martes, 30 de noviembre de 2010

SETIEMBRE (Cuento)

Roberto se hundió hasta el cuello bajo el cobertor, en cada inspiración sus pulmones recibían el aire gélido que inundaba el cuarto expuesto al frío por el deterioro de sus puertas y ventanas. Imagina a la gente allá afuera, aquellos que madrugan y caminan en el frío lacerante de la sierra. Piensa también en esa gente que es feliz o por lo menos cree serlo. Se pregunta si él es feliz. Trata de pegar sus rodillas al pecho para proteger su vientre de ese desencanto que ha llegado a ser visceral y que lo estremece como si acuchillaran su estómago. Haciendo un esfuerzo extiende la mano hasta la mesa de noche y enciende la radio, escucha una canción e, inconscientemente al principio, recorre cada palabra del estribillo: Wake me up when september ends; respira profundo y abre los ojos; ya ha aclarado y los primeros rayos de sol penetran en la habitación por las rendijas de la vieja ventana.

Se viste lentamente, sin ganas, sin fijarse siquiera en la ropa que se pone encima, sale del cuarto y toca la puerta del baño común. Nadie contesta. Entra evitando mirar la porquería y casi sin respirar, moja un poco la toalla que ha llevado consigo en el lavabo y sale inmediatamente al zaguán. Se recorre perezosamente el rostro y el cuello con la toalla húmeda, sin pensar en nada, sintiendo su rostro enfriarse mientras el agua se seca a la leve brisa que recorre el pasillo. Cuando se nota más despierto vuelve a su habitación, se sienta en la cama y toma el viejo cepillo de dientes que está en un vaso de plástico sobre la mesa de noche; de una bolsita arrugada extrae con las puntas del índice y el pulgar un poco de bicarbonato de sodio y lo esparce sobre el cepillo. Se limpia los dientes lentamente pero sin cuidado, solo quiere eliminar de su boca el sabor amargo de las mañanas, de todas las mañanas.

Sale a la calle y cruza a la otra vereda para intentar calentarse el cuerpo con el sol seco de los andes. Camina sin prisa, sin ganas, sin detenerse a ver las mismas casas y la misma gente de siempre, gente sin color, ni olor, sombras que giran, van, vuelven, esperan en las esquinas, hablan, miran. Roberto se desplaza anónimo por las calles, recorre a pie como todos los días los ocho kilómetros que separan su cuarto del hospital central.

Mientras espera en la entrada del ascensor, Roberto baja la vista y mira la punta de sus zapatos gastados y viejos, entona entre dientes wake me up when september ends, suena la campanilla, las puertas se abren y se dispone a subir. Antes de poder entrar, siente la presión de una mano en el pecho, es el ascensorista, un anciano decrépito que lo mira con ojos vacíos y muertos, reflejando turbiamente una mezcla de reproche y pena, Roberto recién se da cuenta que hay una camilla de emergencia esperando a su lado y no puede subir al ascensor al mismo tiempo. Retrocede dos pasos y se queda esperando el siguiente grupo con las manos en los bolsillos, sus zapatos viejos y la canción flotando en sus oídos.

Ha llegado al sexto piso, su nariz se inunda rápidamente con el olor característico de los hospitales, detesta ese olor, la primera vez lo sintió todo el día, incluso varias horas después de haberse ido; ahora, con el paso del tiempo, lo perturba sólo mientras está en el hospital, al salir a la calle las enfermeras, los médicos, los carritos de fierro, las camas sucias y las horribles sábanas transparentes por el uso desaparecen junto con viejo edificio verde y blanco. Pero ahora no, recién ha llegado y siente la culpa subir por sus piernas y llegar a su vientre en forma de hormigueo, de escalofrío. Han pasado cinco semanas y aún no puede deshacerse de esa maldita sensación que lo lastima cada vez que atraviesa el pasillo que lo lleva a la sala común del hospital.

