sábado, 29 de enero de 2011

HUMILDAD

Durante mi vida me he encontrado en diversas ocasiones con gente, que directa o indirectamente me han recomendado ser más humilde. Al parecer la humildad es considerada como una virtud de gran valía por un grupo mayoritario de personas.

No voy a entrar a discutir las definiciones del diccionario de la Academia de la Lengua o las de Wikipedia. Lo cierto es que la humildad es entre otras una virtud dentro de la estructura filosófica de un credo, como es el cristianismo. Siendo el cristianismo una religión o culto, sus normas y preceptos filosóficos son solo exigibles a quienes profesan la religión.

Exigir la humildad a todos los seres humanos no es otra cosa que un acto de intolerancia de quienes la practican. Cuando un cristiano practicante (o que cree serlo) se para frente a otro a exigirle humildad, no está haciendo otra cosa que imponer una conducta deseable o exigible para quienes comparten con él su dogma, pero a nadie más.

Ya Agustín de Hipona (uno de los más grandes filósofos de la Iglesia Católica) decía sabiamente que la humildad es una virtud curiosa, dado que precisamente en el momento que uno cree tenerla acaba de perderla. Partiendo de esa premisa aquél que exige humildad a otros debería tener la calidad moral para exigirla, es decir tendría que ser humilde. Resulta evidente que un acto de humildad básico sería el no cuestionar la falta de humildad de los otros, dado que quien exige humildad implícitamente se jacta de la suya. Por principio quien es humilde no podría imponerle humildad a otro.

En la vida real y en estos tiempos modernos parece ser que quienes exigen humildad a otros en realidad son aquellos que no soportan los logros del prójimo. Se llama a esta conducta mezquindad, y es practicada por aquél que se niega a reconocer el éxito del otro y en su afán de disminuirlo llama al titular del logro de “poco humilde” o “falto de humildad”. Si hago una retrospectiva y me fijo en quienes han cuestionado alguna vez mi falta de humildad me doy cuenta que no son aquellos que puedan ser reconocidos precisamente por sus logros o éxitos, ya sea en su vida personal, familiar o en cualquier otro aspecto.

Dos mil años de cristianismo le han enseñado a la gente que ser humilde está bien y que uno no debe jactarse de sus logros, bueno, no cuestiono esos preceptos de quienes los tienen como norma de vida, pero no son los míos. Cómo dije son preceptos del cristianismo y quien profese ese culto deberá sentirse (paradójicamente) orgulloso de ser humilde. Pero exigir conductas a otros es totalmente arbitrario, intolerante y antidemocrático.

Nieztsche (equivocado o no) cuestionó duramente el cristianismo por ser un filosofía que promueve antivalores naturales o dicho de otra manera valores contrarios a la naturaleza del hombre(desde la perspectiva del propio Nietzsche y que comparto). Hace muchos años, durante mi adolescencia y primeros años de juventud, cuando mis prójimos cristianos se encargaban de hacerme sentir sumamente mal cuando me sentía orgulloso de mis avances en el duro camino de la vida, encontrar a Nietzsche fue un verdadero alivio; encontré por primera vez a alguien que compartía mis cuestionamientos a una cultura donde incomprensiblemente la pobreza de espíritu es una garantía para lograr un lugar en el cielo. Quedó grabada en mi mente la frase del filósofo que dice: “Cuando se pisa a un gusano, este se enrolla, lo que es muy inteligente porque con ello reduce la posibilidad de ser aplastado. Ese es un ejemplo de humildad.” Yo no quiero ir a ese cielo poblado de pobres de espíritu si es que existe.

Si la humildad es tan gloriosa virtud, ¿porqué los cristianos se jactan tanto de sus propios credos? Quién no ha recibido la fastidiosa cadena de correo electrónico que dice: “Yo no me avergüenzo de decir que creo en Jesús”, ¿no es ésta una forma de orgullo? Las sectas y diversas variantes de cristianismo que existen particularmente en Latinoamérica ¿acaso no se jactan unas respecto a otras de tener la verdad en sus manos? Pero sin ir muy lejos, en nuestras propias comunidades, nuestro vecinos, ¿acaso no exigen una conducta cristiana en clara alusión que cualquier otra forma de concebir el mundo está equivocada? No es raro leer o escuchar a padres de familia o compañeros decir que gracias a Dios tienen una familia con sólidos valores cristianos. ¿Es decir que una familia no cristiana no tiene valores? ¿Sólo los cristianos merecen vivir en sociedad? ¿Qué sucede con los no cristianos? ¿Somos una especie de parias o marginales?

Resulta claro que la humildad es cuando menos una conducta esperada de quienes proclaman practicarla, pero parece que en la práctica nunca es así. Sin embargo si una persona como este aventurero escribidor habla o escribe de sus logros, de las cosas que eventualmente ha aprendido o conseguido, nunca falta un fresco que sale a exigir humildad. Esa exigencia de humildad debe traducirse como “No me restriegues en la cara las cosas que sabes o que haces”, es decir la oda a la mediocridad. Esta mala concepción de la humildad es en realidad el disfraz artero y perverso de la mediocridad. Cuando veo un post de alguno de mis queridos amigos que informa que llueve en Houston, o que el tráfico está pesado en Londres, que acaba de terminar exitosamente su doctorado en Lima, o que está organizando un gran evento empresarial en provincia, mi corazón se llena de alegría y comparto esos logros. Creo firmemente que sería mezquino reclamarles humildad. Esos logros no caen del cielo, cuestan esfuerzo, disciplina, trabajo y esmero. ¿Porqué tendrían que ocultarlos? Y si alguien sabe cosas o domina determinados temas ¿Porqué exigirle que se calle? Esos conocimientos también son el resultado de esfuerzo. La teoría del mediocre es que esos éxitos hacen más notoria su mediocridad, por eso necesita ocultarlos, opacarlos o desmerecerlos.

Cuando alguien gana una competencia, normalmente es felicitado por los demás. Es costumbre que el ganador le diga a los otros competidores: “¡Buen trabajo! Sigue intentándolo.” Pero esa frase también hay que ganársela: esa frase se brinda al competidor que estuvo al nivel adecuado en toda la competencia. Ya sea que uno sea el ganador o perdedor, recibir o dar esa frase tiene mérito si uno puso todo el alma, empeño, corazón y talento en la brega. Esa frase no se la merece el mediocre. El mediocre que sólo compitió para probar suerte, no sólo no colaboró, si no que fue un estorbo, contribuyó a disminuir el nivel y además, es ese precisamente el que va a reclamar humildad al ganador. Nuevamente: “No me restriegues tu éxito en la cara”, es decir la apología de la mediocridad. En cambio el que perdió haciendo su mejor esfuerzo comparte el triunfo y la gratificación del ganador. Los ganadores se edifican entre sí. Los mediocres se disminuyen entre sí y tratan de disminuir los logros de los ganadores.

Seguramente alguien se sentirá aludido leyendo este texto y pensará que estoy equivocado. Puede ser, pero tengo el derecho constitucional a estar equivocado, a la libre expresión y decir lo que pienso. No profeso el cristianismo, por tanto no se me pueden exigir los valores de ese credo. Mi dignidad de ser humano me permite defender mi punto de vista y las hipótesis que formule sobre mí mismo. No aconsejo el ataque artero de quien se sienta descrito en estos párrafos, puesto que si además se jacta de ser cristiano, deberá en todo caso poner la otra mejilla y orar por la salvación de mi alma, ya que yo no lo haré.

La vida es una competencia desde que se nace, algunos lamentablemente nacen en entornos donde las oportunidades son mínimas o no existen, hay otros que nacen con mejores oportunidades y otros que hacen sus propias oportunidades a pulso. Tristemente hay muchos que desperdician valiosas oportunidades y luego les atribuyen la culpa a los demás, a la vida o a la suerte. Lo cierto es que cada uno está permanentemente compitiendo en su entorno. Cada uno de nosotros es consecuencia de nuestras propias decisiones. Hoy en día, y recordando mi lugar y medio de origen, rechazo al reclamo de humildad que me haga cualquier mediocre. Lo que sé y lo que tengo no cayó del cielo, es producto del esfuerzo y de años de rigurosa disciplina y trabajo. Me jacto de ello.

viernes, 28 de enero de 2011

MELANIO (Cuento)

Melanio abrió el cuaderno escolar cuidadosamente forrado que era su diario y escribió:

“SOY UN HOMBRE NUEVO, HOY EMPIEZA UN NUEVO DÍA, NO HABRÁ NADA QUE PUEDA DETENERME PARA ALCANZAR MIS METAS, NO VOY A MIRAR AL PASADO. HOY SOY UN HOMBRE NUEVO.”

Miró el párrafo escrito en letras de imprenta mayúsculas, le pareció feo, garabateó con furia el texto y frustrado arrancó la hoja. Tomó aire y empezó de nuevo. Reprodujo el texto con cuidado, con el esmero de un niño que aprende a escribir sus primeras letras, el brazo izquierdo extendido sobre la mesa, el rostro casi apoyado en el cuaderno y mordiéndose un labio, mientras repetía lentamente cada sílaba que iba escribiendo en el papel. Cuando terminó, sin cambiar de posición, volvió al inicio y repasó con cuidado cada una de las letras de todo el párrafo. Agregó formas geométricas adornando su obra y firmó varias veces alrededor. Dibujó una cruz esvástica y la repasó continuamente hasta que quedó satisfecho. Le gustaba tanto esa forma que había visto en los libros de su padre desde niño que no dejaba de dibujarla cada vez que escribía algo, lo hacía sentirse importante. La había visto también en los documentales donde aparecía Adolfo Hitler imponente con su uniforme de guerra ante las tropas. Los soldados y oficiales lo saludaban con todo ese respeto y devoción que él envidiaba. Si algún día tenía un hijo le pondría de nombre Adolfo Hitler, sí Adolfo Hitler Pariona. Entristeció, Pariona le parecía un apellido de perdedor. Melanio era un nombre afeminado, de maricón. Hace tiempo tenía pensado cambiarse de nombre. Tendría que hacer el trámite en el juzgado, se podría llamar Arnold Mayer, Adolfo Mayer sonaba mejor, tal vez escogería Klauer o Müller para el apellido. Eso lo pensaría con calma después. Primero tenía que completar el día.

Se levantó de la mesa y se colocó la boina guinda de comando que había comprado en el mercadillo de cosas usadas. Le asentaba bien. Ahora tendrían que respetarlo, guardó la boina en la mochila que había preparado temprano y salió de su cuarto, pasando por la cocina vio a su mamá cortando carne.
– ¿A dónde vas a esta hora Melanio? – le gritó cuchillo en mano.
– ¡Ya vuelvo! – contestó él y corrió hacia la puerta de lata oxidada tratando de no oír los improperios de su madre.
Una vez en la calle y fuera del alcance de los gritos tomó nuevamente aire. Hoy era el momento de poner en práctica todo lo leído. Hoy era el día de la soñada libertad financiera. Al fin saldría de la carrera de ratas. Enderezó la espalda y con paso firme caminó rápidamente por la avenida sin distraerse en lo irrelevante. Iba repitiendo mentalmente cada una de las consignas que había aprendido durante los últimos meses y que pondría finalmente en acción. Era un hombre nuevo e iba a alcanzar sus metas. Tenía una mente millonaria y brillante, su futuro estaba en sus manos. Ya lo había visualizado todo. Todo su plan de trabajo estaba previamente estudiado y sería la clave de su éxito.

