miércoles, 1 de mayo de 2013

KATANA (Cuento)


Kusunoki posó sus dedos con firme energía sobre el mango de la katana aún en su estuche de magnolia, horas antes había iniciado el ritual sagrado de cubrirse con su armadura hecha de infinitas piezas de cuero, estaba ahora preparado para el combate. En ese instante no pudo pensar en su propio nombre, pero tenía claro el de su enemigo: Yoshimoto.

Más tarde, en el campo de batalla, al frente de sus leales guerreros, desenvainó el sable, caminando veloz pero firme y lanzando golpes con él a diestra y siniestra se abrió paso. Allí estaba, con una formidable coraza adornada con brillantes escamas de tortuga, Yoshimoto. Este lo miró y reconoció, levantó su arma y se dispuso al ataque, realizando un saludo corto y seco conforme a las reglas samurái, luego adelantó el pie derecho y se puso en guardia con su katana en alto. Pelearon ambos con fiereza, diestros en el milenario arte del kenjutsu y el kendo, los dos se defendían de los embates recíprocos sin causarse daño letal.

Luego de varios minutos, sintiendo ya el cansancio, Kusunoki aprovechó la cercanía del rostro de Yoshimoto y, sorprendido, sintió de sus propios labios brotar las palabras en perfecto japonés:
–  これは時間である (Kore wa jikandearu – Este es el momento) (¿o ha llegado tu momento?)
Yoshimoto negó con la cabeza, lanzó un gran grito ronco, veloz, mezcla del latigazo de la cola del dragón y del rugido del tigre de la montaña, tan intenso que distrajo por dos segundos a Kusunoki, tiempo suficiente para el desenlace, Yoshimoto giró rápidamente su sable al mismo tiempo que daba una formidable media vuelta y lo introdujo sin compasión en el vientre de su rival. Kusunoki sintió el acero frio en sus entrañas, sabía lo que vendría, era inevitable, el mismo lo había hecho cientos de veces, sus piernas perdieron fuerza rápidamente por la incontrolable pérdida de sangre que corría por las imperceptibles hendiduras de su armadura, cayó de rodillas, pensó en medio del dolor que la suya sería, después de todo, una muerte honorable, lo dejó sin aire el tirón mediante el cual Yoshimoto extraía el sable de su cuerpo, su mente se abrió, abrió los ojos y respiró profundo, recordó el poema que escribió antes de salir a la batalla, dedicado a la belleza de la espiga de arroz, en su mente aparecieron los campos fértiles, la imagen de su padre, la luz brillante del sol, el canto del pájaro y la claridad de la luna iluminándolo todo en el preciso instante en que la afilada hoja de acero de la katana de Yoshimoto cortaba como mantequilla los músculos de su cuello.

* * *

El agente Vásquez despertó sobresaltado, se había quedado dormido en el sillón Voltaire en mala posición, había tenido una pesadilla, frente a él en la mesa de lectura, descansaba el tratado sobre samuráis de Stephen Turnbull abierto en la página donde resaltaba el grabado de Kusunoki Masashige. Se rio a solas, en su sueño había sido Masashige, se tomó del cuello y aun le parecía sentir el dolor provocado por el golpe del sable de Yoshimoto.

Se levantó y cuando se disponía a ir por un café a la cocina, sonó el timbre. Abrió la puerta y allí estaba Morgan, tranquilo pero con la expresión cansada.
– ¿Y primo? ¿Tienes algo? – Preguntó mientras se sentaba en un taburete.
– Nada aún – dijo Vásquez – solo ideas, información genérica, datos básicos. ¿Sabías que los samuráis usaban en realidad dos sables? Uno más largo para la pelea en campo abierto, el que vemos en las películas, pero también usaban uno más corto para peleas en interiores.
– Interesante, no lo sabía.
– Pero en fin, no se trata de hacer historia. Descubrí un par de fabricantes en la ciudad, en buena cuenta son imitaciones regulares de aspecto correcto y podrían ser el arma que se usó en el crimen, pero no descarta nada.
– ¿Crees que un japonés haya venido hasta un remoto país latinoamericano con la espada de sus ancestros en la valija del avión para vengar su honor? A mí me parece que el asunto es más sencillo. Tal vez peleas de pandillas, ya sabes, el Dragón Rojo, y esas cosas.
– Bueno, primero que el Dragón Rojo son chinos, no japoneses – corrigió Vásquez.
– Cierto, no negarás que podría haber sido algo más cotidiano – replicó Morgan.
– Sí, pero no termino de creerme la idea de que alguien va a comprar un sable samurái para ejecutar una venganza personal, sin que exista algo relacionado a la tradición.
– ¿Por qué no? Tal vez no le alcanzó para comprar la pistola.
– Pero quien desea matar por el solo hecho de acabar con una vida, usa un cuchillo de cocina, un fierro o un ladrillo. Esto tiene algo más que no acabo de descifrar – reflexionó Vásquez.
– ¿Entonces? – preguntó Morgan mientras encendía un cigarrillo.
– Entonces vamos a visitar a los fabricantes de katanas, si alguien compró una en los últimos días, nos dirán. Y no fumes en mi casa – resondró Vásquez riendo mientras se ponía la casaca.

