martes, 31 de mayo de 2011

RECUERDO (Poema)

En medio del gatuperio ensordecedor de la vida,
su sonrisa aparece todavía en mi mente en un vaho melifluo, apagado,
su recuerdo aún no se desvanece por completo entre los meandros de mi memoria.

Sentado en una esquina, sofocado por este siroco canicular,
ataviado de su mirada cual casulla de mendicante desastrado,
susurro jaculatorias pletóricas de nostalgia, llenando de esperanzas
la triste espuerta en la que se ha convertido mi corazón.

Ya no tengo más alegrías,
las pocas que quedaban han sido expoliadas por la melancolía, la añoranza,
crueles esbirros de la tristeza,
garduñas indolentes,
torvas mesnadas arrebatadoras de felicidad.

Ya no queda mucha esperanza de volver a sentirme aviado por su sonrisa
exultante de sinalagmática complicidad.

Su silueta ha terminado convertida en una doliente escrófula,
escondida bajo la dura clámide hiriente del silencioso recuerdo;
en un sardónico registro de los corbachos seseantes de su amor,
y de los cardenales palpitantes dejados por sus besos.

EL FUTBOL Y YO

El fútbol y yo no nos entendimos, no nos entendemos ni nos entenderemos.

Entiendo las reglas del juego, pero no tengo el talento para jugarlo.

Nunca nadie se propuso explicarme las técnicas del juego en mi niñez, así que luego ya fue demasiado tarde.

No hay nada mejor para dormir que el monótono arrullo de los comentaristas de fútbol hablando rápido y el fondo de pitidos, silbatinas, cantos y alaridos; todo ello mezclado con la permanente publicidad. Normalmente no puedo dormir de día, pero si un domingo por la tarde deseo dormir, sintonizo en la televisión un partido de fútbol (de preferencia peruano) a volumen moderado y duermo plácidamente.

Alguna vez, el dueño del gimnasio al que iba firmó un convenio con un equipo de fútbol profesional para que hagan uso de las máquinas. Aprendí que los futbolistas (casi sin excepción) son escandalosos, hablan demasiado fuerte o se comunican a los gritos casi siempre para llamar la atención, escupen impunemente en los pisos y paredes, y por si no fuera poco, hacen gala de una fecunda coprolalia.

El fútbol mueve millones, los futbolistas dependiendo del país ganan de regular a bien y a veces demasiado bien. ¿Cómo explicarse que personas con menos de quinto de secundaria ganen más que muchos médicos, ingenieros y jueces?

Mi experiencia con el fútbol se reduce a ser complemento en el equipo de mis tíos adultos los domingos a las cinco de la madrugada cuando tenía diez años. Recibí un montón de pelotazos en la cara y varias reprimendas por no jugar bien. Pero nadie se dio el trabajo de enseñarme el juego.

No nací con talento natural para el fútbol, y hoy a la luz de los hechos, lo agradezco.

Por alguna inexplicable razón, le tengo cariño al equipo de mi ciudad, (el mismo que entrenaba en el gimnasio al que iba hace años) pero no tengo el estómago para ver un partido de ellos noventa minutos. Me entero de cómo van los fines de semana en los programas deportivos. Mi afición empieza en algún momento de la noche del domingo, cuando se lee la tabla de ubicaciones y termina veinte minutos después.

Puedo explicar con precisión de relojero suizo las razones sociales por las cuales un joven de clase media, media baja, pobre o de extrema pobreza se enrola con pasión a las filas de una barra más o menos brava de algún equipo de fútbol, exponiendo su vida, matando o dejándose matar. El hecho de que lo pueda explicar no significa que lo asimile. Aún me parece inverosímil.

Me causa risa y también preocupación la forma como los dirigentes deportivos manipulan cifras, datos, cuentas, situaciones y conceptos para mantenerse en el poder y enriquecerse a costa de los hinchas, fanáticos y simpatizantes.

Me fastidia que la selección nacional esté tan mal como esté. ¿Por qué podría fastidiarme tanto en mérito a las razones previas? Pensé mucho en ello y me fastidia por el hecho de que usen los colores de mi país para hacer el más soberano ridículo. No se me ocurre otra solución que no sea retirarnos saludablemente del deporte y dedicarnos masivamente al softbol o al pingpong.

Hace años que no desperdicio una tarde viendo un partido de fútbol. A lo mucho, los uso para dormir.

Son una farsa risible los partidos sabatinos o dominicales de varios amigos míos, que salen de casa so pretexto de hacer deporte y regresan ebrios por la tarde. No más comentarios. Sonrisas nuevamente.

Tengo la teoría, más o menos sostenible, de que en los próximos años el fútbol tomará los espacios que vaya cediendo la religión. Se van formando nuevos arzobispos, prelados, diáconos, que manejan el negocio, se enriquecen, predican y bautizan en el nuevo credo. La masa creyente los sigue ciega envuelta en la promesa de una copa, de un campeonato, de un “este año no lo logramos, el próximo año lo haremos.” Mientras los dirigentes se hacen más ricos, los clubes se van convirtiendo en empresas y los pobres barristas desalentados quedan permanentemente hipnotizados con la promesa de tal vez un título el próximo año en el próximo campeonato, tal vez la próxima vez.

domingo, 22 de mayo de 2011

KUBRICK

No fue sino hasta muy crecido que supe recién quien era Stanley Kubrick, mi interés en el cine en mi primera juventud (y hasta ahora en la mayoría de casos) era absolutamente visual, las películas me gustaban o no, sin importar los pergaminos de los actores, directores o realizadores.

Stanley Kubrick fue para mí una revelación, de aquellas experiencias místicas, casi religiosas; fue casi como una transfiguración, una conversión al credo de lo bien hecho, de la perfección en escena.

¿Qué se puede decir de Stanley Kubrick que no se haya dicho ya en biografías, homenajes y documentales? Creo que nada más, pero no quiero hablar de él, si no de mi encuentro con él.

De chico escuché a mis tíos y primos mayores hablar de la Naranja Mecánica, sabía por esta referencia que la película era buena (hay que tener hipermetropía para decir que la Naranja Mecánica es solamente “buena”), luego en la escuela alguien comentó que trataba de la historia de alguien que cometía un delito y era rehabilitado poniéndole escenas violentas en una pantalla y obligándole a verlas. Luego pasaron los años y vino un mundial de fútbol, no recuerdo bien cual ya que no me gusta mucho el fútbol, y desde entonces el término “naranja mecánica” encendía en mi mente la imagen visual de un equipo notable de fútbol que funcionaba como una naranja en cuyo interior había un sofisticado mecanismo de relojería.

Otro evento fue en la escuela también, y creo que antes del asunto de la naranja, que algún compañero se fue al cine un fin de semana y regresó emocionado hablando de Odisea en el Espacio. En esa época era casi imposible ir al cine, la única vez que fui por esos años fue para ver en el viejo cine Benique (hoy convertido en templo pentecostal) “La Pasión” en semana santa y salí traumatizado.

En aquél entonces yo no contaba con más de siete años creo, hoy me sorprende que esas películas hayan llegado al Perú cerca de ocho o nueve años luego de su estreno en los Estados Unidos, pero bueno, así era en ese entonces. Luego cuando ya tenía diecisiete años vi un pequeño fragmento de Odisea en el Espacio un domingo en Panamericana Televisión. No sé por qué pero en Arequipa Panamericana siempre tuvo mala imagen, o sería el televisor de la casa, no lo sé. Pero vi quince minutos y me pareció la cosa más nefasta que se pudiera ver un domingo por la tarde y me fui.

Así pasaron años, sabiendo que Nicholson se había hecho famoso en una película llamada El Resplandor pero que nunca pude ver. No se debe olvidar que en los ochentas era muy complicado conseguir películas antiguas y en los noventas el mercado del VHS en Arequipa era tan malo que era preferible no ver nada a ver esas horrendas películas mal grabadas, con lluvia en las imágenes y los costos de alquiler de películas originales eran prohibitivos en las pocas tiendas que las tenían, además de que los catálogos eran sumamente limitados.

