaba constantemente en aquellos días de besos y banca de cemento era un favor que me pidió María Asunción. Una ocasión en que la acompañaba a tomar su bus al paradero, me pidió por-fa-vor que no la abrace ni le tome la mano fuera de la universidad. En aquel momento no me llamó la atención, pero luego y a medida que pasaban los días me daba vueltas el pedido en la cabeza y un día luego de besarnos en nuestra banca de cemento del reservorio como se nos había hecho costumbre en aquellos tiempos le pregunté:

- ¿Por qué no quieres que te abrace en la calle?

Ella me miró serenamente y me dijo: - Si mi tía se entera me mata.

Hay preguntas que nunca se deben hacer y uno tiene que estar lo suficientemente despierto como para poder atrapar las respuestas en el aire antes de que caigan al suelo. Cuando dijo "tía" entendí de inmediato que no había mamá. Era evidente, no hay tía en el mundo que supere el poder de una mamá, sin importar si la mamá es buena o mala, consentidora o exigente, la autoridad de la mamá no se discute ni por las tías y en muchos casos ni por el papá. De inmediato entendí por qué estaba tan triste la semana anterior, estábamos a mayo y la semana anterior fue el segundo domingo. Día de la madre. Me quedé callado. Necesitaba respuestas pero hay preguntas que no se deben hacer.

* * *

Mientras Carmela entraba en la sala de partos recordaba cada minuto de los últimos ocho meses: La paliza atroz e impune que recibió de su padre; la noche terrible que pasó sentada y llorando en la vereda frente a su casa porque su padre se negaba a dejarla entrar, ella pedía perdón a gritos y entre lagrimas y su padre insistía en que se fuera de su casa, que ya no era su hija. Su madre mirándola con tristeza desde la ventana. Al día siguiente, cuando su padre se fue a trabajar, ella fue la que la dejó entrar. No le habló, ni reproches ni consuelos, solo le tendió un plato de comida. No podía comer, se le atragantaba el arroz, tenía un nudo en la garganta, pero lo hizo por su hijo. Rezaba, rezaba profundamente pidiendo perdón a Dios por todo lo que había hecho. Recordó cuando le pidió a Ricardo que se la lleve, que hagan una vida juntos, que trabajarían unidos para mantener a su hijo. Ricardo la abrazó y lloró con ella. Luego nunca más supo de él. Trató de averiguar, preguntó, solo le contestaron que se había ido a Puno. Ya no quiso averiguar más. Recordó a su hermana, sentía su desprecio a todas horas, en cada palabra, en cada mirada. En cada gesto. Podía sentir claramente como se sentía superior a ella. No solo se sentía superior, estaba orgullosa de sentirse superior. Rezó otra vez mientras la acomodaban sobre la camilla, lloró por su hijo, por ella, por Ricardo, por su papá que no le había vuelto a hablar. Lloró por esa tarde en que quiso ir más allá y que ahora le daba este hijo que nunca deseó pero que estaba dispuesta a cuidar. Levantó la vista y no había nadie de su familia a su lado. Parió llorando, pero no de dolor, el llanto era de pena.

* * *

Dos días después de haber sacado mis conclusiones acerca de la tía de María Asunción, busqué al gordo Daniel por toda la universidad y le pedí que averigüe lo que pudiera acerca de ella y su familia, tal vez con alguna de sus dos amigas con las que siempre andaban juntas, la chica cuyo nombre no recuerdo y por quien el gordo se moría y una tercera que se llamaba Miriam, por alguna razón recuerdo bien su nombre y que tenía el cabello rizado y algunos kilos de más. El gordo Daniel les preguntó a las dos y el fin de semana me contó que del papá de María Asunción no se sabía mucho, cuando le pedí que me cuente lo poco que sí se sabía, me di cuenta que el no saber mucho era sólo un decir, en realidad no sabían nada. La mamá murió cuando María Asunción era una niña y se la había encargado a su hermana, es decir la mentada tía. Parece que la tía era sumamente celosa y de aguantar pocas pulgas. Enterado de esas pocas cosas y con el secreto fin de no enturbiar la relación y mis aún latentes deseos carnales, decidí archivar la información en otro cajón más de mis recuerdos y continuar con los besos al lado del reservorio en la banca de cemento, con la esperanza de que sucediera algo mejor, por lo menos para mí.

