Cuando Don Germán sostuvo al cerdo entre sus manos antes de
que saliera de su alcance, todavía no podía creer que algo así pudiera pasar.
Con cuidado lo colocó otra vez en el suelo terroso y el animal con naturalidad empezó a volar con sus dos pequeñas alitas de celofán. Don Germán lo tomó nuevamente y corrió hacia la casa, llevándolo con cuidado, presionándolo con ambas manos en los costados para que no se le escape. Al llegar al
portón del desván donde guardaba las herramientas, buscó con la mirada, vio un
viejo collar de perro con la hebilla oxidada, con el cuero deformado por el
paso del tiempo, el sol y la humedad; lo tomó rápidamente y rodeó el pescuezo
del marrano. Luego cogió una soga y ató un extremo al collar y otro a un horcón
de la casa. El animalito intentó volar de nuevo hasta que la soga quedó tirante
y no tuvo otra alternativa que descender suavemente y se recostó sobre el gastado
piso de madera.
Don Germán seguía de pie, sorprendido, sin dejar de mirar al
animal, estiró la mano hasta tocar el espaldar de una silla en la que solía
tomar el sol por las tardes, la arrastró hasta tenerla cerca y se sentó. Se
quitó el sombrero de paja, estaba sudando, se limpió las gotas del rostro con
la manga de la camisa. Apoyó los codos sobre sus rodillas y se tomó con calma
los cabellos de las sienes, luego de la nuca, se pasó con fruición las manos
por la cara sin afeitar. Volvió a mirar al cerdo, este resoplaba con calma, con
los ojos cerrados. “¿Qué hago ahora?” pensó Don Germán, “¡un cerdo que vuela
carajo! ¡Voy a ser el hazme reír del pueblo!” Se levantó y trajo un cuchillo de
destazar, lo sacrificaría en el acto y lo enterraría detrás del corral. ¿Cómo haría
con las alas? Sería mejor cortar las alas y enterrarlas en otro lugar por si
acaso, dejar que se sequen al sol o se las lleven las alimañas. ¿O sería mejor
quemarlas? Pero, si las quemaba, nadie le iba a creer después que alguna vez
tuvo un cerdo que volaba. Si se lo contaba a sus hijos lo iban a tomar por
loco. ¿Qué hacer? ¿Y si lo escondía en el desván? Podría alimentarlo allí y
mantenerlo amarrado hasta que ellos vengan y lo vean con sus propios ojos. Luego
podría al fin matarlo. ¿Se podría comer la carne? Le daba miedo, se imaginó por
un segundo comiendo la carne del animal y luego una sensación extraña en sus espaldas,
como si le crecieran un par de protuberancias. Sacudió la cabeza y trató de
despejarse un poco. Se volvió a sentar en la silla y dejó el cuchillo a un
lado. Pensó. Después de todo no era tan malo, podía buscar a alguien que compre
el cerdo. Pagarían bien por él, pero tendría que ver la forma de que nadie más
se entere. Si el padre Santiago se enteraba de que en su chacra había nacido un
cerdo con alas, le prohibiría el ingreso a la iglesia. ¿Cómo encontrar un
comprador? ¿Para qué alguien querría comprar un cerdo con alas? Tal vez un
circo. No era tiempo de circos, faltaban meses para julio. Se puso de pie y fue
a buscar un cigarro dentro de la casa.
Una vez que encendió el cigarro caminó a la puerta de
entrada, se apoyó en el quicio y fumó con los brazos cruzados. ¿Qué hacer? Fumaba
y se mordía la uña del dedo meñique, escupió un pedazo milimétrico de uña. ¿Y
si le cortaba las alas con cuidado? Tal vez las heridas cicatrizarían pronto y podría
guardar las alas como recuerdo, o quemarlas como había pensado al principio.
