sábado, 26 de mayo de 2012

ALAS DE CELOFAN (Cuento)


Cuando Don Germán sostuvo al cerdo entre sus manos antes de que saliera de su alcance, todavía no podía creer que algo así pudiera pasar. Con cuidado lo colocó otra vez en el suelo terroso y el animal con naturalidad empezó a volar con sus dos pequeñas alitas de celofán. Don Germán lo tomó nuevamente y corrió hacia la casa, llevándolo con cuidado, presionándolo con ambas manos en los costados para que no se le escape. Al llegar al portón del desván donde guardaba las herramientas, buscó con la mirada, vio un viejo collar de perro con la hebilla oxidada, con el cuero deformado por el paso del tiempo, el sol y la humedad; lo tomó rápidamente y rodeó el pescuezo del marrano. Luego cogió una soga y ató un extremo al collar y otro a un horcón de la casa. El animalito intentó volar de nuevo hasta que la soga quedó tirante y no tuvo otra alternativa que descender suavemente y se recostó sobre el gastado piso de madera.

Don Germán seguía de pie, sorprendido, sin dejar de mirar al animal, estiró la mano hasta tocar el espaldar de una silla en la que solía tomar el sol por las tardes, la arrastró hasta tenerla cerca y se sentó. Se quitó el sombrero de paja, estaba sudando, se limpió las gotas del rostro con la manga de la camisa. Apoyó los codos sobre sus rodillas y se tomó con calma los cabellos de las sienes, luego de la nuca, se pasó con fruición las manos por la cara sin afeitar. Volvió a mirar al cerdo, este resoplaba con calma, con los ojos cerrados. “¿Qué hago ahora?” pensó Don Germán, “¡un cerdo que vuela carajo! ¡Voy a ser el hazme reír del pueblo!” Se levantó y trajo un cuchillo de destazar, lo sacrificaría en el acto y lo enterraría detrás del corral. ¿Cómo haría con las alas? Sería mejor cortar las alas y enterrarlas en otro lugar por si acaso, dejar que se sequen al sol o se las lleven las alimañas. ¿O sería mejor quemarlas? Pero, si las quemaba, nadie le iba a creer después que alguna vez tuvo un cerdo que volaba. Si se lo contaba a sus hijos lo iban a tomar por loco. ¿Qué hacer? ¿Y si lo escondía en el desván? Podría alimentarlo allí y mantenerlo amarrado hasta que ellos vengan y lo vean con sus propios ojos. Luego podría al fin matarlo. ¿Se podría comer la carne? Le daba miedo, se imaginó por un segundo comiendo la carne del animal y luego una sensación extraña en sus espaldas, como si le crecieran un par de protuberancias. Sacudió la cabeza y trató de despejarse un poco. Se volvió a sentar en la silla y dejó el cuchillo a un lado. Pensó. Después de todo no era tan malo, podía buscar a alguien que compre el cerdo. Pagarían bien por él, pero tendría que ver la forma de que nadie más se entere. Si el padre Santiago se enteraba de que en su chacra había nacido un cerdo con alas, le prohibiría el ingreso a la iglesia. ¿Cómo encontrar un comprador? ¿Para qué alguien querría comprar un cerdo con alas? Tal vez un circo. No era tiempo de circos, faltaban meses para julio. Se puso de pie y fue a buscar un cigarro dentro de la casa.

Una vez que encendió el cigarro caminó a la puerta de entrada, se apoyó en el quicio y fumó con los brazos cruzados. ¿Qué hacer? Fumaba y se mordía la uña del dedo meñique, escupió un pedazo milimétrico de uña. ¿Y si le cortaba las alas con cuidado? Tal vez las heridas cicatrizarían pronto y podría guardar las alas como recuerdo, o quemarlas como había pensado al principio. Después de todo el pobre animal no tenía la culpa de haber nacido así. Tendría que evitar que se aparee, si tenía crías existía la posibilidad de que nacieran con alas también. Bueno, ¿y si más bien se dedicaba a reproducirlo? ¡Podría dedicarse al negocio de reproducir cerditos con alas! Serían un regalo perfecto para la navidad. Los vendería con su correa y su soguilla, para que no se escapen. Los niños andarían por la calle llevando su cerdito volando a veces, caminando cuando se cansen de volar, pero siempre con sus alitas de celofán sobre la espalda. Se podría hacer rico, tal vez podría comprar un órgano para la iglesia para que el padre Santiago no le prohíba la entrada.