Pasaron los días y en junio cumplimos un mes: Se me ocurrió ser romántico. Entre pequeños préstamos, algunos ahorros y un inocente y nada perjudicial decomiso de monedas del cajón de mi hermano mayor, compré un muñeco de peluche, que debe haber sido seguramente un perro o un oso, también compré una tarjeta de esas típicamente huachafas con flores rosadas y rojas, un muñequito dibujado y frases alusivas al amor y otras farsas. Rellené la tarjeta con algunos versos medianamente rimados pero cargados de fuego, ese mismo que ya me iba consumiendo hacía un mes y se la regalé junto al peluche en la universidad en el cambio de hora. Al salir de clases caminamos juntos, fuimos al reservorio, nos sentamos y besamos como siempre, la acompañé a su paradero y me fui caminando a casa. Hacía frío.

A la mañana siguiente desperté en un vulgar día cualquiera, sin mayores cosas que hacer y menos interesantes como para contar hasta las diez de la mañana, me ubiqué en el patio de la facultad al cambio de hora para verla salir de su clase y decirnos hola como casi todos los días. No la vi. En un inicio no me preocupó, solo entristecí. Esa tarde la llamé por primera vez por teléfono a su casa, me contestó la voz de una mujer mayor. Colgué.

La situación se repitió durante tres días más, yo sabía que pasaba algo pero aún no tenía muy claro qué, María Asunción no solía faltar a clases. No me atrevía a hablar cuando me contestaban el teléfono y era evidente que ella no contestaría, al cuarto día me acerque a Miriam sin pensarlo mucho, le pregunté si sabía algo de María Asunción y me miró con compasión. Me tomó suavemente del brazo, aún sin entender me dejé guiar, muy amablemente se alejó del grupo y me llevó cerca de las escaleras donde había menos gente. Me dijo que ellas también se habían preocupado y pensaban que María Asunción se había enfermado, así que esa mañana fueron a su casa a llevarle los cuadernos para que se ponga al día con las materias. La encontraron en un mar de llanto y la prohibición expresa de su tía de no salir de la casa hasta que jurara que no volvería a verme. Lo había descubierto todo por culpa del monigote de peluche que María Asunción abrazaba en su habitación el día que cumplimos un mes. Me indigné profundamente, pero no atiné a hacer nada. Me quedé de pie en las escaleras enrojeciendo de cólera e impotencia, Miriam se fue y me quedé rumiando mi indignación, finalmente luego de darle muchas vueltas a la situación llegué a la conclusión de que era mejor no hacer nada. Me fui a mi casa.

Cerca de una semana después la vi en la universidad, me acerqué corriendo, pensando que nos abrazaríamos y todo quedaría resuelto. Ella se apartó cuando quise tomarla en mis brazos, la noté fría y distante. Me dijo las tres palabras más temibles que pueden salir de la boca de una mujer: -Tenemos que hablar.

Fuimos al reservorio, pero esta vez no hubo besos. Sin que yo preguntara me dijo que su tía le había prohibido que me vuelva a ver y bajo esa condición podía continuar con la universidad. Cuando escuché eso mi expresión debe haber sido evidente, porque aunque no dije nada ella me empezó a contar detalles que yo no imaginaba: Su madre había muerto cuando ella era muy chica, su tía la había cuidado desde entonces, se había hecho cargo de su educación y en lo posible de su bienestar, conjuntamente con sus primas que eran un poco menores que ella.

El resto era fácil de suponer, María Asunción estudió en un colegio dirigido por monjas, yo conocía ese colegio, en particular por el raro uniforme que usaban y que aparentaba un hábito de monasterio. Recuerdo que las chicas de ese colegio solo parecían dos cosas: O muy mojigatas o demasiado despiertas, pero siempre escondidas en esa especie de mortaja escolar. Me contó que estando en el colegio su tía le prometió que terminando la secundaría podría tomar sus propias decisiones, entre ellas la de tener enamorado. Cuando terminó la secundaria le dijo que primero ingrese a la universidad y luego podría tener un enamorado si así lo deseaba, una vez que ingresó a la universidad le dijo que podría tomar sus decisiones (entre ellas tener enamorado) cuando terminara la carrera. Por eso se cansó y decidió ya no hacerle caso. Yo había sido su primer enamorado.

Nos quedamos en silencio mientras caía la tarde. Sabía perfectamente que no iba a funcionar, yo no estaba dispuesto a cargar con toda esa responsabilidad. Era una historia triste y verdadera, yo ya tenía suficientes disfunciones familiares en mi propia casa como para agregar una más a mi vida. Caminamos un poco y como era de esperarse me pidió que me olvide de ella y que no la busque. Le di un beso y se fue. No tenía que pedírmelo, yo ya había decidido que sería así.

