Rafael estaba
sentado frente a su computador tratando de terminar el trabajo del día cuando el
sonido del celular timbrando lo desconcentró. Contestó y la noticia lo dejó
perplejo, sabía que inevitablemente sucedería pero no tan pronto. Fiel a su
estilo terminó la llamada y prosiguió con el párrafo que estaba pendiente hasta
terminarlo, grabó el documento y se recostó sobre el espaldar el sillón
gerencial. Miró por la ventana el cielo todavía celeste, el reloj de la
pantalla del computador marcaba las cuatro de la tarde con diez minutos. Ordenó
su mente para que las emociones no afecten su capacidad de razonar, puso sus
dedos sobre el teclado y escribió veloz con los diez dedos en cinco ventanas
distintas una tras otra, mentalmente visualizó los vuelos, itinerarios y
posibilidades. Ninguno encajaba, el tiempo transcurría. Levantó el teléfono y
llamó a su secretaria. Luego de siete minutos ella le informó que el último bus
salía a las seis de la tarde con treinta. Rafael apagó el ordenador tratando de
no albergar ni reflejar sentimiento alguno, muchos años frente a complejas situaciones
profesionales que le había tocado resolver le habían enseñado que dejarse
arrastrar por los sentimientos solo genera retrasos y malas decisiones. Tenía
que estar en su ciudad natal al medio día de mañana y mil kilómetros lo
separaban de su destino; la mitad de ellos de selva amazónica y la otra mitad
de montañosa y altiplánica sierra inhóspita.
Salió de la
oficina y en el pasillo su secretaria le dio alcance para recomendarle una
solución final: Contratar un auto particular o un taxi que lo lleve solo a él
hasta su destino. Rafael lo pensó por algunos minutos. Odiaba viajar en auto
cuando no era él quien manejaba. Le parecía peligroso en esas carreteras con
camioneros imprudentes y más aún en esta ciudad olvidada de Dios donde no había
choferes profesionales. Prefería correr el riesgo con el bus, tal vez llegaría
tarde, pero llegaría vivo.
Una vez en
casa rápidamente puso un traje en el portaternos, en un maletín pequeño un par de mudas de ropa.
Se puso una tenida cómoda, tenis y una chaqueta ligera a pesar del calor, sabía
que en la madrugada pasarían de los cálidos treinta grados a quinientos metros
sobre el nivel del mar a temperaturas debajo de cero grados a tres mil metros
de altura.
Cuando
llegó al terminal de la ciudad solo había un bus esperando pasajeros, se
aseguró de preguntar en todas las agencias y tuvo que aceptar bastante
decepcionado que era el último. Su estado era bastante lamentable, de desteñido
color azul eléctrico debió haber tenido mejores tiempos veinte años antes. Pagó
el pasaje y el bajo precio confirmó sus dudas. Subió y acomodó el portaternos en
la parte superior y se abrazó al maletín. Había unos veinte pasajeros, a pesar
del insoportable olor de cebolla rancia mantuvo la esperanza de que el viaje podía
ser tal vez más anecdótico que incómodo. Minutos después se ponían en
movimiento.
Mientras el
bus traqueteaba por las maltratadas pistas a la salida de la ciudad, se
preguntaba acerca de la fragilidad de la vida. Pensaba si este mundo es en
realidad un lugar para vivir, para soñar, para amar. Cuestionó su propia vida,
se preguntó si las cosas que hacía eran las correctas y si lo eran ¿eran
correctas para él? Se había esforzado por hacer siempre lo más acertado, cuando
menos en lo profesional, en ese aspecto nadie se había quejado de él ni podía
quejarse él mismo. En lo personal con aciertos o no, no había dejado que nada
lo afecte en los últimos años, personas de su entorno tenían opiniones
totalmente distintas. Algunos pensaban que era una persona sensible y amable
pero que no revelaba nada de su vida personal. Otros pensaban que tenía un
corazón de hielo. Realmente eso no le importaba mucho o cuando menos nunca
antes le importó. Pero ahora, esta noticia y este viaje le hacían cuestionar
estas cosas, cuestionar cómo lo percibían los demás o cómo se percibía él
mismo. Trató de dejar de pensar e intentó dormir, sin embargo no lo consiguió.
