sábado, 30 de junio de 2012

LO QUE TENIA QUE PASAR (Cuento)


“Nada de lo que pasa, pasa porque sí, decía Tasurinchi, el seripigari del Kompiroshiato. Todo tiene su explicación, todo es causa o consecuencia de algo. Tal vez. Hay más diosecillos y diablillos que gotas de agua en la cocha y el río más grandes, decía. Andan mezclados con las cosas. Los hijos de Kientibakori para desordenar el mundo y los de Tasurinchi para conservarle su orden.”
El Hablador. Capítulo VII. (Mario Vargas Llosa) 

Como lo habían hecho durante siglos sus ancestros yaminawas y machiguengas, lanzó al río el pedazo de carne, esta vez una ubre de vaca sujeta de un gancho de metal atado a una cuerda. Minutos después varios peces mordían la carne grasosa, Pablo se sentó bien en la canoa y sacó la carnada, separó los peces grandes de los chicos, los chicos los devolvió al agua, los grandes abrían y cerraban sus bocas en la canasta, desesperados en busca del aire, primero rápido, luego más lento, hasta que su alma dejaba el cuerpo vacío para irse al Inkite.

Pablo repitió la operación un par de veces más, siempre salían más peces chicos que grandes, los chicos había que soltarlos al río, que sigan viviendo, si no Kashiri, la luna y Tasurinchi el soplador se habrían de enojar.  Pablo pescaba para comer, para vender y nada más. Su abuelo le había enseñado así, en cambio el blanco viracocha mata por matar, caza para colgar los pellejos en sus paredes, para reír después, para nada. Por eso el blanco no es feliz, tiene rabia en su corazón, por eso los blancos siempre andan con las miradas tristes, pensó.

Horas más tarde, poco después del amanecer,  volvía a su hogar,  en una comunidad con no más de cincuenta casas, separadas entre sí por largos campos de yuca y arroz, delimitados por fecundos bananos, altos árboles de castaña y frondosos copazús.  En el cuarto estaba todavía durmiendo Marina, desnuda sobre la cama. Pablo la llamó, ella se desperezó sobre el colchón pero no abrió los ojos.  Pablo no se molestó, no dejaba que la rabia inunde su corazón, Marina no tenía sangre machiguenga ni yaminawa, ella era descendiente de viracochas, sus abuelos habían sido caucheros, caídos después en desgracia, no les quedó otra alternativa que hacerse agricultores. Ella pensaba diferente, comía distinto, no le gustaban las costumbres de su gente.

Cuando Marina se despertó Pablo ya había cocinado el pescado, algo de yuca y plátano maduro.  Se sentó en la mesa de madera y empezó a comer,  ella se acercó y se sirvió. No hablaron durante varios minutos. Él se sentía incómodo, tres o cuatro días antes había empezado a sentir algo raro en su mujer. La notaba lejana, distraída y con rabia. Él sabía que la rabia es mala consejera.  Esperaba que le dijera que estaba pasando.
– ¿Esta noche también vas a ir a pescar? – le preguntó ella.
–  Sí – contestó él con algo de comida todavía en la boca – anoche no he pescado mucho, solo para comer. Estos días hay solo peces chicos en el rio.
Ella no contestó. Se quitó la ropa, se envolvió con una toalla a altura del pecho y salió a darse un baño.

