domingo, 29 de enero de 2012

CAFÉ (Cuento)


“Cuando tu boca me toca
Me pone y me provoca
Me muerde y me destroza
Toda siempre es poca
Y muévete bien, que nadie como tú me sabe hacer café.”

Miguel Bosé

Arduildo se sentó de un golpe sobre la cama, los treinta y dos grados de temperatura a la sombra y el sol ardiente que entraba al cuarto deslizándose por las rendijas de los tablones de la pared lo hicieron despertar. Estiró los brazos y se levantó, caminó desnudo, acariciando con los pies descalzos la madera cruda del piso de la casa, las calaminas de zinc en el techo empezaban ya a concentrar el calor. En la cocina Cidmara terminaba de preparar el café, Arduildo se le acercó despacio por detrás, sin hacer ruido, seducido por esa silueta voluptuosa, imponente, de caderas sinuosas y senos turgentes, apenas cubierta con una blusa ligera, sin ropa interior. Cuando estuvo a un paso del cuerpo soberbio de su mulata clara, la tomó de la cintura con ambos brazos con un rápido movimiento cual veloz felino y la mujer pegó un grito que retumbó dentro de la pequeña vivienda. Arduildo se echó a reír.
– ¡Me has asustado! – dijo ella sonriendo con todos sus blancos dientes, pero sin despegarse del cuerpo de su marido.
Arduildo seguía riendo, le besó el cuello, los hombros y buscó con su pelvis las caderas de la mujer, ella lo detuvo.
– Tómate tu café primero – le dijo, mientras colocaba una pequeña taza sobre la mesa y a su lado un plato de plástico con galletas y queso.
El hombre asintió y se sentó, comió despacio y acercó a sus labios la taza, aspiró con profundidad el intenso aroma del café recién pasado; siempre le gustó el aroma del café y en especial el que preparaba Cidmara, en los tres años que vivían juntos no había probado otro igual, ciertamente no recordaba haber probado uno igual en toda su vida. Mientras bebía, miró por la ventana abierta, a través de ella se podían ver las copas verdes y frondosas de los árboles de la selva, el olor del bosque tropical inundaba la casa y se metía en sus pulmones, era un día soleado que prometía ser radiante.

Luego de hacer el amor como todos los días con su mujer, Arduildo se dio un baño y se fue feliz montando bicicleta a su trabajo en el centro de Xapurí.

Una vez en el supermercado, dio los buenos días a sus compañeros y entró al vestidor a ponerse el uniforme, luego preparó el carrito con los productos que reabastecerían los anaqueles y se dirigió a hacer su trabajo antes de que se abran las puertas al público.

Cuando etiquetaba barras de jabón en el pasillo cuatro, se acercó un compañero de trabajo, Joao, y discretamente le susurró:
– ¿Te has dado cuenta de cómo te mira Luana?
– No, ¿cómo? – contestó displicente Arduildo.
– Pues con cara de querer estar contigo
– Yo ya tengo mi mujer.
– Pero una mujer nunca es suficiente – replicó Joao.
– Para mí sí – contestó el hombre mientras empujaba su carrito rumbo a otro pasillo, a sus espaldas escuchó la voz de Joao con tono burlón:
– Luana tiene razón entonces …

Más tarde, a la hora del almuerzo, en el patio de atrás del supermercado, Arduildo por simple curiosidad le preguntó a Joao que era aquello en lo que Luana tenía razón.
– Pues ella diciendo por ahí que no le das confianza ni le prestas atención porque tu mujer te tiene embrujado.
– No juegues hombre, ella habla así porque no le hago caso.
– Puede ser que tengas razón, a las mujeres de aquí no les gusta ser rechazadas y menos si son tan guapas como Luana – reflexionó Joao – pero de que te han hecho macumba, yo creo que sí hermano – agregó.
– ¿Y qué macumba crees que me han hecho?
– Yo no sé, pero Luana dice que tu mujer te da café pasado en la calcinha.
– ¡Esas son supersticiones Joao! – exclamó sonriente Arduildo.
– Ni supersticiones ni nada, mi abuela decía que en estos pueblos, la mujer que quiere retener al hombre y tenerlo a su disposición cuela el café recién preparado en su calzón usado, bien oloroso… y con eso lo tiene siempre fiel sin que fije en otras mujeres.
– ¡No seas asqueroso Joao! – solo a ti se te ocurre una barbaridad así.
– Yo no sé hermano, pero con lo que contaba mi abuela, yo me hago mi propio café en casa.
Ambos rieron de buena gana y terminaron sus refrigerios, pero la idea quedó rondando en la mente de Arduildo por varios días.

Aproximadamente una semana después, Arduildo aturdido por las dudas, casi no durmió. Se mantuvo atento al momento en el que Cidmara, con el primer rayo de luz, se levantara de la cama. Se hizo el dormido y la vigiló con un ojo a medio abrir. La observó salir del cuarto, ir al baño y luego la escuchó llenando agua en el calentador y encendiendo la cocina. Se levantó silencioso como una pantera, la vio abrir la bolsa de café molido y verter un par de cucharadas en la olla, luego una cáscara de naranja, la observó esperando el agua hervir, luego ella apagó la hornilla y él se quedó petrificado cuando la descubrió sacándose la truza que tenía puesta y luego de deslizarla por sus largas piernas canela, usarla para colar el café. Regresó a la cama y trató de pensar, de concentrarse, pero no lo logró; fingió despertarse recién y caminó como siempre desnudo a la cocina, se sentó a la mesa y se quedó absorto y confundido mirando el círculo negro humeante en la taza frente a él. Levantó la vista, observó a Cidmara, fuerte, sensual, la recordó ardiente en la cama, desenfrenada, sintió un cosquilleo en su bajo vientre y su sexo inundarse de sangre a tropel, la deseó con todas sus fuerzas, tomó la taza de café caliente y se la bebió de un golpe, sin importarle quemarse la boca, como quien bebe un néctar divino. Dejó la taza vacía en la mesa y se levantó mostrando orgulloso su virilidad en plenitud, Cidmara sonrió coqueta y se abrió la blusa dejándola caer a sus pies, él la abrazó y besó sus labios carnosos, su cuello fino, sus hombros suaves, sus pezones inhiestos; hicieron en el amor por horas sobre la mesa de madera de la cocina, contra la pared, sobre las sillas, en el piso, sudorosos, extasiados, dionisiacos, sin reservas, sin tiempos, hechizados para siempre y por la eternidad por el embrujo de un amor perpetuo escondido en el aroma afrodisiaco de una taza de café.

sábado, 14 de enero de 2012

PESTAÑAS INFINITAS (Novela - Capítulos VII, VIII y Epílogo)

VII

Al salir de la cabina del avión el bochorno intenso de los treinta y siete grados de temperatura me trasladó a la realidad. Bajé las escaleras disfrutando de ese olor diferente que tiene la amazonía, a diferencia de los aeropuertos de la sierra y de la costa, lo primero que llama la atención es el verdor que los circunda.

Esperé a que aparezcan mis maletas frente a la cinta giratoria y a pesar de estar en la sombra el sudor empapaba mis ropas, luego de un rato apareció mi equipaje y también el vari kennel en cuyo interior estaba Diávolo aún adormitado por el somnífero. Salí y me estaba esperando don Carlos, el dueño de la empresa donde había logrado que me contraten como asesor legal a tiempo completo. Don Carlos había conseguido levantar los más variados negocios en la ciudad de Iquitos, desde una envasadora de bebidas regionales hasta la importación y distribución de avena para el desayuno. Subimos a Diávolo y mis maletas en la tolva de la Bronco cuatro por cuatro y emprendimos la ruta hacia la ciudad.
– Y doctor – me dijo – ¿Cómo así por la selva?
– ¿Perdón? – le contesté, me pareció no haber comprendido bien la pregunta, después de todo él era mi empleador.
– Perdóneme, soy algo tosco a veces, pero también muy directo. Es raro que un profesional de sus pergaminos quiera trabajar por estos lares, lo normal es más bien que se vayan, no que vengan. ¿Qué lo trae por aquí? ¿Escapando de algo?
– No lo había pensado así – le dije – pero creo que tiene razón don Carlos, ando escapando de algo.
– Cuénteme doctor, me gusta escuchar historias.

Traté de explicarle lo difícil que se había hecho para mí vivir en una ciudad donde cada calle y cada plaza me recordaban algo, ya no tenía vínculos con nadie en Arequipa, si no era por el trabajo en la universidad o en mi estudio, no salía a comprar el pan siquiera. Había ido abandonando la costumbre de ir al bowling o almorzar con mis colegas hasta perderlas totalmente, le conté que un par de años atrás, en una luminosa mañana de sol y de cielo azul en la plaza de armas de Ica, me di cuenta lo tristes y solitarias que pueden llegar a ser la arenosas ciudades de la costa, a pesar incluso del bullicio falso del verano, eso sin contar los nueve meses siguientes de cielos grises deprimentes, en la sierra pasa lo mismo a pesar de sus majestuosos volcanes y enormes montañas. Tenía que encontrar un ambiente diferente y la selva siempre me había atraído desde muy joven.
– Lo entiendo doctor – me interrumpió don Carlos – a mi me pasó igual, yo soy limeño, vine aquí de vacaciones hace veinte años, luego ya no quise regresar a Lima, vendí el pequeño negocio que tenía allá y desde entonces he trabajado en esta tierra bendita que me ha dado todo lo que tengo. No me arrepiento.
– No sabía que era usted limeño.
– Así es, aquí dicen que si uno bebe el agua del rio, ya no regresa.
– Y usted bebió – afirmé bromeando.
– ¡Claro y la bebo todos los días! – Contestó alegre y continuó – y seguro que usted también la va a beber.
– ¿Del Amazonas? – pregunté curioso
– ¡No sea pendejo doctor! – me dijo riendo a carcajadas – ¡si es que usted no sabe ya se va a enterar!
Yo reí por cortesía a pesar de no entender, miré por la ventana de la camioneta el paisaje verde intenso que bordeaba la carretera, desde el avión había podido ver el espectáculo fabuloso de la sierra cobriza convirtiéndose poco a poco en una alfombra verde plena de vegetación, el brillo de los enormes ríos serpenteantes y luminosos, aspiré profundamente y sentí ese olor distinto que percibí antes en el aeropuerto y que no había sentido en ningún otro lugar del Perú. Este era sin lugar a dudas el lugar apropiado, si tenía que beber esa bendita agua, vería la manera de beberla pronto.