***

Luego de pasar por los dos fabricantes de cuchillos, espadas, navajas y katanas, establecieron algo que ya veían venir, primero que los fabricantes no tenían un registro detallado de sus clientes, entregaban boletas de venta pero no a todos. Supieron también que las katanas locales eran imitaciones pobres y no demasiado caras, unos ciento cincuenta dólares en promedio cada una. También pudieron notar que el mercado era reducido y la mayoría de compradores las utilizaban como adornos en sus salas, escaparates de tiendas o de restaurantes de corte oriental. Durante el resto del día rastrearon a casi todos los que habían comprado katanas en los dos últimos meses con boleta de venta y no hallaron nada extraño.

Al día siguiente en la oficina, poco después de llegar, les avisaron que Alvarez los llamaba. Se miraron de mala gana y fueron a la oficina en espera del reclamo correspondiente. Una vez en la oficina Alvarez los invitó a sentarse:
– Bueno señores, ¿qué tenemos respecto al empresario japonés?
– Nada concreto todavía – contestó Morgan,
– ¿Cómo que nada concreto? – vociferó Alvarez – ¡Tengo un anciano japonés decapitado hace dos días y ustedes no tienen nada!
– Bueno no es japonés en estricto… – se atrevió a corregir Vásquez.
– ¡Carajo! ¡Japonés, Nikei, hijo de japoneses, chino, jalado, lo que sea! ¡Denme algo para los tiburones!
– Bueno – señaló Morgan – tenemos una lista de sospechosos, amigos cercanos, socios.
– ¿Amante? ¿Socios descontentos? ¿enemigos? – requirió Alvarez impaciente.
– No – agregó Vásquez – por lo menos hasta donde sabemos no tenía amante y sus socios hablan muy bien de él, según los cercanos era un tipo correcto.
Alvarez iba a contestar algo pero sonó el teléfono, respondió con monosílabos e hizo un par de preguntas cortas condimentadas con obscenidades como siempre que había tomado demasiado café. Luego colgó y miró a los agentes con seriedad.
– O son muy suertudos o tienen a un bromista en la policía judicial diciendo que mató a Salas Ikeda. Bajen a ver, apenas tengan algo en claro me avisan. ¡¿Comprendido?!
Ambos agentes asintieron y minutos después estaban ingresando a sus oficinas, llamaron a la carceleta y pidieron que trasladen al supuesto homicida.
– ¿Qué hacemos primo? – preguntó Morgan.
– Tú dirás, ¿policía malo y policía bueno? ¿O lo arrinconamos?
– Es cansado hacer de policía malo, estoy con flojera .
– Vemos cómo va – apuntó Vásquez – si ha venido a confesar no creo que esté a la defensiva. Tratemos de conversar con él a ver que nos dice.
– Como dice Alvarez, ojalá no sea un bromista – suspiró Morgan.

Minutos después llegaba esposado un hombre de traje gris, cabello corto al rape, ralo, cabeza redonda, no era el típico oriental de rostro amable, más bien su faz estaba surcada de profundas arrugas que podían ser producto de la profunda reflexión o de una vida difícil. Cuando se sentó Vásquez pudo percibir un aroma extraño, se concentró y le pareció haber sentido el mismo olor en algún hospital. Tenía las manos cuidadas, las uñas impecables y cortas. El traje era caro, los zapatos negros de lazo bien lustrados. No había llegado por casualidad, se había preparado para entregarse.
– ¿Nombre? – preguntó Morgan mientras escribía en el formulario.
– Itsuro Ishikawa.
– ¿Entiende español, necesita un traductor?
– Entiendo bien.
– ¿Edad?
– Cincuenta y dos.