Una vez en el objetivo, se preparó para el tramo final, las semanas de paciente observación y vigilancia darían sus frutos. Sentado en la banca del parque, frente a la estación de expendio de combustible más grande de la zona, extrajo su ejemplar de bolsillo de El Arte de la Guerra de Sun Tsu, leyó los pasajes que había marcado con resaltador para darse valor y esperó la hora exacta. Todos los días, de lunes a viernes, a las diez de la mañana el vehículo de seguridad de la empresa de custodia de caudales recogía el dinero de la estación de combustible. Los lunes como hoy se recogía la venta del fin de semana. Atento vio cuando el camión pintado de escandaloso amarillo ingresó al perímetro de la estación. Una vez que se detuvo, los agentes de seguridad armados se colocaron en las mismas ubicaciones de siempre, predecibles, Melanio, para entonces, ya se había acercado con la mano dentro de la mochila en espera de la salida de las bolsas conteniendo el dinero. Cuando vio a los otros dos agentes saliendo de la caja con las pesadas alforjas, caminó directo al camión, sin detenerse sacó el arma y la rastrilló velozmente mientras gritaba a todo pulmón:
– ¡Quietos todos conchesumadre! ¡Esto es un asalto!

* * *

El Capitán Saravia tocó la vieja puerta de latón y luego de algunos minutos atendió una mujer de baja estatura, cubierta de un delantal sucio y raído. Saravia se identificó y pidió permiso para entrar a la vivienda, la mujer nerviosa preguntó:
– ¿Qué ha pasado? ¿Para qué vienen ustedes a mi casa?
– ¿Es usted pariente de Melanio Pariona? – la interrogó el Capitán.
– Soy su madre – contestó la mujer entrando en crisis de nervios
– Su hijo está muerto – dijo Saravia frio e inmisericorde.

La mujer se sumergió en un llanto sordo sin desprenderse de la puerta, un subalterno de apariencia amable la tomó del brazo y le pidió que la acompañe al interior de la casa. Una vez adentro lo explicó brevemente que Melanio había intentado asaltar un vehículo de caudales que recogía dinero de una estación de servicios y había sido abatido por los agentes de seguridad.

Saravia sin alterarse le indicó a la mujer que le harían unas preguntas, pero que mientras se calmaba deseaban ver la habitación de su hijo. La mujer entre sollozos autorizó la inspección.

Cuando Saravia y sus subalternos abrieron la puerta del cuarto, quedaron sorprendidos, todas la paredes del cuarto estaban forradas de tela negra, contrariamente a lo que esperaba Saravia no habían posters de películas de guerra ni de musculosos o rubicundos actores de cine, tampoco los recurrentes almanaques de mujeres desnudas casi siempre rubias que encontraba en las habitaciones de criminales de perfil semejante al de éste. En este caso la ropa, la cama y los libros estaban en un intachable orden, todo impecable, sin una sola arruga. Los libros perfectamente ordenados por tamaño revelaban sus preferencias, casi todos ellos de autoayuda, desarrollo de la personalidad, libertad financiera y una colección completa de la historia de la Segunda Guerra Mundial. Frente a los libros en un folder plástico halló decenas de hojas de papel de diferentes tipos con cruces esvásticas dibujadas en diversos colores y tamaños, repetidas interminables veces. La habitación en conjunto revelaba un orden y disciplina intimidantes.

Saravia ordenó la búsqueda en los cajones. En uno de ellos encontraron un cuchillo de caza con brújula y un pomo de tinte rubio para el cabello. También varios cuadernos manuscritos similares al que encontraron en la mochila del occiso. Al igual que en aquél, estos estaban llenos de lemas alusivos al desarrollo personal, al éxito empresarial y casi ninguna información de su vida íntima o familiar, los márgenes a pesar del orden de la escritura eventualmente estaban adornados con figuras geométricas, firmas variadas del propio Melanio y dibujos recurrentes de la esvástica. Inventariaron y recogieron los libros junto con el folder, el cuchillo y los cuadernos; tomaron fotos y salieron del lugar.

Al llegar a la salida de la casa, el técnico preguntó a Saravia si iban a interrogar a la mujer, Saravia se detuvo cerca de la entrada; sin pedir permiso para ello encendió un cigarrillo y le dio un par de pitadas, miró a la mujer sentada en la vieja banca de madera, enjugándose las lágrimas en el delantal mugroso, de alguna manera le recordó a su propia madre; entonces sentenció amargamente:
- Vámonos señores, este es un caso cerrado.

* * *

Melanio presionó el gatillo luego de escuchar el retumbar de las armas de los agentes de seguridad, pero se dio cuenta que era demasiado tarde, un calor ardiente recorría ya su vientre y su pecho, sintió luego dos golpes más como si alguien lo tomara bruscamente del brazo y del costado al mismo tiempo, de inmediato los músculos de sus dedos se debilitaron y cedieron al peso del arma. Atinó a tratar de presionar su abdomen para aliviar el dolor y le dolió más, sus oídos se taparon y percibió un barullo que le recordó el sonido del mar, su visión se nubló lentamente al mismo tiempo que caía pesadamente de costado. Le vinieron a la mente como una ráfaga las imágenes de su madre, los abusos y golpizas de su padre para disciplinarlo, las largas noches en vela, los insultos y burlas de sus compañeros del colegio y del instituto. Sobre el cálido piso de cemento vio siluetas grises correr hacia él y gritos que ya no podía entender. Cerró los ojos y trató de visualizar una imagen de éxito que lo saque de esa situación desesperada repitiendo mentalmente “Soy un hombre nuevo” y un sopor vago alivió el dolor de sus heridas mientras pensaba en el hijo que nunca tendría y que se habría llamado Adolfo Hitler Pariona... Meyer... Klauer... Müller...

domingo, 16 de enero de 2011

LA NOCHE INOLVIDABLE DE NANET (Cuento)

Nanet salió del bistró riendo a carcajadas, se había divertido a raudales mientras bebía unas copas para calentar el cuerpo con el jefe de la policía del barrio quince de París, pero ya eran las nueve y era momento de salir a buscar clientes, caminó rápidamente por la Rue de la Croix Nivert, mientras encendía un cigarrillo. Al llegar a la esquina de siempre sintió la falta de su abrigo, lo había dejado en el bistró para que no le estorbara. Aún era temprano, se acomodó la corta falda y empezó a caminar para entrar en calor. A unos diez metros se acercó un hombre apuesto, de traje, negociaron la tarifa y se fueron juntos a uno de los hoteles de la Rue de Vaugirard a pocas cuadras de la Porte de Versailles. Una vez en el cuarto Nanet empezó a desvestirse rápidamente, pero el hombre le hizo una seña para que se detenga. Nanet sonrió y se detuvo, estaba acostumbrada a recibir y cumplir órdenes, siempre que le paguen el precio por ello. Se sentó en la cama y miró al extraño, le inquietó su mirada.
- Si vas a querer algo raro te va a costar más – dijo coquetamente Nanet.
- El dinero no es problema – contestó el hombre - ¿Cómo te llamas? – agregó.
- Nanet es mi nombre, ¿y el señor tiene uno? – replicó mientras se ponía de pie y caminaba lentamente hacia su cliente.
- Andelko – respondió el hombre distante pero esbozando luego una sonrisa lánguida mientras se quitaba el abrigo y sentaba en una silla.

Nanet aún de pie miró al sujeto abriendo los ojos exageradamente en señal de amable impaciencia. Andelko le hizo una seña para que apague la luz principal de la habitación y deje encendidas las lámparas de pared. Nanet obedeció inmediatamente pero sin prisa, sabía cómo tratar a un cliente que a todas luces era rico. Mientras se desplazaba por la habitación Andelko confirmó lo que ya había anticipado horas antes, cuando siguió a Nanet desde el bistró hasta la Rue Lecourbe donde la abordó, tenía el cuerpo firme, aún no estaba maltratado por el trabajo, la bebida o las malas noches, debía tener veinte o veintiún años. Sus cabellos negros lacios caían adorablemente sobre su espalda blanca adornada con diminutas pecas. Sus ojos verdes resaltaban en un rostro fino y de agraciados rasgos que el maquillaje barato no había conseguido afear. Las proporciones de sus caderas y senos eran generosas sin llegar a ser exageradas. Sonrió nuevamente. Sentado en la silla y sin dejar su postura elegante extrajo quinientos francos de su cartera y los puso sobre la mesa de noche, el rostro de Nanet se iluminó.
- Quítate la ropa lentamente – ordenó Andelko con voz paternal.
- Lo que desee el señor – contestó Nanet lanzando un atrevido beso al aire con sus carnosos labios rojos.

Andelko se acomodó sobre la silla, Nanet se puso de pie frente a él. A pesar de su juventud, conocía el oficio. Separó sus piernas y se agachó sujetando sus tobillos con ambas manos, se incorporó lentamente acariciando sus piernas en toda su extensión. Una vez erguida abrió su blusa con una mano mientras con la otra recorría la circunferencia de sus senos, dejó aparecer sus hombros perfectos y deslizó la blusa dejando a la vista un delicado corsé, hizo una media vuelta grácil y empezó a bajar el cierre de la falda, la que dejó descender por sus piernas moviendo las caderas de un lado a otro hasta que se detuvo en el suelo. Saltó como quien sale de un charco y se sentó en las piernas de Andelko, lo miró por sobre el hombro y con una mano señaló el cordón del corsé, Andelko entendió rápidamente y con firme suavidad desató y aflojó el cordón. Nanet se puso de pie y jugueteó con la lencería, se despojó del ceñidor dejando por fin a la vista sus hermosos senos turgentes coronados por dos pezones rosados aún adormitados. Andelko sonrió complacido y dibujó un par de círculos en el aire con su dedo índice como señal para que el espectáculo continúe, Nanet se entusiasmó sabiendo que su espectador estaba contento. Se había propuesto disfrutar esta noche, eran pocas las veces que tenía la oportunidad de tener un cliente tan elegante, atractivo y limpio. Desabrochó uno por uno los broches del portaligas y se sentó en la cama para sacarse las medias lentamente. Tenía las piernas bien formadas, perfectamente depiladas. Se quitó luego el portaligas y finalmente en un acto de lujuriosa provocación se tocó el sexo por encima de las bragas, se recostó en la cama y levantando las piernas a lo alto se despojó de ellas. Se recostó sobre el lecho y Andelko negó con la cabeza, Nanet se incorporó sin levantarse por completo y dio unas palmaditas sobre el colchón.
- ¿Quiere el señor que le quite la ropa? – dijo tratando de parecer sensual.
- No – dijo Andelko.
- ¿Desea el señor que…? – iba a continuar Nanet, pero Andelko la detuvo sin tocarla.
Nanet sintió que una fuerza sobrecogedora la inmovilizó, su piel se erizó de extremo a extremo y sintió unas incontenibles ganas de llorar. Andelko la miraba sin expresión.
- No te muevas – dijo Andelko calmado.
Nanet trató de gritar pero no pudo. Sintió como los ojos del hombre recorrían su cuerpo y tembló, sin embargo un delicioso calor inundó su vientre y se extendió por todo su cuerpo mientras Andelko se incorporaba de la silla, cerró los ojos y dejó caer su cabeza sobre la almohada en espera de lo que tuviera que pasar.