* * *

Habían pasado cinco años, Carmela era una paria dentro de su propia familia, nadie le hablaba, sus padres habían sido sencillamente indiferentes, sobre todo su papá. La mamá sin hablar ayudaba cuando podía, cuando se acabaron los pañales, cuando se acabó la leche o en esas largas temporadas en que no consiguió trabajo. Tenía un techo, pero tuvo que trabajar de todo para poder alimentar y cuidar a su hija, era una niña hermosa, alegre, se notaba que no sabía de la tristeza que la rodeaba. Su hermana se había casado hacía tres años y tenía una hija de año y medio, eso era lo peor. En cada reunión familiar era ella la que recibía las felicitaciones, tenía una familia lograda, una bella hija como Dios manda, como si a su hija no la hubiese enviado Dios también. Se sentía despreciada, se escondía en su habitación, aquella que había sido de ambas cuando niñas y que ahora era su refugio y el de su hija. Abrazaba a su niña y le acariciaba el cabello y le besaba la pequeña cabecita, lloraba largo y la pequeña solía dormirse en sus brazos.

Tres meses después, Carmela sentía hervir sus sienes por la fiebre. Las pastillas y los antibióticos ya no servían, recostada sobre la cama de su cuarto vio aparecer a Ricardo, a su padre, a las amigas de la academia de secretariado que nunca terminó, llamó a gritos a su madre, quería ver a su hermana. Le pidió entre lágrimas que la llamara, que viniera a verla. Su madre trató de calmarla con paños fríos de vinagre sobre la frente. El olor de vinagre le daba nauseas, pero la humedad la ayudó a calmarse un poco. Pudo conciliar el sueño, cuando despertó su hermana estaba a su lado. Trató de descubrir en sus ojos si aun la despreciaba y sin soportarlo más se lo preguntó directamente. Ella no contestó, el silencio fue suficiente, Carmela buscó su mano y le dijo lentamente, con todas sus fuerzas pero con la voz queda: - Por favor, por lo que más quieras, júrame que cuidarás a mi hija, pero sobre todo júrame por lo que más quieras que no dejarás que le pase lo mismo que a mí.

La hermana de Carmela asintió con la cabeza y recién después de más de cinco años lloraron juntas. Llamaron a la niña, María Asunción era su nombre, se abrazaron las tres, unas horas después, cerca de la media noche Carmela dejó este mundo, murió como resultado de una anemia aguda y de tristeza crónica.

* * *

Había pasado una semana y solo me conformaba verla pasar por los pasillos de la universidad, pero ahora como un fantasma, no hablaba con nadie, ni siquiera con sus amigas, terminadas las clases se iba con la cabeza gacha y pasos cortos y rápidos de la universidad, como si la vigilaran. Tal vez era yo el que la vigilaba. Pensé que no era buena idea estar tan pendiente de ella. Ese fin de semana me fui a la casa de Max, vivía cerca de la casa del gordo Daniel, tomábamos un trago y conversábamos. No hay nada tan delicioso como el whisky que uno no paga y en este caso, lo estaba donando a nuestra causa, pero sin saberlo por ahora, el papá de Max. Eran cerca de las ocho de la noche y tocaron el timbre, Max salió a abrir la puerta y se quedó conversando con alguien en la entrada. Luego de unos minutos entró con Miriam, María Asunción estaba afuera y quería hablarme. No me gusta que la gente diga esa frase. Cuando alguien "quiere hablarme" es que ha pasado algo feo, y en este caso aunque no me gustaba nada el panorama no tenía idea de la razón por la que María Asunción querría hablar conmigo, salvo que yo fuese la personificación del Espíritu Santo y María Asunción hubiese, por mi gracia (y sin contacto alguno), concebido.

Salí cauteloso, ella estaba sentada en una banca del parque que quedaba frente a la casa de Max, me senté cerca y no hablamos por largo rato. Tomé su mano entre las mías y dije algo tonto, como siempre:

- María Asunción, piensa en esto: Si seguimos viéndonos, nadie tiene por qué enterarse.
- ¿Sería un secreto? Me dijo.
- Claro - Dije yo, y me robé otra frase de Corín Tellado: - Sería nuestro secreto.

Definitivamente la juventud y el amor son una mala combinación, ambos son irracionales. Ese día reiniciamos nuestra relación y empezamos a vernos en secreto siempre que podíamos. Abandonamos el reservorio que era un lugar muy expuesto y nos mudamos a los pastizales de la parte de atrás del estadio monumental. Las sesiones de besos y caricias continuaban, pero cada vez que nuestras pasiones se encendían más de lo debido era yo quien bajaba el ritmo. Algo me asustaba, la responsabilidad, su estado de gracia virginal y puro, aun no puedo definirlo claramente pero no quería ir más lejos. La miraba a los ojos y me gustaba como lucía, nuestros labios parecían gastarse de tanta pasión. Ya no la acompañaba al paradero, nos despedíamos dentro de la universidad y yo sólo la observaba irse.