Mientras dictaba sus datos y Morgan apuntaba, Vásquez lo observa con atención. Recordaba lo leído en el tratado de Turnbull, trataba de imaginarse a Ishikawa como en los grabados del libro, con armadura de samurái y empuñando una letal katana. La verdad que no le costaba mucho visualizarlo, el sujeto tenía una presencia intimidante a pesar de su parquedad; contestaba con firmeza específicamente lo que Morgan le preguntaba sin agregar una palabra de más. Cuando terminaron y Morgan le explicó que tenía el derecho de tener un abogado no dijo nada, solo asintió con la cabeza. Morgan le tuvo que reiterar la pregunta y el contesto con un firme “no”.
– Bien – dijo Vásquez finalmente – usted ha venido por su propia voluntad señor Ishikawa. Déjeme preguntarle con claridad y espero que nos diga la verdad. ¿Usted mató a Hiroshi Salas Ikeda?
– Sí – contestó el hombre sin parpadear.
– De acuerdo – contestó Vásquez cauteloso. ¿Por qué lo mató?
– Salas Ikeda merecía morir – replicó Ishikawa.
– No nos estamos entendiendo señor – intervino Morgan – usted no solo debe contestar las preguntas, necesitamos que nos brinde toda la información posible.
– Entiendo señor. Yo vine a decir que maté a Hiroshi Salas. Yo maté al hombre. No más detalles para decir. Si ustedes necesitan información, preguntar, Itsuro contesta.
Morgan se levantó y pidió café para los tres. Les esperaba un día muy largo.

***

A las diez de la noche, luego de firmar y enviar los informes a la fiscalía y ver en el noticiero local a Alvarez presentando al homicida en rueda de presa y atribuirle todos los méritos a un cuidadoso trabajo de inteligencia de la unidad, Morgan encendió un cigarro y se desplomó en su asiento.
– Primo, te conozco, desde la tarde te veo con esa cara que no me gusta. ¿Hay algo que no te cuadra no?
– Es raro, muy raro. Primero el caso se resuelve de la nada. Segundo, el tipo viaja desde Japón para vengar una cuestión de honor, no compra un arma o contrata un sicario, no, más bien manda a traer muebles en un conteiner que cruza el océano y con el único propósito de traer en él, confundida entre sillas y aparadores, la espada que perteneció a sus ancestros.
– Y que encontramos en su departamento en la inspección. Estaba justamente donde nos había dicho.
– Y limpia, no había una gota de sangre.
– Ya la enviamos a Vizcarra para que la haga las pruebas de luminol – señaló Morgan.
– ¿Viste como vino en la mañana? – el tipo no se levantó de la cama y le entró una crisis de remordimiento. Había planeado entregarse, preparó todo un ritual. Lo imagino afeitándose, cortándose los pelos de la nariz, poniéndose los zapatos perfectamente lustrados, la camisa perfectamente blanca y planchada. La entrega era parte del ritual.
– ¿Qué quieres decir primo? – preguntó Morgan, al tiempo que apoyaba sus codos en el escritorio, ahora sí verdaderamente interesado.
– No estoy seguro, pero creo que el ritual empezó cuando salió del Japón y no ha terminado con su entrega del día de hoy. Hay algo más que no cuadra.
– Además matar a alguien de un tajo en el cuello – dijo Morgan haciendo mueca de asco mientras se pasaba la mano por la garganta – ¡me da escalofríos!
– Es cierto primito – replicó Vásquez – ese es otro detalle que no me deja en paz. ¿Porqué al estilo samurái? Es claro que fue premeditado. ¿Pero llegar a ese extremo?
Morgan se levantó y se puso el saco.
– Mira primo, te invito un trago para que te relajes a condición de que ya no hablemos del caso. Es asunto cerrado. Ya déjalo en manos de los fiscales.
– Tienes razón – dijo Vásquez – vamos.
Ambos salieron a paso lento de las oficinas. En el primer piso frente a la carceleta varias personas, al parecer familiares y trabajadores de la empresa de Salas Ikeda hacían una vigilia pidiendo justicia.