* * *

Andelko Volkodlak nació hace más de cuatrocientos años en el noreste de Europa, en la antigua Ljubljana. Ya no recordaba los colores ni las voces de esa época. Habían pasado tantas cosas desde el momento en que volvió a nacer que esas imágenes eran sólo manchas borrosas. Su capacidad de entender e interpretar las cosas a su alrededor sin embargo no había menguando con el tiempo, más bien se había hecho más aguda. Había aprendido que los cuentos que se contaban sobre él y su especie eran precisamente eso, cuentos y mitos con poco o nada de verdad. El supuesto poder de la cruz o del agua bendita para conjurarlos era un patético invento medieval sin ninguna justificación histórica, sobre todo cuando aprendió que su especie era mucho más antigua que el propio cristianismo. Las estacas de madera y los decapitamientos no eran otra cosa que parte del folklor rumano para adornar las historias de un dictador sanguinario. No se necesita ser un científico para darse cuenta que ningún ser puede sobrevivir sin cabeza o con la mutilación severa de un órgano vital como el corazón o los pulmones. El hecho de tener una fortaleza y resistencia física superior al promedio de los mortales y la incapacidad de envejecimiento de sus células no los hacía inmunes a las heridas graves, pérdida de extremidades o desangramiento. Era cierto que no enfermaban, pero se debía entre otras cosas a que no tenían los terribles hábitos de alimentación de los humanos. Los de su especie, contradiciendo al mito, comían socialmente, normalmente ensaladas exóticas, caviar o carnes muy finas especialmente preparadas. No era alimento, para ellos era otra forma más de placer. Algo que le pareció siempre carente de todo fundamento era el pretendido poder repelente del ajo. Él particularmente disfrutaba mucho del aroma del ajo, era uno de los pocos olores que lograba establecer un vínculo con su juventud en forma mortal y con las tierras fértiles donde sus padres lo criaron. Todo lo demás, balas de plata, oraciones y sacramentos, eran inventos de fanáticos religiosos que perdían más tiempo en inventar nuevos demonios que en purificar sus almas o por lo menos disfrutar de sus insípidas existencias.

Los devastadores efectos de los rayos solares en su organismo y la atribuida costumbre de dormir en ataúdes era probablemente la única mentira que tenía cierta explicación en la realidad. Él y los de su especie necesitaban del anonimato para subsistir, anonimato que se había hecho sumamente difícil mantener a lo largo de los siglos y más aún a la luz del día. Nunca faltaba alguien que recordaba haberlo visto en otra ciudad muchos años antes y que se percataba de la ausencia de señales de envejecimiento. Resultaba difícil dar explicaciones satisfactorias. De la misma manera tener una actividad económica o comercial implicaba verse obligado a desaparecer luego de un tiempo, inventando fallecimientos dramáticos que generaba a su vez todo un procedimiento legal para poder mantener el patrimonio adquirido y procurar retomarlo luego años después, cuando normalmente los testaferros y albaceas ya habían despilfarrado toda la fortuna. Con el tiempo los que eran como él se habían hecho expertos en hacer negocios que trascendían las generaciones, ellos fueron los inventores de los fideicomisos y las fundaciones. Congéneres suyos diseñaron los mecanismos de los actuales bancos cuyas raíces aparecieron recién en la edad media, allá entre Venecia y Parma. Hoy en día eran dueños de derechos y acciones de los bancos más grandes de Europa. La mayoría tenía participaciones en el incalculable patrimonio de la Iglesia. Las iglesias eran y seguían siendo los lugares más apropiados para vivir y mantenerse alejados de la comunidad ya sea disfrazados de monjes, jardineros o cuidadores. Otros habían optado por incorporarse a logias herméticas donde adquirían el poder suficiente para manejar los gobiernos de las nuevas ciudades y sus registros civiles y así poder crear identidades para quienes las precisaran. La eternidad es costosa y requiere de recursos para satisfacer las necesidades que de ella se derivan. Con los años y la experiencia ganada se adquieren gustos caros, predilección por los restaurantes finos, clubes sociales, conciertos de cámara, galerías de arte, joyería y ropa de buena factura además de otros innumerables detalles. Los bares decadentes y los barrios bajos eran sólo campos de cacería. No se le ocurría cómo un tipo que duerme todo el día en una caja y sólo sale en la noche para alimentarse podría mantener un estilo de vida como aquel al que él y sus semejantes se habían acostumbrado. Era por estas razones que entendía que muchos de sus congéneres prefirieran la noche para salir a recorrer la ciudad y cazar, él mismo se había hecho cada vez más nocturno. A altas horas de la noche las personas preguntan menos, se fijan menos. Las mujeres decentes se quedan en sus casas y los maridos decentes se quedan con ellas o en la casa de sus amantes claro, pero no en las calles. Las ciudades grandes eran ideales y París se había hecho perfecta para estos fines. Ahora veinte años después de la segunda gran guerra y estando totalmente reconstruida albergaba un mayor número de desconocidos, viajeros y turistas entre los cuales podía pasar desapercibido. Curiosamente el problema no era conseguir el alimento vital, aprendió que las sospechas sobre la permanente buena salud de los suyos y la evidente incapacidad de envejecer no provenían de la curiosidad o la observación de las personas, si no de la envidia.

* * *

Nanet permanecía recostada, con los ojos cerrados, esperando. Percibió cómo Andelko se despojó de sus ropas lentamente, mientras lo hacía pudo sentir su mirada recorriéndole el cuerpo, sufrió un espasmo involuntario cuando sintió su mano acariciándole la pantorrilla derecha. Rió nerviosa, pero no podía ocultar su excitación, en estos últimos dos años había aprendido a controlar la situación, fingir cuando era necesario, pero nunca dejarse llevar, sin embargo ahora no podía evitar hacerlo.

Abrió los ojos, la escasa luz no le impidió ver el cuerpo fuerte de Andelko, irradiaba una masculinidad madura mezclada con el vigor de la juventud. Sus manos eran fuertes pero con la suavidad propia del terciopelo, sintió su voz que le quemaba los oídos, en particular ese acento que la empezaba a volver loca y hacía estragos en su respiración, los dedos de Andelko acariciaron su rodilla, su muslo, sintió su lengua maravillosamente áspera lamiendo su tobillo, transitando por su empeine, deteniéndose cerca de sus dedos. Un choque de electricidad la estremeció cuando sintió que el hombre se introducía uno a uno los dedos de su pie derecho en la boca y los besaba y lamía lentamente, hizo lo mismo con el otro, lamiendo cada dedo mientras acariciaba el arco del pie y el talón. Sintió esa lengua venenosa subir nuevamente por su piel hasta la parte posterior de la rodilla, cuando llegó al muslo tomó conciencia de que estaba totalmente a merced de los deseos y caprichos de Andelko. Sus caderas empezaban a describir un vaivén lento en contra de su voluntad. La lengua del hombre se abrió paso entre sus muslos y ella cedió, los separó y apoyó sus pies en las espaldas de él, Andelko hundió el rostro bajo su vientre, ella le ofreció su monte de venus en plenitud y él se embriagó del olor agridulce y acre; cerró los ojos y respiró profundamente para llenar sus pulmones de ese aroma salvaje a sexo compartido, se sumergió por completo en los fluidos desbordantes de Nanet y buscó desesperadamente con la lengua cada hendidura, cada pliegue, cada nervadura y cada protuberancia. Nanet se desvanecía, su pecho agitado, sus gemidos enrevesados y el ritmo de su respiración anunciaban el inminente apogeo de su excitación; de pronto su respiración se detuvo, trató de morder sus labios pero los nervios de su rostro ya no le respondían, su vientre, glúteos y muslos entraron en un estado de tensión casi doloroso y desde lo profundo de su ser sintió venir desde lejos y a velocidad de galope una maravillosa erupción desbordante de placer que inundó todo su cuerpo hasta el último músculo y nervio como nunca antes lo había experimentado.

Andelko, acarició el vientre y las caderas de Nanet suavemente hasta que recuperó la respiración, la miró con los ojos llenos de fuego y Nanet entendió rápidamente que ese era sólo el principio y agradeció a Dios la suerte que le había tocado. Andelko tomó a su presa por las caderas y con una firme presión hizo girar su cuerpo de manera que quedara boca abajo, Nanet se asustó un poco pero lo dejó hacer. Andelko acarició su espalda, lentamente y con fruición, presionó sus dedos en ese cuello fino, lo sintió frágil, casi podía sentir su pulso a través de las venas, pasó sus manos hacia el pecho de ella y desde atrás acarició sus senos, redescubriendo su calor, su textura y su volumen. Nanet, desde esa posición, mientras disfrutaba las caricias de su amante, pudo sentir rozando en la parte interna de sus muslos la virilidad en apogeo buscando cobijo, se acomodó a la altura con un ágil desplazamiento de sus rodillas y Andelko con una suave embestida hizo el resto. Nanet estrujó como pudo las sabanas de la cama con ambas manos mientras el vaivén de sus caderas iba en inexorable aumento. El sexo de Andelko quemaba sus entrañas brindándole un placer hasta ahora desconocido, se sentía totalmente poseída, las manos de él en sus caderas marcando el ritmo eran solo un elemento, había una fuerza superior, un dominio absoluto que la sometía pero al que no quería renunciar. Su cuerpo nuevamente se preparaba para lo inevitable, Andelko se detuvo de golpe. Con una fuerza descomunal la tomó de la cintura y la cargó en sus poderosos brazos, ahora recostada en la cama recibió sobre sí el peso del hombre, de ese cuerpo fuerte y varonil que le venía dando tanto placer, por unos segundos se sintió protegida, se preguntó si este sujeto tan distinto y distinguido se fijaría en una mujer como ella, si no fuese así, este día lo recordaría por mucho tiempo, mejor aún, nunca lo olvidaría. Andelko dentro de ella se movía sabiamente, acariciaba cada rincón de ese cuerpo magnífico de seda, recorría cada curva, disfrutaba cada detalle para guardarlo en su memoria, para evitar que el día de mañana sea sólo un amargo sedimento en su piel. Nanet rodeó con sus piernas el cuerpo de su amado, lo abrazó fuertemente y sintió un deseo irrefrenable de clavarle las uñas en la espalda, empezó a besar sus hombros sólidos, su cuello, sus mejillas, sus labios, no podía contenerse más; volvió a sentir la electricidad subiendo lentamente desde sus pies hacia su sexo, la tensión en su centro de gravedad, el torrente que pronto se desbordaría nuevamente, su hombre se movía cada vez más rápido, casi podía sentir sus espasmos próximos a convertirse en clímax, se aferró con fuerzas a Andelko, arañaba su torso, él empezó a decir palabras indescifrables en su oído, la fuerza telúrica de un intenso orgasmo la fue inundando, sus caderas frenéticas se detuvieron, contuvo la respiración y deseó que el momento no acabe, la vida, los colores, los sonidos se hicieron diferentes por unos segundos, se hundió en un abandono soporífero y placentero que la arrastraba a un mundo oscuro donde ya nada podría alcanzarla mientras se daba cuenta que Andelko le había clavado los colmillos en la yugular y bebía insaciablemente su sangre sin que ella atinara siquiera a soltarlo, porque no lo soltaría ya nunca, porque eran uno solo ahora y para siempre unidos hasta el fin de los tiempos por el torrente de sangre caliente que se iba llevando su vida.