* * *

Me instalé en una de las casas que el consorcio había acondicionado para mí, era una construcción de material noble frente a la facultad de derecho de la universidad privada de la ciudad, ya antes por teléfono le había expresado mi deseo a don Carlos de intentar una plaza de docente y le pareció bien. Con Diávolo inspeccionamos el lugar, en la primera planta una sala amplia, comedor, patio y cocina, además de un baño y lavandería, tres dormitorios en el segundo piso, todos con aire acondicionado, un par de televisores, pero lo más interesante era que desde la ventana que daba a la calle se podía ver el malecón de la ciudad y el impresionante rio Amazonas. Traje una silla y disfrutamos de nuestro primer atardecer en la selva, los rosados tonos entre las nubes mezclados con fucsias y dorados perdiéndose sobre el horizonte. El verde de los árboles cambiando de tono, el rio tornándose plateado por momentos. No había sentido tanta paz en años. Cuando oscureció no quise moverme del lugar, algunos rayos lejanos cruzaban el cielo e iluminaban las nubes que habían aparecido junto con el ocaso, cerré los ojos y por más que intenté no pude lograr visualizar esos enormes ojos negros y esas pestañas infinitas, me levanté del asiento algo apesadumbrado y le puse el collar a Diávolo, iríamos a conocer un poco el barrio antes de dormir.

* * *

Los primeros meses fueron de intenso aprendizaje, las costumbres, las comidas, los paisajes y la forma de ver las cosas de la gente de la selva abrieron mis horizontes. Aprendí a estar alegre como ellos, a no preocuparme tanto por el después. Los fines de semana íbamos con los gerentes y administradores al club, a jugar frontón y luego a la piscina, otras veces solamente a almorzar. Algunas ocasiones surcábamos el Nanay, afluente del Amazonas, en los deslizadores de don Carlos y nos deteníamos a tomar cervezas heladas y disfrutar del sol en alguna de esas playas de arena blanca que no tenían nada que envidiarle a las playas oceánicas del Caribe.

Casi siempre nos acompañaban Sebastián y Joana, una pareja de enamorados que aparecían donde nosotros fuéramos siempre que estuviese también don Carlos. Con el tiempo noté que Sebastián casi nunca pagaba sus cuentas, mejor dicho, que casi todas las cuentas de Sebastián las pagaba don Carlos. Era un tipo carismático, con un notable parecido con un actor americano, ella ostentaba una impresionante belleza amazónica mezclada con algunos claros rasgos europeos. Tenía la típica piel canela bronceada por el sol de las brasileñas, los ojos verdes intensos y el cabello castaño claro de los escoceses, lo que sumado a los labios gruesos y carnosos de algún ancestro africano, y los ojos achinados de las muchachas de la selva le daban una apariencia exótica que, como me ocurrió a mí, podía arrebatar la respiración durante varios segundos a quien la viera por primera vez. Ambos eran sumamente educados y de buenas maneras, por lo que me llamó la atención un raro episodio: Una noche que salía del restaurant luego de cenar, los vi caminando por la calle y me pidieron un aventón. Los llevé al barrio de Punchana, luego de ingresar a una estrecha callecita sin asfaltar, me pidieron que me detuviera en una especie de vieja casona con cuartos independizados, se despidieron de mí atentamente y entraron a una de las habitaciones.

Me fui manejando lentamente y preguntándome si realmente vivían allí.

Un día mi curiosidad no resistió más y los invité a almorzar en el club, en la sobremesa y luego de algunos tragos me atreví a preguntarle a Sebastián cómo fue que conoció a don Carlos. Me contó que su padre y don Carlos habían sido socios en algunos negocios, muchos años atrás. Por aquel entonces, cuando Sebastián terminaba la escuela, conoció a Joana, ella acaba de regresar de estar viviendo un tiempo en París, algo que ver con el modelaje por lo que entendí. En aquél entonces la familia de Sebastián tenía una mansión en Lima con todas las comodidades imaginables, además de varios departamentos, vehículos e inversiones, también varias casas en Iquitos. Viajaba junto a su padre a Miami y Nueva York casi todos los fines de semana, a veces a ver negocios, otras solo para salir de Lima y hacer compras. La familia de Joana era del Brasil, pero tenía parientes en Iquitos, ambos coincidieron en una fiesta un fin de semana, se conocieron y se enamoraron desde el primer día. Sebastián me contaba con sentida tristeza la vida de lujos y excesos que él y Joana llevaban en aquel entonces y el empeño que ponía su padre en apartarlos de ese camino. El padre de Sebastián era un hombre trabajador y aguerrido, un pionero, había invertido también en los negocios de don Carlos y como me dijo al inicio, se habían hecho muy buenos amigos.
– ¿Sabe usted algo del negocio de la madera, doctor? – me preguntó Sebastián.
– La verdad muy poco – le contesté.
– Mire – me explicó – en ese negocio sólo se puede extraer madera los meses secos, de abril a octubre, el resto del año, en la época de lluvias, las empresas paran, el barro y la maleza en el monte hacen que los camiones no puedan entrar a sacar el producto, incluso las trochas se hacen intransitables, si un vehículo llega a entrar, una vez que tiene el peso de la carga las ruedas se hunden, se malogran las piezas, en fin, es demasiado costoso sacar madera en esos meses.
– Entiendo.
Me explicó entonces que su padre había estaba pensando en la forma de lograr extraer madera también en los meses de lluvia, hizo contacto con empresas europeas y americanas y finalmente invirtió todo su dinero e incluso aquél que no tenía mediante hipotecas y pagarés para comprar dos cangrejos.
– ¿Qué es un “cangrejo”? – pregunté con curiosidad.
– Un cangrejo es una especie de montacargas, tractor, grúa y pala mecánica, todo al mismo tiempo mezclado en una sola gran máquina, además tiene un sistema de orugas y patas de acero que le permiten avanzar en cualquier terreno y en cualquier sentido, de allí el nombre.
– Interesante – comenté.
– Sí – dijo Sebastián mirando al vacío.
– Lo cierto – continuó el muchacho – es que cada cangrejo cuesta una verdadera fortuna, mi padre había calculado que recuperaría toda la inversión en tan solo cinco años, aquella vez contrató personal y levantaron un campamento en la vera del Amazonas, bien adentro en el monte. Llevaron los dos cangrejos, mi padre estaba emocionado, los días de lluvia las máquinas se desplazaban y cargaban la madera aserrada sin dificultad, no las detenía ni el barro ni la maleza, depositaba los troncos en las balsas en el rio y de allí era transportada hasta el puerto principal. Una noche empezó a llover a cántaros, así como usted ha visto que solo llueve en esta selva. Dos empleados cruzaron el monte para avisarle a mi papá que estaba en la ciudad. La lluvia era intensa y el Amazonas estaba subiendo el caudal a punto de amenazar inundar el campamento.
– ¿Y qué pasó?
– ¿Ha oído doctor esa frase que dice: “Lo que la selva te da, la selva te lo quita”?
– Si he escuchado esa frase aquí varias veces – le dije.
– Cuando mi padre pudo llegar al campamento, este ya no estaba, el rio lo había cubierto, prácticamente se lo había tragado. Mi padre en su desesperación lloraba golpeando los árboles con sus puños, quiso meterse al agua con unas sogas, los trabajadores tuvieron que agarrarlo. Llovió cinco días seguidos, él se quedó frente a lo que fue el campamento mirando caer la lluvia todo el tiempo, solo fumando y casi sin comer, con la esperanza de que escampara y poder recuperar las maquinarias. Ese fue el año de la gran inundación, el nivel del Amazonas llegó hasta el mismo Malecón aquí en Iquitos. Cuando paró de llover y pudieron hace operaciones de búsqueda no pudieron hallar los cangrejos y de haberlo hecho tampoco hubiesen podido sacarlos, el rio luego de la lluvia, había cambiado de curso y su nuevo lecho era el lugar donde mi padre instaló su campamento.
– ¿Y qué sucedió luego? – inquirí.
– Perdimos todo, los bancos nos quitaron las casas, las acciones, las camionetas, los autos, los departamentos y todavía quedamos debiendo.
– Su padre se suicidó – dijo Joana que hasta ese momento no había intervenido en la conversación.

Traté de consolar al muchacho, él cambió de tema y hablamos luego de otras cosas. Me admiró la lealtad de Joana que seguía con Sebastián a pesar de haber caído en desgracia. Era una muchacha bonita y joven que seguramente podría, si quisiera, buscar a alguien que la mantenga sin mayor dificultad.