Con la aparición del DVD todo cambió. Fui al cine casi de casualidad (y con más de treinta años encima) a ver “Con los ojos bien cerrados” y para ese momento Kubrick ya había fallecido. No sé si les gustará la película. A mi sí me gustó. Pero lo que me impresionó más no fue el argumento ni la trama, fue lo limpio de la imagen. Nunca había visto una película tan limpia. Desde el punto de vista del trabajo de producción, dirección y fotografía era sencillamente perfecta. El sonido era peculiar, incluso hasta hoy me sigue erizando la piel ese sonido de las teclas más agudas del piano en las escenas de la mansión y que luego acompañan permanentemente a la película.

Interesado por el creador de esta maravilla me documenté acerca del director, aprendí cosas de él y lamenté que haya fallecido. Compré (en DVD original o por lo menos “copia original”) sus películas y me senté a verlas. Vi La Naranja Mecánica por primera vez y temblando. ¡Qué maravilla! Otra vez me llamó la atención la conceptualización de las escenas, cada cuadro, cada adorno, cada pedazo de basura en la calle, cada arruga en la cama, cada color, cada mueble, todo está puesto por alguna razón, todo tiene que ver con lo demás, como una pintura en movimiento. La casi inexistencia de sombras. Cada vez que vuelvo a ver La Naranja Mecánica me imagino a Kubrick pasando un paño a todo, a los muebles, a los pisos, a todo, desinfectándolo con alcohol. Es todo tan aséptico.

Obviamente la película no trata de un tipo que se porta mal y al que luego rehabilitan obligándolo a ver escenas desagradables. El concepto filosófico va mucho más allá, hacia problemas que todavía nos atormentan, como el saber si de verdad se puede cambiar la esencia de las personas. Si la sociedad en realidad tiene la posibilidad de “reinsertar” seres humanos, pero mucho más importante, si el sistema es tal o tal vez es en realidad un “antisistema” que contraría nuestras miserias más instintivas. Otra cosa fascinante es cómo se logra que un psicópata y drugo tan malvado como Alex resulte en casi todos los casos tan simpático, incluso en los extremos más aterradores de su maldad.

Luego vi El Resplandor, pasó lo mismo, las escenas están tan cuidadosamente bien hechas que casi no se puede concebir tanta perfección. Es el tipo de terror que me encanta y me mantiene atento. Nada de bichos computarizados ni maquillajes inverosímiles, no. Noté que en las películas de horror modernas, el miedo (si hubo) se acaba cuando aparecen los créditos. En El Resplandor el miedo se queda presente en la habitación, incluso mucho tiempo después de haber apagado el televisor. Este resultado es producto del trabajo, trabajo puro, pasión, amor, esfuerzo, sudor, fascinación por lo que uno hace y mucha, pero mucha perfección.

Más adelante tomé aliento y vi Odisea en el Espacio. A pesar de ser más antigua tiene el mismo sello. En realidad es una película especial, resulta evidente que un chico de doce años o diecisiete no podría entenderla. Tiene muchas entradas y salidas al mundo interno a través de la relación de los personajes con la inteligencia suprema y la artificial, componentes no visuales que abren la mente del espectador. Creo que la vi a la edad apropiada.

Luego alguna noche de insomnio tuve la suerte de ver Lolita en la tv y gracias a las pantallas de LCD y la televisión por cable, la pude ver con buena calidad. Kubrick nuevamente, no me decepcionó. Hace poco vi Espartaco y recordé que sí la había visto hace más de treinta años, pero junto con las otras películas de Semana Santa en la televisión. Noté que no tiene el sello de Kubrick que tanto me gusta, pero ¡vamos, es de 1960!, si uno se pone a pensar en los recursos de la época, es una maravilla también.

No voy a mentir para alardear diciendo que he visto todas las películas de Kubrick, aún no, pero espero tener suerte y encontrarlas algún día en la tv. Pero las que les comenté me dejaron una huella notable. Creo, como ya dije, que las vi en el momento adecuado, probablemente en mis veinte no las hubiese entendido, probablemente si no hubiese leído primero a García Lorca, no las hubiese entendido, es muy probable que si no hubiese visto con fanatismo las películas de Tim Burton previamente, tampoco las hubiese entendido. Tal vez se estén preguntando qué tienen que ver García Lorca y Tim Burton con Stanley Kubrick. Bueno no sé, creo que entender a Kubrick es algo visceral, yo nunca entendí a García Lorca hasta que leí El Público y tuve la suerte de interpretar a Gonzalo en el teatro. No habría entendido qué es un Pez Luna, qué es la Luna, qué es un cuchillo o qué es un pámpano en la literatura de Lorca. Estoy seguro de que mi profesor de literatura de la secundaria no tenía la menor idea de Lorca cuando explicaba Yerma o Bodas de Sangre. Hay que entender la fascinación de Lorca cuando visitó Nueva York y vio el circuito underground para comprender sus referencias al “teatro bajo la arena”. De la misma manera, hay algo en las conexiones cerebrales de Burton que producen una magia similar. Kubrick es muy diferente a Burton en cuanto a lo visual, pero no están muy lejos en cuanto a lo conceptual, me parece que todo lo que hay de oscuridad en Burton lo tiene Kubrick en luminosidad. ¿Complicado? No creo.

Lo cierto es que pienso positivamente que Kubrick es probablemente el mejor director de cine que ha habido y su películas las mejores que he visto en mi vida y no he visto pocas. Sépase que Kubrick diseñó, inventó e introdujo, una serie de mejoras en la forma de hacer cine, de las cuales muchas de ellas son básicas para el cine actual. Pero no solo eso, su trabajo, que felizmente todos podemos ver, es una clara muestra de los niveles de perfección a los que puede llegar el ser humano cuando decide hacer las cosas bien.

sábado, 21 de mayo de 2011

SOLO QUE NO ME DI CUENTA

Recientemente revisando algunos artículos míos publicados en una revista especializada, me di cuenta que el editor había borrado todas las tildes que yo con mucho esfuerzo había puesto en las palabras “sólo”. La palabra solo (o sólo) es una de mis palabras “problema” cuando escribo. Casi nunca puedo determinar mientras escribo si son adverbio o adjetivo, así que usualmente hago la corrección de los “solos” en una lectura final y allí agregaba las tildes que a mi parecer iba olvidando.

Yo no soy un lingüista o un experto en el tema, así que la operación era simple, recordaba a mi profesor de lengua y literatura de la secundaria que me dijo alguna vez: “la palabra ‘solo’ lleva tilde cuando equivale a solamente” y con esa regla cual espada medieval me batía en duelo contra las reglas de la ortografía.

Resulta que anoche, al averiguar concienzudamente el porqué mi editor había eliminado las tildes antes referidas, me di cuenta que la regla que aprendí en la secundaria ya no tiene validez. En resumen: La nueva regla es que la palabra “solo” no lleva tilde nunca. Hasta allí la noticia es buena porque significaría que (a pesar de mis errores gramaticales, que además todavía podrán apreciar en los posts pasados en este blog) ya no tendría que preocuparme nunca más de pensar cuándo es que “solo” quiere decir “solamente”. Pero como la academia de la lengua, que por alguna misteriosa razón, es especialista en dictar reglas siempre con excepciones… resulta que a pesar de todo, a veces “solo” sí lleva tilde.

¿Y cómo es esa excepción? Veamos primero la regla: Al ser “solo” una palabra grave o llana que termina en vocal, la regla general dice que no lleva tilde, al igual que sapo, mono, taco y tela.

Pero “solo” tiene dos posibles comportamientos como indiqué al principio de la nota, estos son como adverbio y como adjetivo, otro menudo problema porque hay que saber cuándo es adverbio y cuándo es adjetivo. En fin. En mis propias palabras y tal como yo lo entiendo (que me perdonen Marco Aurelio y la señora Martha) el adjetivo tendría que agregarle una calificación al verbo. Así si Juan está caminando (verbo caminar), no se sabe si Juan camina rápido, despacio, con compañía o no, en ese caso si “Juan camina solo” entonces la palabra agrega un atributo al verbo y se comporta como adjetivo y no lleva tilde (ni ahora ni antes).