Se acercó con cuidado y miró las alas, efectivamente parecían nacer por debajo de la piel, cerca al espinazo. En sus sesenta y ocho años había visto corderos de dos cabezas, terneros de cinco patas o de dos colas, pero jamás un cerdo con alas, y menos aún que se viera tan saludable y pudiera volar con facilidad. Trató de hacer memoria, ayer ninguno de los cerditos había tenido alas, a este le habían salido durante la noche. Se estremeció. ¿Y si en los próximos días les empezaban a salir alas también a los otros cerdos de la camada? Perdería toda una camada, tendría que matarlos a todos. ¿Cómo explicar una camada de cerdos voladores? ¿Sería una maldición? Tal vez alguno de los vecinos la había hecho algún conjuro con la bruja del pueblo, algún daño. Encendió otro cigarro y se sentó en la silla. ¿Cómo saber? Mejor matar a toda la camada de una vez. ¿Y la idea de venderlos? Le costaba trabajo procesar la idea, ¿Dónde los vendería? ¿Cómo? ¿A cuánto? ¿Y si la gente en lugar de comprarlos se asustaba? ¿Qué haría con el Ministerio de Agricultura? Seguramente lo iban a multar los de sanidad. ¿Por qué había tenido tan mala suerte? ¡Un cerdo que vuela justo en su chacra!

Don Germán se rindió, entró a la casa y tomó unas monedas, se cambió los viejos zapatos por unos un poco más decentes y se fue a la carretera a llamar por teléfono. Mientras caminaba por la trocha polvorienta seguía pensando en qué hacer con el pobre animal. Seguramente sus hijos tendrían alguna mejor idea, por lo menos tendría algo nuevo que contarles.  Llegó al teléfono público, no estaba lejos, a unos setecientos metros de su casa. Insertó las monedas y llamó. No mencionó al cerdo, pero le pidió a Mario, su hijo mayor, que viniera con urgencia. Le dijo que no se preocupe, no era nada urgente ni grave, solo quería conversar algunos asuntos de la chacra. Como siempre Mario le recriminó con ternura el hecho de que insista en seguir viviendo solo tan lejos; Don Germán bromeó un poco y se despidió, no quería vender la chacra ni que nadie más la cuide. No quería pasar sus últimos años en la ciudad.

Cuando estaba a escasos veinte metros de la casa, vio al cerdito caminando cerca de una higuera al lado de los gallineros, “¡carajo, se ha soltado!” exclamó, y empezó a correr al mismo tiempo que se arrepentía de no haberlo encerrado en el desván como pensó en un principio, pudo ver que todavía tenía el collar de cuero al cuello, pero no veía la soga, el pequeño animal al verlo venir se asustó y emprendió el vuelo, Don Germán corría tropezándose con las piedras, enredándose con sus propios pies y con su desesperación. Cuando llegó a la higuera el puerco se había elevado a varios metros de altura alejándose al tiempo que agitaba sus alitas de celofán.

Don Germán corrió a la casa, al pie del horcón estaba atada la soga, al otro extremo la argolla de metal se había quebrado de tan oxidada que estaba. Se sentó en la silla, se tomó la cabeza con las manos y se preguntó ¿Qué pasaría con el pobre cerdito? ¿Quién lo encontraría? ¿Cómo podría probar que era suyo si algún conocido lo encontraba? Pidió a Dios que lo encuentre alguien que lo cuide y lo trate bien, alguien que le dé de comer y no deje que se enferme, mientras se amasaba los cabellos de las sienes con ambas manos y enormes lágrimas rodaban por sus arrugadas mejillas.

sábado, 5 de mayo de 2012

OCHO SEGUNDOS (Cuento)


“Ocho segundos” piensa Zé, mientras, sentado sobre el madero que separa la caja uno del área de vaqueros, se coloca el pesado chaleco de protección.  Ajusta las correas y mira hacia el público, en unos minutos más serán solo siluetas en movimiento, colores difusos. Revisa y asegura las hebillas de las correas de las chaparreras, se pone los guantes de cuero. En ese momento el toro, un cebú de novecientos kilos ingresa a la caja, los ayudantes pasan las cuerdas por el pecho del animal, por la grupa, hacen los nudos, los ajustan, “solo ocho segundos” se repite Zé, cierra los ojos y visualiza el toro sobre la arena, meneándose con furia y él sosteniéndose con una sola mano aferrada a la soga sobre el lomo de la bestia, el otro brazo sobre la cabeza hasta el final, hasta contar ocho segundos.

