martes, 2 de enero de 2018

LA ESPERANZA EN UNA BOTELLA

Hace un tiempo, sin querer, fue apareciendo una pequeña colección de botellas de vidrio sobre los reposteros de la cocina. El único requisito es sencillamente que me gusten, que llamen mi atención y de ser posible que sean raras. Hace un par de días agregué una mas, que no es ni rara ni nada parecido. Es una simple botella de ketchup, la de la tapa blanca en la foto.
Aunque es una botella sencilla y de la que hay montones, me transporta a un espacio donde fui feliz. Infinitamente feliz y de donde, probablemente, surge todo mi imaginario y gran parte de mi personalidad.

Cuando era niño, en casa de mi madre pasaba las horas leyendo en la pequeña sala de su casa. Por razones de espacio, en la sala también estaba el refrigerador. El refrigerador de mi madre rara vez tenía manjares, normalmente tenía verduras, algunas frutas. No consumíamos gaseosas y las pocas veces que lo hacíamos era tan raro que la agotábamos en el acto. En resumen, lo que se podía encontrar en la refrigeradora normalmente para hincar el diente, entre lectura y lectura, eran tomates y zanahorias. De allí proviene ese viejo hábito que aún tengo de ir a la refrigeradora en las noches y sacar una zanahoria cruda y comerla mientras veo la televisión.

Otra cosa que siempre había en la refrigeradora era una botella dorada de licor en forma de huaco Mochica, que en su interior llevaba restos del espumante de la última navidad o del más reciente año nuevo. En casa nadie bebía así que esos restos se mantenían casi todo el año sin que nadie los toque. Al lado del huaco Mochica había un perro. Era un perro hecho con crochet. Era maravilloso, lo había tejido finamente mi madre con sus hábiles manos, el cuerpo, sus patas y cola y formaban una pieza que cubría como un guante la mayor parte de una botella de ketchup y la otra pieza era la cabeza, con su nariz y largas orejas tan bien hechas que parecían reales. Esta parte cubría desde arriba la tapa de la botella y se juntaba con el cuerpo sutilmente.

Yo siempre abría la botella, primero sacaba la pieza de la cabeza, destapaba con cuidado y como casi siempre estaba vacía. Alguna vez tenía vinagre o algún otro liquido propio de la labor de cocina. Pero no importaba, esa botella vestida de perro mantenía viva la ilusión, la esperanza. Siempre me provocaba abrirla con cuidado, como un ritual, con delicadeza, para que no se resbale, admirando la riqueza del tejido, de las formas, acariciando la textura cual pelaje y como si el perro estuviese vivo.
Con los años me fui de la casa, hice mi vida y no sé si ese perro aun existe. El huaco recuerdo haberlo visto, casi medio siglo después, pero el perro no sé. Sin embargo cada vez que veo una botella de ketchup lo recuerdo. Mientras lavaba ésta en particular para agregarla a la colección pensaba en el valor y significado de ese perro tejido a crochet y de la botella que le servía de cuerpo y tal vez de alma. ¿Qué tanto de mí está en deuda con ese perro? La ilusión de hacer pausas entre lectura y lectura solo para comprobar que aún seguía en la refrigeradora. Buscar si había algo nuevo y terminar mordiendo una zanahoria.  Mantener la esperanza. Haber mi madre, sin querer, mantenido la ilusión en mi y haber vivido mi niñez y parte de mi adolescencia con todas mis esperanzas metidas en esa botella disfrazada de perro. Haber sobrevivido la adolescencia. Haber llegado hasta aquí. Tener en mi cocina una botella común que me recuerda de donde vengo y todo lo que tengo que entregar a mi hija: La esperanza de querer ser. La fuerza para luchar por ello.

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