jueves, 21 de abril de 2011

COR DE ROSA (Cuento)

Desde la ventana del avión, Mariana miró con curiosidad el modesto y pequeño aeropuerto de Puerto Maldonado. Era un día cálido de julio y el sol radiante iluminaba el horizonte dándole un singular tono a las verdes copas de los árboles que se alzaban ante un impresionante cielo azul decorado de brillantes mechones de nubes blancas.

Ansiosa se levantó de su asiento apenas se apagó la señal de cinturones de seguridad, tomó su mochila y se dispuso a bajar. Mientras caminaba por el pasillo del avión iba sintiendo aumentar notablemente la temperatura, pero lo que no se esperaba fue el bochorno intenso que prácticamente la sofocó cuando se paró en el primer peldaño de la escalinata de descenso al salir del avión. Casi de inmediato sintió un calor húmedo y pegajoso apoderándose de ella. La ropa sobre su piel era insoportable y le costaba esfuerzo avanzar, lo que sumado al casi derretido asfalto y el brillo de las veredas de cemento pulido, hizo de su trayecto a la sombra una verdadera agonía.

Una vez en la zona de equipajes se fue directamente al baño, se quitó la blusa y se dejó la camiseta ligera que llevaba debajo. Se refrescó un poco frente al espejo y buscó sus lentes oscuros en la mochila. Acomodó sus cabellos castaños y salió a esperar sus maletas.

En el estacionamiento la esperaba su tío Ismael, la saludó con un fuerte abrazo, y la ayudó a subir a la camioneta. Ismael era el hermano menor de su padre y se veían a menudo en Lima. Ahora había ido a recogerla al aeropuerto y la llevaría directamente a Iñapari, en la frontera con el Brasil donde había nacido hacía poco más de veinte años. Mariana luego de intercambiar los saludos de rigor con el tío Ismael, se concentró en el paisaje. La carretera estaba terminada. Ya no recordaba bien la última vez que vino a la selva, revolvió sus memorias y se vio a los seis o siete años, viajando sobre una gran carreta de madera tirada por enormes bueyes que se desplazaban con lentitud en una trocha de barro rojo mojado. ¡Cómo había cambiado el paisaje! La negra cinta de asfalto penetraba interminable por el verde agreste. ¡Quién diría! Más de trece años sin venir y el progreso había llegado al fin a la tierra que la vio nacer. Rió de la tontería que acababa de pensar. Una frase tan trillada solo podía ser producto de su cansancio y la nociva influencia de la carrera de derecho que había decidido estudiar. Sonrió y decidió descansar un poco antes de llegar a la casa de su madre.

Como a las cuatro de la tarde, en un atardecer glorioso de tonos amarillos y rosa, llegó a Iñapari. Se bajó de la camioneta y su madre, doña Rosineide da Souza, la estaba esperando en la puerta de la amplia casa de madera. Se dieron un fuerte abrazo y ambas se llenaron de besos. No veía a su madre desde la última vez que vino a Iñapari. Entraron de la mano, conversando y riendo mientras que el tío Ismael bajaba las maletas. Una vez en la casa cuando se disponía a sentarse escuchó una voz aguda y musical gritando:
– ¡Eh menina! Tira esos zapatos cuando entra a casa.
Volteó y allí estaba sentada con su vestido floreado ligero, el cabello blanquísimo y una enorme sonrisa en una perfecta dentadura oscurecida por el tabaco la abuela Adailta.
– ¡Abuelita! – gritó Mariana mientras se quitaba las sandalias.
– ¡Meu Deus! – exclamó la abuela extendiendo los brazos - ¡Cuánto es que creció esa menina!
– ¡Abuelita linda! – repetía Mariana mientras se lanzaba sobre la abuela y la llenaba de besos y caricias.
– Me cuenta – ordenó la abuela – cómo la está tratando esa cidade tan grande. Ya su mãe me contó que está estudiando, sacando notas todas buenas. Orgullo de sua mãe.