Varios minutos antes han ingresado todos los vaqueros a la pista, se han quitado el sombrero y se han encomendado a la Virgen de la Aparecida, han saludado al público pateando la tierra con la bota derecha, como es la costumbre. Zé ha recibido con cariño y respeto los aplausos, pero ahora está a punto de montar, ya está casi listo, el Juez hace una señal y el anunciador grita su nombre al micrófono: “Y ahora José María Reis, de la hacienda San Sebastián, montando a Destructor de los establos  de don Sebastián Da Silva”. El fino animal, un guzerá imponente, efectivamente es de propiedad del patrón don Sebastián, dueño también de la hacienda donde ha trabajado desde niño, sin embargo eso no importa ahora, se calza bien el sombrero y se monta sobre el toro, a pelo, como dicen las reglas.  Los ayudantes estaquean al cebú para permitir que Zé se acomode y se prepare, el animal inmovilizado en la caja apenas un poco más grande que él se incomoda y bufa, Zé sabe que mientras más se demore en ubicarse más bravo se pondrá  el toro y se apura, levanta la mano izquierda sobre la cabeza y asiente con firmeza, el Juez da la orden y el mozo que está en el ruedo abre la puerta del  cajón. Destructor sale a toda velocidad de su encierro y Zé aprieta los dientes “ocho segundos.”

Uno, se siente volar por lo aires, se ve de siete años montando los bueyes junto a don José, su papá, que era también peón de don Sebastián, el olor de bosta, el aroma de la cálida leche recién ordeñada.

Dos, su espina dorsal parece partirse en dos por la sacudida, tiene diez años, va a la escuela del pueblo, demasiado grande para su edad, sus compañeros juegan con muñecos y carritos en las tardes mientras el laza becerros y alimenta a las vacas.

Tres, el tirón en su brazo parece desgarrarle el músculo, abandona la escuela a los quince, no hay nada útil en ella, ya sabe sumar, restar, leer y escribir, para él eso es suficiente, ya es un hombre y la muerte de su padre lo obliga a tener que trabajar para mantener a mamá.

Cuatro, hunde las espuelas en las carnes del animal, más para sostenerse que para castigarlo, recuerda el día que la hija del patrón regresó de la ciudad para el rodeo, cuatro años atrás, él tenía dieciocho,  ella dieciséis, fue la primera vez que montó un toro y solo le importaba si ella lo había visto hacerlo.

Cinco, suspendido en el aire por un micro segundo, cae pesadamente sobre la espina dorsal de la bestia, la adrenalina no le permite sentir el dolor ahora, pero sabe que mañana caminará con dificultad, visualiza un nombre grabado en la corteza de un árbol: Leticia.

Seis, el sombrero sale despedido, recuerda el primer beso, tierno, limpio, pueril, allá… detrás de los abrevaderos.

Siete, aprieta con fuerza la soga y la presión le quema la piel de la palma de la mano, recuerda a don Sebastián advirtiéndole que no se acerque a su hija y el dolor que sintió de ser tan solo un peón.

Ocho,  el toro lanza las patas hacia atrás y él sale despedido, cae sobre la arena, de pie, firme, los mozos ahuyentan al animal, mira alrededor buscando al Juez y lo halla, con el cronómetro en una mano y la otra levantada, en puño, con el dedo pulgar hacia arriba. Zé salta de alegría y sus compañeros a tropel ingresan al ruedo, lo alzan en peso, lo vitorean y llevan en hombros, ha ganado los quinientos soles de premio, mira a la tribuna, don Sebastián lo mira complacido, a su lado radiante, sonríe bellísima Leticia.

* * *

Al día siguiente, a las cuatro de la madrugada, mientras todos duermen la resaca, Zé sobre un galopante caballo cruza los linderos de la hacienda de San Sebastián, en las alforjas lleva comida, agua y los quinientos soles ganados; en la grupa a la bella Leticia, vestida de amazona, enamorada, quien lo abraza desde atrás con todas sus fuerzas y apoya la cabeza sobre sus macizas espaldas, cierra los ojos y comprende que este viaje con él, rumbo a lo desconocido, ya no tiene vuelta atrás.