Ahora si “Juan come carne pero no pescado” resulta que se podría decir que “Juan solo come pescado”, (aquí es adverbio) y según las reglas que aprendí en la secundaria – y que ya no son válidas desde el año 1999 – ese “solo” tendría que llevar tilde porque se puede reemplazar con “solamente”, así “Juan sólo come pescado”. Pero con las reglas actuales ya no es necesario porque aparentemente a nadie se le ocurría pensar que “solo” se refiere a soledad, entonces al no haber ambigüedad no se necesita la tilde. Es decir la excepción es que la tilde se usa solamente para eliminar una posible ambigüedad en el uso de la palabra “solo” en una oración a fin de que el lector no la interprete como adverbio cuando en realidad se quiso poner como adjetivo.

Hagamos una frase más bonita: “Juan solo comía pescado en ese viejo restaurant.” Entonces con las viejas reglas ese “solo” llevaría tilde, con las modernas no. Cualquier lector (según la academia) se daría cuenta de que “solo” está operando como adverbio.

Ahora: “Juan solo, comía pescado en ese viejo restaurant.” ¡Magia! Acabamos de convertir ese “solo” en adjetivo con una simple coma, ¿Y el verbo? Es “comía”, o sea Juan comía solo, solito, en soledad. En este caso no lleva tilde ni ahora ni antes del 99. Es redacción nada más.

El otro tema es si todos los lectores están en la capacidad de reconocer un adverbio de un adjetivo, yo creo que en el Perú no, pero cuando un ingeniero diseña un auto pone su mejor esfuerzo en él aunque los que lo conduzcan luego no sepan distinguir entre una bujía y un inyector.

¿Cuándo se produce la ambigüedad? A ver: “Juan caminó solo por la avenida” ¿”Solo” es adverbio o adjetivo? Si la frase se suelta sola, la tilde tendría que ayudar, al no tener tilde tendría que interpretarse como adjetivo. Si Juan caminó solamente por la avenida, cuando pudo haber caminado por otros lugares, la palabra “solo” llevaría tilde, pero si Juan caminó sin compañía por la avenida, no lleva tilde. Me parece que las ambigüedades aparecen más con frases sueltas. Además resulta algo complicado percibir bien cuando de verdad se está produciendo una ambigüedad. Veamos ahora:

“Juan, esta vez dejó a su perro Nerón en casa y caminó solo por la avenida.” ¿Se resuelve el problema? Parece que no, pues al margen de la presencia de Nerón, todavía puede referirse a que caminó por la avenida cuando pudo haber caminado por el parque, en cuyo caso “solo” llevaría tilde. Sin embargo y regresando a que no todos los lectores podrían identificar el sentido de la oración, lo más aconsejable parece que será en lo posible eliminar la ambigüedad por la redacción y no por el uso de la tilde, por ejemplo: “Juan caminó por la larga avenida, sintiéndose solo ya que esta vez dejó a su perro Nerón en casa.”

Como podrán ver he sido egoísta en esta nota, la escribí en gran medida para poner en blanco y negro un concepto que no tenía claro cuando empecé a escribirla. A mí ya me quedó cristalino. Evitaré usar “solo” y procuraré evitar también ambigüedades, así tal vez mi editor no se moleste cuando encuentre la palabra “solo” con tilde, cuando mi intención fue solo tratar de cumplir una regla que me enseñaron en la secundaria. Espero también que la nota les sirva no solo a los que por su trabajo tienen la obligación de redactar, si no a los que solo disfrutan escribir, como yo, tan solo por placer, aquí solo frente a mi computador.

sábado, 14 de mayo de 2011

UN CLAVEL ROJO EN EL OJAL (Cuento)

Débora llegó de prisa a su trabajo, se dio cuenta que era tarde porque los focos de la entrada ya estaban encendidos y Juan, el vigilante ya estaba sentado en la puerta en su banco de madera. Lo saludó y él le hizo un gesto en la cabeza para que entre. Una vez en el interior percibió de reojo que buen número de clientes ya ocupaban las mesas. Caminó mirando al piso hacia el cuarto que fungía de camerino, las otras chicas estaban cambiándose. Rubí, que estaba ayudando a una novata a acomodarse el traje, volteó y la miró de arriba a abajo:
– ¿Otra vez tarde? – le dijo sin quitarse el cigarrillo que estaba fumando de la boca.
– Tuve un examen en la universidad – contestó Débora.
– Bien por ti mamita – replicó Rubí – pero aquí, bisnes son bisnes le dijo frotándose los dedos índice y pulgar.
Débora no contestó, acomodó su mochila cargada de libros y cuadernos a un lado y empezó a quitarse la ropa. Ya había perdido la vergüenza de desvestirse frente a Rubí y las otras, al principio le había costado trabajo hacerlo, pero ahora ya no. Totalmente desnuda se levantó y se dirigió al casillero con su nombre, abrió y escogió el bikini blanco. Se lo colocó rápidamente y se acercó al ¿Cómo se llamaba?

Mis dedos se quedan suspendidos sobre el teclado, levanto la mirada al techo de mi pequeño cuarto de trabajo buscando la palabra que me falta, la tengo en la punta de la lengua, procuro concentrarme y de pronto escucho un silbido fino que proviene del suelo, “psst, psst”, volteo y no veo nada, nuevamente escucho “psst, psst” con mis pies empujo la silla giratoria hacia atrás, miro bajo el escritorio y veo un escarabajo negro, mediano, que me hace señas apuntando con una de sus patas a su espalda, me acerco y noto que en su espalda lleva escrito “guardarropa”, quedo perplejo, es la palabra que venía buscando. Sin embargo me da terror pensar que este escarabajo sabe lo que estoy escribiendo y peor aún, pensando. Mientras lo veo alejarse lentamente hacia la sala de la casa me rasco la nuca preocupado y Dubi, mi fiel perro viringo, levanta la cabeza y gruñe, “yo no confiaría tanto en un rastrero” me dice, sacude una oreja, se acomoda un poco sobre su cama, cierra los ojos y continúa con su sueño ligero. Me quedo con la duda si un escarabajo es un rastrero. Pero, ¿Qué sabe Dubi de escarabajos?

Frente al guardarropa, Débora escoge el disfraz de enfermera, nunca falla. Lo coloca en un clavo en la pared mientras se pasa aceite por el cuerpo. Una vez que ha logrado que su piel esté brillante se aplica escarcha plateada en zonas estratégicas, se perfuma. Es parte de crear la ilusión y la magia para el show. La piel aceitada y escarchada brilla con las luces del escenario, el perfume es necesario para cuando se acerca al público. Necesita este trabajo para pagar la universidad, su ropa y sus libros; no puede darse el lujo de perderlo por descuidar los detalles.

Ya casi lista se coloca las botas blancas de tacón, la faldita y la bata, blancas ambas, la toca con la pequeña cruz roja en el centro y el estetoscopio de utilería. Escucha al anunciador: “Y ahora con ustedes… ¡la encantadora Débora! ¡Recíbanla con fuertes aplausos!” Sale en medio de las palmas medianamente efusivas y se para segura en el estrado que está casi a oscuras, una tenue luz azul cae por sobre su cabeza, empieza la música, “eclipse total del corazón”, conoce la rutina de memoria, con los primeros acordes estira el brazo derecho y encuentra el frío tubo de acero, da una vuelta alrededor de él inclinando su cuerpo a un lado y dejando libres sus largos cabellos negros. Se detiene dándole la espalda al público, toma el tubo con sus dos manos, con otro movimiento clásico se pone de cuclillas frente a él, quiebra la espalda y empuja sus caderas hacia atrás, las que se levantan lentamente dejando sus nalgas al disfrute de todos los espectadores, una vez que se incorpora, calcula que ya es hora de quitarse la ropa empezando por la toca, repasa mentalmente el proceso y se acuerda que debe dejar el estetoscopio hasta el final, incluso después de haber quedado desnuda. Un poco de fetichismo nunca va mal. Levanta los brazos grácil y el estruendo mezclado con varios gritos la deja paralizada, voltea sin saber de dónde viene el ruido y llega a escuchar tres tiros más, para cuando se produce el último ya ha logrado taparse los oídos pero no atina a moverse del sitio, la música continúa y Juan ha conseguido activar las luces de emergencia, el salón se inunda de luz, sobre el piso un hombre se desangra y otro en el medio, vestido de impecable traje blanco, sostiene una pistola, el sujeto levanta el arma y apunta al techo, hace un disparo más y grita que todos se queden quietos.