Después de todo el pobre animal no tenía la culpa de haber nacido así. Tendría que
evitar que se aparee, si tenía crías existía la posibilidad de que nacieran con
alas también. Bueno, ¿y si más bien se dedicaba a reproducirlo? ¡Podría
dedicarse al negocio de reproducir cerditos con alas! Serían un regalo perfecto
para la navidad. Los vendería con su correa y su soguilla, para que no se
escapen. Los niños andarían por la calle llevando su cerdito volando a veces,
caminando cuando se cansen de volar, pero siempre con sus alitas de celofán
sobre la espalda. Se podría hacer rico, tal vez podría comprar un órgano para
la iglesia para que el padre Santiago no le prohíba la entrada.
Se acercó con cuidado
y miró las alas, efectivamente parecían nacer por debajo de la piel, cerca al
espinazo. En sus sesenta y ocho años había visto corderos de dos cabezas,
terneros de cinco patas o de dos colas, pero jamás un cerdo con alas, y menos
aún que se viera tan saludable y pudiera volar con facilidad. Trató de hacer
memoria, ayer ninguno de los cerditos había tenido alas, a este le habían salido
durante la noche. Se estremeció. ¿Y si en los próximos días les empezaban a
salir alas también a los otros cerdos de la camada? Perdería toda una camada,
tendría que matarlos a todos. ¿Cómo explicar una camada de cerdos voladores? ¿Sería
una maldición? Tal vez alguno de los vecinos la había hecho algún conjuro con
la bruja del pueblo, algún daño. Encendió otro cigarro y se sentó en la silla.
¿Cómo saber? Mejor matar a toda la camada de una vez. ¿Y la idea de venderlos? Le
costaba trabajo procesar la idea, ¿Dónde los vendería? ¿Cómo? ¿A cuánto? ¿Y si
la gente en lugar de comprarlos se asustaba? ¿Qué haría con el Ministerio de
Agricultura? Seguramente lo iban a multar los de sanidad. ¿Por qué había tenido
tan mala suerte? ¡Un cerdo que vuela justo en su chacra!
Don Germán se rindió, entró a la casa y tomó unas monedas,
se cambió los viejos zapatos por unos un poco más decentes y se fue a la
carretera a llamar por teléfono. Mientras caminaba por la trocha polvorienta
seguía pensando en qué hacer con el pobre animal. Seguramente sus hijos tendrían
alguna mejor idea, por lo menos tendría algo nuevo que contarles. Llegó al teléfono público, no estaba lejos, a
unos setecientos metros de su casa. Insertó las monedas y llamó. No mencionó al
cerdo, pero le pidió a Mario, su hijo mayor, que viniera con urgencia. Le dijo
que no se preocupe, no era nada urgente ni grave, solo quería conversar algunos
asuntos de la chacra. Como siempre Mario le recriminó con ternura el hecho de
que insista en seguir viviendo solo tan lejos; Don Germán bromeó un poco y se
despidió, no quería vender la chacra ni que nadie más la cuide. No quería pasar
sus últimos años en la ciudad.
Cuando estaba a escasos veinte metros de la casa, vio al
cerdito caminando cerca de una higuera al lado de los gallineros, “¡carajo, se
ha soltado!” exclamó, y empezó a correr al mismo tiempo que se arrepentía de no
haberlo encerrado en el desván como pensó en un principio, pudo ver que todavía
tenía el collar de cuero al cuello, pero no veía la soga, el pequeño animal al
verlo venir se asustó y emprendió el vuelo, Don Germán corría tropezándose con
las piedras, enredándose con sus propios pies y con su desesperación. Cuando
llegó a la higuera el puerco se había elevado a varios metros de altura alejándose
al tiempo que agitaba sus alitas de celofán.
Don Germán corrió a la casa, al pie del horcón estaba atada
la soga, al otro extremo la argolla de metal se había quebrado de tan oxidada
que estaba. Se sentó en la silla, se tomó la cabeza con las manos y se preguntó
¿Qué pasaría con el pobre cerdito? ¿Quién lo encontraría? ¿Cómo podría probar
que era suyo si algún conocido lo encontraba? Pidió a Dios que lo encuentre
alguien que lo cuide y lo trate bien, alguien que le dé de comer y no deje que
se enferme, mientras se amasaba los cabellos de las sienes con ambas manos y enormes
lágrimas rodaban por sus arrugadas mejillas.