sábado, 15 de enero de 2011

CUANDO SEAMOS VIEJOS (Cuento)

Se hizo un silencio lacerante cuando terminó de contarme todo. La sala de su casa, a la media luz de las lámparas de mesa, acababa de perder todo el romanticismo que la hizo tan especial en los últimos meses. Mis últimas esperanzas se desvanecieron. Me tomó algunos segundos asimilarlo y luego me levanté del asiento como si se hubiese derramado algún líquido en mi ropa, al estar de pie no supe para qué me había levantado, di dos pasos y me senté de nuevo en otro sofá. La miré sentada, recogida sobre sí misma abrazando sus piernas, descansando su bello rostro sobre sus rodillas y mirándome debajo de sus largos cabellos castaños con una mezcla de tristeza, culpa y curiosidad. Pensé en irme sin decir nada y me volví a levantar, pero cuando abrí los labios en lugar de decir el adiós que había planeado, empecé a decirle lentamente que estaba decepcionado, que nunca me imaginé que haría algo así conmigo después de todo el tiempo y las cosas que habíamos pasado juntos. Le recordé las promesas que nos hicimos, empecé a hablar más rápido y levantando la voz, gesticulaba con mis manos y caminaba frente a ella que se mantenía en la misma posición, pero mirando al suelo. Traté de ser más persistente, le pregunté por qué lo había hecho, qué le había hecho yo. Le pregunté si tenía remordimientos, si había pensado en mí mientras me traicionaba, sabiendo que la respuesta me heriría, pero quería sentirme herido. Sin embargo ella seguía mirando al suelo y no dijo ni una palabra. La llamé de mentirosa y recién en ese momento levantó la vista, me miró sin hablar, le reproché que cada vez que me dijo “te amo”, fue una mentira, que nunca me amó, ella negó con la cabeza, noté que sus ojos se humedecieron y las lágrimas corrieron por sus suaves mejillas. Me desesperó su silencio, le dije que no valía la pena, que me había engañado, le dije que era una puta, que no era siquiera una puta, porque una habría tenido la decencia de cobrar. Ella gritó - ¡Ya basta Gabriel! - y yo seguía diciéndole que estaba bien, que se quedara con su nuevo amor, que le haga provecho, que no valía nada y que nunca pensé que ella pudiera hacerme eso y la dejé allí, sentada en aquél sofá llorando, batí la puerta de su casa y me fui a la mía lleno de rabia y frustración, pero sin embargo con un destello de placer por haberla hecho sufrir.

En casa abrí una botella, empecé a beber, el primer trago ayudó mucho, encendí un cigarrillo y recordé cuando nos conocimos, los primeros besos, la primera vez que hicimos el amor, éramos tan torpes y pueriles, sin embargo aprendimos a conocer bien nuestros cuerpos y sensaciones, luego del segundo trago fue peor, no podía dejar de pensar en ellos, me los imaginaba en la playa a la luz de la luna acariciándose, a ella entregándose tan bella en su desnudez y él mofándose de mí mientras la poseía. Bebí de nuevo, esta vez de un solo golpe y sentí que no era justo que me engañara así, a mí que le había entregado todo este tiempo, sin pensar en nada ni en nadie más que en ella. Esforzándome día a día para ella y por ella. Mientras seguía bebiendo un vaso tras otro, me vino a la mente el recuerdo de la noche aquella en la que caminábamos por la calle y vimos una pareja de ancianos de la mano, le pregunté qué sería de nosotros cuando seamos viejos y ella me contestó mientras me abrazaba “estaremos juntos” y las mil veces que me había dicho “te amo” y “siempre te voy a amar” y los poemas que le había escrito, no podía dejar de pensar en sus promesas, en los planes, en mi vida, en qué iba a hacer ahora, que no podía sacarla de mi mente y bebía y no quería pensar hasta que los fantasmas me cercaban y me encontraba gritando como loco que la vida es una mierda y me revolcaba sobre mí mismo jalándome los cabellos, ladrándole mi cólera a esta puta realidad que me hacía gatear por el piso buscando el cigarrillo que se me había caído y que ahora me quemaba los dedos pero ya no sentía dolor al igual que no sentía más dolor en mi corazón a pesar de estar tirado en el piso porque el alcohol subió y me sacó de mi mismo y no pude darme cuenta que estaba quedándome dormido.

domingo, 9 de enero de 2011

EL SUCUBUS (Cuento)

Fray Esteban saltó de la barca y sus piernas se hundieron en el agua hasta las rodillas, caminó dificultosamente un mediano trecho hasta que el oleaje del océano ya no mojaba la arena. El viaje desde Panamá había sido accidentado. En el Callao no los dejaron desembarcar, se había corrido la voz en Lima que los barcos provenientes del norte estaba tocados por la peste negra, intentaron un poco más al sur de Lima, pero fue imposible, las autoridades ya había enviado el parte a caballo a todas las costas cercanas. El capitán, conocedor de las nuevas rutas usadas para el contrabando, tomó rumbo hasta la Villa Hermosa de Camaná, ciudad que no había sido alertada debido a que carecía de muelle, pero que por la misma razón obligó a los pasajeros a saltar a las barcas salvavidas y así poder aproximarse a las playas de arena cargando sus bolsas y equipajes.

Una vez en tierra el Fraile dio media vuelta y se quedó mirando lejana en el horizonte la embarcación, se llamaba La Española y le recordó su tierra natal, la observó fijamente pensando en los últimos quince años, desde el día que se ordenó en Sevilla, levantó la cabeza, miró al cielo y se santiguó; se incorporó al grupo que ya estaba marchando rumbo al pueblo y caminó.

Luego de tres horas de largo trayecto llegaron a la ciudad, era pequeña, tenía pocas casas y la mayor parte de la tierra estaba sembrada de arroz. Vio a unos pocos negros trabajando en el campo codo a codo con sus patrones, casi no vio indios. Le pareció extraño, siempre imaginó que el Perú estaría lleno de indios, pensó en preguntar pero los que caminaban con él eran en su mayoría españoles aventureros, algunos acompañados por sus familias, que buscaban fortuna en las tierras que Pizarro había conquistado a favor de La Corona. No quiso hablar con ellos, le pareció mejor dejar que las cosas sucedieran a su tiempo.

Una vez que llegó a la ciudad de Camaná buscó la iglesia y se las arregló para ubicar al párroco. El párroco también era dominico, un hombre sencillo sin mayores aspiraciones que envejecer junto con los terratenientes de la zona, los esclavos de estos y las dos mujeres que tenía de concubinas, una india y una negra africana vieja que casi no hablaba castellano. Se llamaba Alonso y no había cambiado de nombre, en el pueblo lo llamaban Padre Alonso y a él le gustaba eso, en realidad nunca había tenido vocación. Se hizo cura porque un hermano suyo había sido comendador y las relaciones sociales de este lo habían llevado al cargo: una ordenación rápida y un pesado viaje por dos océanos lo había colocado finalmente allí. Fray Esteban sentado en la mesa recibió con una venia el trozo de queso serrano y el pan que Padre Alonso le ofreció, se santiguó y bendijo los alimentos, mientras comía preguntó al Padre Alonso cuánto tiempo le tomaría llegar a Lima, el Padre le explicó que le esperaba un largo viaje por el desierto hasta el puerto de Pisco y de allí a Lima no sería tan difícil. Se quedó pensando y le aconsejó:
– ¿Por qué no va a Arequipa? Queda muy cerca, es una ciudad grande, sin llegar a ser tan enorme y abominable como Lima, tiene un clima agradable, benigno y seco, una gran población de blancos de Castilla y Valencia, pocos indios, no hay negros. Si quiere tener una estancia tranquila ése es un buen destino.
– No he venido a estar sosegado y tranquilo, Padre – contestó el Fraile, miró a su interlocutor fijamente a los ojos y añadió: He venido a hacer el trabajo de Dios, no quiero menospreciar el suyo, pero se me ha ordenado acudir a Lima, mis superiores han tomado conocimiento que allí el pecado florece.
– No lo tomo a mal – repuso el padre – pero Lima es una ciudad que va por el camino de la perdición, es el mismísimo apocalipsis anunciado por el santo profeta Juan. ¿Sabe usted que aquí llegan los mercaderes que han pasado por Lima y siempre traen noticias? Se sabe que muchos judíos expulsados de Europa han entrado a Lima escondidos en naves de carga, se disfrazan con apellidos castizos, con títulos falsificados o comprados a nobles caídos en miseria, prosperan, ponen negocios, ¡incluso algunos moros han encontrado en esa ciudad un lugar donde practicar sus herejías en nuestras narices! Imagínese que han cercado una parte de la ciudad y la han infestado los indios, negros y mestizos que adoran aún a sus ídolos paganos, cayendo en enfermedades malignas, consecuencia de sus reuniones demoniacas – Reflexionó – No es un buen lugar para ir Fraile, no sé sus razones, pero esa ciudad es Sodoma y Gomorra, incluso buenos caballeros españoles han abdicado a su fe ante los placeres de la carne y las tentaciones de Satanás.
– La carne es débil Padre – replicó Esteban – Incluso para un soldado de Dios como usted, no me diga que las mujeres que están afuera sólo le preparan la comida…

El Padre Alonso no dejó que el fraile dijera más, levantó la mano derecha con la palma abierta en señal para que este se detenga y movió la cabeza en clara negación mientras miraba fijamente el piso de tierra, habló sin levantar la vista:
– Sé que no es apropiado, pero es difícil estar solo, son solamente compañía para este pobre viejo, no hay mala fe y tampoco tengo la vocación que seguramente tiene usted. No soy como usted Fraile – reiteró con voz triste – yo me ordené pasados los cuarenta, casi por obligación, cumplo con las tareas encomendadas por mis superiores, les doy a estas mujeres donde vivir y qué comer, de otra forma se habrían hecho a la mala vida, yo sólo obtengo algo de compañía… ¿acaso no es una forma de amar al prójimo? Finalmente la negra ni siquiera tiene alma, es como un animal doméstico.