Mariana se acomodó y contó de Lima y lo moderna que estaba, de la casa de papá, de la escuela que había terminado hacía tres años, de su viaje de promoción al Cusco, de su ingreso a la Facultad de Derecho, de sus buenas notas y de lo feliz que estaba de visitarlas ahora. Inteligentemente obvió mencionar a la actual mujer de su padre. Pasaron horas conversando, doña Rosineide preparó café negro, espeso y dulce como se acostumbraba en la casa y doña Adailta fumó un cigarro rubio en su mecedora de madera mientras ambas escuchaban con regocijo las mil historias de la nieta. En una pausa doña Rosineide aprovechó para preguntarle seriamente a Mariana cómo estaba su padre, Mariana contestó con sinceridad que estaba bien. Le iba bien con el negocio de maquinaria pesada desde que había dejado la explotación de madera. Doña Rosineide se quedó en silencio por algunos segundos y la abuela Adailta rompió el hielo:
– Ese hombre era bueno, mas nunca gustó del monte. Nunca llegué a saber con certeza porqué vino a parar en este lugar olvidado de Deus.
– ¡Ay mamá! – contestó con tristeza Rosineide – no diga esas cosas.
Eu falo la verdad filha – contestó la abuela – no gusto de cosa enrolada, no, lo único enrolado que soporto es este meu cabello.
Mariana y su madre echaron a reír y cambiaron rápidamente de tema, doña Rosineide y doña Adailta eran brasileñas. Moisés, el padre de Mariana había conocido a Rosineide cuando esta tenía tan solo dieciséis años y se la había llevado a vivir con él. Cuando renunció a seguir trabajando en la selva a pesar de irle bien con la madera, harto de los mosquitos, las inundaciones, el calor sofocante y los animales extraños, Rosineide no quiso acompañarlo a vivir en Lima. Moisés le rogó quedarse con él. Rosineide lo intentó y fue a Lima pero sólo resistió seis meses, no pudo más y volvió. El estruendo de los autos, el tráfico, el desorden, los edificios enormes, el bullicio, la gente tan bien vestida y educada que era la familia de su marido la hacían sentirse más campesina que nunca. Además la torturaba el triste cielo nublado de la capital y el frio húmedo que calaba sus huesos. Extrañaba el calor de la selva. Lo único que le gustó en esos seis meses eran las discotecas, sus enormes pistas de baile y las impresionantes luces de colores. Ese era el único recuerdo grato que tenía de Lima. Ese y los piropos algunas veces descarados que le lanzaban los limeños poco acostumbrados a unas caderas cimbreantes y musicales como las suyas y a esa gracia tan propia de la mujer brasileña.

Ahora vivía junto a su madre en una espaciosa casa al costado de la que fue alguna vez la casa de su marido. En ella vivía Ismael, que había heredado el negocio maderero y dos sobrinos pequeños también peruano brasileños como Mariana, hijos de Ismael y una guapa mulata compatriota suya de nombre indescifrable: Astrogilda Bonfim.

Al día siguiente, temprano en la mañana entró Astrogilda a la casa como un torbellino tropical, con su tersa piel de ébano y blanquísima dentadura, sonrisa inacabable y una sensualidad etérea que se impregnaba en cada una de las tablas de las paredes, pisos y techo de la casa. Apareció con un apretado short de tela brillante y escarchada que empezaba varios centímetros debajo de ombligo y terminaba a unos escasos milímetros por debajo de su ingle. En el torso sólo un brasier negro adornado con cuentas de vidrio cubriendo esforzadamente su senos abundantes.
– ¡Onde está esa filha de Moisés mulheres! – gritó apenas entró.
– Hola – contestó suavemente Mariana, intimidada por la fuerza volcánica de la personalidad de la mujer. Era la primera vez que veía a la tía Astrogilda. Por alguna razón Ismael siempre se había negado a llevarla a Lima.
– ¡Beleza de mulher! ¡Qué grandona, bonitinha! ¿Me entiende verdad? – dijo hablando a toda velocidad. Sin dejar que Mariana conteste la abrazó y le hizo dar una vuelta sobre sí misma para verla completa.
- ¡Qué chick! ¡Beleza brasileira y modales de princesa!
Mariana se sonrojó y agachó la cabeza
– ¡No agacha cabeza, no, mulher! Nunca debe tener vergonha de sua beleza – agregó la tía.
– Ya déjala en paz Astrogilda – dijo doña Rosineide que estaba preparando el café.
– ¡Ah! – espetó la mujer con desdén, luego se dirigió a Mariana – ¡Eh! eu vou para el festival en el rio. ¿Me acompaña?
– ¿Festival? – preguntó Mariana.
– El festival de playa – comentó la madre – Y no Astrogilda, Mariana se va a quedar con nosotras. Además el festival dura tres días. Mañana podemos ir todos.
– ¡Mamá! – dijo con tono lastimero Mariana.
– ¡Mamá! – imitó Astrogilda intentando hablar sin su acento brasileño y estallando en una carcajada burlona.
Deija a menina salir – dijo impaciente, desde su mecedora, doña Adailta – ¿O acaso você olvidó cuando tenía esa edade?
Doña Rosineide asintió con la cabeza y le regaló una sonrisa cómplice a su hija. Astrogilda pidió licencia para ir a cambiarse mientras la muchacha hacía lo mismo. Mariana aprovechó para ponerse esas tangas que casi nunca se ponía en Lima y que estaba segura que ahora lucirían conservadoras al lado de los hilos dentales que las brasileñas usaban en las fotos que su papá le había mostrado tantas veces. Se colocó encima un holgado short de algodón crema y una blusa de lino blanco. Colocó en su cartera el bloqueador solar, unas cremas, lápiz labial, repelente y, ¿por qué no?, un preservativo.