* * *

Un día organizamos un paseo a un albergue turístico, cerca de Iquitos. Como siempre invitamos a Sebastián y Joana. Luego del paseo en el que fotografiamos tucanes, lagartos y monitos, hicimos una fogata cerca de los dormitorios con ayuda de los guías y conversamos alrededor bebiendo aguardiente. Como a la media noche Sebastián y Joana empezaron a discutir. Se apartaron un poco del grupo y llegaron al punto de levantar la voz sin importarles nuestra presencia, de pronto Sebastián dijo algo y Joana le dio una bofetada que sonó como un latigazo. Nos pusimos de pie para evitar que la cosa pase a mayores, la mujer de don Carlos junto con las otras muchachas se llevaron a Joana que estaba llorando y nosotros fuimos por Sebastián. Lo hicimos sentar frente al fuego y nos quedamos en silencio esperando que se calme. Luego de algunos minutos su respiración se tornó pausada, don Carlos le reprochó:
– No puedes dejar que te trate así Sebastián.
– ¿Qué puedo hacer? – preguntó con la voz ahogada el muchacho y estalló en llanto. Don Carlos se levantó y me hizo una seña para que lo acompañe.
– Dejemos que se calme – me instruyó mientras me ofrecía un cigarro, yo hice un gesto de negación con la mano y él guardó la cajetilla – me olvidaba que no fuma doctor.
– Qué extraña relación la de esos chicos – dije.
– Sí, él no se merece una chica así.
Yo no me esperaba esa respuesta, es más me esperaba la respuesta exactamente inversa y no pude evitar decir:
– Yo pensaba que era lo contrario.
– No doctor, ni se imagina.
– Explíqueme don Carlos.
– Mire, la muchacha anda contando por ahí que es brasileña. No es cierto, nació en Belén que es el pueblito de estibadores en las afueras de Iquitos, un lugar pobre, lleno de enfermedades y pestes, las mujeres que pueden se embarazan de los turistas o los agentes de la DEA con la esperanza de que las saquen de allí, lo que casi nunca sucede. Por eso no es raro ver niños rubios o blancos jugando en sus lodazales. A Joana, su madre la vendió por unos cuantos soles cuando tenía trece años a un narcotraficante colombiano, el tipo inmediatamente se la llevó a Leticia, en la frontera con Perú y Brasil y la hizo su mujer. Cuando cumplió dieciocho se fueron a Europa, probablemente la chica fue usada como burrier, eso no lo sé. Lo que sí se sabe en la ciudad es que ella lo engañó allá en Francia, el tipo la trajo de los cabellos y la dejó en la casa de su madre con la ropa que tenía puesta, luego la pobre muchacha se prostituyó en las discotecas de la ciudad hasta que conoció a Sebastián, él la sacó de esa vida y ella a cambio lo hizo cocainómano. Con la muerte de su padre Sebastián se hundió hasta el cuello en la droga. La pelea que ha visto usted hoy no es por otra cosa que por esa porquería, el poco dinero que consiguen lo usan para comprar coca.
– ¿Y por qué no interna a Sebastián en un centro de rehabilitación? – pregunté.
– Porque no soy su padre, lamentablemente. Además requiere que él lo consienta y no quiere, la muchacha lo trae loco.
– Habiendo tantas muchachas bonitas por aquí – reflexioné.
– Pero esta le ha dado agua del rio.
– Sí – afirmé, mientras sonreía pensando en que ya sabía a qué se refería don Carlos cuando hablaba de la bendita agua del rio.

VIII

Ese sábado me levanté temprano, como siempre, revisé si Diávolo tenía agua y comida y me dirigí a la sala, encendí la portátil que siempre dejaba en la mesa de centro y me acomodé en el sofá. Diávolo se acercó lentamente, se subió al mueble, se acostó a mi lado y apoyó su carita canosa en mi muslo. Lo acaricié como siempre.
– Estamos viejos compañero – le dije.
El me miró entornando los ojos, uno de ellos estaba casi vencido por las cataratas, hacía dos años que ya no salíamos a correr, me ejercitaba ahora un poco en casa, mientras él se limitaba a acompañarme recostado sobre su manta. Entre los casos y asesorías al consorcio y las lecturas de los fines de semana había dejado de ir al club y a la playa. Prefería quedarme en el departamento acompañando a Diávolo y navegando en internet. Con los años me había acostumbrado al calor y la vida de la selva, ya no pasaba por mi mente siquiera la idea de volver a Arequipa.

Revisé mi correo y vi una invitación para una red social, en realidad recibía pocos correos de ese tipo, siempre me pareció aburrido el asunto de conversar con distantes desconocidos, iba a borrar el mensaje pero algo me detuvo, me pareció conocer a la persona que aparecía en la foto milimétrica que acompañaba al mensaje, lo abrí y apareció la foto del rostro de una muchacha de enormes ojos negros y un mensaje: “Hola Gabriel, soy Samira, hija de Claudia, de Ica. No sabes cuánto me costó encontrarte en internet. Espero que aceptes mi invitación.”

De inmediato y con la presencia cómplice de Diávolo, creé una cuenta en la misma red, escribí algunos datos generales, subí una foto antigua que tenía guardada en el computador e ingresé. Cuando finalmente pude aceptar la invitación, apareció el perfil de Samira y la foto ampliada. Mis ojos se llenaron de lágrimas y acaricié el cuello de Diávolo para tratar de controlarme, la muchacha era idéntica a Claudia cuando la conocí. Estaba en línea. “Hola” digité. Me contestó, yo no sabía que decirle, le escribí que era igualita a su mamá cuando tenía esa edad, esos ojos grandotes, negros, las pestañas largas, infinitas. Ella rió y me dijo que sabía bien quién era yo, que su mamá le había contado todo sobre mí, que era el amor de su vida, que siempre hablaba de mí, que nunca me había olvidado. Me contó que Claudia me había perdido la pista años atrás, mi nombre ya no figuraba en la guía telefónica. Ella le había querido dar una sorpresa y obtuvo mi nombre completo del sobre de una vieja carta que encontró, luego cada vez que tenía tiempo buscaba en internet y enviaba mensajes a personas que tenían mi nombre, hasta ahora sin embargo siempre le habían contestado mis homónimos. Me pareció divertido, le conté que estaba viviendo en Iquitos, luego tomé un poco de valor y le pregunté cómo estaba su mamá, Me dijo que estaba bien, se había separado y seguía trabajando como profesora, de pronto me preguntó “¿quieres hablar con ella?” alejé mis manos del teclado instintivamente, luego escribí un tímido “sí”.

* * *

Claudia me escribió largo rato por internet, primero en plan amical, luego se fue soltando y me habló de amor, de oportunidades perdidas que lamentaba haberme dejado ir. Yo la imaginaba llorando con esos ojos enormes, sentí tristeza. Recordó cada detalle de nuestros encuentros, muchas cosas que yo había olvidado pero que regresaron vívidas a mi mente apenas las mencionó. Me dijo que yo era el amor de su vida, que Samira lo sabía porque ella había querido que su hija tuviese en claro lo importante que había sido yo en su existencia. Luego escribió:
– Gabriel, ¿me darías una última oportunidad?
– No Claudia, lo siento. – respondí – Hay dos razones poderosas, primero que estamos demasiado lejos físicamente y segundo que ya estamos grandes para fingir cosas que no pueden ser. De verdad lo siento.
– Yo iría por ti a donde estuvieses.
– Lo sé y te agradezco – tecleé.
– La última vez que estuvimos juntos, no fuiste sincero conmigo – me increpó suavemente.
– ¿Y qué te hace pensar que ahora lo soy? – escribí algo molesto al darme cuenta que había sido descubierto.
– Pienso que todavía eres el chico romántico y tierno de la playa, el que hablaba con mi abuelita y me besaba todo el tiempo.
– Ya no lo soy Claudia. Soy otra persona, todos cambiamos. Me alegra saber de ti. Que estás bien…
– Gabriel – escribió interrumpiendo – ¿no me darías una oportunidad?
– No insistas – le reclamé.
– ¿Aunque fuese mi último deseo?
– No digas tonterías Claudia.
– Es una broma. ¿Sabes? Siempre te tengo presente.
– Yo también – escribí – a pesar de todo siempre te he tenido presente.
– Te quiero.
– Yo también, pero ahora debo desconectarme.
– Gabriel… – escribió.
– Sí
– Me conformo con saber de ti de vez en cuando. No quiero causarte problemas, debes tener a alguien... ¿Sabré de ti?
– Sí – contesté – por esta vía. Trataré de estar conectado.
– Gracias Gabriel. Me haces feliz
– Gracias a ti.
Me desconecté.

Me recliné en el sofá con las manos sobre la cabeza entrelazando los dedos. Claudia, después de tantos años, pensé. Y su hija, tan parecida a ella, como si hubiese retrocedido en el tiempo, ¿por qué habló de un último deseo? Sonreí, los años me habían enseñado que las bromas son solo verdades a medias, en mi juventud había aprendido gracias a mi madre y mi hermana a percibir los hilos del fino arte de la manipulación: causar pena para conseguir atención. Era difícil que alguien pudiera engañarme en ese terreno. Dejé de pensar en ello, me concentré en la casualidad, nuestros caminos otra vez unidos aunque sea por instante. ¿Cuántos años podría tener Samira? Traté de calcular. ¿Catorce? ¿Quince? ¡Cielos, cómo ha pasado el tiempo!, mis pensamientos se desviaron y recordé a mi mamá cuando vivía en Arequipa, no sabía mucho de ella ahora, la llamaba por teléfono en navidad, su cumpleaños y el día de la madre, algún día tendría que ir a Costa Rica, ¿qué sería de Mariela? ¿Se habría casado? ¿Habría tenido hijos? De pronto me sentí distinto, muchos años más viejo. Tomé conciencia de que ya había pasado los cuarenta y sí, era diferente. Diferente al muchacho que conoció Claudia. Sentí que esta vez no le había mentido cuando le dije que había cambiado. Traté de recordar al muchacho romántico y tímido de la playa y no me reconocí en él. ¿Cuánto puede cambiar uno en tan pocos años? ¿Era yo la persona que quería ser cuando recién pasaba los veinte años? No podía quejarme de mi vida, pero ¿realmente tenía lo que había soñado para mí? De pronto un ruido en la cocina me trajo de vuelta y oí la voz dulce y musical de Joana llamándome:
– Gabriel, amor, ya está listo el desayuno, ven antes de que la bebé se despierte.

* * * * *

EPILOGO

Algunos meses después, al llegar a la oficina luego de una audiencia en la corte, abrí el último cajón de mi escritorio que siempre estaba bajo llave. Saqué una caja de madera y levanté la tapa, allí estaban la fotografía amarillenta de Claudia con la banda de Miss Simpatía, las fotos que nos tomamos juntos en la Huacachina, las que me envió de regalo y sus innumerables cartas perfumadas, las acaricié con cuidado y cerré los ojos, logré ver otra vez esos ojos negros enormes rodeados de unas lindas y largas pestañas infinitas, recordé su sonrisa, sus lágrimas, su voz suave, tomé todo con delicadeza y lo acomodé de nuevo dentro de la caja antes de poner encima la hoja doblada que contenía la impresión del correo que me envió Samira esa mañana comunicándome que Claudia había muerto.

PESTAÑAS INFINITAS (Novela - Capítulos V y VI)

V

Dos meses después de la salida de Tower de la compañía, renuncié. La soledad del campamento minero, el ambiente tóxico producto de los relaves y las finas redes de poder y traición que se iban tejiendo en el directorio me ayudaron a tomar la decisión.