Débora no sabe qué hacer, Juan, el vigilante se acerca al individuo prudentemente y le pide que se calme. Le dice que hay que llamar una ambulancia, le garantiza que nadie va a llamar a la policía. Reza para no haya un policía entre los clientes que quiera hacerse el héroe ahora, reza para que Juan pueda manejar la situación. El desconocido vuelve a disparar al techo y apunta hacia las mesas, grita que todos se sienten en un solo lado. Los más asustados son los primeros, corren al punto donde el hombre está señalando. Juan le vuelve a decir que el sujeto en el piso necesita un médico. Al pistolero eso no le importa, Débora se acaba de dar cuenta que en ese momento el tipo no la está viendo, retrocede hasta salir de su ángulo visual, se apoya en la pared y busca la puerta que comunica el escenario con el camerino. Se pregunta si Rubí y las chicas saben lo que está pasando. Encuentra la manija y la gira, nada, está trabada. ¿Por qué? ¿Qué sucede?

Siento que me miran, giro a la izquierda y allí está Dubi sentado, observándome con la cabeza ladeada al costado derecho y sacando un poco de su lengua rosada. “¿Qué?” le digo, él me contesta “¿Qué de qué?” “Me desconcentras” replico yo, y él con voz cansada me dice “Si tanto te jode déjame salir a dar un paseo” se voltea y sale de la habitación displicente, yo salgo detrás y abro la pequeña puertita de treinta por treinta centímetros que da a la calle y que hice especialmente para él en la parte baja del portón de la cochera, se va feliz agitando la cola y yo me quedo mirando la puertita: “Una puerta en una puerta” pienso y regreso volando a la computadora.

Recuerda que en la puerta hay una pequeña puertita oculta desde donde las chicas del camerino curiosean el show de la bailarina de turno, se le ocurre que las chicas han visto todo y se han encerrado. En su desesperación toca despacio y susurra “ábranme por favor” aprovechando que “eclipse total del corazón” todavía sigue sonando. Nadie le contesta, insiste una vez más con la manija. No sabe si esconderse en una de las bambalinas o ir a la mesa donde todos se están agrupando asustados. Se queda parada, temblando.

Me distrae nuevamente un ruido escandaloso en el patio y salgo, Dubi pasa ladrando delante de mí a toda velocidad, está siguiendo a un enorme gallo que corre raudo sacudiendo su cresta colorada y lleva un clavel rojo en ojal del gracioso chaleco negro que trae puesto. “!Dubi, para!” grito y él frena, el gallo asustado se detiene, toma aire y recuperando la dignidad se coloca sus impertinentes dorados sobre el pico curvo para mirarme y me agradece con una venia. “¡Za!” le digo a Dubi señalando la casa, se va mascullando entre dientes algo, logro entender las palabras “caldo” y “gallina”, giro y le pido disculpas al gallo, él se acomoda un poco las plumas y me dice que cosas así suelen suceder, sin embargo ya está harto de los perros y de los gatos. La semana pasada un perro se comió al hijo de una de sus tantas gallinas. Nadie respeta su estirpe, me comenta que es descendiente del Caballero Carmelo, pero en estos tiempos a nadie parece importarle. Lo acompaño a la salida, nuevamente me hace una venia, se acomoda el clavel y me dice: “use la piedra preciosa”, luego de lo cual se aleja sacando el pecho y colocando una pata delante de la otra con mucha clase.

Cuando todos se han acomodado cerca del hombre armado, este voltea y grita, ¡dónde está el de la música! ¡la bailarina! ¡el barman! Apunta a Juan a la cabeza y le dice que haga que todos vengan. Juan camina despacio al centro del salón, la llama y le hace un gesto dándole entender que no se preocupe. El barman se incorpora, se había escondido detrás de la barra, el sonidista había hecho lo mismo tras los equipos. Los tres, junto a Juan, se acercan despacio el grupo, asustados, mientras el tipo los apunta con el arma; les pregunta si hay alguien más, Juan niega con la cabeza, el sujeto les grita que se queden quietos y camina rumbo al escenario. “Debe ser cliente asiduo” piensa Débora, “debe saber que hay más chicas en el camerino”, hace memoria para recordar su cara pero no puede. El retumbar de otro disparo la saca de sus pensamientos, sin darse cuenta ha gritado pero inmediatamente se tapa la boca, el hombre retrocede, se apoya en el tubo de acero, se mira el torso y voltea, pareciera tener un clavel rojo en la solapa del traje, es sangre, una mancha pequeña que se extiende rápidamente por todo su pecho. Cae al piso, primero de rodillas, luego se desploma por completo. Del fondo del escenario sale Rubí, fumando, con una vieja treinta y ocho de cañón corto en la mano, con minifalda negra y portaligas; parece una escena sacada de un filme de los sesenta o la representación de un tango argentino. Siente la mano de Juan jalándola del brazo, le pide ayuda, ambos van corriendo a ver al otro infeliz que todavía yace en el piso. Agoniza, Juan le pide a Débora que lo sostenga mientras llama a una ambulancia, el moribundo abre los ojos, la mira y le pide que no lo deje morir, recién cae en cuenta que sigue vestida con la bata blanca, la toca y con el estetoscopio al cuello. El pobre tipo debe estar pensando que es verdaderamente una enfermera y que sobrevivirá. “La realidad supera la fantasía”, piensa Débora. Le toma la mano y la siente languidecer, a sus espaldas escucha la voz áspera de Rubí:
– Ya está muerto.
– ¿Los conocías? – pregunta Débora mientras a lo lejos se escucha el ulular de las sirenas.
– Sí, pero ya no importa – contesta Rubí – Bisnes son bisnes.

miércoles, 11 de mayo de 2011

DEMASIADO CERCA (Cuento)

Esa mañana Mosquito se levantó temprano de la cama, como todos los días estiró rápidamente las sábanas sin dejar una sola arruga, colocó la frazada de la misma manera y luego sobre ella extendió el cubrecama impecable. Se paró frente al único espacio vacío del modesto cuarto y se lanzó al piso con la espalda recta como una tabla y las manos sólidas a la altura de su pecho, sesenta planchas sin parar. Se incorporó, tomo aire y descansó, midió el tiempo por reloj durante treinta segundos y esta vez flexionó sus rodillas, se puso de cuclillas y extendió sus puños hacia el frente, rebotó sobre el sitio contando hasta cien veces, “cien ranas” pensó cuando terminó. Se levantó del sitio y fue a darse un baño.

Bajo el chorro de agua helada Mosquito se jabonaba a conciencia soportando el frio que empezaba a adormecerle el cráneo, pensaba en la alegría que le daría ver a su hermano finalmente en casa. Terminó, se secó con fruición para recuperar la temperatura corporal, se ajustó la toalla a la cintura y regresó a su cuarto a vestirse; una vez allí se desnudó por completo y se miró en el pedazo de espejo que tenía colocado sobre una pequeña mesa. A sus diecisiete años estaba bien formado, los brazos fuertes y torneados, el pecho robusto y las piernas poderosas, a diferencia de la mayoría de sus enclenques coetáneos, él lucía como un hombre. Sonrió orgulloso y se vistió con ropa de trabajo: Un jean viejo, un polo gris y sobre ellos un overol que alguna vez fue color naranja.

Sobre la mesa de la cocina encontró como siempre un vaso de leche y uno de jugo de frutas, los que su madre, que trabajaba en el mercado cercano vendiendo carne, le dejaba cada día antes de salir al trabajo. Mosquito bebió de ambos vasos de pie, sin parar, luego se preparó un sándwich con un poco de carne fría del viejo refrigerador y se dirigió al taller en el fondo de la casa.