La idea de que la vida no es una tarea fácil de afrontar le daba vueltas en la
cabeza y cada vez con mayor claridad se le ocurría que la vida de cualquier
persona no era cuestionable ¿Quién podría cuestionar la vida de otro? ¿Con qué
derecho? ¿Era su vida mejor que la de la señora de dos asientos más adelante
que comía maíz y chuño con los dedos? ¿O del muchacho de su derecha que había
subido al bus con solo una mochila, que usaba unas gastadas zapatillas sin
marca reconocible, pero que viajaba absorto en la música de su iphone de última
generación? ¿Quién era él para juzgar la vida de los demás? ¿Sólo por tener un
ingreso ligeramente superior al del promedio? ¿Por haber tenido la suerte de
tener acceso a una educación un poco mejor que la del resto? ¿Eso era todo? ¿Y
la felicidad? ¿Dónde quedaba la felicidad? ¿Eran estos diecinueve compañeros de
viaje más felices que él? ¿Podía afirmar
con certeza que él era más feliz que cuando menos alguno de ellos? ¿Qué era la
felicidad? Cuántas veces había tratado de definirla. Era curioso que algún tiempo
antes la mayoría de sus amantes ocasionales o amigas especiales le hubiese
hecho esa misma pregunta: “¿Eres feliz Rafael?” Y él nunca dijo que sí. Con
calma miraba a su interlocutora a los ojos y siempre daba la misma explicación:
“La vida es normalmente triste, dolorosa, nacer es doloroso, vivir, trabajar,
morir, todo eso es dolor. Los momentos de felicidad son solo chispazos, solo
eso, como fuegos artificiales, nuestra misión es hacer que esos chispazos duren el mayor tiempo posible, pero siempre
regresamos a lo cotidiano, al dolor al sufrimiento. Nadie puede ser feliz todo
el tiempo.” Inevitablemente sus
eventuales compañeras en casi todos los casos – y ya parecía ser una regla – le
preguntaban: “¿Eres feliz ahora?” y él
complaciente, condescendiente y con una bien fabricada sonrisa que llegaba a
parecer verdadera decía “Si, ahora soy feliz, en este momento y contigo.” Pero
sabía bien que no era así.
Cerca de
las diez de la noche el bus paró. Los pasajeros bajaron y en ese momento se
percató que el vehículo no tenía baño, descendió y le resultó imposible hacer
lo que hacían todos: Orinar en la calle. Fue a una tienda, compró un paquete de
galletas y pidió amablemente el servicio, le señalaron una puerta y se dio cuenta
de por qué era más higiénico hacerlo en la calle. Salió a la pista, se acomodó
detrás del bus en el lugar que consideró más apropiado y descargó su vejiga. “Donde
fueres, haz lo que vieres.” le había dicho de pequeño su madre. Nunca habría aplicado
mejor el consejo. Subió al bus y se sentó, minutos después subieron pasajeros
con caras nuevas. Se llenó hasta el último asiento. Una mezcla de olores lo
sacudió. Una señora joven por cierto se acercó y pidió permiso para pasar al
asiento al lado del suyo. Tenía a su hija en brazos, iba a reclamar pero se
quedó callado. La señora se sentó y acomodó a la niña en sus piernas, Rafael se
replegó hacia el pasillo lo mejor que pudo para darle espacio a sus dos nuevas
compañeras de viaje, en diagonal hacia atrás un hombre abría una bolsa y
extraía un depósito de poliestireno
conteniendo un pollo a la brasa de dudosa procedencia y penetrante olor.
Más adelante ingresaban dos jovencitas vendiendo botellas de emoliente para el
camino. Sonrió, hacía tres horas se quejaba de la vida, y ahora tenía delante
suyo un espectáculo que los extranjeros pagaban por ver. Tenía dos opciones,
maltratar su hígado haciendo cólera o imaginar que estaba haciendo un tour por
Filipinas, optó por lo segundo y cerró los ojos al mismo tiempo que cruzaba los
brazos sobre su pecho tratando de dormir.
Como a las
dos de la mañana una sensación de humedad sobre el lado derecho del cuello lo
despertó. Al principio somnoliento y confundido no pudo descubrir lo que pasaba,
luego encendió la pantalla de su celular y en medio del ronquido de la gente
inspeccionó el techo, allí estaba, precisamente sobre él: una gotera en el
techo del bus. Miró por la ventana, afuera llovía. Caminó a la cabina del
chofer y reclamó, una muchacha le dijo que ya irían a ayudarlo, que regrese a
su sitio. Volvió y esperó diez, quince minutos. Nada. En la oscuridad recorrió
el bus, todos los asientos estaban vacios excepto uno en la última fila. Entre
dos sujetos sumamente robustos había una solitaria mochila, probablemente de
alguno de ellos. El sujeto de la izquierda roncaba, despertó al otro,
efectivamente era su mochila. Pidió permiso para sentarse al tiempo que
explicaba brevemente su problema. Se acomodó y abrigado entre sus nuevos dos
compañeros continuó el viaje.