Regresé a la ciudad para dedicarme a enseñar en una de las universidades locales y abrí un pequeño estudio. Con los ahorros y los nuevos clientes que iban apareciendo, me daba para vivir tranquilo. Fue en aquel entonces que conocí a Mariela, una muchacha delgadita e inteligente, usaba lentes de aumento y ropa holgada. A veces iba a la oficina y hablábamos largo rato, cuando había tiempo íbamos a tomar un café o al cine.

Un día me preguntó si me había enamorado alguna vez de verdad, me sorprendió, nadie me había hecho esa pregunta antes. Al principio no supe qué contestarle, me quedé en silencio durante algunos minutos, luego miré sus ojos pardos a través de los vidrios de sus lentes y le dije que no, pero que alguna vez tuve la suerte de conocer a alguien que sí se había enamorado de verdad. Ella me sonrió con ternura y me abrazó en silencio mientras besaba mi cabello y mi mejilla.

Mariela de alguna manera suave y sutil se introdujo en mi vida, aparecía en la oficina con un café caliente o una barra de chocolate, me los dejaba sobre el escritorio a toda prisa, sonreía y se iba tan rápido como había llegado. Su padre que era médico otorrinolaringólogo me trataba siempre con mucho afecto cuando iba a visitarla a su casa lo que me hacía sentir sumamente cómodo, hablábamos muy poco pero se veía en sus ojos que era un hombre sencillo, correcto y bueno. Mariela le había heredado la sencillez y las buenas maneras, pero lo que más me gustaba de ella era ese extraño timbre de voz similar al tintineo de campanitas alegres y su inefable olor a jazmín. Sin darme cuenta pasaba buena parte de mi tiempo libre con ella y lo disfrutaba. Ella no se metía con mi trabajo ni yo con el suyo. Me di cuenta que la cosa iba en serio cuando casi todos nuestros conocidos empezaron a coincidir en que juntos se nos veía como una bonita pareja.

Tiempo después nos casamos. A pesar de que yo quería una ceremonia simple, su papá insistió en hacer una fiesta con orquesta y cena en el club. Para ese entonces mi padre ya había fallecido y mi madre había decidido radicar en casa de una hermana suya en Costa Rica, así que solo fue mi hermana Daniela que vivía en Tacna y quien viajó exclusivamente para la boda. Fue una bonita ceremonia, sonreí para cada una de las fotos que tomaron y compartí con todos los invitados aunque sea un minuto. Mariela estaba feliz y se le veía linda con su traje de novia. Nunca antes la había visto con vestido de noche y cuando se cambió el vestido blanco y volvió con ese traje azul de seda, quedé impresionado. Jamás la había visto tan bella. Bailamos hasta tarde y al final de la noche nos despedimos de todos y fuimos a la suite de un bonito hotel campestre, apartado de la bulla de la ciudad que reservé para nosotros dos. Llegamos exhaustos y nos desmoronamos en la cama después de tanto baile, bebida y ajetreo. Yo me quité la ropa lentamente y ella el vestido. Se fue al ambiente contiguo a terminar de cambiarse y regresó con un precioso conjunto blanco de lencería, se quitó los lentes y se recostó a mi lado. Yo la abrazaba con ternura y acariciaba sus cabellos en silencio, de pronto me preguntó:
– ¿Me amas?
– Claro que sí – le dije.
– ¿Estás seguro Gabriel?
– Claro, si no, no me hubiese casado contigo.
– No todos se casan por amor, quiero saber si realmente me amas.
– Te amo – le contesté mirando al techo por encima de su hombro.
– Dímelo mirándome a los ojos – reclamó ella.
– Pero estás sin tus lentes – le dije tratando de ser gracioso – no te vas a dar cuenta si te estoy mintiendo.

Se incorporó de la cama bruscamente y buscó en la mesa de noche, cuando se acercó a mí, su rostro había cambiado, se había puesto los lentes y sus mejillas estaban rojas de la rabia. Se montó de un salto sobre mi cuerpo y me tomó de las muñecas, puso mis manos a ambos lados de mi cabeza, se acercó cuanto pudo a mi rostro y me habló con un tono severo y pausado:
– Gabriel, quiero que me digas si me amas.
– ¿Qué pasa si te digo que no? – le dije entre nervioso y bromista.
– Te mato – me dijo con una contundencia que me asustó.
No pude contestar, apenas terminó de soltar su amenaza me besó. Hicimos el amor esa noche sin pudor, con irrefrenable pasión, embriagados de deseo, sin embargo no pude evitar distraerme de rato en rato pensando si esta mujer menudita sería realmente capaz de matarme si dejaba de amarla, o peor, si se daba cuenta de que nunca podría amarla como ella esperaba que lo hiciera.

* * *

Durante el primer año de matrimonio yo quería tener hijos, pero ella no. Decía que era mejor esperar un poco, terminar de comprar las cosas para la casa, completar los muebles, afianzarnos en nuestros trabajos, hallar mejores oportunidades. A la mitad del segundo año ella quería tener hijos y yo ya no estaba tan seguro. Me había acostumbrado a mis propios espacios, trabajaba casi todo el día en el estudio y enseñaba a medio tiempo en la universidad, me iba cada vez mejor y eso me facilitaba el placer de darme ciertos gustos. Salía en las madrugadas a trotar, me compré un cachorro de Braco de Weimar para que me acompañe, le puse de nombre Diávolo, era juguetón, no se cansaba nunca y se encargaba de despertarme todos los días a las cinco de la mañana rascando la puerta del dormitorio. Cuando podía, aprovechaba para leer en la tranquilidad de la casa durante las horas en las que Mariela salía a sus clases de aeróbicos, o cuando trabajaba en sus duendes de cerámica. Los fines de semana me iba al club a jugar bowling con los practicantes de mi oficina y ocasionalmente con algunos viejos amigos. Mariela inventaba cualquier excusa para no acompañarnos, me convencí de que detestaba ese deporte o fingía muy bien detestarlo. Cuando tocábamos el tema de tener hijos, mentalmente me costaba asimilar la idea de levantarme a media noche a cambiar pañales, dormir pocas horas, correr al hospital en las madrugadas, estar atento a que no se derrumben las cosas de las repisas de la casa o que me garabateen los libros. Empecé a usar las mismas excusas que Mariela me daba el primer año y ella se resignaba. Algunas veces notaba que entristecía pero no decía nada, yo creo que se arrepentía de no haber querido tener hijos cuando yo realmente lo deseaba, o tal vez yo me imaginaba eso para no sentirme tan culpable.

Poco después de cumplir los cuatro años de casados decidí ya no ir a las reuniones familiares a las que nos invitaban. Las preguntas recurrentes eran siempre las mismas: ¿Cuándo van a tener hijos? ¿Cuándo me vas a dar un nieto? ¿O un sobrino? ¿Ya han ido al médico? O peor aún las bromas de mal gusto de los tíos o amigos respecto a mi virilidad. El día que tomé la decisión estábamos en un almuerzo campestre en la hacienda de una tía de Mariela, una mujer de mediana edad que no se había casado nunca, en medio de la reunión se me acercó, me apartó del resto de invitados y me preguntó cuándo pensaba tener un hijo.
– No sé – le contesté, seguramente más adelante.
– Pero tienes que pensar en tu edad, no vas a querer que tu hijo te diga abuelito – me dijo inyectando todo el veneno posible en la frase.
– No creo señora – le contesté poniendo énfasis en “señora.”
– Mira Gabriel – me explicó en tono compasivo – puede ser que tú te sientas joven aún y no quieras tener niños, pero hazlo por Mariela, se van pasando los años y para nosotras es diferente ¿entiendes?, además una mujer se realiza cuando tiene hijos.
– Sinceramente señora, no creo que las personas deban realizarse a través de la existencia de un inocente que no ha pedido venir al mundo.
– Sí hijito, eso está bien para las pobres cholitas de la sierra – me replicó – pero ustedes tienen los recursos para tener un par de hijos y mantenerlos bien.
– No hay que guiarse de las apariencias – contesté mordaz – yo puedo tener los hijos que quiera, siempre que usted se comprometa a pasarles una pensión para su educación.
– ¡Ay Gabriel, eres insoportable, razón tiene Mariela de quejarse tanto de ti! – exclamó la mujer y se fue.

No me sorprendió mucho que pensara que soy insoportable, ciertamente tengo un carácter difícil, lo que me sorprendió fue enterarme de mala manera que Mariela se quejaba de mí con su familia.

* * *

Esa noche discutimos por causa de mi decisión de no ir más a las reuniones familiares y como siempre, porque se había hecho casi una regla en los últimos tiempos, no tomó mucho llegar al asunto de los hijos. Esta vez no quise hablar más del tema. Salí a la terraza y encendí un cigarro. Mariela salió también y sin mirarme me preguntó:
– ¿Cómo se llama ella?
– No empieces Mariela – le dije.
– No Gabriel, no pienso que me estés engañando. Quiero saber quién es esa mujer que te amó de verdad. Quiero saber porqué todavía guardas cartas y fotos de ella. Te he visto leyéndolas y escondiéndolas cuando entro de improviso a tu oficina. La otra vez olvidaste guardar una foto, la vi entre tus papeles, estabas tú, muchos años más joven con esa negrita bonita. ¿Dime Gabriel es ella?
– Mariela por favor, son cosas del pasado. También tengo fotos de mi primera comunión y no por eso soy cura.
– No juegues conmigo Gabriel – me dijo amenazadora – no estoy para bromas, solo quiero saber si es ella.
– Sí es ella – suspiré entre aliviado y resignado – pero no la amé. Creí que la amaba en algún momento, ella me amó y no le correspondí. Si yo la hubiese amado siquiera la mitad de lo que ella me amaba no estaría aquí contigo, habría tenido el valor de buscarla y no dejarla ir. ¿entiendes? Pero son cosas del pasado, solo recuerdos sin importancia.
– ¿Entonces por qué no quieres tener hijos conmigo? ¿Acaso ya no me amas? ¡Ya ni siquiera hacemos el amor como al principio! – se echó a llorar.

