sábado, 5 de mayo de 2012

OCHO SEGUNDOS (Cuento)


“Ocho segundos” piensa Zé, mientras, sentado sobre el madero que separa la caja uno del área de vaqueros, se coloca el pesado chaleco de protección.  Ajusta las correas y mira hacia el público, en unos minutos más serán solo siluetas en movimiento, colores difusos. Revisa y asegura las hebillas de las correas de las chaparreras, se pone los guantes de cuero. En ese momento el toro, un cebú de novecientos kilos ingresa a la caja, los ayudantes pasan las cuerdas por el pecho del animal, por la grupa, hacen los nudos, los ajustan, “solo ocho segundos” se repite Zé, cierra los ojos y visualiza el toro sobre la arena, meneándose con furia y él sosteniéndose con una sola mano aferrada a la soga sobre el lomo de la bestia, el otro brazo sobre la cabeza hasta el final, hasta contar ocho segundos.

Varios minutos antes han ingresado todos los vaqueros a la pista, se han quitado el sombrero y se han encomendado a la Virgen de la Aparecida, han saludado al público pateando la tierra con la bota derecha, como es la costumbre. Zé ha recibido con cariño y respeto los aplausos, pero ahora está a punto de montar, ya está casi listo, el Juez hace una señal y el anunciador grita su nombre al micrófono: “Y ahora José María Reis, de la hacienda San Sebastián, montando a Destructor de los establos  de don Sebastián Da Silva”. El fino animal, un guzerá imponente, efectivamente es de propiedad del patrón don Sebastián, dueño también de la hacienda donde ha trabajado desde niño, sin embargo eso no importa ahora, se calza bien el sombrero y se monta sobre el toro, a pelo, como dicen las reglas.  Los ayudantes estaquean al cebú para permitir que Zé se acomode y se prepare, el animal inmovilizado en la caja apenas un poco más grande que él se incomoda y bufa, Zé sabe que mientras más se demore en ubicarse más bravo se pondrá  el toro y se apura, levanta la mano izquierda sobre la cabeza y asiente con firmeza, el Juez da la orden y el mozo que está en el ruedo abre la puerta del  cajón. Destructor sale a toda velocidad de su encierro y Zé aprieta los dientes “ocho segundos.”

Uno, se siente volar por lo aires, se ve de siete años montando los bueyes junto a don José, su papá, que era también peón de don Sebastián, el olor de bosta, el aroma de la cálida leche recién ordeñada.

Dos, su espina dorsal parece partirse en dos por la sacudida, tiene diez años, va a la escuela del pueblo, demasiado grande para su edad, sus compañeros juegan con muñecos y carritos en las tardes mientras el laza becerros y alimenta a las vacas.

Tres, el tirón en su brazo parece desgarrarle el músculo, abandona la escuela a los quince, no hay nada útil en ella, ya sabe sumar, restar, leer y escribir, para él eso es suficiente, ya es un hombre y la muerte de su padre lo obliga a tener que trabajar para mantener a mamá.

Cuatro, hunde las espuelas en las carnes del animal, más para sostenerse que para castigarlo, recuerda el día que la hija del patrón regresó de la ciudad para el rodeo, cuatro años atrás, él tenía dieciocho,  ella dieciséis, fue la primera vez que montó un toro y solo le importaba si ella lo había visto hacerlo.

Cinco, suspendido en el aire por un micro segundo, cae pesadamente sobre la espina dorsal de la bestia, la adrenalina no le permite sentir el dolor ahora, pero sabe que mañana caminará con dificultad, visualiza un nombre grabado en la corteza de un árbol: Leticia.

Seis, el sombrero sale despedido, recuerda el primer beso, tierno, limpio, pueril, allá… detrás de los abrevaderos.

Siete, aprieta con fuerza la soga y la presión le quema la piel de la palma de la mano, recuerda a don Sebastián advirtiéndole que no se acerque a su hija y el dolor que sintió de ser tan solo un peón.

Ocho,  el toro lanza las patas hacia atrás y él sale despedido, cae sobre la arena, de pie, firme, los mozos ahuyentan al animal, mira alrededor buscando al Juez y lo halla, con el cronómetro en una mano y la otra levantada, en puño, con el dedo pulgar hacia arriba. Zé salta de alegría y sus compañeros a tropel ingresan al ruedo, lo alzan en peso, lo vitorean y llevan en hombros, ha ganado los quinientos soles de premio, mira a la tribuna, don Sebastián lo mira complacido, a su lado radiante, sonríe bellísima Leticia.

* * *

Al día siguiente, a las cuatro de la madrugada, mientras todos duermen la resaca, Zé sobre un galopante caballo cruza los linderos de la hacienda de San Sebastián, en las alforjas lleva comida, agua y los quinientos soles ganados; en la grupa a la bella Leticia, vestida de amazona, enamorada, quien lo abraza desde atrás con todas sus fuerzas y apoya la cabeza sobre sus macizas espaldas, cierra los ojos y comprende que este viaje con él, rumbo a lo desconocido, ya no tiene vuelta atrás. 

5 comentarios:

  1. que buen cuento, corto pero super intenso, veo que te ha llamado mucha la atención este tema de los rodeos eh? felicidades! me gusto!

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    1. Gracias Claudio!! Efectivamente, es una experiencia interesante y distinta. Me alegra que te haya gustado!

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  2. Excelente cuento de Miguel Ängel Vásquez Rodriguez, en ocho segundo Zé gana el torneo. Es probable esta inspiración creativa tiene que ver con los rodeos que se llevan a cabo cada año en Iñapari, precisamente en Primavera, organizada por una Cardozo, la misma que ha importado de la frontera del Brasil esta actividad vaquera de rodeos. Lo que importa es la profundidad de la narrativa, hay una riqueza verbal clara de lo que trata de comunicar. Felicitaciones Miguel.

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    1. Puse anónimo pero soy Pedro Humberto Colonia Mata, y puedes ver mi facebook, y puedo invitarte a ser amigo. Saludos
      Pedro.

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    2. Gracias Pedro. Bueno no necesariamente ese rodeo en particular, como sabes por esta zona se organizan varios en Brasil también, el cuento como casi todos los que hago no tiene definición espacial o temporal precisa, y los ingredientes son un poquito de aquí, otro poquito de allá. Me alegra que te haya gustado. Un fuerte abrazo.

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