Ingresa a la sala común, se dirige a la cama de Andrea procurando no prestar atención a los otros pacientes y mucho menos a lo que están haciendo. A esa hora casi no hay visitas, es la hora de los que tienen pase, como él, los demás vienen por las tardes. Andrea está acostada sobre la cama, Roberto se acerca y sin hacer ruido le da un beso en la frente. Acaricia levemente sus cabellos tratando de no incomodarla, se sienta y respira profundo. Se queda mirándola fijamente, pensando en lo difícil que es estar vivo.

– Sí, es difícil estar vivo Andrea – dice como para sí mismo – No sé cómo explicarte – agrega – Anoche soñé contigo, pero no sólo contigo, soñé con todo pero de un solo tirón de tiempo. No sé cuánto duró el sueño, pueden haber sido diez minutos, pero yo soñé todo, absolutamente todo, el día en que te conocí, las vueltas por el parque, tu manía de recoger las piñas de los árboles que descubrías entre el pasto y tu sonrisa. Tu sonrisa Andrea. No sé si me entiendes, pero la mayor parte del sueño fue tu sonrisa. Pero no era tu sonrisa en tu rostro, era sólo la sonrisa, sin rostro, no sé si me entiendes. Como si tu sonrisa fuese una idea y no una sonrisa. Una idea que abarca todo alrededor. Como si los árboles del parque estuviesen rodeados de tu sonrisa. Como si el aire fuese tu sonrisa. No sé si me entiendes. Luego viene el accidente, y de pronto, ya no siento más tu sonrisa, el sueño se llena de ambulancias, de luces rojas, todo se mancha con sangre, no sé si me entiendes, no sé si me explico. Todo empieza a teñirse de rojo como en las películas de baja categoría, las de clase B, como si fuese un efecto especial malo y barato. La sangre llena todo el espacio que antes ocupaba tu sonrisa. Y en el sueño empiezo a sentir pena, no culpa como ahora, sólo pena y siento que me ahogo en toda esa sangre y en toda esa pena. No sé si me entiendes...

Roberto se ha quedado callado, mirando el piso, se fija en sus zapatos viejos, gastados, uno de los pasadores se ha soltado, se agacha sin separarse de la silla y mientras ata su zapato vuelve a sentir en el vientre el desencanto y la nausea de la mañana. Luego se incorpora, se acomoda en el asiento y se queda mirando el horizonte verdoso y aséptico del hospital. Sin mirar hacia la cama siente la presencia de Andrea, Roberto trata de sonreír y su cara dibuja una mueca triste. Se muerde los labios. Repasa su sueño, no recuerda bien si se cepilló los dientes, aún siente el sabor amargo de la mañana en su boca. - Me siento tan mal Andrea - le susurra, - No es que no me guste venir cada día... - se calla, se arrepiente de haber dicho esa frase, hace una pausa breve, silenciosa, incómoda. - Tú sabes que me gusta venir cada día - afirma - Verte, hablarte y no quiero que pienses que es por la culpa. No sé si me entiendes, es que realmente quiero verte, saber como estás. No sé si te dije pero mi tío Manuel, el médico, me consiguió la prórroga del pase. No es que me caiga mal tu familia, pero es un sentimiento difícil, cuando están ellos me siento más culpable – hace otra pausa – Quiero decir que siento que ellos me consideran culpable. Por eso prefiero venir en las mañanas. No sé si me entiendes.

Iba a continuar cuando sintió a sus espaldas la voz de uno de los médicos: - ¿Aún no despierta? - pregunta, Roberto no contesta sólo mira la cama, a Andrea; el médico le palmea suavemente la espalda y trata de reconfortarlo a su manera: - El coma es impredecible hijo, en cualquier momento podría regresar - Roberto no dice nada, el médico prefiere retirarse en silencio. Roberto se sume nuevamente en el silencio, el dolor y la culpa. Mira su reloj. Ya debe irse. En realidad no sabe a dónde ir, no tiene nada que hacer allá afuera, pero ya no soporta la culpa, el dolor, el olor a hospital, las camas de fierro, las sábanas transparentes y desinfectadas mil veces. Sólo sabe que quiere irse. Se pone de pie, besa a Andrea en la frente y sin despedirse se va. En el pasillo, de salida, repite silenciosamente Wake me up when september ends.

Invierno del 2006.

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