***

Al día siguiente la noticia cayó como una bomba. El informe de Vizcarra era contundente. La katana hallada en el departamento no era el arma homicida. Alvarez les había hecho una advertencia apocalíptica, si lo hacían quedar en ridículo terminarían dirigiendo el tránsito en algún pueblito altiplánico. Ambos corrieron al laboratorio a hablar con Vizcarra.
– Lo siento muchachos – dijo Vizcarra apenas los vio entrar. Repetí la prueba unas cinco veces. No hay nada.
– ¿Y si la limpió bien? ¿Si le metió lejía, o algún limpia vidrios? – preguntó Morgan.
– Es posible. Es raro, pero es posible. De hecho la espada estaba impecable, la habían limpiado con aceite de clavo de olor.
– ¡Clavo de olor! – exclamó Vásquez – ese era el olor de ayer en la mañana. ¿Pero qué relación tiene?
– A ver, explícame Vizcarra – preguntó Morgan – el luminol es un reactivo, reacciona con la hemoglobina que ha quedado en las superficies. ¿Uno pasa una esponja y se va o perdura por años?
– La hemoglobina se oxida y penetra la superficie. Este sable es de factura manual, es un muy buen trabajo, pero igual sigue siendo manual, tiene sutiles imperfecciones. Los átomos de la hemoglobina deberían haber quedado pese a la limpieza. La hemoglobina resiste incluso limpiavidrios como ustedes decían o alcohol. Debería haber alguna huella.
– Estamos en problemas – dijo Morgan.
– ¿Pero no confesó? – preguntó Vizcarra.
– Sí – replicó Vásquez – pero no puedes condenar a nadie con su sola confesión. Se necesita alguna evidencia más. Un buen abogado y Ishikawa se va a su casa.
– Pero hay algo más – agregó Vizcarra – la empuñadura sí tiene las huellas de Ishikawa, pero no solo las de él.
– ¿De quién? – preguntaron ambos agentes a la vez.
– De Salas – afirmó Vizcarra confuso.

Por la tarde Vásquez y Morgan fueron de nuevo al departamento de Ishikawa. Buscaron la ropa, zapatos, huellas de que se hubiese incinerado algo y no encontraron nada.
– Estoy convencido de que está encubriendo a alguien – afirmó Vásquez – no hay otra explicación.
– O destruyó la ropa que usó ese día – señaló Morgan
– Puede ser. Regresemos a la oficina, tenemos que hablar con Ishikawa.
Sentados otra vez con Ishikawa, le preguntaron insistentemente acerca de las razones por las cuales no había sangre en el sable.
– No queda sangre – señaló el hombre.
– ¿Cómo es eso posible?
– La hoja de katana es como bisturí, pasa por la carne antes de que brote sangre.
– ¡No tiene sentido! – exclamó Vásquez – usted nos quiere tomar el pelo.
Ishikawa no contestó. Fijó su mirada en un punto imaginario en el horizonte, apoyando ambas manos sobre sus muslos.
– Cuénteme Itsuro. Quiero entenderlo. ¿Por qué mató a Salas?
– Por honor – contestó.
– Yo sé, ya sabemos que fue por honor. Pero usted no ha querido decirnos en que consistió la afrenta. Dígame ¿qué pasó?
– No es necesario señor – dijo Ishikawa – yo vería mi honor destruido nuevamente si usted conoce mi historia y lo que hice no habría tenido sentido.
– ¿Está dispuesto a ir a la cárcel?
– Soy un hombre honorable. En este país matar a otro es delito. Yo cumpliré con lo que el tribunal decida.
– ¿Salas no era un hombre honorable? – preguntó Morgan.
– No. Yo le di la oportunidad de serlo.
– Usted…
– Sí – interrumpió por primera vez Ishikawa – le entregué la katana para que pudiera morir con honor. No pudo hacerlo. Me pidió que lo haga yo. No tuvo valor. Yo cumplí su voluntad.

***

Por la noche en el bar, las noticias confirmaban la detención de Ishikawa por el homicidio de Salas. Morgan encendió un cigarro y preguntó:
– ¿Raro el caso no? ¿Tú crees primo que un sujeto honorable como Ishikawa debería ser tratado como un vil delincuente?
– Bueno, es un delincuente honorable, pero delincuente al final. Nadie puede quitar la vida a otro ser humano. Si lo haces recibes un castigo y ese es nuestro trabajo primo, atrapar a los malos.
– ¿Realmente crees que él sea uno de los malos? Hoy recibí el reporte de Interpol. En su país no tiene ni una infracción de tránsito, es un ciudadano modelo.
– Siempre hay una primera vez – dijo Vásquez – Terminemos este último trago y vámonos a descansar.

***

Esa noche en la celda de la policía judicial, Itsuro Ishikawa recordó la terrible noche en la que siendo un niño, escondido en su casa en Japón, fue testigo de cómo Salas, de vacaciones en el país, abusó de su pequeña hermana menor. Ella le había hecho jurar que no tomaría venganza nunca, le hizo jurar por su propia vida. Él se lo juró. Ella había fallecido dos meses atrás, había quedado liberado del juramento.    

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