Fray Esteban se quedó en silencio, sentado en la banca de madera; hacía calor – es febrero – pensó, tomó un poco de vino que la mujer india había colocado en la mesa mientras conversaban, era un vino distinto pero agradable, miró al padre Alonso y lo vio compungido, con la vista puesta en el piso, entre distraído y triste. En verdad se le veía un hombre sin convicción, prematuramente envejecido, parecía tener más de sesenta años, el hábito raído y desteñido, en ese momento se percató que el padre no usaba sandalias, tenía los pies descalzos y sucios, los dedos casi no tenían uñas, habían sido devoradas por los hongos. Sintió asco y pena. Esteban se incorporó y tosió suavemente para llamar la atención del padre que se había quedado absorto.
– Me gustaría que me brinde un lugar donde pasar la noche, sólo hasta mañana – dijo.
El padre Alonso se levantó también y lo invitó a acompañarlo. En la terraza de la casa había una hamaca colgada de los horcones y en el piso tres o cuatro pieles de cordero enrolladas.
– Hace calor – mencionó distraídamente el padre – es verano, no le recomiendo dormir adentro, escoja entre la hamaca y las pieles, yo estaré adentro si necesita algo. Tenga buenas noches Fraile.
– Buenas noches. Dios lo bendiga – contestó Esteban, mientras decidía por quedarse en la hamaca, sólo quería descansar, sabía que esta noche no podría dormir.

* * *

Después de doce largos días de un viaje penoso, Esteban estaba al fin en Lima, no era como otras ciudades que había conocido, Lima era desordenada, una ciudad llena de gente de todos los colores: blancos de todas las clases sociales, la mayoría con poca o ninguna educación, marineros ingleses, irlandeses, portugueses y otros de nacionalidad indescifrable, negros provenientes de todas las partes de África, ya los había visto antes en los mercados de Liverpool, los altos y fuertes de piel azul que se importaban desde la Isla de Zanzíbar, los pequeños y más claros que venían de Guinea, cerca del fin del mundo. Sin embargo había en sus miradas algo distinto, los negros de Portugal, España, Francia e Inglaterra se veían siempre tristes, incluso los que trabajaban de capataces tenían esa mirada de ausencia, de añoranza; en cambio estos no; casi todos hablaban buen castellano y sonreían con sus perfectos dientes blancos. También había una gran cantidad de indios, distintos a los indios que había visto en Panamá y México, incluso distintos a los que había visto en la Villa de Camaná, no vestían con ropas de indios, estaban vestidos a la usanza española aunque se les notaba incómodos con esa ropa, incluso a los más jóvenes, que seguramente habían usado este tipo de vestimenta desde su niñez. También vio mulatos claros y oscuros, lo que le confirmó las teorías del padre Alonso: en Lima efectivamente los españoles no habían tenido ningún asco por engendrar hijos en sus esclavas, por lo menos en Europa era algo que se trataba de evitar, aquí se veía que no había ninguna clase de control. Lo mismo sucedía con las indias, la existencia de muchos niños mestizos por las calles así lo confirmaba. Era un verdadero desastre, los españoles habían perdido todo sentido de decencia en esta ciudad, no solo había mulatos y mestizos, también habían permitido que los negros se junten con las indias entre sí, aprendió luego que los llamados zambos eran el producto de esa infame unión. En su vientre bullía la rabia, si a simple vista y en el primer día podía ver todos estos escarnios a la voluntad divina, sabe Dios santísimo qué otras cosas habrían estado ocurriendo y podrían ocurrir en esta ciudad.

* * *

Cinco días después de haber llegado a Lima había conseguido entrevistarse con sus superiores, les informó brevemente de su misión y entregó la orden firmada y sellada por el Rey. Luego de los saludos de rigor, el obispo Baltazar de Castro, lo invitó a su despacho, a solas. Caminaron por un corto zaguán y pasaron a un amplio salón. De Castro lo invitó a sentarse en una solitaria silla en medio del lugar, Fray Esteban se sentó en el borde mientras esperaba que De Castro se acomodara en su imponente trono eclesiástico, hubo un momento de incómodo silencio, de pronto De Castro empezó a hablar con voz diáfana y totalmente segura:

– Fray Esteban, entiendo el porqué de su presencia en Lima, pero déjeme decirle que su tarea es complicada, la gente de aquí está acostumbrada a que las cosas estén como están. Tenemos los problemas propios de cualquier colonia, pero lo que debe importarnos sobre todas las cosas es la protección de los españoles que son terratenientes y los que tienen encomiendas. Y no hablo sólo de su fe, también de su propiedad y seguridad. Hemos discutido este asunto con el Virrey y estamos de acuerdo en ese aspecto, desde luego que también es nuestra tarea la de erradicar las herejías de los indios y los negros… pero ese es un trabajo que requiere tiempo, recibimos órdenes permanentemente del Rey acerca de la necesidad de evangelizar a esta gente y darles la nueva buena de Dios y su sagrada palabra; pero no es una tarea grata. Los indios acuden a la iglesia, aprenden las oraciones, rezan el Credo y el Santísimo Rosario porque si no lo hacen, los alguaciles los golpean, pero sabemos que siguen enterrando porquerías en la tierra cada vez que cambia de estación e invocan a sus falsos dioses cuando siembran los campos. Los negros se burlan de nosotros, tocan sus instrumentos endemoniados al menor descuido de sus patrones, hemos prohibido los tambores y a pesar de ello se proveen de cualquier cosa que pueda producir sonidos, troncos, cajas de madera, incluso hay informes de que algunos usan los huesos de animales muertos para practicar sus repugnantes danzas y rituales. Por si esto fuera poco ahora se suma a ello el problema de los judíos. Sé de buena fuente que cada semana llegan dos o tres en los barcos de carga, pagan a los capitanes para que los traigan escondidos, algunos se quedan en Panamá, otros se van a las colonias inglesas al norte, pero muchos llegan aquí, se declaran católicos e incluso van cada domingo a la misa, ¡pero siguen siendo judíos Fray Esteban! Sin embargo, a pesar de todo lo que acabo de explicarle, la ciudad se mantiene ordenada, se protegen los intereses de los españoles establecidos aquí y de sus hijos, ellos pagan sus impuestos y colaboran con las arcas de nuestra Santa Orden, este equilibrio es beneficioso para todos. Incluso los judíos que han llegado a prosperar y se han hecho católicos, aportan con el producto de sus ventas y trabajo, no quiero perder este orden Fraile, espero que me entienda.

– Le solicito me perdone por contradecirlo su Excelencia – señaló Esteban – pero entiendo que esta situación a la que usted llama orden es contraria a los preceptos de nuestra Santa Iglesia y lo dispuesto por el Su Santidad el Papa desde Roma. No es mi voluntad contrariar el orden terrenal, cosa que en verdad no debería preocuparnos, puesto que el alma de los hombres es nuestro propósito. Siendo así, entiendo que nuestra principal tarea es combatir las estrategias del demonio y las herejías de sus seguidores.
– ¡Pero sin desórdenes por favor! – exclamó ligeramente nervioso el Obispo.
– La búsqueda de la verdad tiene un precio mi señor – repuso Esteban calmadamente – no debería preocuparle la falta de fondos en las arcas, después de todo Dios proveerá.
– No se trata del dinero – replicó el obispo – es el crecimiento de la Iglesia, a esta gente hay que conquistarla mediante la comprensión, ganar su alma hacia la fe, que noten los beneficios de creer en nuestra Iglesia, no quiero que vean una amenaza a sus vidas en el catecismo y menos aún que se desprestigie la Orden. ¡No crea que no sé lo que está pasando en España fraile! han pasado más de setenta años desde que el Inquisidor General Torquemada nos dejó y nadie ha podido reemplazarlo con éxito, no se resuelve el problema de los excesos en los juzgamientos a herejes y judíos, nos están agobiando con acusaciones de enriquecimiento e intolerancia. Incluso los nobles que antes nos respaldaban en España nos rehúyen y han retirado su apoyo. No quiero que eso suceda aquí.
– Mi encargo viene por recomendación de los Reyes de España y del mismo Santo Oficio quienes me han propuesto para esta tarea su excelencia – señaló sin titubear Esteban – y lamento mucho saber que no comparte sus métodos; sin embargo haré lo posible para no perjudicar sus intereses, en la medida que estos no se opongan a los de la Santísima Inquisición y su Tribunal Eclesiástico. Ahora, con su permiso, es menester retirarme.

El obispo asintió amargamente con la cabeza y Esteban se levantó con una venia. Al salir no pudo evitar oír a De Castro murmurar una blasfemia entre dientes.

* * *

Esteban, instalado en su despacho, un pequeño espacio al costado de los claustros en construcción del convento dominico que estaba próximo a terminarse, ordenaba sus libros y sus apuntes. Abrió una vieja bolsa de cuero de camello y extrajo de su interior, envuelto en una fina tela de pana roja, el magnífico ejemplar del Malleus Maleficarum. Recorrió con sumo cuidado su lomo de cuero y las tapas finamente grabadas y lo colocó en el centro del escritorio. Recordó sus estudios en Roma, a los exigentes maestros que estuvieron a cargo de su preparación en Bolonia y en París, pero sobre todo recordó a su abuelo. Su abuelo, que era un herrero aragonés, había conocido personalmente a Fray Tomás de Torquemada, el gran y místico Inquisidor General del Reino de España cuando por encargo especial de este había fabricado piezas e instrumentos de tortura diseñados por él mismo. Había quedado impresionado con su personalidad, fuerza y disciplina. Luego al nacer él, su primer nieto, le había inculcado desde pequeño ese amor a la disciplina, al orden y el temor a Dios que tanto había admirado en el gran inquisidor. Respiró profundamente y se santiguó antes de empezar la lectura, mañana sería un día difícil, sería su primera intervención en el Tribunal.

Al día siguiente, se levantó sumamente temprano, lavó su cuerpo con cuidado con paño húmedo, sintió un leve ardor cuando limpió las marcas dejadas en su piel por los finos alambres del cilicio. Hoy no lo usaría, necesitaba estar lúcido y concentrado. De entre sus pocas pertenencias, la mayoría libros e instrumentos de purificación, sacó una pequeña cruz de acero. Había sido un regalo de Torquemada a su abuelo, al fallecer éste se la había entregado para que lo acompañe en los momentos difíciles. Se la colocó sobre el pecho, colgando de una delgada soguilla. Se vistió el hábito con cuidado y solemnidad, ajustó cada uno de los botones mientras repasaba mentalmente las reglas del Malleus Maleficarum, se arrodilló sobre el áspero piso de piedra y rezó.

