“Ocho segundos” piensa Zé, mientras, sentado sobre el madero
que separa la caja uno del área de vaqueros, se coloca el pesado chaleco de protección.
Ajusta las correas y mira hacia el
público, en unos minutos más serán solo siluetas en movimiento, colores
difusos. Revisa y asegura las hebillas de las correas de las chaparreras, se
pone los guantes de cuero. En ese momento el toro, un cebú de novecientos kilos ingresa a la caja, los ayudantes pasan las cuerdas por el pecho del
animal, por la grupa, hacen los nudos, los ajustan, “solo ocho segundos” se
repite Zé, cierra los ojos y visualiza el toro sobre la arena, meneándose con
furia y él sosteniéndose con una sola mano aferrada a la soga sobre el lomo de
la bestia, el otro brazo sobre la cabeza hasta el final, hasta contar ocho
segundos.
Varios minutos antes han ingresado todos los vaqueros a la
pista, se han quitado el sombrero y se han encomendado a la Virgen de la
Aparecida, han saludado al público pateando la tierra con la bota derecha, como
es la costumbre. Zé ha recibido con cariño y respeto los aplausos, pero ahora
está a punto de montar, ya está casi listo, el Juez hace una señal y el anunciador
grita su nombre al micrófono: “Y ahora José María Reis, de la hacienda San
Sebastián, montando a Destructor de los establos de don Sebastián Da Silva”. El fino animal,
un guzerá imponente, efectivamente es de propiedad del patrón don Sebastián,
dueño también de la hacienda donde ha trabajado desde niño, sin embargo eso no
importa ahora, se calza bien el sombrero y se monta sobre el toro, a pelo, como
dicen las reglas. Los ayudantes
estaquean al cebú para permitir que Zé se acomode y se prepare, el animal inmovilizado
en la caja apenas un poco más grande que él se incomoda y bufa, Zé sabe que
mientras más se demore en ubicarse más bravo se pondrá el toro y se apura, levanta la mano izquierda
sobre la cabeza y asiente con firmeza, el Juez da la orden y el mozo que está
en el ruedo abre la puerta del cajón.
Destructor sale a toda velocidad de su encierro y Zé aprieta los dientes “ocho
segundos.”
Uno, se siente volar por lo aires, se ve de siete años
montando los bueyes junto a don José, su papá, que era también peón de don Sebastián,
el olor de bosta, el aroma de la cálida leche recién ordeñada.
Dos, su espina dorsal parece partirse en dos por la
sacudida, tiene diez años, va a la escuela del pueblo, demasiado grande para su
edad, sus compañeros juegan con muñecos y carritos en las tardes mientras el
laza becerros y alimenta a las vacas.
Tres, el tirón en su brazo parece desgarrarle el músculo, abandona
la escuela a los quince, no hay nada útil en ella, ya sabe sumar, restar, leer
y escribir, para él eso es suficiente, ya es un hombre y la muerte de su padre
lo obliga a tener que trabajar para mantener a mamá.
Cuatro, hunde las espuelas en las carnes del animal, más
para sostenerse que para castigarlo, recuerda el día que la hija del patrón
regresó de la ciudad para el rodeo, cuatro años atrás, él tenía dieciocho, ella dieciséis, fue la primera vez que montó
un toro y solo le importaba si ella lo había visto hacerlo.
Cinco, suspendido en el aire por un micro segundo, cae
pesadamente sobre la espina dorsal de la bestia, la adrenalina no le permite sentir el dolor ahora, pero sabe que
mañana caminará con dificultad, visualiza un nombre grabado en la corteza de un
árbol: Leticia.
Seis, el sombrero sale despedido, recuerda el primer beso, tierno,
limpio, pueril, allá… detrás de los abrevaderos.
Siete, aprieta con fuerza la soga y la presión le quema la
piel de la palma de la mano, recuerda a don Sebastián advirtiéndole que no se
acerque a su hija y el dolor que sintió de ser tan solo un peón.
Ocho, el toro lanza
las patas hacia atrás y él sale despedido, cae sobre la arena, de pie, firme,
los mozos ahuyentan al animal, mira alrededor buscando al Juez y lo halla, con
el cronómetro en una mano y la otra levantada, en puño, con el dedo pulgar hacia
arriba. Zé salta de alegría y sus compañeros a tropel ingresan al ruedo, lo alzan
en peso, lo vitorean y llevan en hombros, ha ganado los quinientos soles de
premio, mira a la tribuna, don Sebastián lo mira complacido, a su lado radiante,
sonríe bellísima Leticia.
* * *
Al día siguiente, a las cuatro de la madrugada, mientras
todos duermen la resaca, Zé sobre un galopante caballo cruza los linderos de la
hacienda de San Sebastián, en las alforjas lleva comida, agua y los quinientos
soles ganados; en la grupa a la bella Leticia, vestida de amazona, enamorada, quien
lo abraza desde atrás con todas sus fuerzas y apoya la cabeza sobre sus macizas
espaldas, cierra los ojos y comprende que este viaje con él, rumbo a lo
desconocido, ya no tiene vuelta atrás.
que buen cuento, corto pero super intenso, veo que te ha llamado mucha la atención este tema de los rodeos eh? felicidades! me gusto!
ResponderEliminarGracias Claudio!! Efectivamente, es una experiencia interesante y distinta. Me alegra que te haya gustado!
EliminarExcelente cuento de Miguel Ängel Vásquez Rodriguez, en ocho segundo Zé gana el torneo. Es probable esta inspiración creativa tiene que ver con los rodeos que se llevan a cabo cada año en Iñapari, precisamente en Primavera, organizada por una Cardozo, la misma que ha importado de la frontera del Brasil esta actividad vaquera de rodeos. Lo que importa es la profundidad de la narrativa, hay una riqueza verbal clara de lo que trata de comunicar. Felicitaciones Miguel.
ResponderEliminarPuse anónimo pero soy Pedro Humberto Colonia Mata, y puedes ver mi facebook, y puedo invitarte a ser amigo. Saludos
EliminarPedro.
Gracias Pedro. Bueno no necesariamente ese rodeo en particular, como sabes por esta zona se organizan varios en Brasil también, el cuento como casi todos los que hago no tiene definición espacial o temporal precisa, y los ingredientes son un poquito de aquí, otro poquito de allá. Me alegra que te haya gustado. Un fuerte abrazo.
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