No tuve más palabras para tratar de explicar, me sentía cansado de todo, de la relación, del matrimonio, de Mariela, caminé a la sala a fumar otro cigarro y me dejé caer sobre un sofá, Diávolo se acercó para que le acaricie la cabeza. Recordé a Claudia, sus cartas, la tarjeta musical que le envió a mi mamá por el día de la madre, el perfume que me regaló en Guadalupe; me alegré al darme cuenta que, a pesar de los años, mi memoria olfativa todavía lo identificaba cuando por casualidad lo percibía en la calle o en algún centro comercial; visualicé con claridad la foto de Claudia con la banda de Miss Simpatía que me regaló al despedirnos, las fotos que nos tomamos en la Huacachina, una de ellas precisamente la que olvidé guardar en el cajón y que Mariela vio. Mientras acariciaba a Diávolo los recuerdos me iban adormeciendo, sentí que me desvanecía, en medio del sopor tuve la certeza de que Mariela se acercaba detrás mío con un cuchillo en la mano, no quise voltear, con los ojos cerrados imaginaba los ojos negros enormes de Claudia y sus pestañas infinitas, mientras esperaba sonriente que caiga sobre mí la guadaña de la muerte.

VI

Pocos meses después Mariela y yo nos separamos, no fue una experiencia traumática como yo esperaba, lo más difícil era afrontar los encuentros con los amigos que no sabían nada del asunto y que mandaban saludos a Mariela, o aquellos que preocupados me contaban que la habían visto en una discoteca o caminando por la calle con algún hombre. Me cansé de explicar las cosas y de las expresiones de consuelo y lástima cuando me veía obligado a confesar que me había separado, así que empecé á procurar no salir a la calle más de lo necesario.

Cuando llegó el verano evalué la posibilidad de ir a Ica, se me ocurrió llamar a la casa de Claudia para comunicarle mis planes, me contestó su hermana, noté su sorpresa cuando dije mi nombre, también note molestia en su voz cuando escuché a lo lejos “Te llama un tal Gabriel, ¿no será quien yo me imagino verdad?”, pero me olvidé de todo cuando escuché a Claudia contestándome emocionadísima pero a los susurros. Le dije que llegaría el fin de semana y le indiqué dónde me hospedaría, ella me dijo que la acababa de hacer la mujer más feliz de la tierra.

Antes de viajar volví a revisar las fotos una vez más y a leer las cartas, ya habían pasado cerca de quince años. Busqué en el portarretratos de los eventos de la oficina una foto mía y la comparé con las que tenía con Claudia, me reí de los cambios, sin embargo y afortunadamente Diávolo seguía llevándome a trotar y gracias a él no había engordado ni desarrollado la barriga cervecera de la que se enorgullecían mis coetáneos. ¿Cómo estaría Claudia? ¿Habría cambiado mucho? Al día siguiente lo sabría.

* * *

Al llegar a Ica me hospedé en un hotel en el centro de la ciudad, tenía una piscina enorme y habitaciones decoradas con elementos rústicos, las cabeceras de las camas, los colgadores de la ropa y hasta los soportes de la televisión eran trozos de troncos barnizados.

Acomodé mis cosas y me di un baño, como no sabía si Claudia seguía con su esposo, por previsión la registré con otros apellidos y la esperé en la habitación. Llegó a la hora pactada, abrí la puerta y estaba allí con sus enormes ojos negros, la abracé y la bese sin cesar; esta vez no esperamos, como si fuese el último día de nuestras vidas nos desnudamos e hicimos el amor con todo el cariño acumulado en los últimos años, con toda la pasión y la ternura del mundo y creo que por lo menos por mi parte, con algo de amor, del verdadero.

Al terminar Claudia se tapó con la sábana, noté que estaba avergonzada, acaricié sus mejillas, su oreja, su cuello, besé su hombro y le dije al oído que no se preocupe.
– Estoy gorda Gabriel – me dijo tapándose hasta la nariz con la sábana.
– No lo estás – afirmé sin mucha convicción.
– No me mientas tan descaradamente, yo tengo espejo en casa – me reclamó.
– Bueno, un poquito, pero las curvas no se han perdido.
Se rió de buena gana, conversamos largo rato desnudos sobre la cama, ella siempre cubriéndose y yo molestándola. Le conté de mi matrimonio y cómo había terminado, ella me contó del suyo y como todavía seguía en los mismos problemas, con la única diferencia que los chicos ya no eran tan chicos. Hicimos el amor de nuevo, pasamos la noche juntos y al amanecer despertamos abrazados y sonriendo.

Desayunamos en el hotel, frente a la piscina, como una pareja con muchos años de casados. Me pasó por la mente preguntarle cómo había hecho para pasar la noche fuera de casa sin despertar sospechas, pero desistí. Si algo aprendí acerca de las mujeres es que sus formas de resolver las cosas son como un acto de magia o prestidigitación, se pierde la gracia si se conoce el mecanismo. Terminado el desayuno me dijo que tenía que ir a resolver algún asunto, sospeché que tenía que terminar de darle forma al truco, quedamos en vernos para almorzar.

Caminé por las calles de Ica, se había convertido en una ciudad desordenada y bulliciosa, leí un periódico y tomé un helado. Fui un turista alegre y relajado después de muchos años. Frente a la plaza principal me dirigí a una tienda que vendía chocolates de varios tipos, una muchacha joven me atendió. La miré y sentí nostalgia al pensar en que habían pasado años desde la última vez que me detuve a ver la belleza de alguna muchacha.
– ¿Señor? – me dijo, sacándome de mi abstracción, le sonreí y señalé una caja de bombones, me di cuenta que hacía ya mucho tiempo que los adolescentes me trataban de usted y las muchachas jóvenes me decían señor.
– ¿Cómo se llama usted? – le pregunté mientras pagaba.
– Liliana.
– Liliana, que tengas un bonito día. Gracias.
– De nada señor.

Salí de la tienda sin ponerme los lentes oscuros y el sol brillante del exterior me cegó, caminé a la plaza y busqué una banca, no una cualquiera, busqué aquella donde años atrás bebimos verdadero pisco de Ica con Pepe, el Colorado Alfredo, Andrés, el Mollendino y otros más hasta el amanecer, precisamente un día antes de conocer a Claudia. Me senté y miré a la gente pasar, disfruté del sol amarillo, del cielo azul, de la sombra de un árbol, de la sensación de no conocer a nadie, de que nadie me conozca, de no sentirme obligado a saludar. Era un espectador anónimo y lo disfruté hasta el hartazgo como no lo había hecho desde que estaba en la universidad.

* * *

Durante el almuerzo hablé seriamente con Claudia acerca de su sobrepeso, le expliqué de la mejor manera posible que esa condición podía desencadenar en problemas serios de salud, yo conocía varios colegas que sufrían de diabetes sin haber tenido antecedentes familiares y por el solo hecho de haber subido de peso por encima del límite aconsejable. Ella me escuchó triste, al parecer me malentendió, pensó que le quería decir que ya no me atraía. Le tomé la mano y le dije que lo haga por sus hijos, ellos eran pequeños y la necesitaban, le pedí que me lo prometa. Asintió con la cabeza y buscó en su bolso un pañuelo, en su nerviosismo dejó caer varias cosas, entre ellas una cajetilla de cigarros.
– ¿Fumas? – le pregunté.
– Sí, ¿te molesta? – replicó.
– A mí no, pero deberías dejarlo.
– Es que tengo tantos problemas Gabriel. Me siento tan sola, no sabes qué difícil es todo esto para mí.
– Hazlo por tus hijos Claudia, ellos te necesitan más que yo o que tu esposo. Prométemelo.
– Lo prometo – dijo sonriendo pero con lágrimas en los ojos – ¿Te veré en la noche? – me preguntó.
– Lo siento, ha surgido una emergencia, debo partir hoy – le mentí.
– Ah ya – me contestó brevemente y sin preguntarme ningún detalle.

Nos despedimos sin mucho entusiasmo, cuando se alejó sentí una profunda pena. No debí haberme portado así, pero no tenía sentido darle más esperanzas a algo que no podía funcionar. En ese momento no tenía una razón precisa o un argumento, solo lo sentía. Lo vi todo claro cuando estaba sentado en la banca de la plaza. Caminé al hotel y subí a mi habitación, en realidad no tenía planeado irme, tampoco quería salir. Me quedé allí toda la tarde, viendo televisión. Por la noche, más por aburrimiento que por otra cosa, salí a la calle y vi que frente al hotel había un bar. Entré y me senté en la barra, un grupo de músicos afinaba sus instrumentos. Tomé varios tragos escuchando canciones de los años ochenta, cerca de las dos de la mañana fui a dormir mientras fumaba mi último cigarro. Había decidido dejar de fumar, ¿quién era yo para cuestionar a otros si hacía lo mismo? Ahora solo quería que pase rápido la noche para ir a tomar el primer bus y alejarme rápidamente de todo aquello que me hacía sentir tan mal.

viernes, 13 de enero de 2012

PESTAÑAS INFINITAS (Novela - Capítulos III y IV)

III

Siete años después, un veintitrés de julio, mientras bajaba del avión, en lo único que podía pensar era en que dentro de dos días más volvería a ver a Claudia. Desde la navidad que pasamos juntos en Ica no nos habíamos vuelto a ver, las cartas se fueron haciendo menos frecuentes con el tiempo, cada vez nos llamábamos menos, hasta que algún día borroso, sin fecha ni hora la conexión se rompió por completo. Recién el año anterior, por casualidad, había encontrado un artículo especializado escrito por su hermana, convertida en una reconocida bióloga. Al leer sus apellidos todos los recuerdos volvieron, aparecía su correo electrónico, le escribí saludándola y preguntando por el teléfono de Claudia, me contestó a los dos días y para mi sorpresa, me lo dio, y curiosamente seguía siendo el mismo que siete años atrás. La llamé y me pareció que no había pasado el tiempo.