A las seis
de la mañana el bus se detuvo, no habían llegado a su destino pero por las
ventanas de podían ver enormes extensiones de ichu amarillo, pequeños charcos
congelados y grupos de llamas pastando. Salieron
casi todos y Rafael los siguió, el bus se había detenido para remolcar a otro
que se había quedado varado. Eso le pareció muy peligroso sobre todo porque
ambos buses estaban llenos de pasajeros, pero ¿quién era él para contradecir el
espíritu solidario de un señor chofer de bus serrano-amazónico? Aprovechó como
los demás pasajeros (incluidas pollerudas señoras) para escoger un mechón de
ichu y orinar antes de seguir viaje.
Ya sin
lluvia ni goteras, retornó a su lugar, más por miedo a que el bus remolcado
fuera de control los impacte por atrás que por cualquier otra consideración.
Media hora después llegaban al terminal y fin de este tramo en una pequeña pero
laboriosa ciudad altiplánica, el cobrador avisó que los que continuaban viaje podían
ir a otra empresa que quedaba cruzando la avenida. Bajó de inmediato y cruzó,
el nuevo bus salía en media hora y era bastante mejor que el que lo había
traído hasta aquí. Se suponía que tenía que haber llegado a este punto a las
cuatro de la mañana y ya eran casi las siete.
La señorita
que le vendió el pasaje le dijo que el bus llegaría a destino a las diez de la
mañana, algo de sentido común y matemáticas le dijeron que eso no sería
posible, pero igual se subió. En el nuevo trayecto vino a su mente de nuevo la
razón que lo había llevado a este viaje inédito. Bastante cansado pero con la
luz del sol que entraba impetuosamente por las ventanas del bus volvió a pensar
en los eventos recientes. Este viaje había terminado siendo un viaje
introspectivo. Después de muchos años no había tenido tanto tiempo para él,
lejos de los ordenadores, de los documentos, de los celulares, de las tablets y
la televisión. El celular no había sonado en horas, en la ciudad anterior habían
llegado diez u once mensajes de casilla de voz que revisó rápidamente. Era un
nuevo día para él, para los sesenta pasajeros a su alrededor, también sería el
primer día para alguien más y el último para otro también. Nuevamente pensó en
la fragilidad de la vida. En el amor y en la falta de él. ¿Qué era el amor?
Siempre había tenido una respuesta clara para la felicidad, pero nunca para el
amor. En los últimos años le producía mucho placer someter al debate la
existencia del amor. Cuando alguien hablaba de amor, afirmaba contundentemente
que el amor no existe, esbozaba cuatro o cinco argumentos formalmente sólidos y
sonreía para sus adentros mientras sus amigos se esforzaban inútilmente en explicarle
las razones por las que, a pesar de todo, el amor sí existía.
“El amor sí
tenía que existir en algún lugar”, pensó. En algún momento de su temprana
juventud estuvo seguro de haberlo encontrado, ese que tiene la categoría de
verdadero, sin embargo de esa época databan también sus recuerdos más dolorosos
y sus sufrimientos más profundos. El amor no estaba vinculado a la felicidad,
había llegado a la conclusión de que en el recuento final, los números nunca favorecían
al amor; por ello decidió alejarse de todo lo que pudiera parecerse al amor de
verdad. Pensó en otras clases de amor, el de los amigos, y sobre todo el de los
padres por los hijos. Siempre había pensado que este último era un amor casual,
circunstancial, no sujeto a elección, producto de la necesidad de proteger y
ser protegido, una sublimación del instinto de supervivencia. Sin embargo ahora
esta opresión en el pecho le indicaba todo lo contrario. ¿O es que era
inevitable? Tal vez era cierto que la sangre llamaba a la sangre como le había
dicho muchas veces su madre. Tal vez el amor estaba en el código genético, tal
vez el amor finalmente, a pesar de todo, cuando menos a esos niveles, si
existía.
Cerca del
medio día llegó, cuando iban ingresando a la ciudad la recorrió mentalmente a través
de sus recuerdos, tratando de ubicar el hotel más cercano a su destino. Al
bajar del bus caminó rápido, consiguió un taxi y fue directo al hotel, en el
camino miró el reloj del celular e hizo un par de llamadas a su hermana. Luego
de hablar hizo cuentas y le daba tiempo para darse una ducha y quitarse el
polvo del camino. Estaba realmente cansado, pero satisfecho de haber llegado. En
el hotel se registró rápidamente y se duchó brevemente, se cambió y salió.
Minutos después
en el pasillo del hospital llegaba raudo y tomaba con afecto la mano a su
mujer, ella en la camilla a pesar del cabello empapado de sudor y el rostro desencajado
por las contracciones, sonreía radiante. Rafael había llegado justo a tiempo para
acompañarla. “Si el amor y la felicidad existían, era en este momento.” pensó
mientras entraba a la sala de partos.
Wow que final.
ResponderEliminarQué bueno que te haya gustado! Besos!
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