Pablo se quedó pensando, no hablaba mucho. Se había acostumbrado a eso. El no era de los que hablan, a él le gustaba escuchar, pensar. Le gustaba creer que entendía a los loros, a los monitos enanos del monte, a los simios grandes de nalgas coloradas, a las cigarras y las ranitas verdes de dedos largos que terminaban en graciosos redonditos. Se quedó pensando en Marina. Ya habían tenido problemas antes, con el compadre José. Doña Camila, su vecina, una mujer mayor a la que le gustaba trabajar la chacra de sol a sol, le había contado que había visto una noche al compadre entrando a su casa, a la anciana le dio curiosidad porque sabía que Pablo había salido a pescar, así que despacito se acercó, y vio por una rendija de las tablas del cuarto que el compadre se montaba a la mujer.  Al día siguiente, apenas tuvo oportunidad le contó. Él se controló, siempre supo que la rabia traía desgracias. Se puso las sandalias y caminó a la casa del compadre, lo encontró tendido en la hamaca. No levantó la voz, no hizo escándalo.  Con la voz baja y con calma le dijo a José:
– Compadre, la próxima vez que usted se meta en mi casa cuando yo no esté, voy a venir a buscarlo, pero con el machete en la mano.
José quiso explicar, pero Pablo no lo dejó, se dio media vuelta y se fue con la misma calma con la que había venido.  A la noche siguiente José tomó sus pocas pertenencias y se fue a vivir a la ciudad.

Nunca le reclamó a Marina, no habría sabido como reclamarle, su madre decía que hay mujeres que no se pueden controlar. El cumplía como debe ser, mejor cuando había tomado un poco de masato. Marina lo buscaba en las noches y a veces en las mañanas o por las tardes y él nunca la había dejado rogar. En ocasiones ella le pedía más, Pablo discretamente se hacía el desentendido. No quería discutir.

Se quedó pensando si el compadre no habría vuelto a las andadas. Mientras Marina se bañaba se levantó y fue al cuarto, revisó la cama, el colchón, la almohada, había un olor raro, ajeno. En los pies de la cama halló sobre la sábana unos pelos cortos negros y duros. Sabía que no eran suyos ni tampoco de su mujer. Tenía que ser el compadre otra vez. No le pareció bueno lo que estaba pasando. Alguna desgracia tendría que suceder después. Pensó y reflexionó qué hacer, no se atrevía a preguntarle a Marina, ella lo negaría.

Estuvo todo el día intranquilo pero callado, ella más bien parecía estar enojada otra vez, todo le molestaba. Él limpió la tierra alrededor de las yucas, cortó la maleza alrededor de los bananos para que no vengan a esconderse las serpientes. En el atardecer preparó sus aparejos de pesca. Los peces carnívoros pican fácil con la ubre de vaca, pero no son tan cotizados como los otros, los que comen gusanos e insectos. Estos últimos se venden mejor, pero su pesca daba más trabajo también. Acomodó la red, un poco de yuca seca y plátano, también su machete y esperó que la noche estuviese por caer para partir.

Calculó la hora y partió. Caminó como siempre por el sendero que lleva al meandro del río, cerca del cual se forma una pequeña laguna, una cocha como le dicen en la zona. Cuando se apartó lo suficiente del pueblo, se sentó a la sombra de un árbol. Sacó un pedazo de plátano y esperó. Miró la luz del sol perderse en el horizonte, el cielo se fue tornando celeste, amarillo, rosado, luego azul brillante y finalmente se manchó de negro, las estrellas aparecieron una tras otra y el monte quedó bañado con la luz plateada de Kashiri. El barullo de los bichos de la selva se hizo omnipresente. Trataba de no pensar. No servía de nada llenarse de rabia, lo que tendría que pasar pasaría. Se puso de pie, recogió su bolso y se dio cuenta recién que, distraído como estaba,  se había sentado al pie de un árbol de mango, era una mala señal, alguna desgracia habría de pasar.