* * *

Al regresar al hotel del Jirón Camaná en Lima, luego del primer día del curso de especialización, me paré en la ventana de mi habitación y encendí un cigarrillo, mientras fumaba pude ver un grupo de gente saliendo de una antigua construcción en la vereda de enfrente, con banderolas y gritando proclamas, eran miembros del sindicato de profesores del Perú. Ya sabía por la prensa que se había organizado una marcha en contra de la dictadura, sin embargo, al igual que yo, muchos pensaron que sería tan solo un berrinche provinciano sin mayor respaldo popular. Me recosté en la cama y me aflojé la corbata; mientras lanzaba una bocanada de humo hacia el techo me imaginaba a Claudia y sus ojos negros. ¿Cómo estaría? ¿Habría cambiado mucho? Habíamos hablado poco, le había comentado del viaje que ya estaba programado y ella me propuso encontrarnos en Lima. Imaginé que iríamos a cenar o almorzar, tomar algo, contarnos nuestras vidas. Pensé en los últimos siete años, yo estaba a punto de cumplir treinta, había terminado mi carrera hacía buen tiempo y ahora trabajaba para una compañía minera, no me podía quejar. En lo personal había tenido romances, pero casi ninguno de ellos se había convertido en algo más que un vago recuerdo en el tiempo, borroso, impreciso, indefinido.

Al día siguiente me llamó al hotel, acababa de llegar a Lima y quedamos en encontrarnos a las cinco. Más tarde, cuando estaba a punto de salir de mi habitación sonó el teléfono, el recepcionista me transfirió una llamada desde el lobby. Claudia se había asustado debido a los manifestantes que estaban marchando por las calles, y en lugar de esperarme había corrido a refugiarse en el hotel. Le pedí que suba. Esperé nervioso sentado en la cama hasta que tocó la puerta, me levanté y abrí. Nos abrazamos largo rato y como nunca antes; ella lloraba en silencio sobre mi hombro, hacía frio en Lima, ella vestía un traje gris y un gorrito del mismo material, sus ojos eran preciosos como siempre pero con brillo que no había visto antes, había madurado sin duda. Nos sentamos a conversar, me contó que se había casado, tenía un bebe y una hija pequeña. Preguntó por mi salud, si tenía pareja, lo dije que estaba bien, que estaba solo. De pronto se quebró en llanto nuevamente, me pidió perdón y yo no entendí por qué. Me dijo que siempre me había amado, que no había dejado de hacerlo ni un solo instante, que cuando nos distanciamos decidió olvidarse de mí, pero no lo logró. En ese intento había conocido al padre de sus hijos, se quedó en silencio y respiraba con dificultad, su llanto era ahogado, intenso muy sentido. Me acerqué y la abracé otra vez. Nos besamos, buscamos nuestros cuerpos. De pronto ella me detuvo, me pareció lo correcto, así que me incorporé y la abracé con ternura, mientras le pedía perdón. Me dijo que tenía que irse, miramos por la ventana y los manifestantes se habían alejado. Le ofrecí acompañarla al lobby, no aceptó, se limpió las lágrimas y se fue.

Estaba confundido, busqué en mis recuerdos, no me había equivocado, probablemente nadie me amaría como ella. Pero estaba casada, tenía dos hijos. Alguna vez pensé que lo más difícil en la vida, tendría que ser encontrar a alguien que lo ame a uno incondicionalmente. Yo había encontrado a alguien así y la había perdido. Ahora ya no sabía qué pensar. No quise preocuparme más, después de todo, tal vez había sido un error encontrarnos de nuevo, encendí la televisión.

* * *

A la siguiente tarde, me llamó otra vez, estaba cerca al hotel, nos encontramos y fuimos a cenar. Fue una conversación de amigos, al principio hablamos de todo un poco, luego me miró a los ojos y me dijo:
– Te lo quiero contar todo Gabriel.
– ¿A qué te refieres con “todo”? – le pregunté
Me contó que su marido era celoso al límite de la enfermedad, no la dejaba salir a ningún lado ni acompañada y mucho menos sola, ahora había logrado venir a Lima con excusas y mentiras, inventando un trámite burocrático. Ambos trabajaban en ciudades distintas pero cercanas, él la controlaba permanentemente por teléfono, convivían los fines de semana y era solo para discutir. Ya había sucedido que él había golpeado a otros hombres por el solo hecho de que la habían mirado o le habían sonreído. La última vez fue en un restaurant, precisamente cuando festejaban el cumpleaños de ella, un tipo desde una mesa cercana levantó una copa mirándola y él interpretó el gesto como un coqueteo correspondido. Se levantó y rompió una silla en la espalda del sujeto sin advertencia alguna. Ella ya no lo toleraba más. Ya no quería estar con él, pero no sabía cómo terminar la relación y más aún con los niños pequeños. Me dijo que no era feliz, en definitiva quería separarse de él, pero sus celos y el miedo de lo que pudiera hacerle como consecuencia de ellos, la asustaban.
– ¿Ya no sientes nada por él? – le pregunté.
– No – me contestó con firmeza.
– ¿Por qué no quisiste hacer el amor conmigo ayer en el hotel?
– Me dio vergüenza – dijo con una risa nerviosa y bajando la vista.
– ¿Pero vergüenza de qué? – volví a preguntar.
– No te lo dije, pero di a luz hace poco, y todavía sale leche de mis senos – y se echó a reír. Yo también reí y nos encontramos en una mirada cómplice como si nunca nos hubiésemos separado en estos siete años.

* * *

Terminamos de cenar y la acompañe a tomar un taxi, nos prometimos seguir en contacto. Caminé al hotel, en la recepción aproveché para pedir mi factura y avisar para que me despierten temprano debido a que mi vuelo de retorno estaba programado para las ocho de la mañana, el recepcionista me advirtió en tono confidente que mientras estuve afuera habían llegado tres buses de provincias con profesores sindicalizados de todo el país. Subí a mi cuarto y pude ver desde la ventana en el patio interior del local del sindicato decenas de personas acomodadas precariamente en viejos colchones e improvisadas tiendas de campaña. Llamé a recepción y pedí que me despierten a las tres de la madrugada.

Al día siguiente mientras desayunaba en el aeropuerto y luego en el avión rumbo a Arequipa pasé todo el tiempo pensando en Claudia y en nuestro extraño encuentro, en la historia del marido celoso y sus hijos. Traté de imaginar qué habría pasado si él la hubiese seguido hasta el hotel. Algunas horas después y ya en mi departamento, me enteré que los manifestantes contra el régimen habían incendiado el banco estatal ubicado a pocas cuadras del hotel, algunos vigilantes habían perdido la vida en la catástrofe. Meses después se diría que fue la propia dictadura la que inició el fuego para responsabilizar a los revoltosos. Por mi parte, no volví nunca más a hospedarme en ese hotel.

IV

Unos diez meses después del triste episodio del incendio del banco en Lima y con un gobierno transitorio que ya había convocado a elecciones generales, recibí una llamada de Claudia mientras me hallaba sentado frente al escritorio de mi oficina, tratando de resolver un asunto complicado. La atendí, con todo el cariño que pude, pero con la desagradable imagen mental de su marido celándola. Hablamos de todo un poco, ya no usábamos mucho la palabra “te extraño”, parecíamos viejos amigos que se cuentan cosas. En algún momento nos quedamos callados, sentí un suspiro en la bocina del teléfono, luego me preguntó: “¿Cuándo vienes a Ica?”

Tomé algunos segundos en contestar, le dije que no sabía, pero que haría lo posible. Por las actividades propias de la empresa era poco probable programar un viaje para esa zona, pero no imposible. Recordé que existían un par de antiguos juicios laborales en Chincha. Cuando colgué repasé mentalmente la conversación y me di cuenta que no había mencionado para nada a su marido. Me habló de sus hijos, de su trabajo de profesora, de sus hermanas, de su hermano que volvió de Rusia, de su mamá, pero no de él. ¿Sería que se separaron?

Me encontraba flotando en medio de mis dudas cuando el teléfono volvió a sonar. Contesté, era el auditor general, se había convocado a una reunión de emergencia con el directorio. Me puse el saco y caminé rumbo al salón de reuniones mientras pensaba cómo podría hacer para hacerme un poco de tiempo e ir a Ica. Cuando llegué estaban los directores reunidos con el auditor, se notaba tensión en el ambiente. Ingresé y de inmediato me cuestionaron sobre la reciente elección de miembros del directorio. Resultaba que uno de los recién elegidos tenía acciones en otra minera, de acuerdo al estatuto para ser miembro del directorio tenía que haberse deshecho de esas acciones previamente.

Yo sabía de sobra que habían razones ocultas para ese extraño cuestionamiento, el nuevo director de apellido Ramírez, era contrario a la gestión actual y contaba con el apoyo de gran parte de los accionistas. Era casi un hecho que sería el próximo presidente del directorio. Noté que Ramírez no estaba presente. Opiné brevemente, y sin tomar asiento siquiera, que no veía el problema, el periodo de tachas ya había pasado y nadie se había opuesto a su candidatura. Si se demostraba que aún mantenía acciones en otra empresa se le podría sancionar con una suspensión y exigirle la transferencia de las acciones para permanecer en el cargo. Recomendé confirmar previamente la existencia de las supuestas acciones y luego recién proceder.

Luego de escucharme, el presidente del directorio todavía en funciones tomó un documento y me lo entregó para que lo lea. Era una resolución de nulidad de la elección de Ramírez, sonreí tratando de mantener control mientras dentro de mí empezaba a bullir la cólera. Con el documento en la mano les dije que era una farsa que me llamaran solo a validar una cuestión que ya habían acordado previamente, el documento no era un borrador, era una resolución que contaba con la firma de todos los directores excepto la de Ramírez, por obvias razones, y de don Gualberto Morales, un hombre leído y educado, quien se negó a firmar. Al parecer ya habían previsto mi reacción, puesto que me dispensaron, antes de salir reiteré claramente mi posición y me fui.

Cuando bajaba por las gradas, me encontré con el Gerente General y solo en ese momento me di cuenta que él tampoco había estado en la reunión.
– ¿Qué sabes de lo de Ramírez? – le dije.
– Parece que están cocinando algo – me contestó.
– Ya está servido – afirmé molesto
– Eso quiero ver.
– Ten cuidado. Esto huele mal.