No desayunó, tenía que estar libre de cualquier distracción externa o interna – el ayuno purifica – pensó. Levantó su bolsa de cuero y se dirigió a la puerta, volvió a santiguarse y encomendarse a Dios. Salió y caminó con paso rápido hasta la Sala del Santo Tribunal. Entró y vio que en su interior ya estaba el Obispo esperando al costado del Inquisidor y le hizo una venia. Estaba también el abogado defensor y el Escribano General. Rápidamente solicitó al alguacil la presencia del procesado y se sentó en la silla reservada para su cargo en la Sala, el de Procurador Fiscal del Santo Oficio. Vigiló que en la mesa central estuviese visible la Biblia y cerca de ella la enorme cruz de pedestal. Cruzó las manos y esperó.

Entró a la sala, atado de las manos, un hombre adulto, no era joven ni tampoco viejo. De larga barba oscura y cabello cuidado. A pesar del evidente castigo físico sus ojos no habían perdido brillo. Esteban se puso de pie y con la venia del inquisidor le preguntó:

– ¿Nombre?
– Felipe Ruiz de Castilla y Ponce de León, mi señor – contestó con humildad.
– ¿Edad?
– Cuarenta y cinco años.
– ¿Ocupación?
– Médico cirujano su señoría – y sus ojos brillaron más aún.
– Se le acusa de herejía y prácticas de brujería – dijo ásperamente Fray Esteban – He recibido el encargo del Santo Oficio de interrogarlo. Reconozca sus pecados, solicite clemencia y será escuchado.
– Soy sólo un médico su eminencia – respondió Felipe – no he cometido ningún pecado, he respetado el juramento hipocrático y he procurado salvar las vidas que Dios ha puesto en mis manos.
– ¡Miente! Sus propios colegas son los que lo han denunciado, ¡Declárese culpable y que Dios acoja su alma! – exclamó Esteban.
– No sé de qué se me acusa – dijo lastimeramente Felipe mientras mostraba las palmas de sus manos al Fiscal en gesto de sometimiento.

Esteban conocía bien los artilugios del demonio para simular inocencia. Estaba preparado y no dejaría que el maligno lo enredase, miró al Inquisidor y señaló con firmeza:
– El acusado trata de confundir a este Santo Tribunal y pretende desconocer las acusaciones que se le hacen cuando en su impuro corazón tiene completo conocimiento de sus pecados y herejías. Solicito se autorice que la defensa del acusado intervenga antes de continuar con el interrogatorio.

El defensor, que era un miembro del propio Tribunal, se dirigió solemnemente a Felipe y le advirtió:
– Acusado, se le invoca para que diga la verdad de las acusaciones que se le han formulado, así obtendrá usted clemencia y podrá reconciliarse con nuestra fe. Conteste las preguntas del Procurador Fiscal, reconozca su culpa y muestre arrepentimiento.

Felipe se quedó callado.
– Solicito al tribunal se autorice el uso del potro – dijo pesadamente fray Esteban y volteó a mirar al acusado a fin de ver su reacción.

Felipe Ruiz de Castilla y Ponce de León estaba visiblemente asustado, conocía el potro, él personalmente, como consecuencia de su profesión, había visto las lesiones que este cruel artefacto podía causar. Cayó de rodillas y suplicó clemencia. No fue escuchado. Mientras proclamaba una y otra vez su inocencia fue conducido al ala lateral de Tribunal, atado cuidadosamente de pies y manos sobre una especie de sólida mesa de madera, en cuyos extremos ruedas dentadas permitían tensar las sogas que sujetaban sus extremidades. Esteban tomó en una mano la Biblia de la mesa y en la otra el crucifijo, se acercó al potro y acercando la cruz al rostro de Felipe exclamó:
– Permite, ¡oh Dios Todopoderoso! que este hombre expulse los demonios que someten su razón a sus impuros deseos y deja que nosotros tus humildes siervos conozcamos la verdad de sus propios labios – hizo una seña al alguacil y este empezó a girar las ruedas con una sólida manivela de metal.

Felipe resistió al principio, sin embargo empezó a sentir la fuerte tensión en sus pectorales primero, luego en los dorsales, sabía de anatomía y pensó que los músculos grandes serian los primeros en sentir la presión, pero que a la larga serían los que resistirían más. Cuando el alguacil aplicase más presión empezarían a descoyuntarse las articulaciones de los hombros, codos, tobillos y rodillas hasta llegar a la dislocación total. Empezó a sentir presión en el pecho, la posición no le permitía expandir sus pulmones, quiso gritar pero no pudo, no tenía aire suficiente para hacerlo, se desvaneció.

Esteban ordenó al alguacil relajar las ligaduras. No era apropiado que el acusado falleciera en medio de una audiencia del Tribunal, su misión era la obtención de la verdad, no la muerte del acusado. En caso de ser sentenciado a muerte, su ejecución sería trabajo del brazo secular de la iglesia, la autoridad civil. Ordenó que el alguacil despierte a Felipe lanzándole agua fría en el rostro. Felipe despertó aturdido. Se le conminó a declarar, pero mantuvo su versión de inocencia. Esteban sabía que era una táctica del demonio. Dar pena, despertar lástima en el Tribunal era la estrategia más usada por el ángel caído. Tenía que ser duro y severo. Tomó de la mesa de trabajo una toca de tela blanca. Ordenó que se introduzca la pieza de tela en la boca de Felipe. Luego fueron dejando caer agua sobre la toca. Felipe sentía la tela en su cavidad bucal humedecerse, empezaba a gotear hacia su garganta y el trapo no le permitía mover la lengua para impedir el paso del agua, sentía que se ahogaba. Empezó a tener arcadas, en ese instante el alguacil inició la tarea de tensar nuevamente el potro. Hicieron lo mismo una y otra vez. Cada vez que estaba a punto de perder el conocimiento el Procurador Fiscal se le acercaba y lo instaba a decir la verdad, a declarar su culpa. Felipe lo negaba en cada oportunidad.

Luego de seis largas horas de continua tortura, Estaban desistió de seguir usando el potro. Solicitó al Tribunal cambiar de método. El Inquisidor autorizó el pedido y Felipe fue desatado, retiraron el trapo de su boca, sus rodillas, hombros y codos estaban prácticamente dislocados. Sus muñecas y tobillos se veían tumefactos. Fue trasladado unos metros atrás del potro y observó una soga que descendían de una polea sujetada al techo en cuyo extremo había dos correas de cuero. El alguacil y su ayudante sujetaron sus muñecas con las correas y amarraron bolsas con trozos de plomo en cada uno de sus tobillos, lentamente tiraron de la soga hasta separarlo aproximadamente unos dos metros del suelo. El Procurador Fiscal se acercó nuevamente e invocó su reflexión. Felipe negó con toda su alma y el alguacil soltó de golpe la soga una fracción de segundo y la volvió a sujetar. La corta caída en seco hizo que sintiera sus articulaciones crujir, el dolor era insoportable, se sintió desfallecer y cuando iba a abrir la boca para gritar, repitieron la tortura, sintió un vacío en el estómago y no pudo más, se oyó un grito desgarrador:
– ¡En el nombre de Dios, misericordia!
– ¡Reconozca su pecado! – exhortó estentóreamente el Procurador Fiscal.
– ¡Lo reconozco! – gritó entre lágrimas Felipe
– ¡Bájenlo! – ordenó el Inquisidor.

Una vez que lo descendieron, Esteban se encaminó al centro de la Sala y señaló enfáticamente:
– Debe describir su herejía y todo lo relacionado con ella para que este Tribunal resuelva con misericordia.

Felipe, exhausto, cayó de rodillas, miró a todos con desesperación, su mirada traslucía miedo y desorientación. Sus ojos habían perdido el brillo, su boca entreabierta dejaba escapar un hilo de saliva que discurría por su barba, extendía las manos temblorosas hacia el Inquisidor, hacia el Obispo, a su defensor, todos guardaban silencio. Ofuscado miró el piso, dejó caer sus manos aún atadas sobre sus muslos y dijo entre dientes, con la voz rendida y en medio de un llanto sordo:
– No sé de qué se me acusa.

Fray Esteban hizo un gesto dramático de pérdida de paciencia y con un movimiento de mano dispuso que el alguacil levante del piso al acusado. Felipe se incorporaba lentamente y de pronto su mirada volvió a brillar.
– ¡Ahora lo recuerdo! – exclamó.
– Que hable el acusado – ordenó el inquisidor desde su asiento.

Felipe hurgó en su memoria, estaba dispuesto a decir cualquier cosa para evitar que prosiga la tortura. Trató de recordar algún acto en su vida que pueda interpretarse como herejía, en la desesperación no podía ordenar sus ideas. El silencio en la sala lo abrumaba más. Abrió la boca pero las palabras no salían.
– ¡Hable! – reiteró Fray Esteban
Felipe empezó a balbucear, empezó a inventar.
– He pecado – dijo – yo he hecho pactos con el Diablo, he curado pacientes con pócimas hechas de entrañas de gallinas negras y huevos podridos. He recurrido a hierbas que crecen en los cementerios. He recurrido a brujas para ungüentos. He…
– Hable del sucubus – dijo por fin el Procurador Fiscal.

Felipe trató de recordar, había estudiado algo de eso en el curso de teología en la facultad de medicina en París, antes de venir al Perú, pero tenía la mente nublada, el sucubus era un demonio, de forma femenina, se metía al cuarto de los varones para fornicar y absorber su energía.
– He conocido a un sucubus – afirmó tímidamente.
– ¿Cuántas veces? – preguntó ávidamente el Inquisidor, dejando a Esteban prácticamente de lado del interrogatorio.
– No sé, en pocas ocasiones – contestó Felipe
– ¡Declare usted los detalles! – exigió con morbo el Inquisidor mientras hacía señas al Escribano General para que tome debida nota.

Felipe, en medio de la vergüenza y la humillación inventó ocasiones, formas, dio detalles de cómo fue seducido por el demonio de lujuriosas formas femeninas. El Inquisidor no ocultaba su asquerosa excitación cuando lo obligaron a describir con la mayor precisión posible el cuerpo voluptuoso del sucubus. A exigencia de sus cuestores inventó posiciones, sensaciones y conversaciones. A veces caía en contradicciones, el Procurador Fiscal lo percibía y exigía explicaciones, debía explicar, inventar nuevas mentiras y procurar no equivocarse. Estaba agotado. Empezaba a preferir el potro, la tortura física. Empezó a contestar con monosílabos, lo que causó el notable aburrimiento del Inquisidor. Esteban, incómodo con la exhaustiva pero necesaria descripción de los hechos, decidió solicitar el término de la audiencia:
– Ha quedado probada la imputación de los cargos por la propia confesión del acusado – dijo – si su excelencia lo considera conveniente – se dirigió al Inquisidor – la Procuraduría Fiscal del Santo Oficio solicita se dicte sentencia.
– Se dispone que el acusado sea retirado para proceder a la deliberación – dijo con evidente desinterés el Inquisidor y dio por concluida la audiencia.