Su padre ya estaba trabajando en un motor que habían desarmado el día anterior. Desde que acabó la escuela el año pasado había empezado a ayudar en el taller de mecánica familiar mientras esperaba las fechas de reclutamiento voluntario en el cuartel del ejército.
– Buenos días señor – saludó.
– Buenos días – contestó pesadamente don Eulogio mientras luchaba contra una tuerca reacia a girar.
– ¿Lo ayudo?
– ¡A ver! – contestó su padre mientras se retiraba para darle espacio y le entregaba una llave de tuercas, Mosquito se acomodó y empezó a forcejear lentamente con la herramienta. Luego de algunos segundos logró girarla y se incorporó radiante.
– ¡Listo!
– Hoy regresa tu hermano del servicio – comentó don Eulogio distraídamente mientras lanzaba la tuerca recién extraída a una pequeña lata llena con gasolina.
– Sí.
– ¿Y cuándo es tu inscripción? – preguntó.
– Primera semana de junio señor, de aquí a dos semanas – contestó con voz firme y casi cuadrándose, en ese instante escuchó una risa estrepitosa viniendo desde su espalda.
– ¡Ja ja ja! ¡Ese soldado Mosquito! – en la entrada del taller reía el Mosca, el mayor de los hermanos, un mestizo imponente de musculosa espalda cuadrada y cabello hirsuto cortado casi al rape.
– Ja ja – se rió de mala gana Mosquito, no le gustaba el apodo y menos aún cuando quien se lo decía era su hermano mayor.

El Mosca había servido hacía años en el cuartel, como lo habían hecho en su momento su padre don Eulogio, el abuelo Genaro y el bisabuelo Serafín. Servir en el cuartel era una tradición familiar de los Ticona, sin embargo la costumbre de ser comando la había iniciado el abuelo Genaro; él había sido el primero en inscribirse en la escuela especializada de élite, donde oficiales, suboficiales y soldados rasos perdían todo rango durante los seis meses que duraba el curso de supervivencia, los inscritos, sin excepción, eran entrenados fuera de cualquier privilegio en técnicas de explosivos, de misiones de aniquilamiento y sobre todo en el desarrollo de habilidades psicológicas y corporales a través del sometimiento de rigurosos trabajos físicos y de agotamiento mental. Normalmente de cien inscritos sólo culminaban veinte o treinta, los demás iban renunciando y regresaban en silencio a su arma y rango de origen. Los que terminaban el curso debían pasar todavía una prueba final antes de graduarse: Se les abandonaba uno por uno en diferentes lugares de la oscura selva peruana, sin GPS, sin arma alguna a excepción de un cuchillo de caza, sólo el uniforme de comando y algunas herramientas básicas. Debían sobrevivir una semana, alimentarse, conseguir agua, construir o adecuar refugios y finalmente ubicar un punto específico con la ayuda únicamente de su sentido de orientación donde serian recogidos de nuevo por un helicóptero. Normalmente casi todos lo lograban, trabajaban en equipo. Don Genaro había aprobado el curso, don Eulogio a pesar de su corta estatura también lo había logrado, sin embargo el Mosca fue el primero de la familia en graduarse del curso de comandos en el primer puesto y con honores.

Don Eulogio, convencido de que el patriotismo y la disciplina militar forjan el carácter viril necesario para la vida, había criado a sus tres hijos desde muy niños como si la casa fuese un pequeño cuartel, los tres sabían, desde muy niños, tender sus camas, limpiar meticulosamente sus espacios, asearse, vestirse, peinarse y saludaban a su padre de “señor” y lo trataban de “usted.” De los tres hermanos, el mayor, Germán o el Mosca, como le decían todos en el barrio, era el que más había asimilado su ineludible destino, desde los diez años corría dos kilómetros cada día, cuando cumplió diecisiete ya corría treinta kilómetros diarios todas las mañanas. Levantaba fierros, baldes, balones de gas, pesas, bolsas de cemento y todo lo que se pudiera encontrar y cargar, comía todo lo que se pudiera comer, no le hacía asco a nada. A los quince vio en el cine una de las tantas películas de su héroe Silvester Stallone, tomó sus ahorros y se compró en el puesto de uno de los tantos mercachifles del centro de la ciudad unos enormes lentes oscuros similares a los del personaje de la película. El sábado por la tarde apareció por el parquecito del barrio con su polo de manga corta ceñido y sus lentes oscuros, sosteniendo una pajilla entre los dientes. Una de las chicas del grupo lo miró y le dijo de tal forma que todos la oyeran:
- ¡Ay Germán, con esos lentes pareces una mosca!
Los chicos del barrio se echaron a reír, Germán no se inmutó y siguió dando vueltas por el parque exhibiéndose, pero el apodo le quedó para siempre: el Mosca.

Germán, el Mosca, era el orgullo de don Eulogio y del abuelo Genaro, era una especie de héroe local, su diploma de la escuela de comandos estaba colgado en un lugar especial de la sala de la casa, junto con las medallas ganadas por varias generaciones de soldados Ticona, y al lado una foto suya de cuerpo entero con uniforme camuflado de comando, fusil AKM y el rostro feroz pintado con intimidantes rayas negras y verdes.

A diferencia de don Genaro que se había “reenganchado” en el ejército luego del tiempo obligatorio del servicio militar y había pasado la vida como soldado, jubilándose con el rango de suboficial técnico de primera, don Eulogio había terminado su servicio y de inmediato se había puesto a trabajar en el taller que él mismo fue construyendo a pulso y férrea disciplina castrense. El Mosca no necesitaba trabajar, llevaba tres años fuera del ejército y ayudaba de vez en cuando en el taller, pero la mayor parte del tiempo la pasaba disfrutando de su fama de celebridad y galán de barrio.

Edgar, el segundo de los hermanos terminaba hoy su servicio, había aprobado también la escuela de comandos y ya había anticipado sus deseos de ayudar en el taller de mecánica. Edgar era tranquilo, reservado y más centrado que Germán, a ello probablemente se debía que todos en el barrio lo respetaban, y no se había ganado ningún apodo; para mala suerte de Mosquito, su admiración por su hermano mayor lo había condenado no sólo a heredar el sobrenombre, sino a recibirlo en diminutivo: Una vez en el billar de la vuelta de la casa, como dos años atrás, uno de los viejos tiburones le preguntó al Mosca quien era ese chico flaco y larguirucho que lo venía a mirar jugar todas las tardes desde la ventana que daba a la calle. “Es mi hermano, Rubén” dijo el Mosca, “¡Ven aquí Mosquito, tómate una gaseosa!” le dijo el hombre, y desde esa vez no pudo deshacerse del feo apelativo.
– ¿Y a qué hora llega Edgar? – preguntó el Mosca, sacando a Rubén de sus recuerdos.
– Ya debe estar por venir – contestó Don Eulogio, en la noche van a venir sus amigos, dice tu mamá que le van a hacer una fiesta.
– ¿Fiesta? Pero esas fiestas sin hembritas terminan en borrachera fija – se burló Germán.
– Van a venir las amigas de mi prima Gloria – dijo tímidamente Rubén.
– Ya veremos si vienen – replicó Germán – y tú Mosquito – agregó – empieza a hablar como hombre carajo, si no quieres que te revienten en el cuartel.
Mosquito asintió con la cabeza y se quedó mirando el piso, la presencia del Mosca lo intimidaba ahora tanto como en algún momento le causó admiración. Hasta el año pasado quería ser como él, pasó todas la tardes y fines de semana del quinto de secundaria haciendo ejercicio, alimentándose, verificando su peso en la balanza de la farmacia frente a la plaza, se medía los bíceps, los muslos, anotaba los progresos. Empezó a correr, notó que iba ganando peso, volumen, ganó talla también, ahora era más alto incluso que el Mosca, pero todavía se le veía espigado. Nunca nadie en casa le había dicho nada, pero sabía que su destino era el cuartel, la escuela de comandos, el servicio a la patria, la tradición familiar; no había forma de escapar de ello.