Se despidió de su madre y la abuela y salió fuera de la casa. Ya la estaba esperando la tía Astrogilda quien no había hecho otra cosa que colocarse un top casi del mismo tamaño del brasier, encima de este y varios litros de perfume.
– ¿No llevas ropa de baño? – preguntó Mariana.
Sim, esta es – dijo Astrogilda al mismo tiempo que desplazaba el short unos centímetros hacia abajo y mostraba una diminuta tira de tela negra, a la vez que sonreía coquetísima con todos sus hermosos dientes blancos.

Una vez en el rio, pasearon por horas, bebieron cervezas heladas y compraron unos curiosos suvenires consistentes en una especie de jarros de aluminio, con el logotipo del festival y con un forro interior de espuma plástica donde se depositaban las latas de cerveza y se mantenían frías ante el implacable calor de la selva. Bailaron con la música que brotaba de los enormes parlantes en el estrado ubicado muy cerca al rio, que por la época tenía muy poco caudal. Astrogilda le presentó varios muchachos peruanos y brasileños, sin embargo Mariana no le prestó especial atención a ninguno, se sentía bien en medio de tanto calor, de tanta gente diferente y simpática, muchachos negros o mulatos con chicas rubias y viceversa. En la universidad donde estudiaba eso no sería posible. Pensaba en cuánto le faltaba al Perú y a Lima para superar las barreras del color de piel. Ella misma se había sentido superior muchas veces frente a otros, olvidando el color canela de su propia madre y la sangre mulata oscura de la abuela Adailta. Había tenido suerte al heredar la piel blanca y los cabellos castaños claros de su padre. Ahora se mezclaba entre estos muchachos atractivos de piernas fuertes, morenas, de cabellos ondulados y ojos negros rodeados de cautivadoras cejas pobladas. También llamaban su atención los muchachitos rubios, de ojos azules o verdes cristalinos y piel blanca perfectamente bronceada, que a diferencia de la capital, se codeaban con naturalidad con peruanos y bolivianos de todos los colores. Estaba feliz. Bailó forró durante horas y bebió cerveza hasta que atardeció y en el estrado se instaló el grupo musical de moda de la región. Astrogilda era una bailarina incansable y ella no quería quedarse atrás. Disfrutaba la fiesta y la atención de todos los muchachos que la invitaban a bailar e intentaban enamorarla. Hasta que de pronto, frente a ella apareció una silueta que la dejó sin aliento: Un muchacho guapo, claro, alto, de espalda y hombros fuertes, brazos gruesos y piernas firmes la miraba directamente a los ojos. Estaba impecablemente vestido de blanco. En su cabeza, a pesar de ser de noche, tenía un formidable sombrero de cuero y colgando del cinto una especie de funda de cuero también, como si portara una espada. Mariana bajó la vista nerviosa y le dijo a Astrogilda que volvería pronto, pues precisaba ir al baño.