El alguacil retiró al acusado. Más tarde el Inquisidor dictó la sentencia y se dispuso la confiscación de los bienes del médico cirujano Felipe Ruiz de Castilla y Ponce de León, a favor de la Corona en un cincuenta por ciento y el resto a favor del Santo Oficio. Felipe fue condenado a los calabozos de la Inquisición donde murió al poco tiempo de tristeza al saber que su esposa y su hija, víctimas de la desgracia y sometidas a la vergüenza y la deshonra pública se habían suicidado. Los otros dos médicos de Lima, sus colegas denunciantes, se repartieron sus numerosos pacientes.

Esa noche Esteban de rodillas frente a la dura tarima que le servía de lecho, agradeció al creador el haberle concedido la fortaleza y temple necesarios que le permitieron no haberse dejado vencer por las fuerzas del mal. La sentencia conseguida el día de hoy era el augurio de una larga y promisoria carrera como severo e incorruptible Procurador Fiscal del Tribunal del Santo Oficio en la cada vez más promiscua ciudad de Lima, desde donde se aseguraría de perseguir a herejes, moros y judíos, aquí en estas lejanas tierras de ultramar, siempre en el nombre de Dios Todopoderoso y por encargo de los devotos Reyes de España.

viernes, 7 de enero de 2011

EL AMOR, LA DOPAMINA, LA OXITOCINA Y OTRAS DROGAS

Una noche sales de tu casa, te has alistado previamente, eres soltero o soltera y vas a un lugar bonito con tus amigos. A estas alturas de tu vida tus ojos han visto cientos de miles de ojos, narices, rostros y cuerpos frente a ti en vivo, en las revistas o en la televisión. Tu cerebro ha construido un modelo a partir del promedio de todas personas que has registrado visualmente y por tanto (aunque tú probablemente no eres consciente) ya tienes un patrón preestablecido de lo que puede considerarse bello o agraciado para ti.

Llegas al bar o club, durante la reunión te presentan a una persona que te parece sumamente guapa (no te percatas de que en realidad encaja en un alto porcentaje con el modelo que tu mente ha preestablecido) y te sientes a gusto.

Entablas conversación y no te has dado cuenta que tu cuerpo desde hace algunos minutos (desde que lo/la viste por primera vez y te agradó) está segregando grandes cantidades de feromonas, feromonas que la otra persona percibe y que su mente asume como seducción. Afortunadamente para ti, tu estructura ósea, tu peso, el color de tu piel y ojos, facciones y rasgos coinciden con el patrón mental que la otra persona también tiene registrado en su archivo cerebral. Ambos se atraen.

Mientras conversas te sientes cada vez más cerca a esta persona, empiezas a olvidar el entorno y la hora, empiezas a ser víctima de la dopamina, droga que tu organismo segrega y te proporciona esa sensación de bienestar que te lleva a olvidarte de todo cuanto te rodea. Gracias a la feniletilamina que surgió luego de la atracción inicial, se activa la secreción de torrentes de dopamina, esta además incluye a la sensación de lo que llamamos ternura, lo que te obligará a irte acercando poco a poco a la otra persona a fin de encontrar confort y protección en sus brazos.

Una vez cerca a la otra persona, tu cerebro relaciona tu conducta con otras conductas tuyas en el pasado, los primeros besos de la adolescencia y esa sensación placentera, al recordarlos tu cuerpo segrega más dopamina. Te besas con esta persona y te corresponde, sientes mucho placer. Mientras más placer sientes, más dopamina produces, es un círculo vicioso, por ello es que sientes una necesidad irrefrenable de que esos besos no terminen nunca. Tus amigos te indican que ya es hora de irse, pero tú no accedes y les pides que esperen unos minutos más. La dopamina ya ha hecho estragos en tu capacidad de razonar y esta disminuye a cada minuto.

Te despides de tu nueva conquista y repentinamente piensas en que quieres volverla a ver, le pides su teléfono. Al día siguiente recuerdas los besos y la dopamina que es un neurotransmisor, es responsable de ese escalofrío que recorre tu espalda, de la sensación de mariposas en tu barriga y tus ganas de volver a repetir los besos de la noche anterior y que te dieron tanto placer. Levantas el teléfono y a pesar de cualquier consideración de orden racional que pueda advertirte de no hacerlo, igual llamas y quedas para verte con esta persona en la noche. La dopamina te genera también la sensación de ansiedad que te acompañará hasta que vuelvas a ver a esta persona.

En la noche, en tu casa preparas velas, compras vino, pones música apropiada, la persona llega y se relajan conversando y escuchando la música, tu organismo empieza a segregar norepinefrina, la que sumada a los efectos de la dopamina (que ya ha aumentado en siete mil veces su cantidad habitual) eliminan las últimas barreras de la razón y cedes al deseo sexual.

Durante días y hasta meses, no te aburrirás de ver a esa persona, de hacer el amor incansablemente una y otra vez. Luego de cada orgasmo tu cuerpo segrega enormes cantidades de oxitocina, esta droga cambia las conexiones neuronales y te obliga a repetir una y otra vez el mismo acto que en otra oportunidad te dio placer. Sin embargo, la oxitocina tiene un efecto perturbador: Cuando se mezcla con la testosterona en el caso de los hombres, produce una incontenible necesidad de dormir. Cuando se mezcla con los estrógenos en el caso de las mujeres, produce una necesidad de dar ternura y activa los centros de la comunicación procurando la conversación. Al principio las altas dosis de dopamina no dejan advertir esos efectos, pero con el tiempo, inevitablemente la cantidad de dopamina en tu cuerpo disminuye, hasta alcanzar sus niveles normales y los efectos de la oxitocina son más visibles. Ellos sólo desean dormir después del sexo, a ellas se les da por conversar.

Luego de unos meses el sistema de defensa del cuerpo te hace menos sensible a la dopamina, es una precaución vinculada a la supervivencia, si pudieras segregar grandes cantidades de dopamina todo el tiempo, morirías en la cama junto a tu pareja de inanición. El organismo se defiende y los mecanismos de supervivencia restablecen los niveles normales de dopamina en tu cuerpo. Ya no sientes lo mismo del principio luego de hacer el amor, buscas excusas para ya no estar tanto tiempo juntos y reclamas tu espacio.

Acaba de empezar el fin de la pasión.

jueves, 6 de enero de 2011

MATRIMONIO POR CONVENIENCIA

Cuando estaba estudiando derecho en la universidad, me parece que el año 1992 o 1993, en medio de una conversación, una compañera, al referirse a los romances, mencionó algo que me llamó la atención: “Para enamorarme de un hombre, en primer lugar tengo que admirarlo.”

Si bien en un primer momento la frase suena bien, el concepto no es funcional. Procuraré explicar mi punto de vista: Si mi compañera, a la que llamaremos C, se siente atraída por un hombre al que llamaremos H, ello implica que H tiene atributos que C desea y por tanto admira. Normalmente no se admira lo que se tiene. En palabras del Dr. Hannibal Lecter (hablando con Clarice Starling): “No. We begin by coveting what we see every day. […]” Esto implica que H está en un nivel superior al de C en cuanto al criterio o valor (diremos X) por el cual es admirado, luego H no tendría por qué admirar a C, si su nivel de X es menor al que él mismo tiene. No se desea (o codicia) lo que ya se tiene.

Para poder tener una expresión más gráfica, imaginemos un plano con valores del 1 al 10, una tabla. Donde estos valores son los que atribuimos en importancia a X. X podría ser integridad, carisma, aspecto físico, fortuna, honestidad o cualquier valor que C considere admirable en H.

Para ejemplificar diremos que X es igual a carisma.
X= carisma.

Si C piensa que H tiene 8 en carisma, y eso le resulta admirable, deberemos entender que C tiene en su propio concepto por lo menos 7 en dicha variable, caso contrario un 8 no le llamaría la atención.

Si H tiene en su propio concepto que efectivamente su carisma es 8, buscará una mujer que tenga cuanto menos 9 en carisma, luego no se fijaría nunca en C, porque un 7 en carisma nunca le despertaría admiración.

Si esto fuese cierto, tendríamos un grave problema, ya que nunca podrían emparejarse exitosamente dos personas o, si se logran emparejar, por lo menos una de ellas estaría mintiendo para mantener la ilusión en la otra. Tarde o temprano se descubriría la verdad y la ilusión desaparecería. Claro que debe haber parejas que duran muchos años porque las personas que la integran tienen el talento de mantener la mentira toda esa cantidad de años. “Everybody lies”, como dice el querido Dr. House.

Este problema me daba vueltas en la cabeza, hasta que a mediados de 1993, leí en una revista [1] una entrevista a Gary Becker, Premio Nobel de Economía de 1992. El Premio Nobel le fue concedido a Becker por sus aportes a la teoría del comportamiento humano desde el punto de vista de la economía. En la entrevista que menciono, Becker habla de lo que él denominaba “Matrimonio por conveniencia” y menciona lo siguiente: “[…] Las personas se casan cuando la utilidad esperada del matrimonio excede la utilidad esperada de quedar soltero […]” más adelante agrega: ”[…] las parejas se divorcian cuando la utilidad de estar casadas cae por debajo de la utilidad esperada de estar divorciadas, cuando ellos ya no obtienen ningún placer de estar casados. Es decir los matrimonios están basados sobre las buenas decisiones de negocios. Cuando yo digo que las personas se divorcian, quiero decir que ellas hacen eso porque se dan cuenta que, bueno, no son muy felices ahora, y quizás puedan encontrar a otra persona que los haga más felices. […]”

Gary Becker aclara en la entrevista que la felicidad no sólo es económica, puede darse en otros planos adicionalmente y coincide en ello con la tesis de mi compañera C, de que siempre buscamos algo que nos mejore, y claro, la herramienta de esa búsqueda es la admiración. Sin embargo a primera vista no se resuelve el problema planteado: Si la persona H es mejor, ¿cómo conseguir que se fije en C que es inferior? Si sabemos que H también buscará mejorar su posición.

De la lectura de las ideas de Becker y de una serie de reflexiones adicionales, resulta que la respuesta es que las personas en realidad tienen varias tablas de admiración paralelas o superpuestas. Estas tablas que funcionan como una especie de matriz, tienen cada una de ellas una cualidad diferente representando a X y el resultado de la conjugación de todas las sub matrices genera un valor final, donde dicho valor final siempre se mantiene cercano al que en promedio tienen el otro sujeto.

Por ejemplo si C tiene un 7 en carisma, buscará que H tenga un 8. H no se fijaría jamás en C, si no fuese consciente de que él en sentido del humor tiene 4 y C tiene un categórico 9. Puede ser que H tiene en aspecto físico un buen 8 y C sólo llega a 4, pero en habilidades amatorias (sexuales, obviamente) C tiene un 10 cuando H solo llega a un triste 3. Al complementarse en diferentes valores, ambos se atraen mutuamente. Sin embargo en el promedio general, H y C deben obtener valores cercanos, por ejemplo C un 6 y H un 7, nunca deben quedar muy lejos entre sí para que la atracción se mantenga en el tiempo. Si H en promedio es un 8 y C es un 3, la relación nunca va a funcionar.