Pasamos cerca de tres meses atrapados en un terrible lio de poderes, la cosa se complicó porque el Gerente General, a pesar de saber las mismas cosas que yo sabía, se mostró en un inicio extrañamente complaciente con la decisión del directorio, luego tuvimos una seria conversación y le expliqué los alcances legales de lo que estaba sucediendo y además le reclamé su falta de consistencia. Noté que se sintió incómodo entre mi posición y su necesidad de quedar bien con el directorio. Luego y con el transcurso de los días tomó claro partido por Ramírez, como debía ser, y con mayor razón cuando después descubrimos que este efectivamente había transferido las acciones de la otra empresa un año antes y por tanto no había mentido en su declaración jurada. Al parecer el reporte en el que aparecía como accionista no era otra cosa que uno de esos frecuentes casos en el país de bases de datos desactualizadas y el directorio, en su desesperación, se había apresurado en tomar decisiones sin confirmar previamente la información.

Por si esto fuera poco, al mes de haberse producido las elecciones del directorio, los poderes del actual presidente se vencieron, empezaron a rebotar los cheques, los proveedores presentaban reclamos respecto a sus pagos, se generaron retrasos en las planillas y peligraban los contratos con los compradores extranjeros. Al final y contra la terca resistencia del auditor general, que se constituyó en una especie de inquisidor decimonónico, Ramírez fue incorporado al directorio y, como se esperaba, elegido Presidente, este a su vez ratificó en la gerencia general a Samuel Tower a pesar de su inicial debilidad. Cuando salíamos de la primera sesión del nuevo directorio el auditor se acercó a Tower y le susurró de modo que todos alrededor pudieran escucharlo: “Esta me la vas a pagar.”

Me tomó casi dos largas semanas inscribir los poderes y facultades del directorio en los registros públicos y en los bancos, obtener las nuevas chequeras y gestionar lo necesario para dejar todo en orden desde el punto de vista legal, por su parte el auditor general y Tower se enfrascaron en una pelea permanente que se convirtió en un asunto personal. Las reuniones de directorio pasaron a ser eternos cuestionamientos al gasto y al manejo de la compañía, eran sesiones pesadas, sin acuerdos sustanciales y repletas de discusiones bizantinas. En esos días programé un viaje a Ica, quería darle una sorpresa a Claudia y aprovechar para relajarme un poco; por ello decidí ir directamente en bus, ya que Ica no tenía aeropuerto y no quería tener que pasar por Lima. En el fondo también quería rememorar aquella vez que fui a pasar la navidad con ella.

La semana siguiente antes de ir al terminal, compré chocolates y flores, las acomodé de la mejor manera posible en una caja para que pudieran resistir el viaje de doce horas. Salimos de Arequipa a las ocho de la noche. Luego de que la guapa anfitriona nos hiciera jugar al bingo y después de ver el inicio de una comedia romántica, me quedé completamente dormido. Me desperté dos horas más tarde debido al incesante sonido de los pitidos producidos por los mensajes de texto y de voz entrando en mi celular uno tras otro. Miré por la ventana, las luces y letreros luminosos fueron señal clara de que estábamos ingresando a Camaná. Iba a revisar los mensajes cuando timbó el celular. Era Ramírez.

– Gabriel, tienes que venir a la empresa, cancela tu viaje – me ordenó con voz nerviosa
– ¿Qué ha pasado? – pregunté.
– Es Tower – me dijo apesadumbrado – auditoría acaba de ingresar un documento, dicen que su título profesional es falso.
– ¡Diablos! – exclamé – ¡lo que faltaba!

Bajé del bus en el terminal de Camaná y tomé un taxi “cueste lo que cueste” por expresa orden de Ramírez, con suerte, y viajando toda la noche, estaría en el campamento al amanecer.

* * *

Cuando llegué a la mina lo primero que hice fue buscar los legajos de personal, curiosamente el de Tower no tenía la copia de su título profesional, lo que era raro porque era un requisito previo para la contratación. Yo mismo había redactado el contrato y recordaba claramente haber visto el título y confirmado con él directamente y por teléfono la fecha de graduación y el número de su colegiatura. Tower llevaba dos años con nosotros, y se había comportado siempre como un gerente sobrio y proactivo, a diferencia de los anteriores que se fueron casi siempre, con o sin razón, acusados de malos manejos. Busqué en su hoja de vida y anoté el lugar y años de estudios. Llamé a la universidad aprovechando que una tía mía, doña Cata, trabajaba en uno de los vice rectorados. Media hora después me confirmaba el dato de que el nombre de Samuel Tower no figuraba siquiera en los registros de alumnos con estudios inconclusos, le pregunté a mi tía Cata si me podía enviar una constancia de ello y me dijo algo sorprendida, como si fuese la cosa más evidente del mundo, que toda esa información estaba en la página de internet de la universidad. Le agradecí y colgué, efectivamente en la página de la universidad había una opción de búsqueda de alumnos con fecha de graduación y egreso, Tower no figuraba por ningún lado, algo tan simple y a nadie, incluyéndome, se le había ocurrido hacer esa operación, imprimí la imagen de la búsqueda negativa y subí a la oficina de la presidencia del directorio. Allí ya me esperaba Ramírez.
– ¡Pero Gabriel! – me dijo luego de escuchar mi explicación – ¿quien contrató a Tower?
– De acuerdo al legajo fue por medio de una empresa de evaluación de personal señor – le contesté.
– ¿Y no se supone que verifican la información?
– Sí, se supone que eso hacen, verifican estudios y empleos anteriores, eso se plasma en un informe.
– ¿Hay posibilidad de demandar a esa empresa?
– Yo creo que sí.
– De acuerdo, de todas maneras trata de que el asunto sea lo más limpio posible, no quiero escándalos ni juicios. Haz el esfuerzo Gabriel.
– Eso haré
– Y ten cuidado con el auditor – me advirtió.
– ¿Por qué?
– No está contento con haber hurgado en la vida de Tower y averiguar lo del título, también quiere denunciarlo por ejercicio ilegal de la profesión, falsificación de documentos y sabe Dios qué más.
– Entendido – contesté y salí de la oficina.

Durante tres largos días tuve que negociar con Tower su salida de la empresa para evitar cualquier contingencia laboral y además amortiguar el escándalo público; a pesar de lo evidente, él negaba los hechos. Decía en su defensa que no le había causado ningún daño a la compañía y era cierto de alguna forma; desde el punto de vista económico durante su gestión la empresa había crecido más que en otros años, no había evidencia alguna de malos manejos ni enriquecimiento indebido. A pesar de las prolongadas conversaciones que tuve con él, no pudo explicarme como hizo para llegar a un cargo tan alto sin que nadie se diera cuenta del título falsificado. Además nunca reconoció haber falsificado nada ni tener algún título, su argumento – inverosímil por cierto – era que por error había colocado sus datos en una plantilla de currículum de otra persona que seguramente tenía estudios de administración y a él se le había olvidado borrarlo, me contestaba además con la excusa ridícula de que se sentía un profesional en su trabajo y que eso le bastaba, y cuando yo insistía sobre el título me decía que él no tenía que probar nada a nadie. Al tercer día de largas negociaciones en paralelo también con auditoría para evitar un inútil juicio, Samuel Tower fue despedido discretamente, no se le pagó indemnización alguna, no se le denunció por ejercicio ilegal de la profesión ya que no se afectaron los intereses económicos de la empresa y no se le denunció por falsificación de documentos, aunque esto último pudo haberlo llevado a la cárcel, sin embargo lo cierto es que nunca apareció el título falso que pudiera probar el delito. Con la empresa de contratación de personal que lo entrevistó y evaluó, llegamos a un acuerdo económico para indemnizar a la compañía, a esos niveles nadie quiere aparecer en la página de judiciales de los periódicos. A pesar de mis investigaciones, no hubo manera de determinar quién sacó la copia certificada del título profesional del expediente de Tower. Algunos días después le hice la pregunta cautelosamente a Ramírez. No se inmutó, sin levantar la vista del documento que estaba firmando me dijo:
– Debe haber sido el diablo.

Pocas semanas más tarde se las arregló para despedir al auditor general.

miércoles, 11 de enero de 2012

PESTAÑAS INFINITAS (Novela - Capítulos I y II)

I

Todavía no habían terminado de apostar cuando el Mollendino se lanzó al agua, empezó a bracear con fuerza y lo vimos perderse entre el oleaje todavía ligero; en el horizonte aún se podía ver, como un buque fantasma sobre la reverberación del sol en las aguas del océano, la silueta a contraluz de la bolichera a medio hundir a donde se habían desafiado llegar con Andrés. Mientras los observábamos, un pescador de voz aguardentosa y rostro forjado a sol y arena murmuró:
– Mala hora para nadar, el sol se está poniendo, el mar se pica.
Nos miramos y volteamos hacia ellos gritando para que vuelvan, levantando y agitando los brazos, pasaron largos minutos, de pronto una cabeza emergió, era Andrés que se acercaba a la playa con un nado cansado. Contuvimos la respiración y esperábamos que apareciera también el Mollendino al mismo tiempo que rezábamos para que haya desistido. Cuando Andrés se puso en pie todavía con el agua hasta las rodillas, entendimos por su expresión que estaba agotado.
– No se puede – nos dijo con la voz quebrada.
– ¿Y el Mollendino? – le preguntamos al unísono.
– No sé – contestó mientras empezaba a tiritar

No supe qué hacer, me di cuenta que todavía estaba con un vaso lleno de cerveza en la mano y me lo bebí de un trago por los nervios, Pepe salió corriendo hacia al muelle para hablar con algunos pescadores, lo seguimos. Una vez allí les pedimos ayuda, pero ninguno de ellos quiso volver a la mar, negaban con la cabeza y explicaban con frases cortas señalando el horizonte mientras amarraban sus botes, decían que era muy tarde y que el mar estaba movido, nadie salía a esa hora. Se me ocurrió que si los pescadores más experimentados se resistían a adentrarse al océano a pesar de ofrecerles dinero por el servicio, tenía que ser porque era realmente peligroso. En ese momento, para nuestra suerte, atracó un moderno deslizador con motor fuera de borda repleto de turistas del último turno que volvían de fotografiar a los lobos de mar, le rogamos al conductor que nos ayude a rescatar a nuestro amigo, él sujeto vio nuestra desesperación y accedió. Nos subimos de inmediato y partimos, rápidamente llegamos muy cerca de la vieja bolichera, allí estaba el Mollendino con los ojos rojos y exhausto, apoyado en un trozo de madera que emergía por uno de los costados de la armazón podrida. Pepe, tal vez por el efecto de las cervezas que habíamos bebido más temprano, se lanzó al agua a su rescate y al emerger, salieron también a flote sus lentes oscuros de plástico, sus sandalias y su billetera de velcro. A pasar de lo dramático del momento nos echamos a reír. Pepe recogió sus cosas mientras flotaban y le pidió al Mollendino que suba al deslizador. Él negó con la cabeza.
– No, yo voy nadando, adelántense.
– ¡Estás loco! – le grité – todos dicen que es peligroso.
– ¡Yo regreso nadando! – insistió firmemente – si quieren me acompañan.
Empezó a bracear de regreso, ayudamos a Pepe a subir al deslizador y le pedimos a nuestro conductor que siga de cerca al Mollendino, luego de unos veinte minutos que parecieron durar una eternidad llegamos a la costa, no imaginábamos todo el alboroto que se había producido en la playa, los pescadores esperaban atentos y aplaudieron cuando el Mollendino pisó la arena, nosotros bajamos del deslizador y lo abrazamos, los que se quedaron en la playa se acercaban también y vitoreaban. Habían ciento de curiosos, turistas sacando fotos y el Mollendino bebía con todos y brindaba por Mollendo, decía a quien lo quisiera escuchar que todos los mollendinos eran así de machos y conocedores del mar.