Caminó hacia su casa de nuevo, a varios metros antes de llegar se escondió a la sombra de los árboles. Marina estaba afuera, recostada en la hamaca, tomando el fresco de las primeras horas de la noche, luego la vio ir a la cocina, preparar algo de comer, nuevamente salió , sentada en un tronco que hacía de banca bebió algo, tal vez mate o café, comía de un plato, tal vez el pescado que quedó de la mañana. La vio entrar a la casa para volver a salir otra vez envuelta en una toalla, seguramente a tomar un baño en la parte de atrás, regresó. De allí nada, pasaron minutos interminables, él estaba acostumbrado a estar horas así, de cuclillas, paciente, solo mordiendo una ramita o una hoja, a veces de limón, a veces de jergónsacha, acompañado de sus pensamientos. No supo cuanto tiempo pasó, tampoco vio como llegó, pero había una sombra en la puerta de la casa. Por la estatura y el perfil estaba casi seguro de que era el compadre José, sin embargo se confundió un poco cuando lo vio cojear, no recordaba que el compadre cojeara. ¿Y si era otra persona? Esperó para asegurarse. Lo vio entrar a la casa y algunos minutos después la lámpara se apagó, Kashiri en el cielo daba su luz, era suficiente. Caminó despacio sin hacer ruido, se acercó a la casa y husmeó por las tablas, abriendo bien los ojos, allí sobre la cama, iluminados tenuemente por las migajas de luz lunar que entraban por las rendijas estaban los dos, ella rodeando con las piernas el cuerpo del compadre, ambos cubiertos tan solo por una ligera sábana, Pablo agachó la cabeza y meditó, no debía actuar con rabia, solo desgracias podían pasar, ahora había confirmado lo que quería saber, era mejor ir al río a pescar, dejar enfriar la cabeza, volvió a mirar en el interior y apareciendo por debajo de la sábana vio algo que lo dejó estupefacto. Miró otra vez y los amantes habían cambiado de posición, ya no pudo confirmar lo que creyó haber visto, se pasó un nudillo por los ojos, respiró y se levantó despacio. Tenía que ser un error.

* * *

Minutos antes, en el interior de la casa de Pablo, en su propia cama, Marina esperaba la llegada del compadre José, como lo había hecho durante toda la semana y todas las noches en que su marido se había ido a pescar;   había dejado la puerta sin tranca, y cada noche lo esperaba desnuda cubierta tan solo por una sábana.

Sintió el crujido de las bisagras y la luz de la luna entrar al cuarto por la abertura de la puerta, el compadre rápidamente se quitó la ropa y se deslizó bajo la sábana, Marina sintió su cuerpo desnudo, la textura de su piel endurecida por el sol y el trabajo en el campo, su olor acre, el pecho firme, las piernas velludas, lo rodeó con las piernas y se dejó poseer.  Mientras lo sentía en su interior le hablaba al oído, le reclamaba por haberse dejado extrañar tanto, de porqué se había ido la otra vez sin decir nada, ni avisar, la falta que le había hecho su fuego, su calor, su pasión. Él no contestaba, la poseía con una fuerza animal y emitía algún que otro gruñido, para ella eso era suficiente, era feliz siendo suya, reclamándole su ausencia pero amándolo, mordiéndole los hombros cada vez que la hacía llegar el éxtasis de esa manera sobrenatural. Se montó sobre él, lo disfrutó con lujuria, sabía que al terminar solo se pondría de pie y se iría, como siempre, sin dar mayores explicaciones ni muestras de cariño. Era mejor, quedarse así, sin discusiones, sin palabras, pasar el día completo con solo con las ganas de volverlo a ver...

* * *

Pablo se había alejado unos metros, recogió su machete y la bolsa con las redes, la yuca y el plátano. No tenía ánimos para ir a pescar. Había hecho una promesa y tenía que cumplirla. Le había dicho a su compadre que lo iría a buscar machete en mano si volvía a meterse a su casa. Decidió aprovechar la noche. La ciudad quedaba a solo treinta kilómetros. Llegaría en la madrugada, lo esperaría al bandido en su propia casa. Empezó a caminar, sin prisa, respirando a cada paso, manteniendo el control, sentía el sudor brotando por la parte baja de su nuca, donde nace el cabello, formaba gotas que se deslizaban por su cuello y se detenían donde su piel se unía con la ropa, empapando la camisa. Cada cierto tiempo tomaba un pedazo de yuca o de plátano, se lo metía en la boca, masticaba lento, al ritmo de la respiración, de sus pasos. No quería dejar que la rabia entre en su cuerpo. Lo que tenía que pasar, pasaría.

