De golpe y sin invocarlos, se le aparecieron mil recuerdos y
emociones, le pareció oler su perfume, el aroma de sus cabellos recién lavados.
Nuevamente vio su sonrisa y sabía que le sonreía a él, los ojos le brillaban
como solo sucedía cuando estaba realmente feliz. Ella era feliz con cosas tan
pequeñas, con un chocolate, con una flor. Podía ser inmensamente feliz con un
libro nuevo o una nueva planta para el jardín. No recordaba el traje que traía,
no se lo había visto puesto nunca, era como de gasa, blanco, impecable, tal vez
era nuevo. Pero sus sandalias de cuero eran las de siempre y el de siempre también
era ese sombrero de paja con el que se protegía del sol. El pañuelo de seda
alrededor de su cuello fino lo hizo sonreír a él también. Por alguna extraña
razón siempre le había gustado ese pañuelo en particular, pese a que ella se
reía siempre de que le gustara más, precisamente el pañuelo más viejo que
tenía.
Se preguntó si realmente la había amado. Se preguntó si el
amor había existido cuando menos para él, si acaso no lo había negado
con persistencia solo para evadirse conscientemente del inevitable dolor que
todo amor acarrea, sobre todo el de pareja. Se preguntó si había redención, si
el tiempo realmente cura todo y si la vida da segundas oportunidades siempre.
Cerró los ojos y no la pudo ver más, fue entonces cuando
sintió su presencia con nitidez, abrió los párpados con algo de temor y ya no
estaba allí. No estaba allí físicamente pero podía sentirla, sintió su
presencia infinita, permanente. Se dio cuenta que nunca se había ido, que
estaba allí omnipresente desde siempre y tuvo ante sí una dolorosa revelación
que había estado transitando a paso de oruga por los recovecos de su mente
durante años, descubrió en ese instante luminoso que a pesar de todo ella lo
había amado. Ella sí lo había amado. ¿Dónde estaría ahora? ¿Qué habría sido de
su vida? ¿Lo recordaría? Miró el horizonte y abrió lentamente los labios para
llamarla, levantó ligeramente la base de la lengua y apoyó su extremo en la
parte posterior de los dientes de su maxilar inferior, llenó de aire sus pulmones
para exhalar su nombre y… no pudo recordarlo. Frunció las cejas como quien está
a punto de llorar de impotencia, sin cerrar la boca temblorosa, abrió y cerró
los ojos varias veces para espantar las lágrimas, intentó de nuevo buscar en su
memoria rota y no encontró ningún nombre, ninguna palabra, las letras eran
retorcidas patitas de arañas que tejían cada día telas en sus recuerdos,
instintivamente y por costumbre estiró la mano derecha para acariciar la cabeza
de su perro, como siempre que quería hallar consuelo y palpó solo el vacío,
trató de silbar y solo emitió un sordo quejido. La amaba, ahora sabía que la
amaba y que siempre la amó. Solo quería decírselo o sencillamente decirlo a
quien quisiera escuchar, quería deshacerse de esa amargura y solo necesitaba un
nombre. Apretó los puños y los dientes tratando de recordar, no podía, no
podía. Nunca más podría… ni ahora ni nunca… pero la amó… la amaba…, sintió frio
en las piernas y trató de cubrirlas con la manta, se acomodó con dificultad,
acomodó sus lentes porque el sol de la mañana le hacía daño en los ojos. Respiró
con calma, se sabía frustrado, con tranquilidad trató de recordar lo que estaba
pensando hace un rato y que lo frustraba tanto y no pudo, se sorprendió de ver
su mano apretada en doloroso puño, la abrió despacio mientras observaba su
propia piel manchada, las venas enormes surcando el dorso arrugado, los dedos
cansados temblorosos, en el reflejo de la mampara se vio a sí mismo sentado en
la silla de ruedas, el cabello y barba encanecidos, se miró fijamente y no pudo
recordar su propio nombre… y recordó, eso sí, que aquello ya le había pasado
otros días. Y como otros días, dejó de hacerse problemas con el asunto. Miró el
horizonte una vez más y se entregó como todos los días al placer de sentir como
el sol calentaba la superficie de sus muslos ateridos.
el amor en los tiempos del alzheimer!!!!
ResponderEliminarEn esa condición médica precisamente pensaba cuando escribí el cuento. ¿Será que era esa mujer cuyo nombre no podía recordar quien le ponía la mesa donde descansaban los lentes? ¡Un abrazo Edwar!
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