Andrés con un gesto de caballero se acercó y lo abrazó cordialmente al tiempo que lo felicitaba, en ese momento en medio de la algarabía y el alboroto, volteé y la vi, su sonrisa nacarada y su mirada intensa destacaban claramente de entre el grupo de chicas jacarandosas y alegres que también se habían acercado a curiosear. Me quedé mirándola fijamente por unos segundos y creí notar que se sonrojó un poco. Tenía unos ojos enormes y unas pestañas largas y negras que los hacían parecer más grandes todavía. Pepe me susurró:
– Esa morena está que te mira
– ¿Sí? – fue lo único que atiné a decir.
– Sí – me contestó y agregó – anda háblale.
– Háblales tú – le supliqué.
Pepe se acercó y les preguntó algo, ellas rieron nerviosas, me llamó y me acerqué, nos presentamos, les contamos que éramos de Arequipa y habíamos venido a un congreso de estudiantes de derecho en la universidad de Ica, conversamos, compramos algunas cervezas y reímos todos. Pepe llamó a los demás, al Mollendino y a Andrés e hicimos un grupo enorme y divertido; ella y yo no dejábamos de mirarnos. Lo pasamos muy bien hasta que de pronto las muchachas secretearon entre ellas y nos avisaron con pesar que ya era tarde y se tenían que ir. Pepe, leal como siempre, trató de hacer una cita para el día siguiente, resultó y quedamos en encontrarnos en un parque de la ciudad de Ica al medio día. Ellas se fueron y nosotros poco después subimos al bus de la universidad que nos estaba esperando y partimos también. Ya se había hecho de noche.

Más tarde al llegar al hotel acordamos salir a dar una vuelta por alguno de los lugares más sórdidos de la ciudad, era la última noche que podíamos hacer algo por nuestra cuenta ya que al día siguiente era la clausura del congreso de estudiantes; nos bañamos y acicalamos como se debía para la situación, subimos todavía con los efectos del alcohol a un par de taxis y nos fuimos rumbo al prostíbulo de las afueras de la ciudad. En realidad solo queríamos caminar por los pasillos del burdel iluminados con tenues luces rojas y violetas, mirar a esas mujeres de todas las edades y todos los colores, vestidas escasamente con lencería barata, paradas todas ellas en el marco de las puertas ofreciéndose y tratando vanamente de parecer sensuales. Difícilmente podíamos hacer más, a esas alturas del viaje, a la mayoría de nosotros ya no nos quedaba mucho dinero y a lo mucho teníamos para la entrada y el taxi de regreso. Luego de dar vueltas y preguntar las tarifas solo para tener excusa de ver de cerca a las respetables señoras, muchas de ellas todavía sumamente guapas, decidimos regresar al hotel para descansar; los únicos que habían llegado decididos a pasar un buen rato a toda costa eran el Colorado Alfredo y Pepe. Los buscamos, al poco rato el Colorado aparecía saliendo feliz de un cuarto y se despedía en francés de una morena de cabello batido y caderas imponentes que decía ser colombiana, ella le envió un beso volado y el Colorado con un salto lo atrapó en el aire y lo guardó en el bolsillo de su camisa, cerca del corazón, mientras guiñaba un ojo y la mujer se desternillaba de la risa haciendo adiós con una mano y apoyándose con la otra en el quicio de la puerta de su habitación; minutos después encontramos a Pepe refunfuñando:
– ¿Quién me presta treinta soles? – preguntó.
– ¿Qué? ¿Y tu plata? – inquirió el Colorado.
– Ninguna me quiere aceptar esto – contestó Pepe apesadumbrado mientras nos mostraba un billete de cincuenta soles todavía mojado por el agua del mar – ¡creen que es falso!

* * *

Al día siguiente, al medio día, en la pausa para salir a almorzar, buscamos a Claudia y a sus amigas en el parque donde habíamos quedado encontrarnos, al llegar miramos alrededor y no estaban. Debimos haber sabido que no vendrían. Pepe me dio una comprensiva palmada en la espalda y fuimos a buscar algo de comer. No tocamos más el tema durante el almuerzo. Cuando volvimos para la jornada de la tarde, el chofer del bus de la universidad nos llamó, nos contó que habían venido dos muchachas preguntando por Pepe y por mí y al no encontrarnos nos habían dejado unas notas escritas en hojas de papel cuadriculado.

La mía tenía corazones dibujados y un breve mensaje, cortés y educado pero cariñoso, me dejaba su número telefónico y su dirección. La alegría que sentí se apagó rápidamente cuando recordé que esa noche era la última que estaríamos en Ica, luego averigüé dónde quedaba su casa y era en un anexo rural, en las afueras, a varios kilómetros de la ciudad. Finalmente tomé la decisión de que la carta sería un lindo recuerdo del viaje y me la guardé. Al día siguiente y durante casi todo el trayecto, mientras miraba las dunas a través de la ventana del bus, pensaba en Claudia, en sus enormes ojos negros y su limpia sonrisa de marfil.

II

De pie, levanto el teléfono, marco el código, luego el número y espero. Primero el sonido sordo de la línea estableciendo contacto y luego me contesta una voz dulce; pregunto por Claudia, me identifico, “un momento” me dice, escucho al fondo un grito “¡Claudia!”, alboroto y pasos, un carraspeo, me contesta y dibujo curvas imaginarias en la pared con la punta de mi dedo mientras escucho su voz, cierro los ojos y le digo que la extraño a pesar de casi no conocerla. Ella se queda en silencio, se ríe suavemente y me dice que también me ha extrañado, nos quedamos sin palabras, pero no es un silencio incómodo, lo disfrutamos, me rio y ella también. No hay mucho que decir, nos entendemos, empezamos a querernos sin saberlo.

* * *

Al llegar a casa luego de las clases en la universidad, mi madre me dice que ha llegado otra carta de Ica, emocionado la recojo de la mesita del teléfono y la leo de pie; como siempre, viene perfumada y acompañada de una foto, Claudia me cuenta que recibió mi última carta y se la ha mostrado a su familia, a sus amigas, en fin, a todos; que está muy feliz y me explica con detalle las cosas que hizo durante toda la semana, siempre pensando en mí, al final me pregunta si ya tengo pensado cuándo iré a Ica.

Me quedo meditando respecto a ello, miro el calendario colgado en la pared, el año está cerca de terminar y decido que viajaré para la navidad, sé que es una decisión impulsiva, que nunca he pasado navidad fuera de casa, pero ya está decidido. Salgo a la calle y camino hacia la bodega a comprar papel para carta y un sobre.

* * *

Era veintitrés de diciembre por la noche cuando llegué al anexo de Guadalupe, mi madre no estaba feliz cuando me despedí de ella, pero no me reprochó nada. Ahora estaba bajando del bus, con mi viejo maletín de cuero marrón, que alguna vez fue de mi abuelo. En la terminal esperaba Claudia acompañada de su mamá, nos abrazamos con algo de reparo por la presencia de su madre a la que saludé inmediatamente después con exagerada cortesía y franco afecto.

Caminamos sin dejar de conversar hasta la casa de Claudia, una vez allí les pedí que me indicaran cómo llegar a un hotel, pero Claudia y su mamá me dijeron que no había problema, la casa era grande y tenía algunas habitaciones extra que yo podría usar. Agradecí el gesto, y me quedé pensando en la hospitalidad sincera y cálida de dos personas que no sabían casi nada de mí, a su mamá era la primera vez en mi vida que la veía y con Claudia, a pesar de las múltiples llamadas y conversaciones telefónicas, solo nos habíamos visto dos veces contando esta.

Esos días fueron cortos e inolvidables, pasé la navidad con Claudia, su madre, su abuela y sus hermanas. El padre de ella había fallecido en un accidente de tránsito y su único hermano estudiaba en Rusia gracias a una beca. Los siguientes días paseamos por la Huacachina y fuimos a la piscina del hotel Los Médanos en la carretera, caminamos por las calles de Guadalupe tomados de la mano a veces, abrazados otras, hablábamos, reíamos y recordábamos el día que nos conocimos, nos besábamos delicadamente al principio y luego cediendo a la pasión. Un día nos quedamos solos en casa, hicimos el amor, tiernamente y con honestidad, era su primera vez, al terminar ella lloró y nunca pude olvidarme de esos enormes ojos negros con sus pestañas infinitas llenos de lágrimas por la inocencia perdida.

* * *

Dos días después tuve que partir, nos despedimos y entristecimos en el terminal de buses. Ella me prometió amor eterno y yo volver lo más pronto posible. En el bus de regreso tuve el mal presentimiento de que no la volvería a ver. Me invadió la terrible duda acerca de si ella a pesar de sus diecisiete años sería el amor de mi vida. Me di cuenta que no la amaba como ella a mí. Me di cuenta también de que nunca encontraría a nadie que me ame tanto.