domingo, 31 de marzo de 2013

EL NOMBRE (Cuento)

Una sensación cálida en la superficie de sus muslos lo despertó, entreabrió los ojos, la reverberación del sol en el cerco pintado con cal lo cegó momentáneamente. No se movió del asiento, tomó sus lentes de sol de la mesa que siempre alguien acomodaba a su lado y se los puso lentamente, con no poca dificultad pero con cuidado. Su mente se introdujo como en los últimos días en los meandros de tiempos pasados, y allí, entre imágenes difusas y sombras indescifrables, la vio. Siempre la recordaba, pero ahora la notaba particularmente bella, más ligera, grácil, sonriente y contenta.

De golpe y sin invocarlos, se le aparecieron mil recuerdos y emociones, le pareció oler su perfume, el aroma de sus cabellos recién lavados. Nuevamente vio su sonrisa y sabía que le sonreía a él, los ojos le brillaban como solo sucedía cuando estaba realmente feliz. Ella era feliz con cosas tan pequeñas, con un chocolate, con una flor. Podía ser inmensamente feliz con un libro nuevo o una nueva planta para el jardín. No recordaba el traje que traía, no se lo había visto puesto nunca, era como de gasa, blanco, impecable, tal vez era nuevo. Pero sus sandalias de cuero eran las de siempre y el de siempre también era ese sombrero de paja con el que se protegía del sol. El pañuelo de seda alrededor de su cuello fino lo hizo sonreír a él también. Por alguna extraña razón siempre le había gustado ese pañuelo en particular, pese a que ella se reía siempre de que le gustara más, precisamente el pañuelo más viejo que tenía.

Se preguntó si realmente la había amado. Se preguntó si el amor había existido cuando menos para él, si acaso no lo había negado con persistencia solo para evadirse conscientemente del inevitable dolor que todo amor acarrea, sobre todo el de pareja. Se preguntó si había redención, si el tiempo realmente cura todo y si la vida da segundas oportunidades siempre.

Cerró los ojos y no la pudo ver más, fue entonces cuando sintió su presencia con nitidez, abrió los párpados con algo de temor y ya no estaba allí. No estaba allí físicamente pero podía sentirla, sintió su presencia infinita, permanente. Se dio cuenta que nunca se había ido, que estaba allí omnipresente desde siempre y tuvo ante sí una dolorosa revelación que había estado transitando a paso de oruga por los recovecos de su mente durante años, descubrió en ese instante luminoso que a pesar de todo ella lo había amado. Ella sí lo había amado. ¿Dónde estaría ahora? ¿Qué habría sido de su vida? ¿Lo recordaría? Miró el horizonte y abrió lentamente los labios para llamarla, levantó ligeramente la base de la lengua y apoyó su extremo en la parte posterior de los dientes de su maxilar inferior, llenó de aire sus pulmones para exhalar su nombre y… no pudo recordarlo. Frunció las cejas como quien está a punto de llorar de impotencia, sin cerrar la boca temblorosa, abrió y cerró los ojos varias veces para espantar las lágrimas, intentó de nuevo buscar en su memoria rota y no encontró ningún nombre, ninguna palabra, las letras eran retorcidas patitas de arañas que tejían cada día telas en sus recuerdos, instintivamente y por costumbre estiró la mano derecha para acariciar la cabeza de su perro, como siempre que quería hallar consuelo y palpó solo el vacío, trató de silbar y solo emitió un sordo quejido. La amaba, ahora sabía que la amaba y que siempre la amó. Solo quería decírselo o sencillamente decirlo a quien quisiera escuchar, quería deshacerse de esa amargura y solo necesitaba un nombre. Apretó los puños y los dientes tratando de recordar, no podía, no podía. Nunca más podría… ni ahora ni nunca… pero la amó… la amaba…, sintió frio en las piernas y trató de cubrirlas con la manta, se acomodó con dificultad, acomodó sus lentes porque el sol de la mañana le hacía daño en los ojos. Respiró con calma, se sabía frustrado, con tranquilidad trató de recordar lo que estaba pensando hace un rato y que lo frustraba tanto y no pudo, se sorprendió de ver su mano apretada en doloroso puño, la abrió despacio mientras observaba su propia piel manchada, las venas enormes surcando el dorso arrugado, los dedos cansados temblorosos, en el reflejo de la mampara se vio a sí mismo sentado en la silla de ruedas, el cabello y barba encanecidos, se miró fijamente y no pudo recordar su propio nombre… y recordó, eso sí, que aquello ya le había pasado otros días. Y como otros días, dejó de hacerse problemas con el asunto. Miró el horizonte una vez más y se entregó como todos los días al placer de sentir como el sol calentaba la superficie de sus muslos ateridos.

2 comentarios:

  1. el amor en los tiempos del alzheimer!!!!

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    1. En esa condición médica precisamente pensaba cuando escribí el cuento. ¿Será que era esa mujer cuyo nombre no podía recordar quien le ponía la mesa donde descansaban los lentes? ¡Un abrazo Edwar!

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