Por la tarde, luego del abundante almuerzo de bienvenida, Edgar llamó al Mosquito y le pidió que lo acompañe. Rubén se levantó presto y salieron a la calle.
– Vamos a comprar un par de cajas de cerveza Mosquito.
– No me gusta Edgar – se quejó.
– ¿No te gusta qué, sapo? – bromeó su hermano.
– Que me digas Mosquito.
– ¡Puta que sensible el señor! Acostúmbrate nomás, el cuartel te van a decir peores cosas.
– Oye Edgar, ¿y qué vas a hacer ahora que se acabó el cuartel?
– Trabajar pues, ayudar al viejo en el taller, hay que juntar plata, invertir. Estoy pensando en comprar el canchón del costado. Hay que comprar mejores herramientas, gatas hidráulicas, ahora los carros son electrónicos, hay que comprar una computadora para testear los sensores; cuando te inscribas en el cuartel escoges ingeniería, allí vas a aprender hartas cosas, y te juntas con los que reparan los carros y las camionetas; también los tanques y tanquetas, ahí se aprende nomás. Vas a ver como al toque sacas los trucos. Cuando termines el servicio, contigo más vamos a levantar el taller del viejo.
– Pero yo no quiero pasarme la vida en el taller – se lamentó Rubén.
– No hables huevadas Mosquito, ¿o quieres ser como el vago del Mosca que vive de lo que las hembritas del barrio lo dan?
– ¿Qué?
– ¿Eres imbécil o qué? ¿No te has dado cuenta acaso? De dónde crees que el Mosca saca para vestirse. ¿Acaso crees que el viejo le da? El viejo lo aguanta porque el Mosca hizo lo que él nunca pudo, pero lo aguanta nomás, ¿tú crees que al viejo no lo carga verlo todo el día sin hacer nada?
– No me refería a eso, yo quisiera estudiar otra cosa, tal vez un instituto.
– Estudias cursos de mecánica en las tardes y ayudas en el taller en el día – sentenció Edgar.
– Sí, pero…
– ¡Ya no jodas Mosquito! – interrumpió impaciente Edgar, al final eso recién lo veremos cuando termines el cuartel. Acaba el servicio y la escuela de comandos como todos y hablamos, además ni siquiera depende de mí, sino del viejo.
Llegaron a la tienda, compraron cuatro cajas de cerveza y las llevaron a la casa en silencio. Rubén se quedó pensando en la conversación con Edgar. Había llegado al punto de no estar seguro de querer ser como sus hermanos, en particular ya no quería ser como el Mosca. No quería ser un bruto prematuramente jubilado, el Mosca y Edgar habían cumplido todas las expectativas familiares con menos de veinte años de edad; ¿Y después? ¿Qué había después? ¿Tendría qué resignarse a ser un pobre mecánico de taller de barrio toda su vida? Le gustaría tanto viajar, conocer París, Milán, vestirse como las estrellas de cine, cómo los cantantes. ¿Porqué tenía que ir al cuartel? En dos semanas más empezarían las inscripciones. ¿Y si hablaba con su padre? Le temblaba el cuerpo de sólo pensarlo. Don Eulogio no hablaba mucho, pero era sólido como una piedra en sus decisiones. Nunca había escuchado una discusión en casa. Nadie contradecía ni desafiaba al viejo. Era así de simple, lo que don Eulogio decía, eso se hacía. El único que se la llevaba fácil era el Mosca, pero de alguna manera se había ganado esos privilegios, muy a pesar del viejo.

En la noche, mientras los primos, primas y amigos bailaban, conversaban y reían, Mosquito iba de un lado a otro deprimido, bebiendo cada vez que alguien le decía salud. “¡Salud por tu hermano!” le decían, “¡Salud Mosquito, tú eres el próximo!” y lo obligaban a vaso lleno. Mosquito brindaba, bebía y reía. Luego de un rato, y sintiéndose mareado, se apartó de la reunión, salió al zaguán que daba al taller, allí, apoyado en la pared, lo encontró la prima Gloria.
– ¿Me parece o estás borracho, primo? – preguntó pícara Gloria.
– Te parece nomás – contestó Mosquito con los ojos entrecerrados.
– Ya pronto te toca ir al cuartel ¿No?
– No quiero ir a esa huevada – contestó Mosquito apoyando la cabeza en la pared, mirando al cielo y entornando los ojos.
– ¿Y eso? – preguntó la prima.
– ¿Sabes qué primita? No quiero ser soldadito… – dijo Mosquito al mismo tiempo que ponía la botella de cerveza que tenía en la mano sobre su pelvis simulando un falo.
Gloria abrió los ojos sorprendida por la grosería, pero luego se echó a reír a carcajadas, Rubén también rió con un raro brillo en los ojos.
– Ya sé cuál es tu problema Rubencito, espérame aquí que te voy a presentar a un amigo.
Unos minutos después regresó Gloria con un muchacho de unos veinte años, alto, guapo, varonil. Los presentó, se dieron la mano. Empezaron a hablar, Gloria se excusó discretamente, ellos ni le prestaron atención. Mosquito veía al chico hablando, escuchaba las palabras pero no se daba el trabajo de entenderlas, le contestaba “sí”, por contestar, asentía con la cabeza, ponía cara de atento y concentrado, pero no dejaba de ver su cuello largo y sus brazos tersos; la camisa abierta dejaba ver una cadenita plateada con una cruz, bajó la vista, el pantalón apretado, las piernas gruesas. Se avergonzó, levantó el rostro para seguir fingiendo que atendía lo que decía ese dios griego, asentía nuevamente y en medio del ruido sordo veía esos labios carnosos formando figuras, moviéndose, lo costaba esfuerzo escucharlo, la bulla de la música estridente lo aturdía, se acercó a su oído y le gritó: “¡No te escucho bien!” y aprovechó para sentir su fragancia varonil. El chico le señaló el taller que estaba casi a oscuras para conversar mejor, caminaron, allí estaba bien, se detuvieron, cerca el uno al otro, muy cerca, Rubén ya no oía la música, ni tampoco las palabras del muchacho, solo veía sus labios moverse, demasiado cerca, tan cerca que casi no le costó esfuerzo posar sobre ellos los suyos, sentirse correspondido y olvidarse por completo del viejo, de sus hermanos, de los cuarteles, de la vida miserable de soldadito de plomo y del mundo. Ya no se sentía un mosquito, ni mucho menos una mariposa, era un ave, un águila, un cóndor rojo, azul, violeta, naranja, que vuela libre, lejos, que se va, que se pierde, una mancha, un punto, una luz en el horizonte de una noche clara, una estrella…

sábado, 7 de mayo de 2011

MAMITA

El recuerdo más antiguo que tengo de mamá es ella tejiendo.

No me avergüenza decir que casi todos mis paradigmas (los buenos y los malos) provienen de mi mamá. Soy lo que soy gracias a ella y nadie más. Gracias mamá porque estoy contento con la persona que soy y más contento con la persona que tú siempre has sido.

Mi mamá se quedó sin marido cuando yo estaba por nacer, el se fue con la otra. “Cuando una empresa fracasa hay que buscar otra” comentaría alguna vez papá refiriéndose a mamá, ese comentario desafortunado se me quedó grabado toda la vida.

Mamá se quedó conmigo y cinco hermanos más, soy el sexto. Cuando yo nacía la mayor de mis hermanas cumplía doce años. Todavía me cuesta trabajo imaginarme una mujer sola con seis hijos encima. No tengo ni una queja. Mi mamá hizo magia, nos alimentó razonablemente bien, con verduras, legumbres y todo aquello que podía comprar con la miserable pensión que daba papá. Todavía la recuerdo recorriendo el mercado de San Antonio, el Número Uno, La Chabela o El Palomar, anotando mentalmente los precios del perejil, de la papa, de la albahaca, del ajo, la cebolla. Comprando en un sitio, en otro, ahorrando diez centavos aquí, veinte allá. Cargando las bolsas, caminando con ellas hasta la casa para ahorrarse el pasaje del bus, ni pensar en taxi.

La recuerdo en las iglesias, rezando a los santos, en particular los de los milagros imposibles, al Cristo crucificado, a la virgen María, llorando, encendiendo velas, con su monederito pequeño donde guardaba sólo el pañuelo con el que se enjugaba las lágrimas al salir de las iglesias.

La recuerdo ahorrando y ahorrando, para preparar las ensaladas de navidad, el pollo relleno a falta de pavo, comprarnos un par de calcetines y envolverlo primorosamente en papel regalo para mantener la ilusión de la fiesta. La recuerdo ahorrando para preparar los platos tradicionales de semana santa, la mazamorra morada con pedacitos de manzana y clavo de olor, la mazamorra blanca y su inigualable arroz con leche que preparaba con tanto cariño y cuidado… que hasta hoy nunca he probado otro igual. Nunca olvido el monumental chupe de viernes y la deliciosa timpusca con sus peras flotando.