Esta teoría explica muchas cosas, por ejemplo el hecho de ver en la calle una pareja donde ella es físicamente un 9 y él un 5, a primera vista parece una llamada “pareja dispareja”, pero la visión es totalmente parcial. Falta analizar todos los otros posibles valores de X que hacen que en promedio esa pareja sea un 8 y que son factores que normalmente no vemos quienes no conocemos a fondo esa relación.

Esta teoría se la comenté hace unos cinco o seis años a mi querido amigo Claudio Morgan y concordamos al respecto. Fue curioso el hecho de que hace tres años, en un episodio de Dr. House, el controvertido médico señalara lo mismo al ver una pareja donde ella era aparentemente una mujer exitosa y él un típico perdedor, como dicen los gringos. House dijo algo como esto: “Los 4 empatan con 4, los 7 con 7, estos dos son un 3 y un 8, alguno miente.”

Lo cierto es que las personas se juntan para mejorar en algún aspecto y brindar mejoras en otro, hay parejas en las que uno es emprendedor y el otro tiene sentido del humor, hay otras donde uno es un galán de cine y ella es una fiera en la cama. Seguramente habrán parejas donde las diferencias harán las relaciones más saludables y estoy convencido que las más tristes deben ser aquellas en las que ambos son un diez en todo.

Alguna vez, en la universidad también, conversaba con dos amigas y una de ellas (que no era precisamente brillante ni agraciada) se quejaba de no tener novio. Le preguntamos el porqué, dado que sabíamos que tenía cuando menos un par de pretendientes conocidos a los que permanentemente rechazaba, y dijo:
- Lo que pasa es que estoy esperando a mi príncipe azul
Y mi otra amiga, con esa forma de herir que sólo tienen las mujeres, le replicó:
- ¿Y te has fijado si tú eres una princesa, mamita?

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[1] Thémis. Revista de Derecho. Publicación editada por los alumnos de la Facultad de Derecho de la PUC. Segunda Época. Nro. 25. Lima. Abril de 1993. Pp. 49-54

martes, 4 de enero de 2011

¡POR DIOS, YO NO SOY ATEO!

Recuerdo alguna ocasión cuando dictaba clases de derecho romano en la universidad, que dediqué una sesión a explicar el paso de la etapa romana politeísta al cristianismo y cómo este último contribuyó con la caída del Imperio Romano de Occidente, parte de la explicación tocó tangencialmente el Concilio de Nicea y la discusión que se llevó a cabo en este acerca de la divinidad de Jesús. Cuando terminó la clase y yo salía por el pasillo, se me acercó una alumna y en absoluta actitud cucufata me dijo:
-Doctor, no se preocupe Dios lo va a perdonar por ser ateo.
Me dejó sin habla y difícilmente pude explicarle que yo no soy ateo. Llegué a la conclusión de que no me iba a entender jamás y luego de un breve intento di por terminada la discusión y me fui.

Situaciones como la que acabo de contar me han sucedido incontables veces luego de explicar mis puntos de vista acerca de la religión y en particular sobre la Iglesia Católica. No sé por qué me cuesta tanto hacer entender que cuando hablo de la Iglesia Católica me refiero a la institución histórica. Aprendí con estos años que los creyentes son hipersensibles, siempre están a la defensiva y cuando uno habla de las instituciones históricas, normalmente responden con argumentos de fe. Lo siento mucho, lamento comunicarles que no son compatibles. En defensa de los creyentes diré que no se puede discutir la fe con argumentos históricos y adicionalmente en mi defensa, no se puede discutir la historia con afirmaciones de fe.

Yo no le tengo mucho afecto a la Iglesia Católica desde el punto de vista histórico. Desde la repartición y venta de bulas papales, pasando por los escandalosos Borgia, los excesos de la Inquisición y hasta el timorato papel que desempeñó en la Segunda Guerra Mundial, cuando debió haber condenado valientemente el holocausto y no lo hizo, la Iglesia Católica ha demostrado no representar a quienes debería, es decir a los más pobres, afligidos y humildes. No es casualidad que sea una de las instituciones con mayor patrimonio en el mundo.

Adicionalmente la Iglesia Católica, como cualquier organización religiosa, tiene una estructura vertical y autoritaria que no es compatible con la idea de democracia. Los dogmas religiosos no pueden discutirse, es una premisa básica de cualquier religión, en tanto estos son dictados por la divinidad y trasladados a los creyentes por medio de sus jerarcas o profetas. El miembro de una iglesia no puede someter un dogma al voto. Ese es otro elemento que me hace alejarme de cualquier forma de culto, secta o religión. No puedo aceptar la imposición de ideas per se por parte de otras personas aunque esta idea tenga origen presuntamente divino.

En mis afectos personales, sí le tengo un profundo cariño a la Iglesia, pero no a esa Iglesia Católica histórica, si no a la real y cotidiana, la de Francisco de Asís o Teresa de Calcuta. Cuando yo tenía cuatro o cinco años, mi madre sufría enormemente por su separación con mi padre, que se produjo poco antes de mi nacimiento. Ella me arreglaba y peinaba como niño bueno y me llevaba caminando hasta las iglesias del centro de Arequipa. Ella me enseñó a persignarme con agua bendita al entrar y a ser respetuoso con los santos. Siempre íbamos a los altares con las imágenes de los santos mejor calificados para resolver situaciones imposibles. Mi madre a veces de pie y a veces de rodillas, rezaba con una intensidad que me conmovía y siempre terminaba llorando. Yo sentía que realmente conversaba con Dios o con el santo de turno que nos observaba impasible desde su urna de vidrio. No recuerdo haber visto en mi vida a alguien más tener conversaciones tan personales con Dios o los santos.

Mientras mi madre rezaba y lloraba, yo miraba cada detalle de las imágenes, las aterradoras y violentas imágenes de los cristos azotados y sangrientos, las apacibles de los santos sepulcros y las de latente tensión de los crucificados. Los santos imponentes con sus trajes en perfecta compostura y las vírgenes Marías de mirada lánguida y expresión de sufrimiento. En mi mente impresionable de aquella época calaron fuertemente tres imágenes: El simpatiquísimo San Francisco de Asís de la plaza del mismo nombre en la calle Zela, las colosales imágenes de mármol de los doce apóstoles en la Catedral y el Diablo de madera de la base del púlpito del mismo templo.

Siempre sentí que mi madre hallaba consuelo en esos andares por las iglesias de Arequipa, sus sufrimientos eran tan graves que ella siempre me llevaba a dos o tres en una misma mañana. Sentía como si fuésemos a pedir audiencia con las principales autoridades de la ciudad, así se conducía mi madre con los santos de su devoción. Yo siempre terminaba enojado con ellos porque presentía que a pesar de la fe con la que mi madre pedía, nunca le concedían lo solicitado.

Con los años aprendí que la fe es importante para personas como mi madre, personas que necesitan del consuelo y comprensión que la mayoría de personas no tienen la capacidad de dar. Es por eso que pienso que más que los templos o las religiones, la fe es un pilar fundamental para miles de cientos de personas. Soy consciente de ello y por eso soy respetuoso de la fe individual que profesa cada persona. Sin embargo, me causa una profunda decepción que muchos de los creyentes que conozco sean tan fundamentalistas que pretendan catequizar a cuanta persona esté a su lado y peor aún, satanizar y lapidar socialmente a quienes no compartimos su credo. Es contradictorio que quienes predican el amor y la tolerancia, no sean tolerantes con quienes no comparten su fe. Cuando converso con personas con esa actitud, de inmediato viene a mi mente cuánto deben haber sufrido las pobres víctimas de la Inquisición, más que por las heridas, por la incapacidad de refutar las arbitrariedades de sus inquisidores.

Otro asunto que me llama poderosamente la atención es que la mayoría de gente confunda al ateo con el agnóstico. El ateo implica negación directa de Dios, el ateo afirma que Dios no existe, mientras que el agnóstico es aquél que no cree lo que no puede ser demostrado por los sentidos. El Diccionario de la Real Academia define el agnosticismo como la “Doctrina filosófica que niega al entendimiento humano la capacidad de llegar a comprender lo absoluto y sobrenatural: el agnosticismo, a diferencia del ateísmo, no niega la existencia de Dios. No confundir con gnosticismo”. Cabe citar al biólogo Thomas Henry Huxley, creador del término agnóstico cuando decía: “Yo no afirmo ni niego la inmortalidad del hombre. No veo razón para creer en ella pero tampoco tengo ningún medio para desaprobarla.”

Así el agnóstico poco instruido pensará que la existencia de Dios es poco probable, porque sus cinco escasos sentidos no pueden contribuir a demostrarla. A diferencia un agnóstico medianamente preparado y leído, sin llegar a demostrar la existencia de Dios, podría llegar a pensar que la física cuántica, las investigaciones en neurología y los avances en astronomía, brindan por lo menos indicios razonables de la existencia de una entidad que engloba todo cuanto existe y que dicha entidad tiene vida y consciencia. Me adscribo a este último grupo sin ningún ápice de falsa modestia.

Algunos llaman a esta entidad Dios, en otras culturas recibe otros nombres. Yo le llamo universo. No niego que hay aspectos de diversas religiones, sectas o cultos que me atraen. Pero sólo aspectos, no he encontrado una religión, secta, culto o creencia que me atraiga en su integridad. Son interesantes los tratamientos del placer de las diversas vertientes del hinduismo, me gusta la idea de la existencia de un paraíso de placeres sensuales después de la muerte de los musulmanes y me resulta divertida la apertura en cuanto a lo sexual de muchas sectas evangélicas y cristianas del Brasil. Sin ánimos de ofender a nadie, creo adicionalmente que no hay nada como ser Rastafari para tener la excusa perfecta para fumarse un tronchito y no bañarse; los rituales mágicos del Vudú para hacerse el zombi o la búsqueda del yo interno con el Ayahuasca para meterse un viaje en primera clase al mundo de la imaginación más afiebrada.

Como verán, espero que tengan claro que sí creo en una forma de Dios o divinidad y me apena no poder demostrar su existencia. En los santos no creo, entre otras razones porque no se dieron el trabajo de escuchar a mi mamá. Soy agnóstico y espero ser tolerado y comprendido. Antes de pronunciarse acerca de las creencias de otros, hay que pensarlo un poquito, no como una secretaria que tenía a la que le estuve explicando que soy agnóstico y me contestó:
- ¡Ah! Ateo.
- No, agnóstico – le precisé.
- ¡Ah! Como los gnósticos… ¿esos que creen en los gnomos, ángeles y esas cosas no? ¡Qué lindo!