Luego de hace la larga cola para el uso del baño portátil, y de regreso a la zona de baile, escuchó una voz susurrante y estremecedora que la llamó por su nombre. Volteó y se encontró cara a cara con el muchacho de blanco que había visto antes y que ahora la saludaba con una sonrisa, él tomó su mano delicadamente y la besó mientras le decía en portugués algo ininteligible. Mariana en su nerviosismo solo atinó a decir que no entendía.
– ¿No habla portugués la señorita? – dijo el joven en un español cantado pero comprensible.
– No – contestó Mariana – entiendo un poco pero si habla despacio.
– Yo hablo español señorita – contestó él y continuó – estoy encantado de poder saludarla y presentarme, yo me llamo Marcio.
Mariana soltó una carcajada cuando Marcio luego de su presentación hizo una teatral venia colocando un pie detrás del otro al mismo tiempo que inclinaba la cabeza y ponía una mano a la altura del estómago.
– ¿Y cómo sabe mi nombre señor Marcio? – preguntó más calmada Mariana.
– Su tía me dijo – contestó señalando el lugar donde eufórica bailaba Astrogilda.
– Entiendo.
– ¿Danzaría usted con este servidor? – preguntó Marcio.
– Claro – dijo Mariana – pero tienes que actualizar tu español. Es muy antiguo.
Ambos rieron mientras iban a bailar.

* * *

Ya cerca de la media noche, Mariana luego de bailar todos los ritmos posibles con Marcio y compartir con él un número no preciso de cervezas, le dijo que ya debía retirarse. Marcio sonrió y le pidió que lo acompañe un rato más para conversar unos minutos antes de irse. Mariana asintió y dejaron atrás el baile y caminaron tomados de la mano por la arena de la orilla del rio Acre. La noche estaba estrellada, preciosa. La superficie apacible del rio reflejaba una romántica luna menguante. Marcio se dejó caer sentado sobre la arena e invitó a Mariana a sentarse. Ella aceptó, él empezó a hablar en su español arcaico de las estrellas, de los nombres con la que los indígenas las conocían, le contó historias del rio y del bosque. Le habló de épocas inmemoriales cuando el hombre occidental no había llegado a estas tierras, de animales de formas difusas y nombres impronunciables. Mariana escuchaba estática, hipnotizada, encantada con ese mozo tan interesante, amable y educado pero a la vez sencillo y humilde. Mientras hablaba no dejaba de mirar sus labios carnosos, su nariz afilada, su piel húmeda y cálida. De pronto Marcio volteó y la besó. Ella le correspondió. Sintió sus manos atrevidas buscando bajo su ropa e intentó detenerlo, pero él le susurró al oído las cosas más bellas del mundo. Se perdió en su aliento, en sus palabras que ya no eran en español y que le decía en portugués lo bonita que era, que describían en poesía lo suave de su piel, lo brillante de su cabello, lo profundo de sus ojos, lo sereno de su sonrisa. Lo abrazó con fuerza y sintió bajo su vientre un sólido hierro candente que acabó con sus últimas evasivas y sólo atinó a estirar la mano en busca de su cartera, tratando de encontrar el preservativo, pero ya era tarde, un torbellino de placer y deseo la envolvió dejándola rápidamente sin control ni conciencia.

Cerca de las cuatro de la mañana y luego de haber hecho el amor bajo las estrellas por horas, Mariana abrazó a Marcio y se mordió los labios viendo su propio cuerpo desnudo al lado de este incansable hombre rebosante de fuego y pasión. Recorrió con los ojos sus muslos, su sexo en reposo, su vientre plano, su pecho formidable, su rostro hermoso y dejó escapar una risita al ver que Marcio seguía con el sombrero puesto.
– Quítate eso – le dijo.
– Marcio sonrió y sin hacerle caso se levantó. Caminó desnudo hacia el agua que le llegaba a las rodillas, se sumergió lentamente y se incorporó dejando ver su cuerpo brillante. Mariana no pudo evitar sentir una nueva oleada de deseo al ver las gotas de agua corriendo por el cuerpo de ese magnífico espécimen.
– Debo irme ya señorita, va a amanecer – dijo Marcio al volver a su lado, mientras recogía su ropa.
– Deja ya de llamarme de usted – reclamó Mariana mientras Marcio sonreía como siempre – ¿Me das tu número? – preguntó impulsivamente, arrepintiéndose de inmediato y trató de aclarar:
– Para llamarte y, si se puede, salir estos días, me quedo una semana en Iñapari.
– Yo la buscaré señorita – contestó Marcio. Se acercó y le dio un beso apasionado. Mariana le correspondió y luego se quedó mirando como el hombre se alejaba caminando lentamente por el medio del rio, con sus ropas en las manos, desnudo, con un sombrero de cuero por toda prenda y se perdía en la oscuridad de la noche rio arriba.