La recuerdo comprando los pescados más baratos y convertirlos en manjares, ella hasta ahora recuerda que yo me comía hasta los espinazos, sí, con un placer que me hace pasar la lengua por mis labios en este momento, lamia las espinas hasta dejarlas limpias y sorbía el líquido de las vértebras sólo para extender el placer de seguir probando la extraordinaria magia de la sazón de mamá.

Recuerdo también la deliciosa sopa de hueso de pollo, aún no logro darle ese sabor a mis sopas de pollo, he intentado con pechugas, con piernas, con espinazos, con piel, sin piel, con huesos, con papa, con chuño, con garbanzos y sin ellos, con orégano, con pasta concentrada, con ají no moto, ¡imposible!

Mi mamá es mi autora preferida del realismo mágico pero en la vida real; cuando leí Cien años de soledad, estaba seguro de que Úrsula Iguarán no era otra que mi mamá.

Mamá se quedó sin marido, rezó y peleó por seis años por él, también recurrió en su desesperación al humo del tabaco, a la hoja de coca, a los huairuros con imán y la ouija, pero al final desistió. Cerró las puertas de su corazón y se dedicó a nosotros. Mi papá fue el único hombre en la vida de mamá, el primero y el último en todos los sentidos. No sé si fue buena idea o no. No lo sé, ¿quién soy yo para juzgarla? Pero si de alguien aprendí integridad, fue de ella. ¡No sabes cuán orgulloso estoy de ti mamá!

Mamá tejía y bordaba cosas para venderlas y tener algo de dinero para vestirnos y alimentarnos. Recuerdo los secadores con los días de la semana, las fundas de las licuadoras, de los hornos, del balón de gas. Las servilletas, los ropones de bebé, las chompas de lana. Pero lo más lindo que he visto en mi vida eran los pisos a crochet, esos pisos que nunca supe cómo tomaban la forma de una flor de doble fila de pétalos. ¡Qué arte! ¡Qué perfección! Alguna vez llegó a vender algunos juegos de pisos en la feria del Fundo del Fierro. En casa cada adorno tenía un piso hecho por mamá, la recuerdo planchándolos con almidón, dándoles forma, con esa manía por la perfección que yo heredé hasta lo más profundo de mi ser. Nuevamente ¡gracias mamá!

Recuerdo a mi madre enseñándome a tejer, nunca pude con los palitos, pero si lo hacía más o menos bien con la crochet, mi primer (y último) tejido fue una colcha de diez por diez centímetros, color crema, con pequeños flecos de lana también, hasta hoy y durante más de treinta años, cubre al niño Jesús del nacimiento de mamá cada navidad.

Mamá casi nunca me negó un permiso, nunca me contradijo, nunca me cuestionó inclusive en mis épocas más rebeldes. Por alguna razón que desconozco tenía y tiene una ciega confianza en mí. Curiosamente nunca me asustó esa confianza, de alguna misteriosa manera yo también sabía desde siempre que nunca defraudaría esa confianza.

Yo no soy muy cariñoso, no soy de extrañar y no me gusta que me extrañen. Me di cuenta de ello la primera vez que me fui por largo tiempo de Arequipa, no soy de llamar. Si no me llaman no llamo, siempre pienso que las malas noticias llegan primero, así que si no sé nada de los demás, me parece que todo anda bien. Mamá sabe que soy así, casi nunca la llamo, pero ella sabe que siempre pienso en ella. Sé que ella piensa en mí también y pide a sus santos que me cuiden.

Yo no creo en varias cosas y mis más cercanos lo saben, pero tengo un respeto enorme por la fe de mamá. No conozco a ninguna persona con tanta fe. Por eso mis hermanos y yo, particularmente yo que no creo casi en nada, cuando me enfrento a una cuestión difícil o una entrevista de trabajo o algo similar, llamo a mamá y le pido que ponga una vela y rece por mí. Las veces que no he podido llamarla para avisarle me he sentido inseguro. Estoy pensando seriamente ahora que, para mí, mi mamá ya es una santa.

Soy malo para los regalos y esas cosas. Mi mamá sabe y últimamente le envío dinero y ellas se compra lo que quiera. Alguna vez le regalé un microondas, una cocina de cinco hornillas, algunos muebles, pero pienso que los regalos que más le gustaban eran las artesanías que hacía con mis propias manos cuando estaba en la escuela, debe ser así porque me doy cuenta que hasta ahora las tiene en la sala de la casa.

Ella guarda en su casa mis cajas con cientos libros que hasta ahora no sé dónde poner y mis títulos de la universidad en original. No se me ocurre mejor persona para ese encargo. Una vez mi hermano se quiso llevar mis cosas para una oficina que tiene desocupada para darle mayor espacio a mamá, ella me llamó y me dijo: “¡Mientras yo viva, nadie saca tus cosas de aquí!” ¡Ay mamá! ¡Cuánto te quiero!

Muchos papás hablan y hablan, mi mamá no hablaba mucho, casi todo lo que aprendí de ella fue con su ejemplo, con su integridad, con su vida de sacrificios. Aprendí a cocinar viéndola, a coser, a lavar y planchar la ropa, viéndola también. Nunca he necesitado a nadie que me prepare un bocadillo o un almuerzo, que me cosa un botón, que me haga la basta de un pantalón o me planche una camisa. Nunca se enseña mejor que con el ejemplo.

Mamá tiene once nietos, y ella ha cuidado a la mayoría de ellos como propios. A veces pienso que es inacabable. Nunca ha estado gravemente enferma, siempre se levanta temprano. Últimamente sufre con los resfriados. Últimamente la veo con su andar lento y todavía me calienta un plato de almuerzo cuando llego a Arequipa y la visito. A veces me provoca decirle que ya deje de hacer cosas, que descanse, pero sé que no es su naturaleza, mamá es una luchadora, descansar sería despojarla de sus ganas de vivir, ella necesita preocuparse por los hijos, por los nietos, por calentar el almuerzo, por si ya hemos comido o si estamos bien.

Recuerdo cuando volvía cansado de la universidad a las diez de la noche y mi cena siempre estaba allí, envuelta con una vieja frazada para que no se enfríe (no teníamos microondas en aquel entonces). Mamá siempre me esperó cuando llegaba tarde de la universidad, de las fiestas, cuando viajaba, creo que nunca dejó de esperarme y preocuparse por mí.

Cuando escribí mi tesis para ser abogado se la dediqué a mi mamá. Mi primer libro de poemas también. Creo que mamá se siente orgullosa de nosotros aunque no lo merezcamos y eso es un buen premio. Estoy seguro de que todos piensan que su mamá es la mejor del mundo. Yo también. No me gustan las canciones deprimentes del día de la madre, ni los deseos y parabienes trillados y dramáticos. Por eso escribí esta nota, en positivo. Es mi regalo del día de la madre para ti mamá. ¡Te amo mamita!

viernes, 6 de mayo de 2011

IÑAPARI Y LAS ELECCIONES ¿REALMENTE MI VOTO CUENTA?

En Iñapari la bolsa de cemento cuesta treinta y tres soles; la Coca Cola o Inka Kola de medio litro cuesta dos soles cincuenta; la botella de agua de medio litro también cuesta dos soles; una Inka Kola de dos punto veinticinco litros cuesta ocho soles con cincuenta; el millar de ladrillos artesanales cuesta seiscientos soles; la arena fina cuesta ochenta soles el metro cúbico; el metro cúbico de agregado, o cascajo como le llaman algunos, cuesta trescientos soles; el kilogramo de carne de res cuesta quince soles; la carne de pollo cuesta doce soles el kilo, un kilo de queso cuesta quince soles también; una calamina de zinc cuesta treinta y cinco soles; la hora de internet en la única cabina cuesta dos soles; una fotocopia veinte céntimos; una cerveza cuesta ocho soles; una pastilla para la migraña cuesta un sol cincuenta (la dosis es de dos pastillas); un kilo de pescado cuesta diez soles y un kilo de papas dos soles cincuenta.