Por aquellos días ingresé a hacer prácticas en el estudio de uno de mis profesores, tenía cara de responsable así que me dieron una copia de las llaves. En la oficina había una computadora, en esa época no todos tenían computadora y mucho menos mi familia, así que pedí permiso a mi tutor para ir los fines de semana para avanzar mis trabajos de la universidad, él amablemente me dijo que podía ir cuando quisiera siempre que ayudara un poco con la limpieza. Acepté.

Un día sábado por la tarde me arriesgué: Invité a María Asunción a dar un paseo por el centro de la ciudad, ella accedió, y nos encontramos cerca de la calle Melgar, se me ocurrió decirle que no era conveniente exponernos por la calle, cualquiera podría vernos. María Asunción se sorprendió un poco pero estuvo de acuerdo, así que aproveché para llevarla a la oficina, le dije que estaríamos más cómodos. Felizmente la oficina estaba desierta a esas horas, yo había ido varias veces los sábados luego del almuerzo y nunca aparecía nadie. Nos sentamos en uno de los escritorios a conversar, hablamos un rato y luego me puse de pie, me acerque y empecé a besarla, primero suavemente, recorriendo sus labios, disfrutándola sin la sensación de ser observado por los transeúntes, abrazándola con la certeza de no tener que apartarla por el paso de algún curioso, poco a poco los besos se iban haciendo más intensos y su respiración delataba el deseo en ascenso, no pude contenerme empecé a desnudarla y ella me dejaba hacerlo, sentía su piel con la mía y ya no podía detenerme, cuando cayó la última prenda la abracé fuerte tratando de poseerla y pude escuchar su voz débil y ansiosa en mi oído diciéndome - Me duele...

*

Me acomodé rápidamente la ropa, ella también se vestía pero lentamente, con culpa. Me acerqué y la ayudé a ponerse las prendas que aun tenía en sus manos, como un padre viste a una hija, despacio y con ternura. Cuando terminamos me miró con una tristeza profunda y me preguntó si había hecho algo mal, si era algo que ella dijo o que debía hacer. No supe qué responderle, solo la abracé. Cuando me dijo que le dolía fue como un relámpago en mi cerebro y me aparté, no pude seguir. Hasta el día de hoy sigo pensando si debí haber seguido y qué razón fue la que me hizo detenerme. Yo sabía que no la amaba, tal vez ella sí a mí o por lo menos creía hacerlo. Yo no. Estaba seguro de no amarla, por eso decidí en esa fracción de segundo no hacerle daño. Cuando uno es joven cree aun en la dualidad de las cosas, ser bueno o malo, hacer daño o no hacerlo, amar o no amar. Con el tiempo se aprende que la vida tiene una serie de matices. Sé que pensé en no hacerle daño en ese momento, pero como dije, aun no sé realmente por qué. Tal vez no le habría hecho tanto daño después de todo. Es patético y totalmente inútil ponerse a pensar en lo que pudo haber pasado, tal vez si esa tarde no me hubiese detenido yo no estaría aquí, sería un padre de familia con sesiones de fulbito los sábados por la mañana y cerveza en la tarde. Tal vez ella sería una abogada brillante, con el recuerdo de un primer enamorado-amante que la habría defraudado pero con quien habría aprendido a hacerse más fuerte. Aturdido por los recuerdos me levanté. Las tres mujeres, entre ellas la que yo pensaba que era María Asunción, se habían sentado cerca de la puerta esperando su orden. Caminé rumbo a la salida sin mirarlas directamente, a cada paso confirmaba que efectivamente era ella: María Asunción. Pensaba si me reconocería. Cuando ya estaba a punto de salir la llamaron del mostrador, se puso de pie y al voltear chocó conmigo. Se apartó rápidamente pero sin mirarme, avergonzada. Avanzó hacia la caja a recoger su pedido mientras las otras dos monjas se reían nerviosamente. Solo atiné a decir -Perdón madre -y me fui.

Iñapari, primavera del 2010

4 comentarios:

  1. Me gusto las dos historias paralelas... La mezcla de emociones y sensaciones... Todo ese enredo en su cabeza... En general muy buena historia.

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  2. Qué bueno que te haya gustado Josefina. Y gracias por comentar. Un beso grandote!

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  3. Felicitaciones Miguel Angel, sigue cultivando tu arte!!!

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