* * *

Mariana se vistió rápidamente. Caminó por la arena sonriendo y mordiéndose los labios por causa de la travesura que acababa de hacer. “Razón tenía papá” se decía recordando todas las veces que su padre le había dicho que tarde o temprano le saldría lo brasileña.

Llegó cerca al estrado y la fiesta estaba en sus últimos estertores, buscó a su tía y no la encontró por ningún lado. Alrededor hombres y mujeres caminaban y bailaban cayéndose de la borrachera, algunos yacían dormidos en la arena. Miró alrededor, y cuando estaba a punto de irse sola, se le ocurrió ir a mirar detrás del escenario. Allí descubrió a Astrogilda desnuda de la cintura hacia abajo y con el brasier por el cuello montada y ensartada sobre un moreno bajo y musculoso que, de pie apoyado en la estructura del estrado, la sostenía de las nalgas con sus poderosos brazos, ambos perdidos en sordos e intensos jadeos y gemidos.
– ¡Tía! – gritó Mariana
Astrogilda volteó y le hizo una seña de molestia para que se retire, sin dejar de menear las caderas sobre el moreno. Mariana aturdida regreso a la zona de baile y esperó. Minutos después vino su tía acomodándose la ropa y le sonrió con una naturalidad que la dejó indignada. Mariana molesta empezó a caminar rápida rumbo a casa y Astrogilda la siguió. Cuando la alcanzó la tomó por el hombro y le dijo:
– ¡Hey menina! Você vai ficar bien callada ¿verdad?
– ¡Tía!
– ¡Me ayuda! Por favor sobrinha linda. No es maldad con seu tío, no. Es sólo transar, sólo sexo como vocês falan.
– ¡Pero tía! ¿Te das cuenta lo que me pides?
– ¡Por favor! – volvió a decir y juntó sus manos con una expresión de mística santa medieval que arrancó una carcajada en medio de la cólera de Mariana.
– ¡Eres una puta tía! Por eso el tío Ismael no te lleva a Lima – replicó con tono cómplice.
– Soy una puta gostosa. Y así es como gusta tu tío – contestó con su enorme sonrisa la tía Astrogilda.

* * *

Al día siguiente Mariana volvió al festival con Astrogilda, doña Rosineide y doña Adailta. Caminaron por los puestos de comida, bebieron un poco y bailaron también, pero ya no como el día anterior. Doña Rosineide se había puesto un bonito bikini y orgullosa notaba que todavía atraía miradas, pues con sus treinta y ocho años conservaba bien las formas. Quien no las conociera pensaría que madre e hija eran tan sólo amigas. Mariana, sin embargo, durante todo el día buscó a su joven amante entre la gente y no lo encontró. Entrada la noche se acercó a su tía y le preguntó acerca de Marcio.
– ¿Marcio? No sé de quien me fala sobrinha.
– El muchacho con el que estuve bailando anoche tía.
– No vi, no.
– ¿No conoces ningún Marcio?
– Sí, mas como ese que você fala… no. Pero ahora você va a contar tudo para mí…

Luego de contarle lo sucedido a su tía, Mariana quedó triste y desilusionada. Astrogilda haciendo gala de discreción no hizo comentario alguno. El domingo tampoco lo vio. Nunca más volvió a saber de Marcio y no le quedó ánimo para salir con ninguno de los otros muchachos que la invitaban. Pasó el resto de la semana casi todo el tiempo en casa; con la esperanza de encontrarlo, paseó algunas veces con la abuela por la pequeña ciudad y sus calles de barro sin éxito y finalmente, terminadas las breves vacaciones, se despidió de todos y regresó a Lima.

* * *

En una calurosa y sofocante tarde de setiembre, mientras doña Adailta se abanicaba sentada en la mecedora, el rugido de una camioneta estremeció la casa. La abuela y doña Rosineide salieron de prisa de la cocina y ambas quedaron pasmadas viendo una camioneta cubierta de barro que frenaba prácticamente sobre la entrada y de ella descendió raudo Moisés Cáceres con una expresión furiosa en el rostro, azotando la puerta del vehículo al tiempo que de la otra puerta y con la cabeza baja aparecía Mariana, demacrada y pálida.