Seguramente usted que lee esta nota ya ha comparado los precios que acabo de mencionar – que son totalmente reales aunque usted no lo crea – con los de ciudades como Arequipa o Lima y habrá notado que aquí se paga el doble cuando no el triple de lo que se paga por los mismos productos en dichas ciudades.

No sólo varía el precio, también las calidades, en Iñapari no hay camal privado ni municipal, los ganaderos benefician las reses en sus propios predios, no hay garantía de su buen estado; lo mismo sucede con la carne de pollo. La arena es de la ribera del rio y es salitrosa. Los ladrillos son artesanales, hechos y cocidos a mano, por cada millar se pierden un promedio de doscientos que están poco cocidos o quemados. La internet es lenta, no se puede hacer uso de una web cam por que si no toda la cabina colapsa.

No hay servicio de internet para las casas ni telefonía fija. Los teléfonos son satelitales, los celulares aparecieron recién hace cuatro años por la demanda de los brasileños, Movistar y Claro colocaron antenas y vendieron equipos, ganaron dinero, el año pasado Vivo llegó a Assis Brasil y los brasileños dejaron de usar celulares peruanos. Iñapari ya no es un lugar rentable para las empresas de telefonía celular. Yo tengo internet USB, el servicio es tan malo que me resulta imposible ver un video en Youtube. Postear una nota en el facebook me toma cinco minutos y cuando quiera subir esta nota al blog, entre la carga del documento y la foto que lo acompaña me tomará veinte minutos si tengo suerte y no se corta la conexión en medio proceso.

En Iñapari no hay red de alcantarillado ni desagüe; la mayoría de las casas usan pozos sépticos, casi todos ellos artesanales y que contaminan los suelos. Hay una red rudimentaria de agua, a pesar de que la Municipalidad dice que es potable, es fácil cerciorarse sin necesidad de un microscopio de que contiene desechos: no es apta para el consumo humano. Esta agua se distribuye sólo una hora al día los meses lluviosos, en la temporada seca sencillamente no hay agua. Muchas casas tienen pozos de agua subterránea, sin embargo esta agua está contaminada por las filtraciones de los pozos sépticos. Hasta el año dos mil diez Iñapari tenía luz solo dieciocho horas al día. Desde este año tenemos luz las veinticuatro horas, pero cada día hay cortes de luz arbitrariamente en un número de dos o tres por día que malogran permanentemente los equipos y electrodomésticos, la potencia del fluido no llega al voltaje que se cobra. En Iñapari no hay comisaría, sólo un puesto de vigilancia fronterizo con un mínimo de efectivos que siempre se disculpan con el argumento, ya saben, de que hay pocos efectivos. En Iñapari, salvo la interoceánica y las cuatro calles que rodean la modesta plaza de armas, las calles son de barro y se hacen intransitables en tiempo de lluvia.

En Iñapari la mayoría de terrenos no tienen ficha en los Registros Públicos, la propiedad es informal. Las escuelas son pobres, hay una primaria y otra secundaria, los profesores hacen lo que pueden para transmitir sus rudimentarios y escasos conocimientos a nuestros hijos. Hasta el año dos mil ocho no había ninguna entidad financiera en Iñapari, el Banco de la Nación se inauguró en diciembre del dos mil ocho, por la gestión y a presión de los pobladores de Iñapari; sigue siendo la única entidad financiera hasta ahora. En Iñapari no hay ESSALUD, sólo una triste posta del MINSA, me descuentan mensualmente de mi boleta de pago aportes para el seguro y no sé para qué. En Iñapari no hay buses de transporte interprovincial, los viajeros quedan expuestos a los abusos de los colectiveros informales, que raramente tienen cinturones de seguridad y salen a la hora que mejor les conviene.

Sin embargo, Iñapari es uno de los pocos distritos del Perú que de acuerdo al último censo del INEI no registra pobreza extrema ni pobreza. ¿Cómo se explica esto?

No tengo la respuesta pero sí varias teorías: La primera es que descubrí que las familias más antiguas de Iñapari son de arequipeños inmigrantes, me imagino y quiero creer que ese espíritu indomable ante la adversidad de nosotros los arequipeños, ha hecho que este pueblo trabajador no se haya dejado vencer por las circunstancias.

Otra teoría es que estando Iñapari tan alejada de Lima y durante décadas apartada incluso de Puerto Maldonado, decidió tomar el toro por las astas y resolver sus problemas por sí misma, al extremo de prácticamente no depender de Lima. Aquí no hay asistencia social, el que no trabaja no come, así que todos trabajan y buscan como progresar. Los techos de las casas están adornados por las antenas satelitales grises de Directv o rojas de Clarotv, no hay casa por modesta que sea que no festeje un cumpleaños con una parrillada o churrasco como le llaman aquí. Lima es un fantasma lejano. El desarrollo del Perú y la bonanza económica es un montón de palabras vacías a las que la gente presta poca atención cuando se anuncian por el canal de televisión del Estado, el único que llega por aquí en señal abierta.

En Iñapari se vendió una fantasía: Se les dijo que la carretera interoceánica traería progreso y haría que los precios de los productos bajen.

La bolsa de cemento se vende a treinta y tres soles. En el Brasil la bolsa de cemento cuesta treinta reales, que son más de cuarenta y cinco soles al cambio.

En Iñapari el cemento se vende como pan caliente, pero la mayoría de las casas son de madera.

En Assis Brasil, la ciudad vecina, cada vez hay más casas de material noble.
Los brasileños compran el cemento para construir sus casas en Perú, vienen con sus camionetas y compran mucho más barato. Los comerciantes de cemento están felices. Ganan más del doble por bolsa de cemento.

Hoy con la interoceánica, el flete para traer cemento desde Cusco o Arequipa es sumamente barato. ¿Por qué no han bajado los precios? Porque el principal mercado siguen siendo los brasileños, no hay ningún incentivo para que los comerciantes peruanos bajen los precios a pesar de que hoy sus costos se han reducido notablemente gracias a la carretera, se están haciendo ricos.

La carretera interoceánica contribuye una vez más para que los ricos sean más ricos y los pobres más pobres.

Lo mismo pasa con los ladrillos, la arena, la cerveza, las gaseosas, las frutas y las medicinas.

El sueldo mínimo en el Brasil es de quinientos cincuenta reales, equivale más o menos a ochocientos ochenta soles. Ese sueldo es el que ganan las empleadas del hogar en Brasil, los barrenderos, jardineros y otros trabajadores no reciben menos de setecientos reales, es decir el equivalente a mil cien soles aproximadamente.

El Iñaparino no depende de Lima, nuestra economía (ahora soy un Iñaparino más) depende del Brasil, llevamos en nuestros bolsillos soles y reales. Si hay paro minero o de cualquier cosa en Madre de Dios, compramos nuestros alimentos con esfuerzo en Brasil, pero no morimos de hambre. Llevamos con honor la bandera del Perú y la izamos en nuestras instituciones y nuestras casas. Defendemos al país cuando nuestros vecinos que tienen todas las comodidades imaginables nos miran de arriba abajo. Nos damos el lujo de darles trabajo a muchos brasileños en las pequeñas empresas y negocios. Cuando nos dicen que vivimos en el fin del mundo, respondemos que vivimos en el paraíso.

Luego de todo esto, ¿Se le puede reclamar a este pueblo valeroso un voto por la continuidad del modelo económico? ¿Se le puede seguir ofreciendo mentiras cuando a pesar de ser permanente vigía de la frontera ningún gobierno ha hecho nada por mejorar la calidad de vida de sus ciudadanos?

Madre de Dios es el distrito electoral más pequeño del país. No es de interés de los políticos. Iñapari a pesar de su importancia geopolítica y ubicación estratégica, tiene aproximadamente quinientos votos, para los políticos eso no cuenta ni siquiera para lanzar promesas falsas.

Iñapari no cuenta con promesas electorales.

Sé que en teoría mi voto cuenta, pero hoy más que nunca me doy cuenta que vote por quien vote, eso no va a cambiar en nada la realidad de Iñapari. ¿Realmente mi voto cuenta?