Por algunos segundos su mente reconstruyó borrosamente la visión que había tenido cuando miró en el cuarto de su casa, no podía ser, sacudió la cabeza y se puso a pensar en otra cosa. Tenía que estar atento, en la noche la trocha es cruzada por lagartos, capibaras, sachavacas, otorongos y muy a menudo por tarántulas y víboras. Caminaba firme.

Cuando todavía faltaba una hora para clarear, llegó a la ciudad. No sabía dónde vivía su compadre, pero no era una ciudad grande, trescientas familias a lo mucho, la municipalidad, un puesto de vigilancia, un juzgado de paz, un mercadito pequeño; se dirigió allí, las vendedoras de fruta y verdura ya estaban armando sus puestos, hizo algunas preguntas discretas respecto a la casa de su compadre, no fue difícil que lo ubicaran, recibió algunas indicaciones y se puso en marcha. Veinte minutos después llegó a una casa de madera modesta, sin pintar, de techo de planchas de zinc, empuñó su machete con fuerza y respiró lentamente, sin embargo se dio cuenta que era inútil, él no habría podido llegar antes que él, con seguridad tocó la puerta y salió una mujer joven preguntado quién era.

Pablo quedó devastado con la noticia, en su cabeza las cosas se revolvieron, aparecieron imágenes confusas, como si hubiese tomado ayahuasca y la mareada hubiese resultado mala, sintió nauseas, sin despedirse de la muchacha, salió caminando rápido hacia las afueras de la ciudad, caminó rápido, muy rápido, respirando, sentía en sus sientes la sangre palpitando dentro de las venas, apretó los dientes, una camioneta pasó por su lado, hizo señas con los brazos y se detuvo, conocía al conductor, varias veces le había vendido pescado, le pidió por favor que lo lleve, el tipo le hizo una seña para que se suba atrás. En la tolva, sacudido por los baches de la trocha, Pablo trataba de pensar. Sabía que alguna desgracia habría de pasar. Cuando las cosas pasan, pasan por algo. Debió darse cuenta anoche, ¿pero de qué habría servido? Tal vez todavía estaba a tiempo para evitar la desgracia.

Una vez en la comunidad se bajó de la camioneta y dio las gracias. Caminó rápido, asentando con fuerza los pies en el barro endurecido por el sol, apretando los dedos de la mano alrededor del mango del machete. Sentía que la rabia se apoderaba de él, pero ¿qué más daba ahora?  Se dejó ir, lanzó su bolsa al camino polvoriento y corrió machete en mano por los sembríos de yuca, entre los bananos, jadeando, sudando, sin parar. Llegó hasta su casa, se detuvo, el corazón retumbaba en su pecho, su cuello, manos y antebrazos dibujaban venas en relieve, respiró hondo y entró.

Sobre la cama una enorme mancha de sangre fue todo lo que halló. Revisó con cuidado, encontró otra vez los pelos negros duros y cortos. Sobre los tablones del piso, dibujadas con sangre las marcas de pisadas que no eran de humano, eran de cabra: el Chullachaqui.  Pablo, al tiempo que caía de rodillas y hundía la cabeza entre sus hombros recordó con pesar y ya sin rabia las palabras de la muchacha: “lo siento mucho, el señor José, su compadre, murió hace dos semanas.”

* * *

La tradición machiguenga cuenta que la forma de reconocer a un diablillo es porque cojea, se dice también que en la selva amazónica uno de ellos, el Chullachaqui, puede tomar la forma del ser que se añora, a fin de engañar a la víctima y luego llevársela a sus dominios. Lo único que no puede transformar a voluntad son sus patas de cabra. Una vez que tiene a su víctima, nadie sabe que hace luego con ella.


2 comentarios:

  1. buena Miguel, esta muy chevere el cuento, uno de los mejores que te he leido, estas explorando todo formato!! felicidades, gracias por compartirlo, un abrazo!

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    1. Gracias Claudio. Es cierto, estoy explorando otras formas de narrar y otros entornos. Un poco más trabajoso, pero muy gratificante. Gracias por seguir el blog y por el comentario. Un abrazote!!!

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