Moisés entró hasta la cocina sin saludar y sin quitarse las botas. Detrás de él Mariana, doña Rosineide y doña Adailta. Moisés señaló una silla con un gesto firme y Mariana sin decir palabra se sentó allí. Luego con las manos en la cintura encaró a doña Rosineide y le soltó la noticia en la cara:
– ¿Para eso te la mando? ¡Está embarazada carajo! Dos meses. Quiero que me lleves de inmediato a la casa de ese tal Marcio. ¡En este momento!
– ¿Qué Marcio Moisés? Yo no sé nada de ningún Marcio.
– ¿Cómo no vas a saber? ¿Así cuidas a tu hija?
– ¡Nuestra hija Moisés!
En ese momento entró a la cocina Ismael arrastrando del brazo a Astrogilda que se resistía a caminar.
– ¡Habla mujer! – exigió Ismael - ¡Di todo lo que sabes!
Aterrada Astrogilda se quedó callada mirando al suelo. Luego empezó muy despacio a decir:
Foi o boto cor de rosa.
– ¿Qué? – reaccionó sorprendido Moisés – ¿de qué mierda está hablando tu mujer? – preguntó dirigiéndose a Ismael
– Es un mito regional – contestó Ismael – el boto es un animal parecido al bufeo colorado de nuestra amazonía, una especie de delfín de rio.
– No es mito – aclaró con voz firme doña Adailta
– ¡No me vengan con huevadas! – gritó exasperado Moisés – por última vez, ¿Dónde encuentro al tal Marcio?
Se hizo un silencio denso en la habitación. Moisés escupió al piso y salió del lugar con prisa rumbo a la camioneta y las mujeres se miraron entre sí con preocupación. Pocos segundos después volvió a entrar a la cocina con una escopeta entre las manos. Se dirigió a Astrogilda y le espetó:
– ¡Habla carajo o aquí va a suceder una desgracia!
Não sei señor – contestó aterrada la mujer.
– Me escucha Moisés – dijo doña Adailta – el boto existe. Me deja falar con su filha.
Doña Adailta se dirigió a su nieta:
Fala para mí menina. Este hombre que te engravidó ¿era alto, claro, bonito, vestido de branco?
– Sí abuela.
– ¿Y usaba sombrero de cuero?
– Sí.
– ¿Se quitó el sombrero?
– No abuela.
– Fue el boto cor de rosa señor Moisés – dijo con pesadumbre la abuela dirigiéndose al enfurecido padre.
– ¿De qué está usted hablando? – interrogó Moisés desconcertado
– Usa el sombrero para tapar el hueco en su cabeza, el orificio por el que respiran – dijo con calma doña Rosineide mientras caminaba a atender a su madre que había palidecido y le costaba trabajo sentarse en la mecedora.
– ¡Qué demonios! ¡Ustedes se están burlando de mí! – dijo aprensivo y nervioso Moisés – ¡no me vengan con cuentos de indios ignorantes! ¡Ustedes quieren proteger al tipo que embarazó a esta!
– No son cuentos, não – dijo doña Adailta con dificultad y con lágrimas en los ojos.

Moisés no quiso escuchar más. Tomó del brazo a Mariana y la subió a la camioneta a empellones. Encendió el vehículo y partió. Se pasó cuatro días completos buscando casa por casa a Marcio. Nadie daba cuenta de él. Ninguna persona parecía conocer a alguien de esas características, ni en Iñapari, ni en el lado brasileño y menos en el triste pueblito de la frontera boliviana. Habló con la Policía Federal del Brasil, prometieron ayudar pero no garantizaban nada. Mariana era una adulta y no podían intervenir directamente en el caso. Al quinto día, Moisés se encerró en la cocina de la casa con Mariana, luego de varias horas el sordo estruendo de la escopeta Winchester de dos cañones de Moisés Caceres remeció los horcones de la casa. Doña Rosineide fue la primera en llegar corriendo y trató de entrar sin conseguirlo, Ismael apareció segundos después y derribó la puerta. En el suelo estaba el cuerpo inerte de Moisés ensangrentado y Mariana de rodillas lo abrazaba y llorando le pedía perdón.

4 comentarios:

  1. QUe bueno Miguel!! me gusto mucho!! paso rapido, felicidades!

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  2. Buenaza, pero el final le quitó el encanto, porque se quitaría la vida él?

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    1. Tal vez me pareció natural por la suma del caracter irascible, la decepción, la impotencia y la vergüenza, además de que tal vez (y eso no lo sé) tal vez comprendió finalmente que sí había sido el boto. Gracias por comentar el cuento y leer el blog. Le daré vueltas a la idea.

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